Capítulo segundo

A las doce y media de la noche, cuando Berthe Méténier volvió a su cuarto de la calle de Malebranche, su amante, Maurice, ya estaba en la cama. Con cierto disgusto abrió el ojo y la reconoció. Ella se desvistió. La vela se consumía en la mesilla de noche, Berthe se acercó a la luz para mirarse un granito que le había salido encima de la rodilla. Luego, hundió la mano en su media izquierda donde solía guardar el dinero, sacó las cien perras de Pierre y las dejó cerca de la vela. Esta vez Maurice abrió los dos ojos:

—¿Esto es todo lo que te has ganado desde las ocho?

Ella contestó:

—¿Y qué? Ve tú mismo si quieres, ¡y verás lo fácil que es!

Maurice se dio la vuelta cara a la pared, encogiéndose de hombros. Estaba pensando: es una pena tener una mujer que no sabe sacarle partido al trabajo.

Ella se acostó tras haber apagado la vela. Maurice no estaba demasiado enfadado, a pesar de todo, pues se había hecho con un pequeño suplemento; su amigo Paul le había esperado en la bodega con un joven que aceptó jugar a las cartas y al que cada uno le ganó treinta perras chicas. Quedaban tres días antes del fin de semana. Berthe tenía bastante tiempo para ganar siete francos más para pagar el alquiler de la habitación. De modo que podrían gastarse seis francos cincuenta al día siguiente.

No estaba cansado; se volvió hacia Berthe y la abrazó. Ella le besó en la boca con vehemencia. Es bueno y saludable, aquello que ocurre entre un hombre y su mujer y, también, una buena forma de distraerse un ratito antes de dormir. Ella se esforzaba por disfrutar al mismo tiempo que él. No fue mal la cosa. Berthe no solía lavarse después de hacerlo con su hombre.

Entonces, dijo:

—Vosotros os imagináis que hacemos lo que queremos; pero, más de una no habrá conseguido esta noche ni cien perras. Me he encontrado con un tipo que sólo quería darme tres francos, luego ha consentido ofrecerme cinco con la condición de que estuviera con él una hora. Yo lo prefiero. Así puedo hacerme con una clientela fija y algo más refinada.

Maurice no contestó. Ella continuó:

—¡Ya sé! Estás pensando en mi hermana Blanche porque ella se saca quince francos. Encima de dedicarse a pasarlo bien con sus amigos, se puede dar el lujo de estar tres días sin trabajar.

Maurice siguió sin contestarle.

—Yo también podría aceptar clientes de cuarenta perras. Bastantes me lo proponen. Pero, entonces, tendría que dedicarme a trabajar toda la noche, como Blanche, para conseguir lo mismo o incluso menos de lo que gano ahora. Y a ti ya te parece que ahora vuelvo demasiado tarde…

Hubiera seguido charlando mucho tiempo; Berthe se sentía insegura y buscaba siempre su aprobación. Era una mujer débil y necesitaba apoyo; era dócil y necesitaba oír palabras dulces. Sin embargo, él sabía que en los negocios siempre hay que mostrarse exigente. Si prestáramos atención a las mujeres, éstas no trabajarían nunca.

Contestó:

—Anda, corta el rollo. Déjame dormir.

Maurice Bélu nació y creció en el barrio de Plaisance donde su madre tenía un pequeño comercio. Hasta los dieciséis años permaneció en el colegio porque su madre consideraba que era preferible que siguiera estudiando, ya que siempre hay tiempo para colocar a los jóvenes como aprendices, momento en el cual adquieren todas las malas artes. Recibió una educación esmerada, salió del colegio una vez obtenido el diploma y empezó a relacionarse con un grupo de muchachos de su edad, quienes le apodaron Bubu. Aprendió la profesión de ebanista con un maestro de la calle de Saint Antoine. Un día, al salir del taller, uno de sus antiguos compañeros de clase al verlo exclamó: «¡Hombre! Si es Bubu!». Aquel apodo no había sido olvidado, como no se olvida nada y Maurice volvió a ser Bubu.

Era un hombre bajito cuyo torso rotundo se sostenía sobre unas piernas fuertes. Solía golpearse el pecho y exclamar: «Bajo, pero fuerte». Tenía la cabeza huesuda y los ojos, que le desaparecían tras los pómulos, resultaban tenaces aunque algo huidizos. Poseía, sobre todo, unas mandíbulas descomunales que, cuando trituraban los alimentos con un crujido de huesos, nervios y músculos, mostraban su anatomía en todo su esplendor. Esto no significa que tuviera un enorme apetito, sino, simplemente, que poseía una dentellada contundente.

En la época en que su madre lo mandaba al colegio por temor a las malas costumbres que se adquieren siendo aprendices, Bubu trató con un buen número de personas. Algunas eran jóvenes aprendices, que al llegar la noche zascandileaban y se divertían en las calles. Otras eran de las que gusta cruzarse con ellas: niñas de catorce, quince y dieciséis años, hijas de algunos padres bastante permisivos que creían que la libertad era una parte necesaria de la educación de los jóvenes. Estas niñas deseaban muchas cosas y los que se las encontraban se atrevían a ofrecerles aún más. Tú, en la calle de Vanves, y tú también, en la cuesta de las fortificaciones, en las hermosas noches sin luna, habéis visto pasar a Bubu. Pronto aprendió a conocer la calle, la calle que estaba hecha para la aventura, y para aquellos que desean poner en práctica sus habilidades y saben cómo jactarse de ellas. Pero aprendió algo todavía mucho más útil: aprendió a manejar a las mujeres.

Lo que tenía que ocurrir, ocurrió: Bubu contaba diecinueve años cuando conoció a una chica gorda de la calle La Gaîté. Como ella trabajaba por la noche, para que Bubu pudiera entregarse a su amor, necesitaba disponer de días libres. Con esa gran capacidad resolutiva que le caracterizaba, Bubu anunció en el taller que dejaba la profesión de ebanista por la de mozo de cuerda. Lo anunció con orgullo, porque solían reírse de su baja estatura y porque así ponía de manifiesto que Bubu era tan fuerte como un mozo de cuerda.

Estaba contento con su nueva profesión, donde el jornal era bueno, más en una época en que el desempleo era abundante, y donde un hombre espabilado como él podía ahorrar algo de paso. Nunca se compraba zapatos, por ejemplo. Su conocimiento respecto a las mujeres aumentó al estar en contacto con «Hortense la gorda». Su madre no siempre aprobaba lo que hacía, pero Bubu, cuyas convicciones eran muy poderosas, encontró los argumentos oportunos para ponerla en su sitio, demostrándole en más de una ocasión que era él quien llevaba los pantalones y que no le gustaba que le llevaran la contraria. Estaba decidido a ser completamente independiente; dejó a Hortense una vez aprendida la lección y alcanzada la mayoría de edad. Además, un defecto en el pie le libró de hacer el servicio militar.

Entonces, Maurice Bélu se puso manos a la obra. En realidad no tenía muy claro qué iba a hacer con su vida, pero lo que sí sabía era que necesitaba dinero y una mujer. Estas dos ideas le encauzarían hacia el futuro. Consiguió que le entregaran cinco mil francos, cantidad que le correspondía como herencia de su padre. En cuanto a lo de la mujer, estaba en ello.

Llegó el catorce de julio. El bendito día. Cuando las tiendas y las tabernas se llenan de banderas, cuando los petardos explotan en plena calle, y las comisiones socialistas revolucionarias celebran sus victorias. Por la noche, las bandas tocan, la gente baila rodeada de farolillos y, gracias a un permiso especial del gobierno, las mesas de los cafés invaden la calle. El pueblo, para celebrar el aniversario de su liberación, deja que sus hijas bailen en libertad. Berthe Méténier, una pequeña florista de diecisiete años, estaba contemplando un baile de la calle de Vanves, en compañía de Marthe, su hermana mayor, y de Blanche, su hermana pequeña. El moño italiano y el pelo que le enmarcaba el rostro le daban un aspecto lánguido, pero sus ojos eran vivos y dulces. Maurice la invitó a bailar una primera vez, una segunda y una tercera. Bailaban perfectamente los dos, eran más o menos de la misma estatura, él era muy educado, ella era muy delicada. Él la invitó a tomar algo, pero ella se negó ya que estaba con sus dos hermanas. Él le preguntó quién era la hermana mayor, y se le acercó levantando el sombrero:

—Perdone, señorita, ya que usted cumple las funciones de madre, le voy a solicitar algo. ¿Me permitiría usted obsequiar con un vaso de limonada a su hermana y complacerme al aceptar tomar algo también?

Marthe sabía que no era peligroso aceptar la invitación de un joven educado. Se sentaron, charlaron. Él era ebanista y podía ganar de siete a ocho francos al día. Marthe era lavandera y trabajaba en el taller donde Blanche había entrado como aprendiz. Como ella decía, habían querido que Blanche pudiera blanquearles. Tenían cuatro hermanos. Dos debían de andar por aquí. Su padre era viudo. Era pintor de brocha gorda, a veces le daban cólicos por el plomo que inhalaba y no solía ser agradable. Se contaron sus vidas con todo detalle. La pequeña Blanche era feliz y se reía bebiendo su granadina.

Maurice quedó con Berthe dos días después. Ella acudió pero no pudo quedarse mucho por miedo a su padre. Pasearon hablando y se besaron dos veces en una calle oscura. En la segunda cita, Maurice le regaló un anillo de metal dorado con un brillante rosa. En la tercera cita, pasearon del brazo y ella consintió entrar con él en un café de la avenida del Maine. Maurice no tenía prisa porque ya no quería más flirteos. Berthe era como suelen ser las chicas de los arrabales de París, que a pesar de haber tenido más de una proposición, prefirieron no precipitarse porque el día siguiente les ofrecería una mejor oportunidad. Berthe no se presentó a la cuarta cita. Al día siguiente, Maurice le pidió que le diera una explicación convincente. Su padre le había prohibido bajar. Le contestó:

—Señorita, usted me lo había prometido. Considerando las relaciones que existen entre nosotros, no tenía usted derecho a faltar a su promesa. A mí nadie podría impedirme acudir a verla si me he comprometido a hacerlo.

Ella agachó la cabeza con ese aire ingenuo de las pobres niñas que no saben qué decir porque temen herir a los demás; la pequeña alondra estaba atrapada.

Maurice daba la impresión de ser el joven caballero elocuente y cordial que todas las muchachas desean y cuyas sinceras declaraciones probaban que se trataba de una persona leal. Debido a las cosas que decía y a otras que callaba, se desprendía que era un hombre envuelto en un halo de misterio y aventura. Esto en sí mismo ya era tentador. Como Berthe era dulce y manejable, cuando Maurice se hizo cargo de ella, se sometió con dulzura. Se acostumbraron a verse cada día. Él paseaba bajo su ventana, silbando de manera peculiar: «fufullu, fufullu». Sonaba en el fondo de su alma como la voz que había estado esperando oír desde hacía mucho tiempo. Entonces bajaba corriendo. El padre acabó enterándose y dijo:

—Le conozco, ¡vaya ebanista! Se pasa todo el día vagando por el barrio. Me gustaría saber cuándo trabaja. No vale nada.

No se preocupó más; como padre de siete hijos, había tenido que pasar por muchas dificultades y había aprendido que la vida es más fuerte que nuestros deseos. Sabía que las muchachas de París están expuestas a toda clase de tentaciones, y que los pobres nada pueden ofrecer a sus hijas para preservarlas. Sabía que somos como perros y que sólo poseemos miseria, en un mundo en el que la miseria es una maldición. Después de la desdicha viene más desdicha y sólo podemos agachar la cabeza gruñendo como los perros. Pensó: después de todo, es asunto suyo. Se lo he advertido. Si este es su destino, no puedo hacer nada para remediarlo.

Una noche, la pequeña Berthe dejó la casa paterna para irse a vivir con Maurice. Entonces, su hermana Marthe se acababa de quedar embarazada. Y la pequeña Blanche acababa de robar cien perras a su patrona.

Maurice y Berthe vivieron en una pensión de el Quai de l’Ouest. En la tercera planta, en una habitación de treinta francos que daba a la calle, con alfombras azules y dos butacas; les parecía tan agradable como un apartamento donde se vive a sus anchas. Berthe siguió trabajando como florista. Maurice empezó a gastar sus cinco mil francos. Ella traía a casa veinticinco francos cada semana y Maurice añadía bastante dinero para que no tuvieran que privarse de nada. Cada noche, tomaban un café en el bar. Después iban al cabaret, o al baile del Moulin de la Vierge, o al teatro de La Gaîté-Montparnasse. Las relaciones y las miras de Berthe se ampliaron. Conoció a los amigos de Maurice y a sus mujeres. Los amigos de Maurice no trabajaban mucho porque sus mujeres lo hacían por ellos y porque conocían a suficiente gente como para no tener que trabajar. Ella fue descubriendo los pormenores de la vida de los chulos y granujas, y pronto se dio cuenta de que no les gustaba trabajar porque era mucho mejor disfrutar de los beneficios que les proporcionaba el placer.

Se dedicaban a mirar al hervidero humano que pasaba, y a reírse de él. Berthe se enteró de sus enredos. Sus mujeres eran verdaderas gangas porque ganaban en una noche veinte o veinticinco francos. Al día siguiente, ellos se burlaban todavía más, primero por el dinero ganado y, después, pensando en aquellos que son capaces de dar veinte o veinticinco francos a sus mujeres. Eran verdaderas gangas también para los hombres cuando los enredos les daban resultado. Jules el Grande, una vez, trajo de un viaje un retal de seda negra. A todas las mujeres de los amigos les tocó un trozo. A Berthe su vestido le pareció más bonito precisamente porque no lo había conseguido por los medios habituales. A veces, en la calle, se echaba a reír pensando en ello como si se tratara de una broma. Jules el Grande había pasado ocho meses en la cárcel de la Santé por robo con intimidación. Conocía el mundo y su desenlace. Sabía que al final estaba la cárcel de la Santé y se enfrentaba a este hecho sin ambages. Actuaba con contundencia según lo que le dictaba su voluntad. Sabía romper una cerradura y podía matar a un hombre limpiamente. Las mujeres le adoraban y revoloteaban a su alrededor como pajarillos piando al sol y a la fuerza de la naturaleza. Era uno de aquellos hombres a los que nadie puede someter, pues su vida, coherente y hermosa, implicaba amor al peligro.

Berthe, cuando se fue de casa de su padre, descubrió todas estas cosas que iluminaba su amor por Maurice. El hombre que desvirga a una joven de diecisiete años marca de forma indeleble su destino. En el ómnibus para ir a su trabajo, cerraba los ojos, ya que estaba agotada y entonces se recreaba en los placeres que disfrutaba con Maurice. Un día le dijo: «Ya no quiero trabajar como ebanista ni tampoco como mozo de cuerda», lo que le hizo sentir que él estaba por encima de un oficio cualquiera. Maurice hablaba de su madre cuyas ideas, según decía él, eran más limitadas que dos perras chicas de pimienta y cuatro de café, hablaba de esta manera porque era un hombre amplio de miras. Le decía a Berthe: «Cuando estabas en casa de tu padre, te fastidiabas siendo la criada de tus hermanos». Entonces ella se sentía en deuda con él por haberla liberado.

Al cabo de un mes, él la pegaba, pero no lo hacía por maldad. La pegaba porque Maurice, que tenía un carácter muy resuelto, clasificaba las cosas de manera demasiado rotunda. Como el emperador Carlomagno, había desechado las ideas que no le gustaban y asumido las que le gustaban. Pensaba: «Ahí está el error y aquí la verdad». Como el emperador Carlomagno, no era capaz de percibir los matices. Nunca entendió, por ejemplo, que uno se lavara la cara antes de lavarse las manos. Le decía a Berthe: «Te tocas la cara con las manos sucias, es una manera muy extraña de lavarse». En una ocasión, ella estaba preparando unos huevos fritos. Echó la sal y la pimienta enseguida, después de romper los huevos. Maurice sabía que hay que echarlas cuando los huevos están hechos. Ella dijo, protestando: «Pero bueno, déjame a mí». Maurice, que era un hombre de acción, creía en la eficacia de los castigos corporales. La abofeteó, convencido de que una bofetada la haría entrar en razón.

Otras veces la pegaba, porque ella le había disgustado, o bien porque estaba enfadado, o porque ella se empecinaba con algo. La pobre Berthe, con su carácter dulce, aceptaba llorando aquellas palizas. Lamentaba entonces haber dejado a su padre. Más tarde se dio cuenta de que todos los amigos de Maurice pegaban también a sus mujeres y entendió que una ley dirigía este mundo, que era la ley del más fuerte. Experimentó todo lo que encerraba la expresión «mi hombre». Nuestro «hombre» nos manda y nos pega para demostrarnos que él es el amo, pero siempre saldría en nuestra defensa en un momento de peligro.

Maurice pensaba que para ser inteligente se necesita tener energía y que su mujer no era inteligente ya que era excesivamente dócil. No lo comentaba con nadie. Muy al contrario, delante de los amigos buscaba provocar en Berthe algún comentario agudo, para demostrarles que ella era una mujer difícil de dominar. Pensaban: «Es pequeño pero fuerte». A pesar de todo, la quería. La quería porque era bonita. Por la noche, cuando volvía del trabajo, la oía subir la escalera. Reconocía sus pasitos apresurados y le parecía que la estaba viendo contonearse para ir más aprisa. Le gustaban sus ojos sonrientes y dulces que aprobaban todos sus deseos. Y los labios rojos, algo blandos, que se ajustaban tan bien a los suyos. Y la larga cabellera negra, y el moño por encima de la nuca que le otorgaba un aspecto distinto de las otras. Y su voluptuosidad particular cuando pegaba su cuerpo al suyo y que se doblaba para que la penetrara. Le gustaba todo esto que la distinguía de las demás mujeres que había conocido porque era más dulce, más fina, y porque era su mujer, la suya, que había tenido cuando aún era virgen. También la quería porque era educada, honrada y lo parecía, y por todas las razones que sostienen los burgueses para querer a sus mujeres. Pues Maurice tenía ideas burguesas. No era una casualidad que hubiera cumplido los veintitrés años sin figurar en el registro de antecedentes penales.

El tiempo fue pasando. Pasaron dos años y los cinco mil francos de Maurice fueron pasando también. Nuestro destino no se determina en un día, sino que se decide en cada una de nuestras acciones y con cada una de nuestras relaciones. Tras dos años de vida en común, los cinco mil francos de Maurice habían desaparecido, y para entonces Berthe hacía tiempo que sabía que las mujeres públicas hacen sencillamente como las demás. Maurice hubiera preferido que fuera de otra manera. Se resignó, sin embargo, sin preocuparse demasiado. Tenía sentido de la propiedad, pero al igual que los propietarios sabía que a veces hay que alquilar sus bienes. Berthe no se opuso cuando, una noche, Maurice llegó a decirle: «Mujercita mía, si alguien se te insinúa cuando salgas del taller, acepta lo que te propone, el dinero será de gran ayuda para nosotros».

Y además, el demonio siempre muestra al principio su cara más risueña. En los primeros tiempos, Berthe ganaba diez o veinte francos, sólo con un «momento», pues Maurice no aceptaba que durmiera fuera de casa. Volvieron a su antigua abundancia de dinero, la profesión no se le hacía muy pesada porque regresaba siempre hacia las diez, ni a él tampoco, ya que no tenía necesidad de esperar mucho rato.

Poco después, ella dejó el taller; no estaba dispuesta a trabajar diez horas al día para ganar cuatro francos. Salía cada noche hacia las ocho y hacía la carrera en el bulevar de Sebastopol y en los Grandes Bulevares.

Así fue cómo Berthe Méténier se convirtió en una mujer pública y Maurice en un individuo falto de escrúpulos. Era inteligente, vivía en París donde los placeres aúllan al pasar. Primero había trabajado, y después había entendido que los asalariados que trabajan y se agotan son unos primos. Se convirtió en un chulo porque vivía en una sociedad atestada de ricos poderosos. Quieren mujeres a cambio de su dinero. Es necesario que haya gente como él para proporcionárselas.