CAPÍTULO VIII

Estaba recortando un seto cuando, con el rabillo del ojo, vio a Gwen que se le acercaba.

—Buenos días —saludó la joven cortésmente.

—Buenos días, señorita. ¿Cómo se encuentra hoy?

—Mucho mejor, gracias.

—La carta llegará a su destino —bisbiseó él.

—¿La encontró? —preguntó ella, muy excitada, aunque en tono bajo.

—Sí. Usted dejó la almohada atravesada sobre la cama.

—Me pareció que entenderla la señal.

—Desde luego, fue una buena idea.

—Pero quizá otra vez la señora Quegg…

—No verá la carta. Ni siquiera sabrá que la he enviado.

—¿Cómo lo ha conseguido? —se admiró Gwen.

—Bueno, pensé en escribir a un amigo que tengo en Londres y, en el sobre, incluía una nota y su carta, para que la entregue al abogado. Pero luego resultó que hay una persona que se ocupará de entregarla personalmente al conductor del autobús que transporta el correo.

—¿Puedo saber quién es esa persona, Francis?

—Una buena amiga mía, señorita. Gwen enarcó las cejas.

—No sabía que tuviese amistades en Bathermane manifestó.

—La hice el día de mi llegada —repuso él, evasivo.

Gwen se dio cuenta de que el joven no quería ser más explícito al respecto y desistió de seguir preguntándole sobre el tema.

—Creo que ya he localizado la película —dijo.

—¿De veras?

—Sí, aunque, sin el proyector…

—Le sugerí que se proporcionase una lupa.

—Trataré de encontrarla.

—Oiga, de todos modos, la película puede que esté bien guardada, pero el proyector no tanto, imagino. Si consigue el filme, podríamos hacer una incursión donde está el proyector…

—Estudiaré el asunto. Ya le diré algo. Francis.

—Muy bien, señorita. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Sí, claro.

—¿De veras quiere que su abogado haga lo que le pide en la carta?

—No lo dude, Francis —respondió Gwen. Rasselar suspiró.

—Lástima, perderé el empleo…

—¿Lo necesita de verdad?

—Puede imaginárselo. Pero no se preocupe y haga lo que debe: encontraré otro.

Gwen vaciló un momento. Rasselar intuyó que ella quería decirle algo, pero que no se atrevía a hablar con completa franqueza. Decidió que lo mejor era no presionarla demasiado. Podía darse cuenta de que la muchacha necesitaba desahogarse con alguien de su confianza y lo mejor era ganársela por completo.

—Procure encontrar la película y una lupa —sonrió.

—Haré lo que pueda, Francis.

Gwen se marchó, como tenía por costumbre, y él continuó recortando el seto. Mientras trabajaba, se dijo que si Gwen estaba sujeta a Wooley por algún secreto inconfesable, el plan que había propuesto a su abogado era la mejor manera de liberarse de aquella sujeción que casi era una esclavitud.

Por cierto, ¿qué interés podía tener Wooley en dirigir un parador en el que no había apenas una docena de huéspedes en todo el año?

¿Cuál era el beneficio de un negocio que, prácticamente, era la ruina?

«Hay algún truco y me gustarla conocerlo», resumió sus meditaciones.

Al día siguiente, se levantó bastante tarde. Jenny le miró con sorpresa al verle entrar en la cocina casi a las diez de la mañana.

—Se te han pegado las sábanas, ¿eh?

—Así parece —contestó él sin inmutarse.

—Al jefe no le va a gustar cuando lo sepa. Ha preguntado ya por ti y le ha extrañado no verte trabajando.

—Jenny, mire el día que es hoy en el calendario.

La rubia lanzó una exclamación de sorpresa. Luego se echó a reír.

—Tienes razón, no me había dado cuenta —respondió—. ¿Cómo estás de apetito? Rasselar se pasó una mano por el estómago.

—Te asomas a la entrada, pegas un grito y el eco te responderá mañana —contestó alegremente.

—Muy vacío debe estar, en efecto. Bueno, siéntate y te lo llenaré.

Cuando terminó de desayunar, Rasselar abandonó la cocina y se dispuso a dar un paseo. Lentamente, caminó sin rumbo, hasta que, casi inesperadamente, se encontró al borde del lago.

No era muy extenso, apenas un par de kilómetros en su parte más ancha, pero resultaba sumamente agradable, bordeado de álamos y sauces llorones. Abundaban los patos y ánades silvestres, y se dijo que era un buen lugar para la caza.

A pocos pasos del lugar en que se hallaba, divisó un embarcadero, a base de gruesos tablones, sostenidos por pilotes que se hundían en el fondo. Amarrado al extremo de aquel pequeño muelle, vio una especie de pontón, de fondo plano, con dos grandes planchas paralelas, que corrían a todo lo largo de su estructura.

Parecía como si la embarcación estuviese destinada al transporte de vehículos. Pero las distancias no eran demasiado grandes y, además, no había una carretera que conducía al lago. Tal vez, se dijo, aquellas planchas servían para reforzar la estructura de la cubierta. El pontón, en todo caso, debía ser utilizado por los cazadores, para acercarse a las aves que pululaban a cientos por la superficie acuática.

Al cabo de un rato, emprendió el regreso. De pronto, entre los árboles que eran allí prácticamente espesos, divisó lo que parecía una pequeña elevación del terreno y se desvió de su camino.

Abundaban los arbustos. La vegetación era muy densa y, en ocasiones, resultaba difícil atravesarla. Al cabo de unos momentos, consiguió llegar al pie de la loma, que le pareció el resultado de amontonar allí grandes cantidades de tierra, producto tal vez de alguna excavación cuya utilidad no alcanzaba a comprender.

En todo caso, hacía ya de ello muchísimos años, porque la loma estaba enteramente cubierta de hierbas y arbustos. En realidad, era un accidente sin importancia: Inesperadamente, creyó ver un destello metálico entre la vegetación. Intrigado, apartó los ramajes con las manos, pero, aun así, no conseguía captar detalles.

Forzando las ramas que se oponían a su paso, avanzó unos cuantos metros más. Insistió en separar los obstáculos y entonces divisó algo que le dejó estupefacto.

Se preguntó qué hacía aquella puerta en una de las laderas de la eminencia. Era de madera, pero las bisagras relucían, sin duda porque habían sido fabricadas con acero inoxidable, a fin de que resistieran los embates de la intemperie. Ganó un par de metros más y se encontró frente a la puerta.

Con gran asombro suyo, vio que no tenía llave y que podía abrirse, con el simple hecho de tirar de un pomo de madera. Al abrirla, su asombro llegó a límites insospechados.

Al otro lado de la puerta de madera, había una segunda, metálica, muy bien protegida por una cerradura de combinación, aunque no se podía decir que fuese como la de las bóvedas fuertes de un Banco. Pero era suficiente para resistir los esfuerzos de los amigos de lo ajeno.

Revisó cuidadosamente la puerta. En el lado izquierdo del marco, vio el arranque de un cable eléctrico que se hundía en el suelo.

«Una alarma», supuso.

La puerta parecía situada directamente sobre la ladera, pero un examen más atento le hizo apreciar una estructura de mampostería, que reforzaba el conjunto.

«¿Qué diablos habrá al otro lado?», se preguntó.

Puesto que no podía obtener respuesta, cerró la puerta de madera y emprendió el regreso. Al girar hacia su izquierda, pudo apreciar que la salida era mucho más fácil.

De pronto, recordó lo sucedido un par de noches antes. Wooley y dos de las chicas regresaban a la casa, a una hora muy avanzada. ¿Venían de aquel lugar?

«Tendré que averiguarlo, pero con un máximo de precauciones», se dijo finalmente.

* * *

Wooley estaba en la puerta de la casa, con los pies separados y las manos a la espalda. Rasselar adivinó inmediatamente el mal genio del sujeto.

—F. X., no le pagamos para que haga el vago por ahí —dijo Wooley sin más preámbulos.

—Perdone, señor; hoy es domingo —contestó el joven serenamente, pero sin orgullo. Wooley se quedó cortado.

—Domingo —repitió—. Discúlpeme usted —añadió, más amansado—. Soy un tonto; no me había dado cuenta del día que es hoy.

—Gracias, señor. De todos modos, si hay algo urgente que hacer…

—Agradecería que fuera al pueblo a recoger un encargo que me tiene la señora Quegg. No le importa, ¿verdad?

—En absoluto, señor; lo haré con mucho gusto. ¿De qué se trata?

—Nora Quegg le dará unas cajas, eso es todo.

—Bien, señor; iré a buscar la ranchera…

—Tome. F. X.

El joven se volvió. Wooley le daba media libra.

—Bébase un par de jarras de cerveza a mi salud, F. X.

—Es usted muy amable, señor.

Rasselar fue al garaje y abrió la puerta. Momentos después, ponía en funcionamiento el motor de la ranchera.

Cuando salía, en marcha lenta, alzó la vista. Gwen estaba en su ventana y le hizo una señal con la mano. Rasselar vio el índice y el pulgar juntos, en círculo, y adivinó en el acto el significado del gesto.

Contestó con un leve movimiento de la mano. Ella juntó las suyas, apoyó la mejilla en ellas y ladeó la cabeza. Rasselar comprendió que Gwen quería decirle que se verían a la noche.

Asintió en el silencio. Luego pisó el acelerador y salió en busca del camino que conducía a Bathermane.

Nora Quegg abrió la puerta del almacén, apenas hubo tocado con los nudillos. Sonrió al ver a Rasselar.

—Vaya por la puerta de atrás, F. X. —indicó—. Hoy es domingo y las gentes de Bathermane son muy estrictas en la observancia del precepto dominical. Me despellejarían viva si vieran que le entregaba género.

—Sí, señora, comprendo perfectamente.

Rasselar condujo el vehículo al patio posterior de la casa. Nora le hizo entrar, indicándole tres cajas de madera, dos iguales, relativamente pequeñas, y otra un poco mayor.

—Eso es todo. F. X.

—Sí, señora.

Rasselar llevó las cajas a la furgoneta. Cuando hubo colocado la última. Nora las cubrió con una manta vieja.

—En el pueblo hay muchos curiosos —manifestó.

—Nunca faltan tipos aficionados a meter las narices donde no les importa, señora —respondió el joven.

Nora metió la mano en un bolsillo del vestido y, sorprendentemente, sacó un billete de una libra y lo puso en la mano de Rasselar. El joven se quedó atónito.

—Señora…

—Vamos, vamos, no irá a decirme que no le gustaría tomarse una jarra de cerveza en la taberna, ¿verdad?

—Pero es domingo y no abren… Ella soltó una risita.

—Vaya por la puerta de atrás. ¿O cree que es usted el único que quebranta la prohibición?

Rasselar dobló el billete y lo guardó en el bolsillo de su camisa. Luego se llevó el índice a la sien.

—Beberé a su salud, señora Quegg.

—Tenga cuidado y no corra. Lleva usted un material muy frágil —advirtió ella.

—No lo olvidaré, señora.

Rasselar llevó el coche a la trasera de la taberna. Cuando llegó a la sala, vio a Ginny apoyada melancólicamente de codos en el mostrador. Acercándose en silencio, le dio un pellizco en el muslo.

Ella lanzó un gritito de sorpresa y se volvió. Al reconocer a Rasselar, se lanzó a su cuello.

—¡Qué alegría! —exclamó—. ¿A qué has venido a Bathermane, F. X.?

—El jefe me pidió que Ir llevara unos encargos —contestó él—. ¿Puedes darme una jarra de cerveza?

—Te darla algo más —dijo Ginny con los ojos muy brillantes.

—Ahora no puede ser. Tienes que atender a la clientela que, supongo, no tardará en llegar.

—Todo el mundo está almorzando en sus casas. Cerrarla la puerta y…

—Lo siento, no puedo entretenerme tanto. Vendré otro día, te lo prometo.

—Está bien, lo primero de todo es el trabajo. ¿Qué encargos son? Es decir, si no soy indiscreta.

—No me preguntes. Todo lo que me dijo la señora Quegg es que se trataba de algo muy frágil.

—Vajilla para el parador, seguro —comentó Ginny—. Una mujer muy extraña agregó.

—¿A quién te refieres? —preguntó él, sorprendido.

—A la señora Quegg, naturalmente. No es de aquí, ¿sabes?

—¿Cómo?

—Vino hace cosa de un año y compró el negocio. Según dijo, es viuda y quería invertir su dinero en algo seguro y en un lugar sano y conveniente para su salud. Parece que ha tenido éxito.

—Lo celebro.

—Alguien dijo una vez que Nora tuvo que ver con un pleito sonado, sobre un crimen que ocurrió hace bastantes años. Por lo visto, alcanzó cierta notoriedad. Creo que la acusaron de haber envenenado a su marido, aunque acabaron soltándola por falta de pruebas.

—Eso no tiene importancia. Si ahora se comporta correctamente…

Desde luego, en ese aspecto, nadie tiene la menor que; de ella. ¿Más cerveza, F. X.? Rasselar había apurado ya la jarra y negó con la cabeza Besó a la chica en una mejilla y se marchó.

A los pocos momentos, se detuvo en un lugar solitario. Volviéndose, despacio apartó la manta a un lado y contempló las cajas de madera.

Aquello no contenía vajilla, se dijo. Invadido por la curiosidad, se decidió a abrir una de las cajas.

Las tapas estaban sujetas con tornillos. Buscó un destornillador en las herramientas del coche y empezó a trabajar.

Cinco minutos más tarde, sintió que se quedaba sin respiración.

«Por todos los diablos… ¿Para qué puede querer Wooley tanta dinamita?», se preguntó, tremendamente desconcertado.