CAPITULO IV

 

—Parece que está claro. La tumba señalada en el cementerio, era solamente una trampa, en la cual debía caer otro distinto — dijo Kent poco más tarde, cuando Adriana había llegado ya a la oficina y enterada de la terrible noticia.

—Así, Blount pudo sorprender fácilmente a Marston, descuidado y tranquilo, al menos por esta noche

—En efecto. Ahora bien, las circunstancias eran distintas. Marston no estaba en la cama, más o menos dormido, sino despierto y con un rifle en las manos. Por ello, lo atontó primero de un buen golpe y luego... ¿Cómo pudo conseguir que la serpiente emplease sus colmillos venenosos?

—No lo sé. Sin embargo, he oído decir que Blount era un experto en la comarca y que conocía el desierto tan bien como yo la palma de mi mano. Un hombre de esas cualidades, es capaz de atrapar una serpiente de cascabel y emplearla como arma, ¿no le parece?

—Arma mortífera —murmuró Kent—. Pero ¿qué pasó? ¿Por qué asesinaron a Blount?

—He oído hablar algo de un yacimiento de oro, que encontró él después de muchos años de buscar sin resultado. Tal vez eso tenga relación con su muerte —apuntó la joven.

—A estas alturas, aún hay buscadores de oro —se asombró él.

—Para mí, Blount era el último, aunque no llegué a conocerle, claro. Pero por lo que he oído decir, era un hombre que conocía el desierto mejor aún que yo esta misma oficina. Además, ere infatigable, capaz de caminar días enteros, sin más que unas pocas horas de sueño.

—Seria joven...

—Unos cuarenta y cinco años, pero de una clase de hombre que tenía una robustez inconcebible y una salud a prueba de bomba. De todos modos, no sé mucho más; la gente en Stockton Wells es muy reticente cuando se quiere saber algo de Blount.

—Quizá no tienen la conciencia tranquila — apuntó Kent.

—Eso es seguro. Los unos, porque actuaron y los otros, porque no lo impidieron.

—A veces, suele suceder. Una explosión de ira popular, un linchamiento... y luego todos se avergüenzan de no haber sabido reprimir sus instintos. Y eso puede causar un trauma para toda la vida.

—Por lo visto, aquí lo empiezan a pagar ahora. De todos modos, yo tengo la conciencia tranquila. No he cometido ninguna falta que deba lamentar — declaró Adriana.

Kent la miró durante un segundo. Le pareció que la joven no era sincera totalmente, había en sus mejillas un leve enrojecimiento y su pecho palpitaba con ritmo un tanto acelerado. ¿Tenía también su parte de culpa? se preguntó.

Adriana era joven, y espléndidamente hermosa, pero la edad de la adolescencia había quedado ya atrás. Kent calculó que debía tener unos veinticinco, quizá veintiséis años, llenos de un esplendoroso atractivo, una mujer completamente hecha... pero con algún punto oscuro en su vida. De eso no le cabía ya la menor duda.

De pronto, ella hizo un ademán.

—Señor Kent...

—Sí, señorita.

—Haga el favor de llamar por teléfono a la Compañía de Suministros Riverside, de El Cajón. Dígales que espero el pedido hoy lo más tarde. Ellos ya saben de qué se trata. Encontrará el número de teléfono en la agenda que hay sobre su mesa, La línea es directa.

—Muy bien.

Kent buscó la agenda y, tras hallar el número, pulsó las teclas correspondientes. Pero nadie contestó a su llamada.

Insistió por segunda vez. De pronto, le pareció que el teléfono no funcionaba.

—Oiga, o esto no marcha o no me contestan en El Cajón —exclamó. Adriana levantó la cabeza de los documentos que estaba estudiando.

—Quizá haya alguna interrupción en mi línea particular —dijo—. Llame a Spelling y dígale que le permita telefonear desde su oficina. A veces lo hago cuando mi teléfono se estropea.

—¿Debo llamar primeramente a la operadora?

—No. Hay una centralita automática para el servicio del pueblo, con unas treinta líneas. La compañía telefónica juzgó que, le resultaba más barato que mantener un par de mujeres que atendiesen a los clientes, con una centralita manual.

—Sí, parece lógico.

Kent buscó y encontró el número del alguacil y habló brevemente con él. Spelling accedió a la petición. El joven se puso en pie.

—Iré a hacer la llamada — manifestó.

El sol vomitaba ríos de fuego cuando salió a la calle. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara. ¿Quién podía tener interés en vivir allí?, se preguntó.

Junto a la ventana de una casa, sentado en su interior, vio a un individuo con un rifle en las manos. El hombre le miró penetrantemente. A Kent le vinieron a la memoria las películas del Oeste, en donde los colonos aguardaban tensamente el ataque de los indios al amanecer. Pero allí se trataba de un solo hombre... y sus armas no eran arcos, flechas y lanzas o Winchesters, sino una serpiente de cascabel.

Si era Blount, si no había muerto realmente, ¿dónde se escondía?

Cuando llegó a la oficina del alguacil, lo vio rodeado de varios individuos armados, a los que estaba impartiendo órdenes con acento lleno de energía:

—Bob, Jack, vosotros patrullaréis hacia el Sur. Iréis hasta el límite y luego haréis una exploración de doce kilómetros en ambos sentidos. A la vuelta, debéis zigzaguear, para ver de encontrar rastros. Tened los ojos bien abiertos y no olvidéis llevar una lata de repuesto de gasolina y otra de agua. ¡Nada de alcohol; no quiero visiones fantásticas por un trago de más! ¿Está claro?

Los dos hombres asintieron y se marcharon. Spelling dijo algo parecido a otras dos parejas. Quedaba todavía un hombre, Brett Starr, y el alguacil le dijo que fuese a buscar su coche y que le aguardaba en la puerta de la oficina. Cuando Starr hubo salido, se encaró con el joven.

—¿Y bien, señor Kent?

—Ya se lo anticipé por teléfono, alguacil…

Spelling señaló el teléfono que había sobre su mesa.

Luego fue al armero, eligió cuidadosamente un rifle y sacó un cinturón canana, con el revólver en su funda. Luego fue a un cajón del escritorio y extrajo un par de cajas de cartuchos. En aquel instante, Kent dejaba el teléfono sobre la mesa.

—Lo siento — sonrió—. No funciona. Spelling le miró críticamente.

—¿Está seguro?

Kent se apartó de la mesa y señaló el aparato con la mano. Spelling dejó las armas a un lado y levantó el auricular. Mientras marcaba las cifras que el joven había llevado escritas en un papel y que estaban junto a la base del teléfono, Kent pensó que acababa de asistir a otro episodio de una película del Oeste: cuando el sheriff reúne a los conciudadanos, para organizar una partida armada y salir en persecución de los forajidos que han asaltado un Banco.

«Sólo que aquí se trata de un hombre que ha cometido ya dos asesinatos y, en lugar de caballos, usan automóviles», pensó.

Spelling le miró desconcertado.

—No funciona — dijo.

—Puede que se haya producido un corte en la línea —apuntó Kent, con la sonrisa en los labios.

—No es corriente. Además, no hemos tenido una tempestad en muchos días y ayer mismo estuve hablando con mi hermana en Great Ridge... ¡Espere, Great Ridge está al Este y El Cajón al Oeste! Voy a comprobar si la línea funciona por el otro lado. De este modo, mi hermana llamaría a El Cajón, ¿comprende? Tendría que usar otro circuito distinto...

Spelling accionó rápidamente el disco de las cifras. Al cabo de unos momentos, Kent vio un singular cambio de expresión en su rostro.

—Tampoco funciona — murmuró.

Sobrevino un instante de silencio. Luego, antes de que pudiera decir nada, Starr se asomó a la puerta y exclamó:

—¡Lou, le han quitado las bujías a mi «Jeep»! Tengo dos ruedas rajadas y, además, le han vaciado el depósito de aceite y se han llevado el tapón.

En un instante, Kent lo vio claramente, el rostro de Spelling tomó el color, de la ceniza.

 

* * *

 

—Así, pues, estamos incomunicados por teléfono... —dijo Adriana, muy preocupada.

—Y no hay un solo coche en estado de funcionamiento. A todos les faltan las bujías, tienen algunos neumáticos rajados y les han vaciado el depósito de aceite, cuando no el de combustible. ¿Había muchos coches en Stockton Wells? — preguntó el joven.

—No demasiados, una docena a lo sumo, casi todos ellos tipo «jeep»; es lo que mejor se acomoda a la zona — respondió ella—. Incluso el mío es también un «jeep»... ¡Oiga, lo tengo en el patio trasero de mi casa! —Exclamó de repente—. Podríamos ir a ver si funciona, ¿no le parece?

—Como usted ordene.

Adriana y el joven salieron de la oficina, cruzaron la calle oblicuamente y dieron la vuelta a la casa en la que, según se apreciaba, era de las poquísimas que tenían un pequeño trozo de tierra con plantas y flores, que daban algo de color al ambiente. El «jeep» estaba en el lugar indicado y Kent se sentó inmediatamente tras el volante.

Las llaves estaban en su sitio. Kent accionó el arranque y el motor ronroneó satisfactoriamente. Kent dirigió una sonrisa a la joven.

—Bueno, al menos hay un coche que funciona —dijo. Ella se sentó a su lado.

—Se lo llevaremos a Spelling. El decidirá quién debe utilizarlo — manifestó.

—Perfectamente.

El grupo de hombres que conversaban excitadamente en la puerta de la oficina del aguacil suspendió en el acto sus conversaciones al ver que se acercaba un «jeep». Kent lo paró frente a la puerta. Adriana saltó fuera en el acto.

—Señor Spelling, aquí tiene mi coche —dijo—. Úselo como estime más conveniente. El alguacil dirigió una larga mirada a la joven. Luego hizo un gesto de aquiescencia.

—Skinner, tú irás con Jack Lawson. Llevaos agua y una lata de gasolina de repuesto. Wedding os la dará, con cargo a la oficina. Debéis patrullar, describiendo círculos cada vez más extensos en torno al pueblo.

Entró en la oficina y salió con una radio portátil en las manos.

—Habrá alguien a la escucha en todo momento — indicó.

—Lou, ¿qué hacemos con él si nos lo encontramos?

Hubo un instante de silencio. Luego, lentamente, Spelling dijo:

—Queremos que Blount vuelva al pueblo para siempre. Skinner asintió.

—Lo traeremos — aseguró.

Kent abandonó el «jeep». Skinner ocupó su puesto. Jack Lawson se sentó a su lado. El coche arrancó de inmediato, mientras Kent meditaba sobre la última frase del alguacil. No había dicho que trajeran a Blount «vivo o muerto», pero sus palabras tenían el mismo significado.

Era fácil de comprender: si Blount no había muerto en la primera ocasión, ahora era preciso acabar con él.

Spelling siguió dando órdenes:

—Es preciso recomponer todos los «jeeps» que se puedan con piezas de los demás. Hay que cambiar los neumáticos rajados y buscar tapones para los depósitos de aceite. Wedding tiene bujías de repuesto. También podéis pedirle gasolina. Vamos, hay que actuar de prisa; no podemos permitir que ese hijo de perra se burle de nosotros.

El grupo se disolvió casi instantáneamente. Entonces, Spelling bajó de la acera, se acercó a la muchacha y quedó frente a ella, con las manos en los costados.

—Es curioso —dijo con voz un tanto hiriente—. Todos los coches del pueblo han sufrido una avería u otra, pero el único que ha quedado en condiciones de rodar es el suyo. ¿No le parece demasiada casualidad, señorita Colfax?

Kent frunció el ceño al oír aquella pregunta. Miró a la joven y vio que había palidecido intensamente.

—¿Piensa acaso que lo hice yo? — preguntó Adriana.

—No, pero...

—Alguacil, no me gustan las insinuaciones — dijo ella fríamente —. Si tiene algo que decir, dígalo con toda claridad; y si piensa que he cometido un delito, métame en la cárcel. No me gustan las medias tintas... y piense también que usted cobra un sueldo, pagado en parte con mis impuestos, sin olvidar que soy quien abona la cuota más elevada de la ciudad.

Spelling se puso colorado hasta las orejas. Antes de que pudiera decir nada, Adriana continuó:

—Yo también recibí una carta análoga a la que muchos recibieron. Y no estaba en Stockton Wells cuando Blount fue linchado. Eso es algo irrefutable y que ni usted mismo puede negar.

—Le aseguro que no quise ofenderla, señorita — dijo el alguacil, muy turbado.

—Si yo tuviera algo que ver con los estropicios causados en los coches, habría empezado por el mío —siguió Adriana, muy excitada—. Y si usted fuese un alguacil consciente de su deber, ya estaría recorriendo la carretera a pie, para ver de localizar el corte en la línea telefónica.

Kent no quiso intervenir. Situado a prudente distancia, escuchó en silencio el diálogo entre Adriana y el alguacil. Después de las últimas frases, ella giró en redondo y empezó a caminar hacia la oficina.

Cuando llegaban al edificio, vieron cierto revuelo en la puerta del almacén de Wedding.

Alguien lanzó una sonora maldición.

—Pero ¿cómo ha podido ocurrir una cosa semejante, Mark? — chilló el individuo.

—No lo sé. El caso es que toda la gasolina ha corrido hacia la vieja cisterna y que alguien, además, ha echado unos cuantos cubos de agua y montones de basura. Lo que hay en el fondo de ese pozo, no sirve absolutamente para nada — respondió Wedding.

Kent entró en la oficina. Adriana estaba muy pálida.

—Alguien quiere sitiar el pueblo —dijo el joven.

—Sí —contestó ella escuetamente.