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Cómo empieza todo |
¿Para qué sirve comer?
Dios, solía decir mi madre, podría habernos hecho de forma que no necesitásemos comer. Enfrentado cada día con el eterno dilema del ama de casa, «¿qué hago hoy para comer?», tengo que darle toda la razón.
Es una lata, es verdad. Pero estamos hechos así: necesitamos comer. ¿Se ha preguntado alguna vez para qué?
Sin entrar en complejidades filosóficas, podríamos decir que la comida tiene tres funciones principales: comemos para mantenernos con vida, para crecer (o engordar) y para movernos.
— Para mantenernos con vida. Nuestro cuerpo necesita una gran cantidad de comida, simplemente para seguir funcionando. Aunque estuviésemos las veinticuatro horas del día durmiendo, aunque nuestro periodo de crecimiento hubiese terminado, seguiríamos necesitando comida.
— Para crecer o engordar. Nuestros músculos y huesos, nuestra sangre y nuestra grasa, incluso nuestro pelo y nuestras uñas, se fabrican a partir de lo que comemos.
— Para movernos, trabajar, jugar... Se necesita energía para moverse. Todo el mundo sabe que los deportistas o los mineros necesitan más comida que los oficinistas, y que el ejercicio abre el apetito.
Cuánto necesita comer un niño
¿Para qué comen los niños?
— Para mantenerse con vida. La cantidad de comida que necesita un animal, aparte de su trabajo y su crecimiento, depende básicamente de su tamaño. Un elefante come más que una vaca, y una vaca, más que una oveja. Si se compra usted un perro, tenga cuidado al elegir la raza: un pastor alemán come mucho más que un caniche.
Si los niños no estuvieran creciendo, necesitarían mucha menos comida que un adulto, porque son mucho más pequeños.
— Para moverse. Los niños pequeños se mueven mucho, y es frecuente oír frases como «no sé de dónde saca tanta energía, con lo poco que come» o «con razón no engorda, si es que lo quema todo».
Pero, al analizarlo fríamente, vemos que muchos niños tampoco se mueven tanto. Los recién nacidos se mueven poco, y los de un año caminan poco rato y lentamente. Van a todas partes en brazos o en el cochecito. No realizan verdaderos trabajos, ni levantan peso (ni siquiera su propio peso; un adulto gasta mucha más energía que un niño para recorrer la misma distancia, porque no es lo mismo transportar 10 kg que 60). «Solo de verlos, te cansas», es cierto; pero difícilmente un niño pequeño va a consumir más energía en sus juegos que un ama de casa yendo a la compra.
— Para crecer. Cuanto más rápidamente crece un niño, más comida necesitará. Pero los niños no crecen siempre a la misma velocidad.
¿Cuál es la época en que más rápidamente crece una persona? Antes de nacer. En solo nueve meses, una sola célula que pesa mucho menos de un gramo se convierte en un hermoso bebé de 3 kg. Afortunadamente, durante esta época no hay que darle de comer, sino que todo le llega de forma automática, a través de la placenta, «directo a la vena».
Después del nacimiento, muchos dirían que la época de crecimiento más rápido es la adolescencia, el famoso «estirón». Pero no es así. Durante el estirón de la adolescencia, el crecimiento suele ser de menos de 10 cm y menos de 10 kg al año. Durante el primer año, un recién nacido crece 20 cm y engorda 6 o 7 kg (es decir, triplica, o casi, su peso. No volverá a triplicarlo hasta los diez años). Dejando aparte la vida intrauterina, nunca vuelve una persona a crecer tan rápido como durante el primer año. (Todas estas cifras son términos medios redondeados; cada niño es distinto, que nadie se espante si su hijo se aparta de ellas en unos cuantos kilos o en unos cuantos centímetros.)
Se calcula que en los primeros cuatro meses los bebés dedican a crecer el 27 por ciento de lo que comen.146 Entre los seis y los doce meses, solo gastan en crecer el 5 por ciento de la ingesta; y en el segundo año apenas el 3 por ciento. Este rápido crecimiento es la causa de que los bebés coman tanto. Por su pequeño tamaño, y el poco ejercicio que hacen, les bastaría con mucha menos comida, si no estuviesen creciendo.
¿Que los bebés comen mucho? Si no se lo cree, podemos hacer un pequeño juego. Supongamos que un niño no está creciendo, y que solo necesita una cantidad de comida proporcional a su tamaño. Es decir, que un niño de 30 kg ha de comer el doble que uno de 15 kg, pero la mitad que un adulto de 60 kg (desde luego, la proporción no es exacta; que no se me enfaden los nutricionistas. En realidad, los animales pequeños comen, proporcionalmente, más que los grandes. Solo intento que nos hagamos una idea gráfica de la relación entre tamaño y apetito).
Según esta proporción, si un bebé de 5 kg toma unos tres cuartos de litro de leche al día, una mujer de 50 o 60 kg tendría que tomar diez o doce veces más, es decir, de siete y medio a nueve litros de leche. ¿Podría usted tragarse todo eso? Seguro que no. Para su tamaño, su hijo come mucho más que usted. Muchísimo más. Y esta diferencia se debe, en buena medida, a que su hijo está creciendo, y usted no.
Comer para vivir o vivir para comer
Uno de los mayores mitos en torno a la nutrición es el de que «tienes que comer para hacerte grande». Es decir, mucha gente cree que el crecimiento es consecuencia de la alimentación. No es así. Solo en casos de auténtica desnutrición llega el crecimiento a verse afectado. Si compra usted un caniche, podrá mantenerlo por poco dinero, mientras que si compra un pastor alemán se arruinará comprando comida para perros. ¿Cree usted que si le diera mucha comida a su caniche, este se convertiría en un pastor alemán?
En realidad, no crecemos porque hemos comido, sino que comemos porque estamos creciendo. El tamaño y la corpulencia de un pastor alemán y de un caniche están firmemente anclados en sus genes; cada animal se ve obligado a comer la cantidad de alimento (ni más, ni menos) necesaria para alcanzar su tamaño normal. Lo mismo ocurre con los seres humanos: el que va a ser un adulto alto y corpulento comerá siempre más que el que va a ser bajo y delgado.
El niño de uno a seis años, que crece lentamente, come proporcionalmente menos que el de seis meses o el de doce años, que está en un periodo de rápido crecimiento. Por más comida que le dé, es imposible, absolutamente imposible, hacer que un niño de dos años crezca tan rápido como uno de seis meses o uno de quince años. En el sentido opuesto, es posible, haciendo pasar hambre a un niño, conseguir que crezca un poco menos, pero el efecto será pequeño a menos que el niño sufra una verdadera desnutrición. Sabemos, por ejemplo, que la talla de los reclutas ha ido aumentando en las últimas décadas, lo que en parte se debe a cambios en la nutrición; pero la diferencia entre los que se criaron en tiempos de guerra y hambre y los que disfrutaron de todas las ventajas en los años setenta es apenas de unos centímetros.
La talla final que alcanza un individuo adulto depende básicamente de sus genes, y solo un poco de su alimentación. Los padres altos tienden a tener hijos altos. Pero la velocidad de crecimiento en un periodo determinado depende, básicamente, de la edad, y solo un poco de los genes. Una niña de trece años, por baja que sea su familia, crecerá más deprisa que una de tres años. Y tendrá más hambre.
Por qué no quieren verdura
No consigo que mi hija de siete meses coma verduras.
No me extraña. Mi padre, de ochenta y nueve años, no ha comido verdura cocida en su vida (salvo que considere como tal la salsa de tomate, claro). Sí que come algo de ensalada. Antes de casarse, cuando por su trabajo pasaba largas temporadas en pensiones, contaba siempre a la cocinera que tenía una úlcera de estómago y el médico le había prohibido la verdura. Por más que la dieta resulta inverosímil, parece que, en general, consiguió que preparasen una tortilla a la francesa especial para el «enfermo». A consecuencia de esta particular aversión, en mi casa nunca se comía verdura, porque mi madre ni la compraba.
Al documentarme para escribir este libro, y siendo mi padre la persona que más profundamente aborrece la verdura de cuantas conozco, le pregunté los motivos. Su respuesta fue la siguiente: «Porque me quisieron obligar. Mi madre ponía verdura, y cuanto más decía yo que no quería, más me obligaba, hasta que me iba a la cama castigado sin cenar». Añade que ni siquiera en la guerra consiguieron hacerle comer la verdura del rancho, y que una vez pasó tres días sin comer porque solo había verdura.
A comienzos del siglo XX (véase el apéndice «Un poco de historia»), la verdura y la fruta se introducían muy tarde en la dieta de los niños, a los dos o tres años, y con grandes precauciones. Los niños estaban la mar de bien sin ellas, pues tomaban el pecho, que lleva todas las vitaminas necesarias. Cuando se extendió la lactancia artificial, y los bebés empezaron a ir cortos de vitaminas (pues los fabricantes tardaron décadas en ir añadiendo a la leche del biberón las vitaminas necesarias), hubo que adelantar las frutas y verduras. Pero había un problema: su baja concentración calórica.
Los niños pequeños tienen el estómago más pequeño todavía. Necesitan comidas concentradas, con muchas calorías en poco volumen. Esa es una de las causas de la desnutrición infantil. En muchos países, los niños están desnutridos, pero los adultos no. Sería un error creer que los adultos se lo comen todo y no les dejan nada a los niños; los padres (y sobre todo las madres, que hasta en eso se nota la diferencia), aquí y en las Kimbambas, cuidan muy bien a sus hijos. Las madres renuncian con gusto a su propia comida para alimentar a sus hijos; el problema es que muchas veces la única comida disponible consiste en verduras y tubérculos con mucha fibra y pocas calorías. Los adultos pueden comer todo lo que necesiten, porque su estómago es lo suficientemente grande. Y, comiendo suficiente cantidad, cualquier alimento engorda. Los niños pequeños, por más que lo intenten, no pueden comer la cantidad de verdura necesaria, porque no les cabe en el estómago.
La leche materna tiene más de 70 kcal (kilocalorías, aunque mucha gente les llama simplemente «calorías») por 100 g; el arroz hervido 126 kcal, los garbanzos cocidos 150 kcal, el pollo 186 kcal, el plátano 91 kcal..., pero la manzana tiene 52 kcal por 100 g, la naranja 45, la zanahoria cocida 27, la col cocida 15, las espinacas cocidas 20, las judías verdes 15, la lechuga cruda 17 kcal/100 g. Y eso contando con que estén bien escurridas; la sopa o el triturado con el agua de cocción lleva todavía menos «substancia».
Hace algunos años, un investigador147 tuvo la curiosidad de analizar las papillas de verduras con carne preparadas por varias madres madrileñas para sus hijos; la concentración calórica media era de 50 kcal por 100 g. La media, porque algunas apenas tenían 30 kcal por 100 g. Y eso con carne, imagínese la verdura sola. ¿Todavía le extraña que su hijo prefiera el pecho a la papilla? ¿Todavía se lo cree, cuando le dicen que «este niño tiene que comer más papillas, con el pecho solo no va a engordar»?
Si se les deja tranquilos, los niños pequeños no suelen tener una repugnancia absoluta por las verduras. No es un problema de sabor. Es más, normalmente aceptan bien una pequeña cantidad de verduras, que son ricas en varios minerales y vitaminas de importancia. Pero su dosis normal suele ser de apenas unas cucharadas. A algunos, como las verduras son muy «sanas», pretenden darles un plato entero. Y, ofensa sobre ofensa, darles ese plato de verduras en vez del pecho o del biberón, que tenían el triple de calorías o más. «Me quieren matar de hambre», piensa el niño, que no sale de su asombro; y, naturalmente, se niega a aceptar semejante aguachirle. Comienza la pelea, y el niño puede coger tal manía a la fruta y a la verdura que luego, cuando crezca y le quepan en el estómago, tampoco las querrá.
Muchos dejan de comer al año
Como hemos visto, los bebés comen, en relación con su tamaño, mucho más que los adultos. Eso significa que, en el proceso de hacerse adultos, tarde o temprano tendrán que empezar a comer menos. Más temprano que tarde, para sorpresa y terror de muchas madres. Los niños suelen «dejar de comer», aproximadamente, al cumplir el año. Algunos ya dejan de comer desde los nueve meses; otros «aguantan» hasta el año y medio o los dos años. Unos pocos nunca dejan de comer, mientras que otros «nunca han comido, desde que nacieron».
El motivo de este cambio alrededor del año es la disminución de la velocidad de crecimiento, que ya hemos comentado. En el primer año, los bebés engordan y crecen más rápidamente que en ninguna otra época de su vida extrauterina. Durante el segundo año, en cambio, el crecimiento es mucho más lento: unos 9 cm, y un par de kilos. Así tenemos que, de los tres principales capítulos del gasto energético, la energía necesaria para moverse aumenta, porque el niño se mueve más; y la necesaria para mantenerse con vida también aumenta, porque el niño es más grande. Pero la energía necesaria para crecer disminuye de forma espectacular, y el resultado es que el niño necesita comer lo mismo o menos. Según los cálculos de los expertos, los niños de año y medio comen un poquito más que los de nueve meses; pero eso no es más que la media, y muchos niños de año y medio comen, en realidad, menos que a los nueve meses. Los padres, no informados de este hecho, se hacen un razonamiento aparentemente lógico: «Si con un año come tanto, con dos comerá el doble». Resultado: una madre intentando dar el doble de comida a un niño que necesita la mitad o menos. El conflicto es inevitable y violento.
Además, muchos bebés comen alimentos muy aguados, papillas de fruta y de verdura. Cuando por fin les dan alimentos substanciosos, como macarrones, pollo, patatas fritas, pan o garbanzos, necesitan, por supuesto, mucha menos cantidad.
¿Hasta cuándo siguen los niños sin comer? La situación suele ser transitoria. Aconsejadas por abuelas, vecinas y pediatras, las madres suelen confiar en que su hijo «hará el cambio». En efecto, muchos niños, hacia los cinco o siete años, al aumentar su tamaño corporal, empiezan a comer algo más que antes. Pero no siempre es este pequeño aumento suficiente para colmar las aspiraciones de sus familias. Por una parte, la cantidad de alimento que cada persona necesita es muy variable, y algunos niños comen mucho más o mucho menos que sus compañeros de la misma edad y tamaño. Por otra parte, las expectativas de los padres pueden ser también muy distintas; algunas madres se conformarían con que su hijo se acabase el plato de macarrones, otras esperan que después de los macarrones se coma también un bistec con patatas, un plátano y un yogur. Por uno u otro motivo, muchos niños siguen «sin comer» hasta el inicio de la adolescencia. Entonces, cuando el lento crecimiento de los años precedentes se convierte en «el estirón», los muchachos sienten un insaciable apetito, y para asombro y alegría de sus madres, arrasan la nevera y meten todo lo que encuentran dentro de un bocata.
Una madre, Cristina, recuerda claramente el momento en que su hijo, a los quince meses, dejó de comer:
Mi hijo de dieciséis meses siempre ha comido bien: purés de verdura con pollo, pescado o huevo, fruta, arroz, espaguetis... lo que nunca ha aceptado bien es la papilla de cereales. También se empeña en comer solo y le dejamos (aunque con ello come menos). El problema es que desde hace un mes y de pronto ¡no quiere comer! No es que rechace algún alimento y pueda darle otro; lo que ocurre es que come dos o tres cucharadas y ya no quiere más. Hemos intentado todo: he probado con legumbres, comida no tan pasada, entretenerle con cosas (incluso los abuelos le sacan a la terraza a darle de comer).
Vale la pena fijarse en otro comentario que nos hace Cristina, como de pasada: su hijo «se empeña» en comer solo, pero así come menos. Alrededor del año, los niños suelen atravesar una fase en que quieren comer solos y disfrutan haciéndolo. Claro, comen menos, tardan más y se ensucian. Si la madre está dispuesta a admitir estos pequeños inconvenientes, probablemente su hijo seguirá comiendo solo el resto de su vida. Si por rapidez y comodidad (y sobre todo para que coma más) la madre opta por darle ella de comer, es probable que al cabo de un par de años lamente su decisión. Pues los niños de dos o tres años ya no suelen mostrar el mismo espontáneo deseo de comer solos que tienen los de un año.
Otros no han comido en su vida
Algunos casos de «inapetencia» comienzan bastante antes, en los primeros meses o semanas. Cada ser humano es distinto, y algunos niños necesitan mucho menos alimento que otros. Otras veces, el niño está comiendo lo mismo que los otros, pero su madre no lo sabe. Veamos una historia típica:
Los problemas empezaron en la clínica, cada vez que intentaba ponerlo al pecho se ponía a llorar, después de insistir mucho se cogía un momento y soltaba, y así cada dos o tres horas. En casa la cosa fue peor, el niño estaba todo el día llorando, yo todo el día insistiendo en meterle el pecho en la boca, pero el niño parecía como si no supiera mamar, mi hijo mayor también lloraba porque apenas tenía tiempo para él. Al final a los veinte días no podía más y empecé a darle biberones. Al principio parecía que la cosa mejoraba, pero en estos momentos darle de comer es algo desesperante, para que tome 100 o 120 ml me tiro una hora o más en cada toma, y hay algunas tomas en las que no llega a 70 ml, la única que toma bien es la de después del baño, que con paciencia se toma 180, en total al día toma entre 600 y 700 ml. En relación al peso, gana poquito, muchas semanas menos de 100 g. Ahora, a los tres meses, pesa 5,800 kg.
El hijo de Ángela tiene un peso completamente normal; muy próximo a la media, que a los tres meses es de 5,980 kg. Lo que come (700 ml de leche son 490 kcal) también es normal, aunque probablemente es menos de lo que le han mandado. Muchos libros recomiendan a esta edad 105 a 110 kcal por kg (unos 900 ml de leche al día para nuestro protagonista); pero estudios más recientes148 indican que las necesidades medias son de 88,3 kcal/kg, y la menos dos desviación estándar es de 59,7 kcal/kg, lo que para este niño serían 732 y 495 ml de leche. Recapitulando para los que se han perdido con tanta cifra, la mitad de los niños de tres meses que toman biberón necesitan menos de 730, y algunos solo toman 500 ml al día, pero muchos libros todavía recomiendan 900, si es que no han redondeado y dicen directamente «un litro». Estas cifras son necesidades netas, en realidad, los niños suelen tomar un poco más, porque luego tienen que regurgitar una parte de lo que han comido. De los 380 varones sanos de tres meses que estudió Fomon,149 el 5 por ciento comían menos de 660 ml (esto sí que son ingestas reales).
Los que van «justos de peso»
En otros casos, el problema no se inicia por las mamadas «demasiado cortas», sino por el peso «demasiado bajo». En el mundo hay gente de todas las tallas, y cualquier mañana, mientras vamos a comprar el pan, nos cruzaremos con personas que pesan 50 kg y con otras que pesan 100. ¿De verdad cree que esas personas pesaban lo mismo cuando tenían tres meses? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar las diferencias en el peso de los hijos?
Tengo una niña de tres meses, le doy pecho. Hasta ahora aumentaba bien de peso, 200 o 250 g por semana. Hace dos semanas la llevé a la pediatra y cuando la pesó solo había aumentado 80 g. Pesaba 5,820 kg, nació con casi 3,200. La pediatra me recomienda una «ayuda», cuando le doy el biberón lo rechaza. Le compro otras marcas de leche, sigue rechazándola. También le compro otras tetinas, pues ella no quiere un chupete, sigue sin querer, se pone a llorar y pasa hasta cuatro o cinco horas sin tomar ni el pecho; he intentado ponerle a la leche un poco de papilla y darle con cuchara, pero tampoco la quiere. Solo quiere el pecho. Pero no puede seguir así, temo que la salud de mi hija peligre, pues no aumenta casi, y la pediatra me dice que está por debajo de la raya.
¿Por debajo de qué raya? Según las tablas de la OMS, el peso de esta niña está en la media. Podría pesar entre 4600 y 7400 g. Ha aumentado 2,620 kg en tres meses, más de 850 g al mes. La única raya que se ha sobrepasado aquí es la de la paciencia de la madre. ¿Cuántas horas de angustia, cuántas excursiones a la farmacia para comprar nuevos biberones y nuevas leches, solo porque alguien se equivocó de raya? ¿Cuántos biberones tiene que rechazar un niño para demostrar que no los quiere?
Este caso ilustra dos problemas fundamentales: por un lado, la interpretación en general de las gráficas de peso; por otro, el ritmo de crecimiento de los niños de pecho.
Qué es y para qué sirve una gráfica de peso
Esto es una gráfica de peso. Totalmente inventada; ¡no busque en ella a sus hijos! Simplemente, lo hemos puesto para explicar lo que significan las líneas. Existen muchos gráficos de peso distintos: los americanos (que la OMS recomendaba para su uso en todo el mundo hasta que creó sus propias gráficas) y los de otros países que han querido tener gráficas propias para no ser menos: franceses, ingleses, españoles... Por cierto, no coinciden, y si nos lee algún pediatra o enfermera, podrá pasar entretenidas tardes de domingo comparando unos con otros.
Los números que hay a la derecha se llaman «percentiles». El percentil 75 significa que de 100 niños sanos 75 están por debajo de esa raya y 25 por encima. En algunas gráficas, las rayas de los extremos no son el 97 y el 3, sino el 95 y el 5.
Otras gráficas no usan los percentiles, sino la media y las desviaciones típicas. Dichas tablas tienen, de abajo arriba, cinco líneas que corresponden a –2, –1, media, +1 y +2 desviaciones típicas (o «estándar»). Los pediatras hablamos de estas rayas con gran confianza, como si fueran de la familia, y decimos cosas tales como «la talla está en la menos uno, pero el peso está en la menos dos». A título orientativo, por debajo de la «menos uno» vienen a estar el 16 por ciento de los niños sanos; y por debajo de la «menos dos» algo más del 2 por ciento.
Hemos puesto en nuestra gráfica los pesos de tres niñas imaginarias de la misma edad. Adela tiene un peso totalmente normal, pero apenas habrá un 6 por ciento de niñas de su edad que pesen más. Ester, aunque pesa kilo y medio menos, también tiene un peso totalmente normal, pero el 85 por ciento de las niñas de su edad pesan más que ella. Bajo ningún concepto se puede decir que Ester vaya «mal», «escasa» o «justa» de peso. Es un error muy frecuente pretender que los niños vayan por encima de la media; la mitad de los niños, por definición, están por debajo del percentil 50.
¿Y Laura? Está por debajo de la última raya, y muchas veces esto se interpreta como que «va mal de peso». Pero ojo, la última raya es el percentil 3; el 3 por ciento de los niños sanos están por debajo. Esa raya no es una frontera que separa a los sanos de los enfermos, sino un aviso que le dice al pediatra «cuidado, mírese a Laura bien mirada porque probablemente no le pasa nada, pero también podría ser que estuviera enferma». ¿Cómo distinguirá el pediatra a ese 3 por ciento de niños sanos que están por debajo de la raya de los que están faltos de peso por alguna enfermedad? Pues para eso ha estudiado.
Hemos insistido varias veces en que el 25 por ciento de los niños sanos están por debajo del percentil 25. Porque las gráficas se hacen pesando a varios cientos o miles de niños sanos. Naturalmente, si un niño nace prematuro, o tiene el síndrome de Down, o una enfermedad grave del corazón, o le ingresan durante semanas por unas diarreas tremendas, su peso ya no se usa para calcular la media de las gráficas de peso normal. Y, por el mismo motivo, si su hijo ha tenido alguno de esos problemas u otros similares, su peso, probablemente, no seguirá las curvas normales. El que un niño con una enfermedad crónica (o que ha pasado recientemente una enfermedad aguda importante) esté «bajo de peso» no es consecuencia de no comer, sino de su enfermedad. Forzarle a comer no ayudaría a curar su enfermedad; solo a hacerle sufrir y vomitar.
Ahora hemos anotado en nuestra gráfica imaginaria el peso de otras dos niñas imaginarias. La de arriba es Tamara; su peso, como pueden ver, se mantiene siempre entre el percentil 90 y el 97. Algunos dicen que «va siguiendo su caminito».
La línea inferior indica el peso de Marta. Vemos que en algún momento llega a estar por encima del percentil 50, pero más adelante está cerca del percentil 10. ¿Qué le pasa a Marta? Probablemente nada. Desde luego, si el desnivel de la curva de peso fuera muy rápido o muy pronunciado, su pediatra haría bien en mirarla con cariño para asegurarse de que no tiene ningún problema. Pero lo más probable es que no le encuentre nada de nada. Sencillamente, las gráficas de peso no son «caminitos», sino representaciones matemáticas de funciones estadísticas complejas. Las líneas de los percentiles no se corresponden al peso de ningún niño individual, y el peso de los niños individuales no tiene por qué coincidir con ninguna de las líneas. Esto se entenderá mejor con la gráfica de la página siguiente.
Con el propósito de hacernos un huequecito en la historia de la Pediatría, en vez de copiar las gráficas americanas o las españolas, hemos querido hacer nuestras propias gráficas (las primeras virtuales, pues solo hemos pesado a bebés imaginarios). Hemos comenzado pesando a dos niñas a lo largo del primer año, y hemos obtenido las dos líneas gruesas.
Hemos calculado la media de estas dos niñas, y hemos obtenido la línea más delgada que hay en medio. Una de las niñas estaba por encima de la media, y luego bajó; la otra estaba por debajo, y luego subió. Ninguna de las dos coincide con la media. ¿Podemos decir que las dos niñas tienen problemas de nutrición, porque no «siguen su caminito»? Claro que no. Es la media la que no sigue el «caminito» de las niñas.
Naturalmente, las gráficas de verdad no se han calculado pesando a dos niñas, sino a varios cientos. ¿Se imagina cómo se va complicando la cosa?
El crecimiento de los niños de pecho
La evolución del peso de Marta, que hemos visto en la figura de la página 582, es bastante típica de los niños que toman el pecho. Las gráficas de peso habitualmente usadas se hicieron hace bastantes años, cuando muchos niños tomaban el biberón, y los que tomaban el pecho lo hacían solo durante unas semanas. Hoy en día, cuando cada vez más niños toman el pecho durante meses, se observa que no siguen aquellas gráficas. En los años noventa, diversos estudios150,151 en Estados Unidos, Canadá y Europa demostraron que los niños de pecho suelen engordar «mucho» en relación con las antiguas gráficas norteamericanas durante el primer mes, pero luego van bajando de percentil; hacia los seis meses han perdido toda la ventaja que habían acumulado en el primer mes, y luego mantienen hasta el año un peso «bajo» en relación con las antiguas gráficas.
A raíz de esos hallazgos, la OMS emprendió la realización de unas nuevas gráficas, basadas en los datos de niños de distintas razas que tomaban el pecho más de un año. Tras varios retrasos, las nuevas gráficas se publicaron por fin en 2006; puede verlas en www.who.int/childgrowth/en/. No se trata de hacer unas gráficas para niños de pecho y otras distintas para niños de biberón; se usan las mismas gráficas para todos.152
En comparación con las antiguas gráficas norteamericanas, las nuevas gráficas de la OMS están más altas durante los primeros dos o tres meses, pero más bajas a partir de los seis. Al parecer, la diferencia de los primeros meses se debe a que las gráficas norteamericanas estaban mal construidas, con muy pocos datos.
En España, las gráficas más usadas desde hace más de veinte años son las realizadas por la Fundación Orbegozo, de Bilbao. Durante los primeros meses son prácticamente idénticas a las de la OMS, tanto en peso como en talla. Pero a partir de los cinco o seis meses, mientras que la talla sigue siendo casi igual, aparece una diferencia en el peso: las gráficas de la OMS están unos 300 a 500 g más bajas. Todas las líneas están más bajas: el percentil 3, la media y el percentil 97. Es decir, el bebé que sigue en el mismo percentil de la OMS, en la gráfica española parece estar bajando de percentil.
Muchos países han adoptado de forma oficial las gráficas de la OMS, y es probable que España también lo haga próximamente. Hasta entonces, muchas madres oirán, a los ocho o nueve meses, que su hijo «está bajando de percentil».
¿Por qué no coincide el crecimiento de los niños que toman el pecho con el de los que toman el biberón? No se sabe muy bien, pero en todo caso no es por falta de alimento. Durante el primer mes, cuando solo toman leche, los niños de pecho pesan lo mismo o más. Entre los seis y los doce meses, cuando toman papillas además de la leche, los niños de pecho pesan un poco menos. Si fuera verdad que «el pecho ya no les alimenta» (lo que es una solemne tontería, pues el pecho siempre alimenta más que el biberón, y también más que las papillas), entonces el niño se quedaría con hambre y comería más papilla, con lo que podría engordar lo mismo que los de biberón. Pero es que tampoco quieren más papilla. La diferencia es más profunda; de alguna manera, la lactancia artificial produce un ritmo de crecimiento que no coincide con el de los niños de pecho.
«No sabemos qué consecuencias puede tener este crecimiento excesivo», decía en la primera edición de este libro. Ahora sí que lo sabemos. Porque varios estudios153,154 han encontrado que los niños que han mamado menos de seis meses sufren más sobrepeso y obesidad a los cuatro o seis años.
No todos los niños crecen al mismo ritmo
Tengo una niña que tiene ocho meses, y desde hace cuatro meses no ha cogido peso, su peso ha sido durante cuatro meses de 7,450 kg, y su talla ha aumentado poco a poco hasta los 71 cm que tiene ahora. Su pediatra me ha comentado que como no aumente de peso en este mes le mandará unos análisis de sangre para ver si tiene carencia de algo; si no es que es inapetente y ya está...
Comer, come muy poco. Además, la cuchara la rechaza, cuando la he obligado con cuchara me lo ha vomitado todo. Sigo dándole con biberón todo, fruta, purés y la papilla de cereales.
Ciertamente, no es «normal» (en el sentido de «frecuente») que una niña no aumente nada de peso entre los cuatro y los ocho meses. Para saber si además de infrecuente es patológico, hay que tener en cuenta otros datos, entre ellos los análisis que prudentemente ha decidido pedir su pediatra para asegurarse de que no esté enferma. Pero si no se detecta ninguna enfermedad, lo mejor es esperar tranquilamente: «Es inapetente, y ya está». Porque lo que tampoco es muy frecuente es pesar eso a los cuatro meses: prácticamente en el percentil 95. La talla a los ocho meses es alta, bastante por encima de la media.
Todos los análisis fueron normales, y a los trece meses esta niña pesaba 8 kg, y seguía sin querer comer. Parece como si, en lugar de engordar con un ritmo lento pero mantenido, esta niña hubiera engordado rápidamente en los primeros cuatro meses, para luego frenar.
Hay un ritmo de crecimiento especial que suele traer de cabeza a los padres. Se llama «retraso constitucional del crecimiento», y no es una enfermedad, sino una variación de la normalidad. Son niños que no crecen siguiendo las gráficas, sino que van por libre. Nacen con un peso normal, y crecen normalmente durante unos meses. Pero en algún momento hacia los tres o seis meses echan el freno, y empiezan a crecer muy despacito, tanto de peso como de talla. Suelen «salirse de la gráfica», colocándose por debajo del percentil 3 de peso y talla. El peso, eso sí, es adecuado para su talla. Si el pediatra les hace pruebas, salen totalmente normales. Se mantienen en el límite o fuera de las gráficas durante años, pero entre los dos y tres años empiezan a crecer a un ritmo normal, de modo que ya no se apartan más del percentil 3, sino que siguen pegaditos a él. Suelen tener la pubertad algo más tarde que otros niños, y por tanto más tiempo para crecer, con lo que alcanzan una altura final completamente normal, y son adultos de estatura media. Es una característica hereditaria, y resulta muy tranquilizador que las abuelas expliquen que uno o ambos padres, o algún tío, «también era muy canijo de chico, y el médico del pueblo siempre le andaba dando vitaminas», pero que al final creció. Veamos lo que parece un caso típico:
Tengo una niña de dieciocho meses a la que afortunadamente le sigo dando el pecho a pesar de los comentarios en contra del 99 por ciento de la gente. El problema es que desde los cuatro meses, cuando volví a trabajar, no ha comido bien hasta ahora. Empezó a bajar de peso y ahora mismo mide 73,2 cm y pesa 8,690 kg. Le hicieron análisis y le salió todo normal.
A los dieciocho meses, el percentil 3 (según las gráficas de la OMS) es de 8200 g y de 75 cm. Pero, para una niña de 73 cm, el peso está por encima del percentil 25, casi en la media. A esta niña la ha visitado un endocrino, y la hormona de crecimiento es una de las pruebas que tiene normales. Así que solo queda esperar unos años.
Lógicamente, un niño que crece tan despacio come aún menos que los demás.
«Desde que tuvo aquel virus no ha vuelto a comer...»
En general, el apetito va disminuyendo de forma paulatina; pero no pocas veces un hecho externo (una enfermedad, el comienzo de la guardería, el nacimiento de un hermanito...) desencadena el proceso:
Tengo un bebé de once meses recién cumplidos. Desde que empecé a darle de comer purés, hasta hace algo más de quince días, comía que era una maravilla, lo mismo le daba el pescado que el pollo que la ternera [...] y de unas para otras unos días no quiere más que cinco o seis cucharadas (como le obligue a tomar más, vomita). Otros días consigo darle el puré en dos veces. Yo no sé si esto se debe a que ha estado cerca de dos semanas con bastante catarro, mucha tos y muchos mocos, fiebre...
Lo mismo que los adultos, los niños pierden el apetito cuando están enfermos. ¿Quién no ha tenido una gripe tal que pierde el gusto por los alimentos, tanto dolor de cabeza que prefiere irse a la cama sin cenar, un dolor de barriga tan fuerte que todo le cae mal...? Esta inapetencia es pasajera; dura solo unos días, mientras dura el virus, y luego desaparece. Si el niño ha perdido peso, puede que salga de la enfermedad con «hambre atrasada» y durante unos días coma más de lo habitual, hasta recuperar lo perdido.
Por supuesto, si la enfermedad es más grave, puede que la inapetencia dure semanas y que el niño no recupere el apetito hasta que reciba un tratamiento adecuado.
Cuando se intenta obligar a comer a un niño enfermo, lo más probable es que vomite. Y que se despierte en él un miedo a la comida y a la cuchara, que mantendrá incluso cuando esté curado. Por supuesto, si el niño tiene de verdad mucha hambre, ni siquiera obligándole se conseguirá quitarle el apetito. Pero si estaba cerca del año, la edad en la que (casi) todos los niños pierden el apetito, es probable que la enfermedad y el consiguiente forzamiento desencadenen la inevitable catástrofe. El niño hubiera «dejado de comer» de todos modos, pero el conflicto se adelanta unas semanas:
Desde que pasó la bronquitis el niño dejó de comer. Cada día comía menos. Tiene casi siete meses y sigue sin comer.
Y, lo que es peor, la madre atribuye la inapetencia a la enfermedad; mientras el niño no coma, mantendrá la creencia, a veces casi subconsciente, de que aquel virus, diarrea, otitis o anginas «nunca se le ha curado del todo». Con frecuencia, ello lleva a la madre a insistir más todavía en la comida, pues tiene la idea de que su hijo «necesita comer para curarse». La historia de Anabel nos demuestra lo graves que pueden llegar a ser estos círculos viciosos:
Tengo un hijo que tiene ahora dieciséis meses, pero que desde que tenía los nueve no abre la boca para comer. Durante el verano tuvo varias diarreas y le mandaron un medicamento que tenía que administrarse con cuchara, y desde entonces le tomó manía, o así creo yo. El caso es que el niño para que coma tiene que estar muy entretenido, y yo le meto la cuchara en la boca y él sorbe. A veces, cuando le pillo con la boca abierta, le dan arcadas. Pero ahora tengo un problema mayor, porque me pone los dientes y no le puedo ni siquiera acercar la cuchara a la boca. La hora de la comida es un calvario para los dos.
De grandes cenas están las sepulturas llenas
¿Qué le ocurriría a un niño que, de verdad, no comiese? Adelgazaría. Un recién nacido, como todas las madres saben, puede perder fácilmente 200 g en los dos o tres primeros días, y recuperarlos después. Supongamos una pérdida mucho más moderada, un niño que pierde cada día 10 g. Por 365 días del año, salen 3,650 kg; redondeando, tres kilos y medio. ¿Qué queda de un recién nacido si le quitamos tres kilos y medio? Poco más que un pañal vacío. Un niño mayorcito, digamos de 10 kg, desaparecería ante nuestros ojos en menos de tres años.
¿Qué ocurriría si el niño se tragase todo lo que le quieren dar? Imaginemos que el niño ya ha comido todo lo que necesita y que, tras arduos esfuerzos, consiguen que coma algo más; digamos, lo suficiente para engordar 10 g (además de lo que ya habría engordado normalmente). En un año, 3,500 kg. Si su hijo engordase cada día 10 g de más, engordaría tres kilos y medio extras al año. A los dos años, en vez de 12 kg, pesaría 19. A los diez años, en vez de 30 kg, 65. A los veinte años, en vez de 60 kg, pesaría 135.
¿No le parece que su hijo estaría monstruosamente obeso? Pero eso es con solo 10 g al día. ¿Cuánto hay que comer de más para engordar 10 g? Se calcula que, para acumular un gramo de grasa corporal, hay que ingerir unas 10,8 calorías.155 Eso hace 108 kcal para engordar 10 g; casi exactamente las que lleva un yogur de sabor a fresa, o medio donut de chocolate, o un «potito» de comida para bebé de los pequeños, o 250 ml de un zumo de frutas comercial.
¿Se conformaría usted con que su hijo comiera un yogur más cada día? Probablemente no. Muchas madres preparan un plato entero de papilla, y su hijo solo toma un par de cucharadas. ¿Cuánto engordaría de más si se acabase todo el plato? ¿Veinte o treinta gramos al día? ¿Se imagina a su hijo de diez años pesando 100 o 135 kg?
El metabolismo humano permite notables adaptaciones, y, en la práctica, el comer un par de cucharadas más o menos puede que no afecte a nuestro peso. Pero todo tiene un límite. Muchas madres esperan que su hijo coma más del doble de lo que come habitualmente. Nadie puede comer cada día el doble de lo que necesita y seguir sano.
Las tres defensas del niño
Por tanto, los niños tienen que defenderse. Si se comieran todo lo que les intentan hacer comer, enfermarían gravemente. Por fortuna, disponen de todo un plan estratégico de defensa contra el exceso de comida, que se pone en marcha automáticamente. La primera línea de defensa consiste en cerrar la boca y girar la cabeza:
Tengo una niña de once meses y medio; resulta que no gana peso desde los ocho meses, en que pesaba 8 kg; sigue pesando 8 kg. Parece que nunca tiene hambre, le damos de comer mientras se distrae con un juguete y así le entra algo, pero otras veces gira la cara, pone la boca cuadrada, empieza a negarse rotundamente a comer y no hay forma humana de hacerle comer.
Esta niña ha dicho, más claro aún que si supiera hablar, que no quiere comer. Una madre prudente no intentaría darle ni media cucharada más. (Por cierto, no es raro que un niño deje de ganar peso a esta edad, y muchas niñas normales de un año pesan menos de 8 kg.)
Si se sigue insistiendo, el niño se retira a la segunda línea de defensa: abre la boca y deja que le metan lo que sea, pero no se lo traga. Los líquidos y purés gotean espectacularmente por las comisuras de su boca. La carne se convierte en un amasijo duro y fibroso, mil veces masticado, que acaba por escupir cuando ya no le cabe. Se dice entonces que el niño «hace la bola».
Mi niño de ocho meses comía de maravilla hasta hace una semana; un día empezó a rechazar la comida, sobre todo la fruta de la tarde y después también la verdura del mediodía. Su táctica es mantener la comida en la boca sin tragarla. Al principio era poco tiempo, pero ahora se puede estar media hora con el puré en la boca y no hay manera de que lo trague...
Si se insiste más todavía, el niño puede llegar a tragar algo. Se ve reducido entonces a su última trinchera: vomitar.
Mi hijo de cuatro meses y medio no ha hecho una toma bien en su vida. Durante casi tres meses le di pecho, tenía cólicos y ganaba peso escasamente, 150 o 100 g por semana. Cuando le empecé a dar biberón tomaba 40 o 50 ml, y el resto hasta 100 era llorando y echándolo a chorro. He intentado darle cada tres horas poca cantidad, he probado cada cuatro horas, he intentado dándole dormido, entreteniéndole con juguetes... Ha sido imposible.
Con cuatro meses he comenzado con la papilla de cereales sin gluten. Hundido. El niño no come, traga, porque yo he optado por hacerle comer como sea. El resultado, engorda mucho, gana 250 g pero cada toma es terrorífica, primero le doy el biberón y cuando toma sus 50 empiezo con la papilla. He probado cinco marcas de leche, y es lo mismo; la única tetina que acepta es la «anatómica». Por último, ha aprendido en ocasiones a vomitar; lo hace sin esfuerzo pero vomita. Mi media cada toma es de una hora; le doy cinco al día.
Este niño aumentaba de 100 a 150 g de peso por semana durante los primeros meses, y eso era normal. Ahora, con cuatro meses, está aumentando 250 por semana, y eso no es normal, sino totalmente excesivo para su edad (puede ser normal en una semana aislada, pero no si se mantiene, más de un kilo al mes). Solo le queda llorar y vomitar. Si se sigue insistiendo, si se le amenaza con nuevos castigos o humillaciones para que no vomite, o si se recurre a un antiemético (medicamento que le impide vomitar), nuestro héroe está perdido.
El problema de las alergias
Uno de los motivos que pueden hacer que un niño se niegue a comer es que determinado alimento le siente mal. Las alergias a ciertos alimentos pueden llegar a ser peligrosas. La experiencia de Isabel nos muestra cómo el no reconocer los primeros síntomas de la alergia llevó al abandono innecesario de la lactancia materna y al agravamiento del problema:
Soy madre de un bebé de siete meses a la que he estado amamantando hasta ahora. Al principio fue algo maravilloso y si por mí hubiera sido, se hubiera alargado mucho más; pero al parecer mi hija quería que la leche fluyera más deprisa, y cuando llevaba cinco minutos mamando se ponía a llorar muy nerviosa. Ha sido una tarea difícil de llevar durante los tres últimos meses, pero yo pensaba que era lo mejor para ella y le he ido insistiendo hasta que ya no he podido más, ya que creo que la lactancia materna tiene que ser algo muy agradable tanto para el bebé como para la madre, y yo solo veía que mi hija sufría.
Al intentar introducirle leche adaptada, me llevé un susto terrible, porque al primer sorbo de biberón le empezaron a salir manchas rojas por toda la cara. Tuve que alargarle un poco más el pecho mientras le hacían unas pruebas de alergia.
Pruebas que, naturalmente, han sido positivas. Los síntomas que presentaba la hija de Isabel al tomar el pecho eran un indicio claro de alergia que nadie supo valorar. Ni siquiera retrospectivamente, cuando ya se había hecho el diagnóstico, supo nadie explicarle a Isabel cuál había sido el problema.
Muchas madres explican que su hijo «rechaza el pecho». Un bebé que antes mamaba normalmente desde hace unos días o semanas apenas mama cinco minutos, o menos, y luego llora. Esto puede corresponder a dos situaciones muy distintas:
A) La criatura empieza a mamar contenta, mama normalmente en cinco minutos o menos, suelta el pecho y parece satisfecha. Como a la madre le han dicho que ha de mamar diez minutos, piensa que necesita más e intenta que siga mamando. El bebé, naturalmente, se enfada y llora cuando intentan obligarle.
B) El bebé empieza a mamar más o menos contento, pero parece cada vez más incómodo, hasta que rompe a llorar y suelta el pecho. Muchas madres explican: «Es caerle la leche en el estómago, y se pone a llorar como si le doliese algo». Una descripción excelente, pues eso es exactamente lo que pasa.
El primer caso es totalmente normal, y corresponde al acortamiento natural de las mamadas a medida que el bebé crece, que explicaremos más adelante (véase «La crisis de los tres meses»). No hay que hacer nada, salvo reconocer que su hijo no necesita mamar más, y no intentar obligarle. Si a un bebé le intentan obligar durante semanas, es posible que le tome «manía» a mamar, y empiece a llorar incluso antes de que le obliguen, con lo que se haría más difícil distinguir el caso A del B. Pero haciendo memoria recordará que al principio se trataba de un caso A bien claro.
El segundo caso, en cambio, es claramente una alergia o intolerancia a algo que ha comido la madre. Casi siempre a la leche de vaca, aunque también podría ser al pescado, los huevos, la soja, las naranjas o algunos otros alimentos. Es el caso de Isabel. Si en aquel momento Isabel hubiera eliminado completamente la leche de vaca de su dieta, se hubiera ahorrado muchos llantos y sufrimientos, el susto de la grave reacción que tuvo su hija con el primer biberón, el destete innecesario y el calvario que representa alimentar a un bebé alérgico con una leche especial (que, aparte de ser carísimas, tienen un sabor repugnante, por lo que los bebés las rechazan).
¿Por qué la hija de Isabel se ponía a llorar cuando llevaba cinco minutos al pecho? Algunas proteínas de la leche de vaca (como de cualquier otra cosa que come la madre) pueden aparecer en su propia leche. Por supuesto, la cantidad de proteínas de vaca que aparece en la leche de la madre es mínima, y raramente es suficiente para dar una reacción general, con manchas rojas por todo el cuerpo, como ocurrió con el primer biberón. En vez de ello, los habones o manchas rojas aparecen solo en el lugar de contacto: en el esófago y estómago de la niña, que en pocos minutos se inflaman y pican. La madre no ve nada, pero la niña lo nota, ¡y vaya si duele!
Si su hijo tiene síntomas parecidos a los de la hija de Isabel, y a media mamada se pone a llorar como si le doliese algo (y no digamos si además tiene ronchas o eccemas), deberá hacer la prueba para saber si es alergia a la leche de vaca. Para ello, la madre ha de seguir dando el pecho, y dejar de tomar por completo leche, queso, yogur, mantequilla o cualquier otro derivado. Ni gota. Ni cualquier otro producto que en su composición pueda llevar leche, como la bollería, el pan de molde, los rebozados, el chocolate...; incluso algunas marcas de salchichón o jamón, o de margarina «cien por cien vegetal», llevan leche. Tendrá que convertirse en una experta en leer etiquetas, y rechazar cualquier producto que contenga «leche», «sólidos lácteos», «leche en polvo» «suero de leche», «lactosuero», «proteínas lácteas», etcétera.
Tendrá que estar de siete a diez días sin tomar ni gota de leche. No siempre el resultado es instantáneo; se ha comprobado que incluso después de cinco días sin tomar leche pueden seguir apareciendo proteínas de la vaca en la leche materna. No substituya la leche de vaca por leche de soja, pues la soja provoca casi tantas alergias como la leche.
Si en diez días los síntomas de su hijo no han desaparecido, probablemente no era alérgico a la leche de vaca. Tal vez sea alérgico a otra cosa; pruebe con el huevo y el pescado. Si los síntomas de su hijo son alarmantes y no quiere perder tiempo con pruebas, tal vez lo mejor es que de entrada suprima la leche, el huevo, el pescado, la soja y cualquier otro alimento sospechoso, y luego los vuelva a introducir uno a uno. Además, algunos niños son alérgicos a dos o más alimentos, y solo mejoran si la madre los suprime a la vez. Conocí, por ejemplo, a un bebé que resultó ser alérgico a la leche y al melocotón. Suerte que su madre se dio cuenta, porque, al dejar de tomar leche, desayunaba zumo de melocotón; y claro, el niño no mejoraba.
Si los síntomas de su hijo desaparecen al dejar de tomar leche, puede que sea solo por casualidad. Vuelva a tomar leche, a ver qué pasa. Pero no poco a poco, porque los síntomas podrían ser leves, y no saldría de dudas. Tome un par de vasos de leche al día: si no pasa nada, es que su hijo no era alérgico a la leche. Se «curó» por pura casualidad, y más vale no darle más vueltas. Es importante hacer esta prueba de reintroducción. Muchas veces se aconseja suprimir la leche de vaca sin apenas motivo, como si la pobre vaca tuviera la culpa de todos los llantos, todos los granitos o todos los mocos, y la madre pasa meses o años sin tomar leche, o tomando poca y con culpa y sin saber si eso afecta al niño o no.
Pero si cuando usted vuelve a tomar leche, su hijo vuelve a tener los mismos síntomas, la alergia está probada. Prepárese a darle el pecho todo el tiempo posible, mejor si son dos años o más, y no le dé ni gota de otra leche a su hijo, ni en biberón ni con las papillas, pues puede ocurrirle como a la hija de Isabel: si un niño es tan alérgico que incluso la pequeña cantidad que aparece en la leche materna le perjudica, el darle leche directamente puede provocar una reacción mucho más grave.
No todos los niños alérgicos son tan sensibles que reaccionen cuando la madre toma pan de molde, una magdalena o un salchichón que contiene un poco de leche. Para hacer la prueba es necesario hacer la dieta muy estricta, pues si no no saldría de dudas; pero más adelante tal vez pueda tomar alguno de estos productos sin que a su hijo le pase nada. Es posible que cuanto más estricta sea la dieta sin leche de la madre, antes se cure la alergia del niño, aunque no estamos muy seguros de este punto.
Si descubre que la leche estaba afectando a su hijo, explíqueselo a su pediatra, que, probablemente, le querrá hacer pruebas de alergia. Y no intente dar ni gota de leche o derivados a su hijo hasta nueva orden. Advierta a sus familiares y a la guardería. La alergia a la leche suele «curarse» sola, normalmente entre el año y los cuatro años; pero en algunos casos la prueba de darle leche al niño a ver si ya la tolera se debe hacer bajo control médico, en el mismo hospital.
¿De verdad no come nada?
Porque esa es otra... Hay niños de año y medio, como hemos comentado más arriba, que comen menos que uno de nueve meses. Pero también hay muchos que comen más, solo que su madre no se ha dado cuenta. La nutrición no es una ciencia infusa, y es fácil equivocarse de parte a parte al estimar las calorías que está tomando su hijo.
Uno de los errores más frecuentes es creer que «la leche no alimenta». Tanto la materna como la del biberón. Como son líquidas, la gente piensa que son poco menos que agua, cuando en realidad su contenido en calorías y proteínas es muy alto. Ya hemos explicado que muchas papillas de verduras con carne, y no digamos las de fruta, llevan muchas menos calorías que la leche. Veamos el caso de Alberto:
Mi hijo de trece meses no quiere tomar fruta sola; solo consigo darle pera o plátano con el biberón, y poca cantidad; no quiere zumos de ningún tipo ni sabor, rechaza las papillas de cereales, los yogures y cremas...
Desayuna, entre las 5 y las 7 de la mañana, 240 ml de leche con fruta. A veces antes de la comida toma 180 ml de leche con cereales. Entre las 12 y la 1 come puré de verdura con pollo, ternera, huevo o pescado. Merienda 210 ml de leche con fruta y fiambre de pavo (no quiere quesitos ni otra cosa, solo pan), cena sobre las 8.30 puré suave y 210 ml de leche con cereales.
El bueno de Alberto está tomando cada día 840 ml de leche, más fruta, puré de verdura con carne o pescado, fiambre de pavo, «puré suave», pan y cereales en dos de las tomas de leche. ¡Y su madre está preocupada por lo poco que come! Un niño de trece meses puede necesitar unas 900 kcal al día. Solo de leche ya está tomando 590 kcal, ¡y todo lo demás! Por suerte, el problema está en vías de solución, pues su madre se ha dado cuenta de lo principal: «... ya no le obligo a comer, es peor».
Conviene que los niños mayores de un año no tomen más de 500 ml de leche al día. Si toman más, no es que sea muy grave..., pero sepa que no le van a caber otras cosas. Por eso recomiendan muchos expertos que los niños criados con biberón no tomen ningún biberón más después de cumplir un año. Que tomen la leche en un vaso. Es un pequeño truco para que no tomen tanta leche; con el biberón entra demasiado fácil.
Los profesionales no son inmunes a esta curiosa creencia de que «la leche es agua», especialmente cuando se trata de leche materna. Vean si no lo que le ocurrió a Silvia:
Soy madre de un niño ¡ya! de dos años, que todavía toma el pecho, cosa que nos colma de satisfacción a los dos. Y todavía mama, a pesar de médicos, familiares y sociedad. Los dos primeros meses, el niño aumentaba bastante, pero, a partir de ahí, empezaron los problemas: mi hijo no quería mamar más que un poco, y he llegado a amamantarlo ¡bailando! El niño, con dos años, solo pesa 10 kg, pero es un crío sano, vivaz, con mucha fuerza. El problema es que no tiene hambre (no la conoce), y la gente me dice que no le dé el pecho y así comerá más, que la leche ya es «agua».
Un dato: me extraigo la leche en el trabajo y la congelo; con ella le preparan un vaso con Meritene y cereales.
Vemos la típica historia: el bebé que a partir de los dos meses engorda más despacio y mama más deprisa (véase «La crisis de los tres meses»). Y la madre a la que comen el coco haciéndole creer que eso no es normal, hasta tenerla completamente angustiada.
Un niño varón, que toma pecho, de dos años y 10 kg, necesita aproximadamente 812 kcal al día, y 8 g de proteínas (calculado con las cifras de estudios modernos;156,157 muchos libros todavía dan los valores antiguos, bastante más altos. En la primera edición de este libro ponía 850 en vez de 812; pero para la segunda ya habían salido los nuevos y más precisos estudios de Butte, con cifras más bajas). Un vaso de 150 ml de leche materna con un sobre de Meritene (un concentrado proteico-energético usado para la alimentación de enfermos crónicos desnutridos) y 15 g de cereales lleva unas 300 calorías (más de la tercera parte de lo que el bebé necesita en todo el día) y 9 g de proteínas (más de lo que necesita en todo el día). Si a lo largo del día mama otros 400 ml, son 280 kcal más, y casi 4 g más de proteínas. Más lo que coma de otros alimentos... ¿le extraña a alguien que no tenga más hambre?
Muchas madres piensan que su hijo no come porque no toma las papillas «legalmente establecidas», sin darse cuenta de que está tomando otras cosas equivalentes o mejores. Vuelva a leer las explicaciones de la mamá de Alberto, hace un par de páginas: toma dos veces al día leche con cereales y come pan (¡sin quesito!). Pero su madre afirma que Alberto «rechaza las papillas de cereales».
Una anécdota ejemplifica a la perfección este error, «si no come la papilla, no come nada». Una madre me dijo un día desesperada: «Doctor, no hay manera de que coma fruta. He probado de todas las maneras: la fruta triturada, los potitos de fruta, los cereales de fruta, los yogures de fruta, los petisuises de fruta... nada». Puesto que el niño, sabiamente, los ha-bía rechazado, no quise liar más a aquella madre explicándole que los cereales con fruta y los yogures con fruta llevan muy poca fruta, o que los yogures «sabor a» fruta y los petisuises no llevan nada de fruta (solo azúcar y colorante). En vez de eso, sugerí tímidamente: «A veces no les gustan las papillas con todo mezclado. ¿Ha probado a darle la fruta separada, un poco de plátano o...?». «Sí —me interrumpió la madre—, eso sí que le gusta; coge un plátano con la mano y se lo come casi entero. Pero lo que no hay manera —insistió— es que se coma la papilla de fruta.»
Para aquella madre, comerse un plátano entero, si no formaba parte de una «papilla de fruta», era una pérdida de tiempo.
Por último, otro factor que lleva a muchas madres a no darse cuenta de que sus hijos sí que están comiendo mucho es la falta de conciencia sobre el elevado contenido calórico de algunos alimentos. Muchas veces, desesperada porque su hijo «no come», la madre acaba recurriendo a alguna chuchería, preferentemente con chocolate. No sé qué tiene el chocolate, que por muy lleno que estés casi siempre encuentras un hueco para meterlo (y eso también nos pasa a los adultos). Claro, el niño que no tenía hambre pero acepta una golosina se queda con menos hambre todavía, con lo que en la siguiente comida querrá comer todavía menos, y la pelea está servida.
Decíamos que un niño de dos años y 10 kg necesita unas 812 kcal al día (eso es la media, algunos necesitan bastante más y otros, bastante menos). Pues bien, si cada día se toma medio litro de leche (350 kcal), un bollicao (260 kcal), un yogur sabor fresa (110 kcal) y un zumo de piña de 200 ml (85 kcal), ya tenemos 805 kcal. Poco más le puede caber. ¿Y si añadimos un donut de chocolate (230 kcal)? ¡No le podrá dar ni un mordisco! ¿Dónde quiere usted meterle la fruta, la verdura, las legumbres, la carne...? Por supuesto, una dieta semejante sería totalmente inadecuada para un niño..., pero tendría calorías de sobra, por lo que el niño no podría tomar nada más.
Por tanto, si quiere que su hijo tome alimentos sanos, tendrá que dejar de darle «chuches». Limite la leche y derivados a medio litro al día o menos (para mayores de un año), no le dé para beber más que agua pura (ni más leche, ni zumo, ni mucho menos refrescos), y no le dé pasteles y golosinas más que en Navidad y otras fiestas de guardar.