CAPÍTULO IX

Cuando llegó al parador, vio a Nita en la puerta.

—¿Traes los encargos? —preguntó.

—Sí, desde luego.

—Llévalos a la cocina, por la puerta posterior.

—Está bien. Me gustarla ver al jefe…

—Imposible, está ocupado.

—De acuerdo.

Rasselar hizo arrancar el coche de nuevo. Wooley estaba hablando en aquellos momentos con un hombre de mediana edad y aspecto lúgubre, que no parecía muy satisfecho de sus explicaciones.

—No acabo de creerme que el señor Conin no esté aquí —dijo.

—Lo siento, señor; ese caballero no ha llegado todavía —respondió Wooley—. Si desea esperarle aquí, tendremos mucho gusto en ofrecerle nuestros servicios.

Sim Hustler emitió un reniego en voz baja. Luego alzó la voz:

—Está bien, aunque sigo pensando que…

—Usted mismo ha podido verlo, señor. El nombre del señor Conin no figura en nuestro libro de registro.

—Ya, ya veo… En fin, aguardaré veinticuatro horas. Si no aparece en ese plazo… Bien, él se pierde el negocio…

Wooley tocó el timbre. Rebecca apareció a los pocos momentos.

—Acompaña al señor Hustler al número cuatro, por favor —ordenó el gerente.

—Sí, señor. Por aquí, señor, tenga la bondad…

Hustler traía consigo un pequeño maletín y rehusó entregárselo a la pelirroja. Sin dejar de gruñir entre dientes, se dejó llevar al primer piso.

Wooley contempló a la pareja hasta que desaparecieron de su vista. Luego se encaminó a la cocina.

Rasselar estaba tomando un bocadillo y se puso en pie al verle.

—He traído los encargos, señor —informó.

—Ah, no sabe cuánto me alegro —sonrió Wooley—. Bien, gracias por todo. Puede tomarse libre el resto de la tarde. F. X.

—Sí, señor.

Wooley lanzó una mirada indiferente hacia las cajas que yacían en un lado de la cocina. Dirigió una sonrisa al joven y se marchó.

Nita le servía de comer. Cuando terminó, preguntó si quería otro filete.

—He tenido bastante, gracias —contestó él, satisfecho—. Ahora voy a dormir un poco.

—Que tengas sueños felices —dijo Nita—. No sueñes conmigo, por favor.

—Algún día te diré cosas que ahora no puedo.

—¿Sólo las dirás?

—Espera, todavía no es tiempo.

Nita movió la cabeza hacia la puerta que comunicaba con el interior de la casa.

—Si quisieras, él ni se enterarla siquiera.

—Por una vez, no me importarla… pero sé qué pasa después. La cosa sale bien, gusta, se quiere repetir… y el pastel acaba por descubrirse y yo de patitas en la calle. Lo siento, Nita.

—Otro siglo será —dijo ella burlonamente.

—Sí, otro siglo —dijo él, cuando ya salía por la puerta trasera.

Atravesó sin prisas la explanada y llegó a su alojamiento. Al abrir la puerta, vio a Gwen sentada en la cama, con las manos en el regazo.

* * *

Aunque se sintió muy sorprendido de la presencia de Gwen. Rasselar no dijo nada. Volviéndose, echó una rápida mirada al exterior y luego cerró la puerta.

—Le extraña verme aquí —dijo ella.

—Un poco, pero después del intercambio de señas que hemos hecho, casi lo encuentro lógico —sonrió él—. Ha encontrado la película, supongo.

—No es cieno totalmente. Sé dónde está el proyector, a la vista, fácil de poner en funcionamiento sin problemas. El filme, imagino, está en un cajón de su mesa de despacho. Cerrado con llave, naturalmente.

Rasselar se acarició el mentón.

—Podríamos forzar la cerradura, aunque él lo notaría, claro.

—No importa. Si me dice algo, contestaré que yo quemé la película.

—Y él dirá que tiene un negativo, como puede imaginarse.

—Lo sé. Por eso no me hará nada. Yo fingiré sorpresa…

—Está bien ideado —aprobó él—. ¿Cuándo?

—A la noche, cuando duerman todos. Mejor, a la madrugada. Yo le esperaré en la puerta posterior. ¿Qué le parece, Francis?

—Estupendo —Rasselar sonrió—. Es usted la única que emplea mi nombre. Los demás usan las iniciales.

—Lo encuentro de mal gusto, simplemente —dijo Gwen.

—También yo, pero no puedo evitarlo. Nos encontraremos a las tres de la mañana. Y ahora, permítame que le diga una cosa: hay dos cajas de dinamita en la casa. Gwen se sobresaltó terriblemente.

—¡Dinamita! —exclamó, espantada—. ¿Cómo lo ha averiguado?

—Yo mismo la he traído del pueblo. Wooley me envió a buscarla a la tienda de Nora Quegg. Ella dijo que se trataba de un material muy frágil. Me tentó la curiosidad y abrí una de las cajas.

—Lo notará Wooley…

—No. Procuré no dejar rastro. El ignora que yo estoy enterado de la existencia de dinamita en la casa.

—Me pregunto para qué puede quererla…

Rasselar pensó de pronto en la puerta metálica que había visto aquella misma mañana.

—Creo que ya lo sé —dijo.

En pocas palabras, explicó a la muchacha su hallazgo. Gwen se sintió estupefacta cuando él hubo terminado de hablar.

—No tenía la menor idea de la existencia de esa puerta blindada —confesó—. ¿Qué puede haber al otro lado?

—Algo de mucho valor. Tengo una amiga en el pueblo y sospecha que el parador no es sino una tapadera para determinadas operaciones de contrabando. La costa está a solo diez millas.

—Es posible —convino Gwen—. Y eso explicaría el chantaje que ejercen sobre mí.

—De modo que es un chantaje, ¿eh?

Gwen levantó la vista y le miró francamente.

—Tengo que confesarle algo, Francis —dijo—. Hace poco más de un año, maté a un hombre. Pero lo hice en legítima defensa.

Rasselar sonrió comprensivamente.

—No me cabe la menor duda —contestó—. Pero vamos a tratar de ver si conseguimos liberarla de sus problemas.

—¿Aunque pierda el empleo?

—Soy joven. Buscaré otro, no se preocupe. Gwen se puso en pie.

—Si me libera de ese miserable, se lo agradeceré mientras viva —declaró con gran vehemencia.

—Haré lo que esté en mi mano, es todo lo que puedo decirle —respondió él.

* * *

Hustler terminó la sopa y torció el gesto.

—Muy buena, aunque tenía un gusto un tanto raro —dijo.

—Eran las hierbas del condimento, señor, propias de la región —contestó Nita—. A las gentes de aquí les encanta ese sabor. ¿Un poco de cordero, señor?

—Si, gracias.

Hustler siguió comiendo. Al cabo de unos momentos, frunció el ceño.

—Nita, ¿por qué está aquí?

—Tengo que atenderle a usted, señor —sonrió la joven.

—Entonces, siéntese.

—No puedo, señor. Si viniese el gerente, me armaría un escándalo…

—Si viene, como es un hombre educado, llamará a la puerta y usted podría ponerse en pie. Siéntese, diablos: no puedo cenar a gusto viéndola a usted en pie.

—Como quiera, señor.

Nita se sentó. La falda era muy corta y, además, separó las rodillas. Hustler apreció así el contraste entre el negro de las medias y la blancura de los muslos.

—Nita, voy a decirle una cosa.

—¿Señor?

—No trate de tentarme. Aprecio mucho su hermosura, pero no estoy aquí para divertirme. Quizá, en otro momento, ¿me comprende?

—Oh, por Dios, señor; ¿cómo ha podido creer una cosa semejante? Hustler soltó una risita.

—Conozco el paño —dijo—. Sírvame más vino, por favor.

—Sí, señor.

Nita se levantó y llenó la copa. Hustler la llevó a sus labios, pero, de repente, sintió una terrible punzada en el estómago y lanzó un aullido.

—¿Le sucede algo, señor? —preguntó ella solícitamente.

—Maldición… Nita, ¿qué rayos había en la sopa?

—Veneno, señor.

Hubo un instante de silencio. Hustler sintió un fuego abrasador en el estómago. La copa resbaló de sus dedos, chocó contra la mesa y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos.

—Veneno, ¿eh?

—Sí, señor —contestó Nita, impasible.

—Entonces… era lógico no encontrar a Conin…

—Lo encontrará muy pronto, señor. Imagínese dónde. Inesperadamente, Hustler se echó a reír.

—Nita…

—Diga, señor…

—Ya sé dónde está… Conin… ¿Le gustaría verle?

—No, señor, en absoluto.

—Pero si le verá… Iremos los dos juntos a verle…

De pronto, Hustler sacó un pequeño revólver y apretó el gatillo.

Nita lanzó un gemido ahogado al recibir el proyectil en el pecho, entre los senos. Retrocedió, con los brazos al suelo, chocó contra la pared y resbaló hasta quedarse sentada, con los ojos muy abiertos.

Lanzó un gemido. Sabía que iba a morir y no podía evitarlo.

Hustler la apuntó de nuevo con el revólver. Pero el arma se escapó de unos dedos sin fuerza y, ladeándose, cayó de costado.

En el último instante, el ansia de vivir le hizo buscar un asidero. Sólo encontró el mantel y al arrastrarlo, arrojó al suelo todo el contenido de la mesa.

Transcurrieron algunos segundos. La puerta se abrió repentinamente.

Wooley y Jenny aparecieron en el umbral. Jenny vio a Nita, aún sentada, divisó la sangre de su pecho y lanzó un grito de terror.

—Calla, estúpida —la apostrofó Wooley.

Se inclinó sobre Nita y buscó su pulso. La morena permaneció inmóvil.

—Ya no hay nada que hacer. Está muerta.

—No me lo puedo creer… —gimió Jenny.

—Por lo visto. Hustler resultó un tipo duro de pelar —comentó Wooley con macabra ironía.

Permaneció inmóvil durante unos segundos y luego, su vista recayó sobre el maletín que estaba encima de una silla.

Se acercó al maletín, lo puso sobre una consola y soltó las presillas de cierre. Una blasfemia se escapó de sus labios al ver su contenido.

—Maldita sea… Tenía que traer esto precisamente…

Recuperada en parte. Jenny se acercó y contempló el contenido del maletín. Luego pasó un dedo por una de las bolsitas de plástico, transparente, que estaba llena de una sustancia blanca.

—Hombre, bien mirado, podría darnos un saco de dinero…

—¡Ni lo sueñes! —cortó Wooley con gran vehemencia—. Lo menos que yo querría hacer es embarcarme en un negocio de drogas. Hay demasiadas manos y demasiadas bocas y acaba por saberse. Lo otro es infinitamente más seguro, ¿comprendes?

—Sí, pero ¿qué hacemos con la «nieve»?

—Irá a parar al lago —decretó el sujeto con firme acento—. En cuanto a los dos fiambres, ya conoces el procedimiento.

—¡Pobre Nita! ¡Tan joven! —suspiró Jenny.

—Le tocó la china —contestó Wooley despiadadamente.