CAPITULO X

 

Mientras pedaleaba furiosamente, Kent pensó con cierta melancolía en las agujetas que le saldrían al día siguiente. Luego sonrió al pensar en lo que diría Adriana, si, por casualidad, se enteraba de que le había quitado la bicicleta. Bueno, estaba en el porche de la casa, ella dormía y él había actuado con el máximo de precauciones.

Nadie le había visto salir del pueblo. Todos estaban encerrados en sus casas. Reinaba un pánico espantoso, por lo menos, entre los que podían considerarse implicados en la venganza de Blount, en todos aquellos que habían recibido la fatídica misiva, Armada con los tres círculos negros. Incluso la cantina había cerrado mucho antes de lo habitual. Apenas eran las once de la noche y Stockton Wells parecía una ciudad muerta.

Tal vez lo fuese antes de muy poco tiempo. Sus habitantes la abandonarían, las casas quedarían vacías, el viento y la arena iniciarían el proceso de destrucción.. Alguna puerta quedaría abierta y el viento, en las noches, la movería a un lado y a otro, pero sus golpes no serían oídos por nadie. El viento haría rodar también matojos resecos y los coyotes camparían a sus anchas y aullarían en las noches de luna...

Era un proceso que debería haberse iniciado mucho antes, si Blount no hubiera sido arrojado al pozo, se dijo.

La luna se alzaba ya, enorme, roja, siniestra, cuando Kent alcanzó el punto donde un rifle certero le había obligado a detenerse. Los restos calcinados del «jeep» se divisaban a unos pocos metros de la carretera. Pedaleó un poco más, se detuvo y, dejando la bicicleta en el suelo, continuó su caminó a pie.

A medida que la luna ascendía en el cielo, aumentaba la claridad. Kent caminaba ahora procurando evitar todo ruido, aunque sus zapatillas deportivas amortiguaban el rumor de sus pasos. De pronto, se encontró con una cortadura del terreno, que tenía un trazado casi perpendicular a la carretera.

Buscó un sitio por el que bajar al fondo y lo consiguió sin demasiado esfuerzo. Acto seguido, descolgó de su cinturón la linterna que había llevado consigo y que estaba en la oficina, para casos de emergencia.

Estudió el suelo de la grieta y sonrió a los pocos momentos. Era una suerte que no soplase el viento. Las huellas estaban nítidamente impresas en algunos puntos donde había arena. A veces, desaparecían, pero resultaba fácil seguirlas.

—Y eso que no soy un experto — murmuró, satisfecho.

Caminó durante unos ochocientos metros. De pronto, la grieta hizo un recodo casi en ángulo recto. Un poco más adelante, terminaba en una pendiente que permitía la salida al terreno llano del desierto.

Pero antes, a su izquierda, había un muro de unos cinco o seis metros de altura. Y en el muro había algo que no se debía a la naturaleza.

La lona estaba hábilmente pintada y sujeta de modo que pareciese formar parte del paisaje. Kent se acercó, agarró uno de los bordes con la mano izquierda y la apartó a un lado.

La cueva era grande, espaciosa, aunque su techo no tenía más de dos metros de altura. Kent pudo divisar un «jeep», en perfecto estado, latas de combustible, de agua, cajones de comida... y unas cajas, situadas aparte, y que llamaron especialmente su atención.

Acercándose a una de ellas, levantó la tapa, pero la cerró instantáneamente, estremecido de horror. Una vaharada de olor dulzón, infinitamente repugnante, le dio de lleno en el rostro.

Cerró los ojos un instante. Todavía tenía en sus retinas aquellos horribles animales, agitándose frenéticamente en el interior de la caja. ¿Qué le pasaría a un hombre al que le echasen encima una docena de alacranes?

Al cabo de unos momentos, se sintió con las fuerzas suficientes para examinar el contenido de la segunda caja. Como la anterior, también tenía algunos orificios. Cuando se acercaba, algo largo, negro, velludo, del grosor de un dedo índice, asomó por uno de los agujeros, agitándose furiosamente.

Kent sintió que el sudor corría por su espalda, un sudor frío, como jamás había sentido hasta entonces. Ni siquiera se atrevió a levantar la tapa de la caja. Las tarántulas escaparían y él saldría corriendo, dando chillidos de pánico...

Al cabo de unos minutos, se sintió mejor. ¿Cuánto tiempo había tardado Blount en reunir aquellas horribles bestias? ¿Cuántos días había pasado en el desierto, recorriéndolo una y otra vez, y cazando alacranes y tarántulas para ejecutar su venganza?

Por cierto, los alacranes no habían sido utilizados todavía. Kent se preguntó cómo podría matarlos, sin correr riesgos.

De pronto, se fijó en una de las latas de combustible. La levantó por el asa, desenroscó el tapón y vertió lentamente su contenido por uno de los agujeros, hasta que el líquido llenó totalmente el cajón. Los escorpiones se agitaban frenéticamente.

Luego hizo lo mismo con las tarántulas, pero no se atrevió a encender la gasolina; no quería llamar la atención antes de tiempo. La gasolina acabaría por matar a todos aquellos horribles animales.

A continuación derramó en el suelo arenoso el agua de las cuatro latas que había visto. Abrió los cajones de víveres. Ya no había muchas latas, una docena, a lo sumo. Vio un cuchillo de caza y golpeó varias veces cada lata. Por los orificios, arrojo gasolina y aún volvió a echar más en los cajones que contenían los escorpiones y las tarántulas. Al finalizar, derramó asimismo todas las latas.

Por último, se acercó al «jeep» y deshinchó las cuatro ruedas. Para mayor seguridad, arrancó los cables de las bujías y se llevó el distribuidor.

La tarea quedó concluida cuando la lona quedó en su primitiva posición. Acto seguido, corrió hacia la carretera, montó en la bicicleta y emprendió el regreso.

Blount ya no cometería más crímenes se dijo. Pero, de repente, echó algo en falta.

¿Dónde estaban las serpientes de cascabel?

Blount también había capturado algunas. Por lo menos, dos; la que mató a Baird, muerta por éste a tiros a su vez, y la que mordió a Marston. Pero de ésta no había el menor rastro.

¿Cuántas había capturado Blount?

¿Dónde las tenía escondidas?

 

* * *

 

Alguien golpeó suavemente con los nudillos en la puerta. Spelling se despertó, sobresaltado.

—¿Eh? ¿Quién diablos llama a estas horas?

Una cabeza se asomó por la puerta entreabierta.

—No haga ruido, Lou. Pronto, creo que he visto a Blount. Spelling se sentó de repente en la cama.

—¿Max?

—Sí. Salga, rápido, antes de que sea demasiado tarde.

El alguacil metió las piernas en los pantalones y se puso las botas sin calcetines siquiera, para no perder tiempo. Agarró el revólver que tenia sobre la mesilla de la cama y, con sólo un tirante puesto, se precipitó fuera de la casa.

Al salir, miró a derecha e izquierda.

—Max, ¿dónde diablos te has metido? — preguntó.

—No soy Max — sonó una voz a sus espaldas.

Y, en el mismo instante, notó una mordedura en el cuello, debajo de la oreja izquierda. En una fracción de segundo comprendió que el sujeto se había introducido en la casa, agazapándose junto a la puerta. En sus prisas por salir, no había encendido la luz siquiera.

La serpiente mordió de nuevo. Spelling lanzó un espantoso alarido. Luego, girando sobre sus talones, empezó a disparar su revólver.

Los fogonazos taladraron la oscuridad, a la vez que emitían sonoros estampidos. Algo que era de vidrio saltó en mil pedazos. Otras balas hicieron volar astillas de una mesa.

La carga del revólver se agotó. Entonces sonó una estruendosa carcajada.

—¡Buen viaje al infierno! — deseó alguien, situado en lo más oscuro de la casa. Spelling se tambaleó.

Estaba perdido sin remisión. En aquel instante, lamentó no haber reservado la última bala del revólver para su sien derecha.

 

* * *

 

Kent oyó los disparos y los alaridos. Inmediatamente, adivinó lo sucedido.

«Blount ha atacado de nuevo.»

En el pueblo se había producido una espantosa conmoción. Kent, se levantó de un salto y corrió hacia la ventana.

Un hombre caminaba, tambaleándose como un borracho, por el centro de la calle. Su mano izquierda estaba en el cuello.

—¡Blount. Blount...! —aullaba—. Tengo dinero en el Banco. Daré mil dólares al que mate a ese hijo de perra...

Algunos vecinos corrieron hacia Spelling.

—Vamos, Lou, tenemos que hacer algo...

—Queda un «jeep»; te llevaremos a Él Cajón. Spelling los rechazó a todos brutalmente.

—Ya no tengo remedio —jadeó— Siento el veneno que me sube hasta el cerebro La serpiente me ha mordido dos veces en el cuello... Un revólver... Dadme un revólver... ¡Por favor! No quiero morir como un perro. ¡Os he pedido un revólver!

La gente se apartó de Spelling. Todos estaban horrorizados. El alguacil extendió sus brazos suplicantemente.

—¡Quiero acabar cuanto antes! — sollozó —. La cabeza me arde... Todavía puedo apretar el gatillo...

Un par de docenas de hombres en círculo contemplaban espantados a Spelling. Era una escena horripilante, que ponía los pelos de punta.

De pronto, Spelling cayó de rodillas, sin dejar de suplicar un solo instante.

—Os lo pido por favor... Amigos... Todo lo que tengo ahorrado será para el que mate a Blount...

De pronto, alguien exclamó:

—No puedo permitirlo — dijo.

Y se adelantó, con un revólver en la mano, pero entonces, alguien le puso un pie y el sujeto cayó de bruces.

El revólver se escapó de su mano y resbaló un poco por el suelo lleno eje tierra. Su dueño blasfemó obscenamente. Pudo recobrar el arma y la alzó, para disparar un tiro al aire y limpiar el cañón. Pero había demasiada tierra y el revólver explotó fragorosamente. El hombre lanzó un aullido y sacudió la mano ensangrentada.

—Me muero —jadeó Spelling.

Era evidente que le faltaban las fuerzas. Inclinándose hacia adelante, apoyó las manos en el suelo. Una especie de baba densa fluía de sus labios.

De pronto, se hizo un silencio absoluto.

Los hombros de Spelling estaban sacudidos por fuertes espasmos. Lentamente, cayó al suelo de bruces y sus manos empezaron a arañar la tierra, mientras sus piernas se encogían y distendían con tremenda violencia.

Al cabo de unos minutos, los movimientos de Spelling se hicieron más lentos. Finalmente, se quedó quieto.

 

* * *

 

—A las siete de la tarde, terminará esta pesadilla

—dijo Adriana.

—¿Lo cree así? — preguntó Kent, mientras removía el azúcar de su taza de café.

—Seguro. El autobús de los mineros sale a las cinco. Les cuesta dos horas llegar aquí. Inmediatamente, haré que me lleven a El Cajón.

Estaban desayunando en casa de Adriana. Ella se sentó frente a su invitado y apoyó los codos en la mesa.

—Han ocultado durante años lo que hicieron con George — manifestó—. Algún día tiene que saberse, Perry.

—Estoy de acuerdo con usted — convino el joven —. Y también creo que esta noche se resolverá todo.

—¿Ha averiguado algo? Kent sonrió.

—Encontré el escondite de Blount en el desierto —declaró.

—¿Qué? ¿Bromea usted, Perry?

—Hablo completamente en serio. Tenía una caja llena de alacranes y otra de tarántulas. Los bañé eh gasolina...

Kent explicó codo lo que había hecho durante la noche. Al terminar, Adriana se sentía estupefacta.

—Pero ¿cómo adivinó que tenía el escondite en aquel lugar?

—Bueno, me salió muy oportunamente al encuentro. Deduje que me había estado vigilando desde que vio el «jeep» a lo lejos.

—Pudo haber estado en la dirección opuesta — objetó Adriana.

—Quizá tiene también otro escondite, pero lo indudable es que estaba en el que yo descubrí y que allí tenía, digamos, su base de operaciones. Había un «jeep», que inutilicé, comida, agua, gasolina... y los bichos. Ya no tiene nada.

—¿Le pegó fuego?

—Oh, no; se habrían visto las llamas y hubieran sonado estampidos. Deshinché las ruedas, me llevé algunas piezas del motor y luego eché gasolina en los cajones donde estaban las arañas y los alacranes. Eso les habrá matado al poco tiempo. Ah, también eché gasolina en sus latas de comida.

—Pero ¿cómo pudo ir...?

—Su bicicleta estaba en el porche.

—¡Vaya! — respingó la joven.

—Tengo el cuerpo lleno de agujetas — sonrió Kent —. Debe de ser la falta de costumbre.

Adriana entornó los ojos.

—Parece como si quisiera ayudarnos — murmuró.

—En todo caso, ayudarla a usted, porque Blount la considera culpable y yo sé que es inocente.

—¿De veras cree que soy inocente?

—Estoy seguro de ello —afirmó Kent.

—Quizá Blount piense de muy distinta manera. Iba a casarme con él, pero desistí casi en el último minuto. Quiero decir que no vine a Stockton Wells donde se hubiera celebrado la ceremonia. Al poco tiempo, ocurrió aquello... y un día vino un abogado a verme y me anunció que yo era heredera de todos los bienes de George. Por eso estoy aquí —declaró Adriana, muy agitada.

—Es decir, George quiere vengarse de usted, por no haberse casado con él.

—Y porque, seguramente, de habernos casado, ahora no estaríamos aquí y a él no le habrían arrojado al pozo.

Adriana ya no quiso seguir hablando y Kent no insistió. En las declaraciones de la joven había todavía algunos puntos oscuros. Ya saldrían a la luz, se dijo.