Capítulo séptimo

Finalmente, una tarde, Berthe salió del hospital Broca. ¿Era una tarde de verano? ¿Una tarde de otoño?… Lo único que sabía era que los días hermosos habían dejado de existir y que aquella tarde no tenía ni una perra en el bolsillo. Fue a visitar a Pierre en busca de dinero. Lo encontró en su habitación, estaba estudiando con la voluntad de alguien que quiere triunfar, pero sin entusiasmo porque el exceso de estudio no es sano para los jóvenes solitarios. Había contestado a su carta olvidándose de los insultos, y ella le había contestado diciéndole que creía en su palabra.

Llegó sin que él se lo esperara. Existía algo entre los dos que les separaba. Se palpaba en el aire y ambos fueron conscientes de ello. Pero cuando se es pobre uno debe dominarse y doblegar su orgullo. Había otro detalle importante que también les distanciaba, y que, en general, suele distanciar a los hombres de las mujeres: ella pensaba que no tenía dinero y él que la visita le costaría cinco francos.

Primero hay que sobrevivir y luego se puede pensar en los sentimientos. No fue hasta la mañana siguiente, una vez hubo dejado a Pierre, cuando Berthe fue a preguntar por Maurice a casa de su madre a quien apenas conocía.

Llegó a la tiendecita de Plaisance hacia las diez.

La mujer dijo:

—¡Ah, es usted!

La hizo pasar a la trastienda, y antes de que llegara a sentarse, empezó:

—Mi hijo hizo lo que hizo por su culpa. Lo sé todo. Usted le ha contagiado esa enfermedad que le pudre a uno, y sé perfectamente de dónde viene ahora. Las mujeres como usted son la ruina de un hombre.

Siguió así durante mucho tiempo, lanzaba frases llenas de rotundidad y la iba acorralando. En la trastienda, los muebles encerados parecían reflejar sus palabras y darles fuerza como un ejemplo de cordura que se opone a la depravación. Hablaba, arreglada y bien peinada, con la indignación de una mujer honrada; a fin de cuentas, ya que su hijo no olvidaba a Berthe, esperaba que Berthe no se olvidara de su hijo y pudiera mandarle, de vez en cuando, una moneda de cien perras. Mientras tanto, Berthe, con la cabeza gacha, se miraba las manos, sonrojada, y escuchaba a la anciana con la cabeza hecha un lío, no sabía qué se suponía que debía hacer, tenía su pobre y dulce alma doblegada y se sentía culpable. A veces era tan buena que no era capaz de darse cuenta de cuándo los demás querían hacerle daño.

Se fue a casa de su hermana Blanche.

Por nada en el mundo podría uno imaginarse que Blanche fuera hermana de Berthe. Era una muchacha de diecisiete años, lozana y rubia, aunque su piel era joven y tersa, su ropa y su aspecto descartaban cualquier idea de juventud, y en la calle, y a los ojos de los chulos, se convertía en el arquetipo de «moza espabilada». Llevaba un flequillo corto y tirabuzones en las sienes, como suelen peinarse las mujeres públicas de los arrabales, siguiendo la regla universal de los uniformes que unen en su orgullo a la gente de una misma profesión. Caminaba sin sombrero, con las manos en los bolsillos del delantal, con la tripa hacia delante, arrastrando los pies. En la infancia, cuando ya acostumbraba a robar cien perras a su ama, llegó el día en que, en una pensión, abandonó su virginidad en manos de un chulo y entonces sintió que todo su cuerpo y su espíritu la llevaban a ejercer esta profesión que, más tarde, eligió libremente. Vivió de ella con aplomo e instintivamente supo hacerse con las expresiones y el aspecto que encajaban con su papel. Siendo aún muy jovencita, se hizo mujer pública igual que el señor de Musset se hizo poeta, aún muy joven. Sifilítica por vocación, no echaba de menos el pasado. Llegó a tener la cabeza llena de piojos, pero no sentía la menor necesidad de asearse: sus faldas despedían un olor de vicio y mugre que encandilaba a los hombres. Vivía, alegre e inconsciente, y puesto que el dinero es un fin en el mundo, no tenía la menor idea de lo que era el bien o la honestidad y se sentía feliz, igual que un hombre que ha alcanzado su objetivo, cuando llevaba los bolsillos repletos de dinero.

Entre los chulos de la calle de La Gaîté, escogía a aquel que se le antojaba a su corazón —corazón independiente y cambiante como la vida misma—, le seducía y, cuando se cansaba, lo arrinconaba para escoger a otro según su azaroso capricho. Era dueña de sí misma. Se protegía con una impresionante navaja que llevaba siempre en el bolsillo y que palpaba con seguridad. Era como el intrépido viajero que nada teme, ya que lleva sus armas encima y sabe que nunca le faltará valor para utilizarlas.

Berthe le contó lo que acababa de suceder. Blanche le dijo:

—¡Cómo! ¡No se te ha ocurrido contestarle! Yo le hubiera soltado todo. Le hubiera dicho: «Vieja hipócrita, a usted le viene muy bien que yo le mantenga. Se anda con remilgos porque sabe que soy demasiado buena. Su hijo no lleva ni un solo trapo cubriéndole el culo que haya pagado con su propio dinero». ¡Que se presente, y verá cómo una sabe mandar a la porra a los chulos!

Berthe contestó:

—¡Claro! Pero yo no sé defenderme.

Y Berthe se fue a vivir con su hermana al salir del hospital. Con su hermana, porque el concepto de familia es más poderoso que los otros conceptos y porque una hermana sigue siendo una hermana a pesar de todo lo que pueda suceder… Así, Berthe fijó su residencia con Blanche, que era fuerte y que la animaba un poco. Blanche, sin preocuparse del mundo, seguía su camino y Berthe, atolondrada, sólo tenía que seguir sus pasos. Al principio, sintió algo de tristeza cuando evocaba sus antiguos hábitos, y pensaba con su mente sencilla: echo de menos a Maurice. Lo pensaba con mucha intensidad y miraba las cosas a su alrededor como se mira a un compañero que ha cambiado de indumentaria. Blanche aliviaba su conciencia diciéndole: «Tú tienes razón». Pero para Berthe no se trataba de tener o no tener razón, sino que lo que ella buscaba era volver a confiar en sí misma, ya que la confianza en uno mismo es una condición necesaria para alcanzar la felicidad.

Por la noche, entre las nueve y las diez, bajaban al bulevar de Sebastopol que, desde la plaza del Châtelet, se extendía ante ellas con sus dos aceras, sus dos líneas de semáforos, y era como una herramienta de trabajo que manejaban y utilizaban sin cansarse porque sus cuerpos estaban familiarizados con aquel juego. Cada esquina de la calle les evocaba un recuerdo, su objetivo les acompañaba a cada paso, lo hacían suyo, sin sonreír, sin inmutarse, como el dueño de un comercio dirige su negocio. Blanche ejercía con mayor soltura y abordaba directamente a los clientes. Berthe se contoneaba, lanzaba ojeadas. Una muchedumbre compuesta de jóvenes que parecían puntos de interrogación, de cuarentones de aspecto formal y conversación rotunda y sonora como una moneda de cien perras, de borrachos incapaces de hablar, que babean y se duermen y que una deja plantados… Chulos con la cara ennegrecida rozándolas con palabras, gestos y aleteos de cuervos. Ellas les miraban con frialdad, igual que una mira al hombre que no es el suyo, y sacudían los hombros como si se les hubieran posado y quisieran librarse de ellos. Iban: Blanche sin sombrero, a grandes zancadas igual que las lavanderas caminan con sus cestas; Berthe a pasitos, haciendo remilgos como las floristas. Las mujeres públicas desfilaban: las jovencitas flamantes luciendo la voluptuosidad de los diecisiete años, pero que no saben hacerse con las mejores oportunidades ni con los caprichos de los ricos; las que no se detienen en el bulevar de Sebastopol sino que se alejan con un rumor de enaguas almidonadas sembrando la envidia a su alrededor; las que llevan muchos años en la calle, que la conocen y le sacan el jugo hasta el final; y también estaban las ancianas con andares bovinos que permanecen en las esquinas y detienen valientemente a todos los transeúntes porque se juegan el sustento de cada día. Las mujeres aprovechaban las luces para estudiar los rostros de la calle, en las terrazas de los cafés se podía lanzar el anzuelo, sembraban alguna mirada y se apartaban para averiguar si cosechaban lo que habían sembrado.

Poco después, Blanche dejaba a su hermana para dirigirse hacia Les Halles y la calle de Montmartre. Le gustaba actuar sola porque un trabajo serio requiere de soledad para concentrarse, como un hombre ambicioso cuando quiere alcanzar su objetivo. Bastaba con que uno le echara una mirada para que empezara a seguirle; y cual el deseo que vive en el fondo de los corazones de los hombres, ella aparecía, ahí estaba, disponible, con sus ademanes y sus encantos. Vendía barato para vender más. Era un barrio de redacciones de periódicos y de bares, oscuro, donde los hombres son presas más fáciles. Varias veces a lo largo de la noche se reanimaba bebiendo, por quince céntimos, un café con una copita y a las cuatro de la madrugada volvía a Montrouge, con la bolsa repleta y el corazón satisfecho.

Berthe, en el bulevar de Sebastopol, en los Grandes Bulevares, apelaba a los sentimientos de los hombres: con su moño italiano y el rostro pálido, con las piernas batiendo las faldas y sus andares hermosos que parecían pertenecer a alguien que lleva una vida distinguida, tenía el aspecto de ser una mujercita dulce y amable. Así conseguía cazar muchos pajaritos. Los jóvenes pensaban: es un placer para los sentidos, pues además de hacerlo, parece que sabe conversar y apreciar lo que se le dice. Le decían: «Señorita, la estoy siguiendo y tengo que acelerar el paso». Se le ocurrían distintas respuestas: «¡Ah! Señor, se lo voy a explicar, es que soy bajita y cuando camino aprisa se nota mucho menos». Otras veces caminaban a su lado sin decir nada porque Berthe conseguía enmudecerles. Entonces, ella les sonreía y les atraía como atrae la dulzura. Recurría a los sentimientos tanto con los jóvenes como con los hombres maduros, porque hay mucho amor en el universo, porque el amor fluye y nos arrastra, cual niños, hacia las mujeres aniñadas y buenas.

Padecía sífilis. En aquel momento le dolía muchísimo la boca y todos sus besos eran sifilíticos. Aún así cazó muchos pájaros. En el hospital pensaba: «No sé qué voy a hacer porque no quiero contagiar a los demás». Cuando abandonó el hospital durante los primeros días pensó: «Le diré “lávate bien”». Luego tuvo que pensar en comer, y no se puede ser compasiva siempre. Cuando caminaba mucho rato, los adoquines se le hacían durísimos y la doblegaban como si fueran una montaña de piedras, como corazones de piedra. Pensaba: «Si a mí me la han pegado…».

No pasa nada, Señor. Es una mujer en una calle, que camina y se gana la vida porque es muy difícil hacerlo de otro modo. Un hombre se detiene y le habla porque Usted nos entregó a la mujer para proporcionarnos placer. Esta mujer es Berthe y Usted sabe lo que va a suceder. No pasa nada. El hambre de los tigres se parece al hambre de los corderos. Usted nos otorgó la comida. Pienso que el tigre es bueno porque quiere a su hembra y a sus hijos y porque le gusta vivir. Pero, ¿por qué el hambre del tigre necesita sangre cuando el hambre de los corderos es tan dulce?

Hubo muchachos muy jovencitos que no sabían nada y que se lanzaban a por las mujeres con todo su corazón y todo su dinero. Hubo hombres de veinticinco años que las necesitaban, que las buscaban y se regocijaban cuando las encontraban. Hubo hombres casados que pensaban: «Una pequeña aventura, una sonrisa, un capricho por aquella que pasa, porque aquí está y no parece ser lo que es». Hubo hombres de cuarenta años que lo hacían por salud mental. Hubo transeúntes, cualquiera, que se cruzaban con su destino.

Un hombre de negocios, de unos cincuenta años, llegó de Bretaña para pasar una semana en París. Encontró a Berthe la misma noche de su llegada. Cada noche la invitó a cenar, la llevó al «café concert» e incluso a los restaurantes abiertos a altas horas. Así fue como conoció la vida parisiense que no habría podido conocer en su juventud porque no tenía dinero entonces. Luego, él volvió a su Bretaña con su mujer y sus hijas, con el corazón exultante y los labios aún húmedos.

En otra ocasión la abordó un hombre de treinta y cinco años después de dudar mucho. Pasaron la noche en una pensión de la calle de Saint-Sauveur y le dio quince francos. Le dijo: «Antes de acostarte, peinate con tu moño». Se tumbó a su lado y la besó en los ojos: «Así te pareces a una mujer que amé mucho y que perdí». No hizo nada más, se acodó en la almohada, ella se durmió, y durante toda la noche él le acarició el pelo. A veces hay algunos corazones hermosos.

Habitualmente Berthe volvía a las dos de la madrugada porque a esa hora la calle no ofrece más que las cuarenta perras del encuentro fortuito.

A menudo Blanche recogía cerca de Les Halles a «su hombre» del momento, que no siempre sabía dónde dormir o que quería conocer todos los acontecimientos de la noche. Los tres, él, Berthe y Blanche, se acostaban en la misma cama, pero Blanche se colocaba en medio para evitar que a él se le distrajeran las manos, ya que era muy celosa. Luego la noche transcurría calurosa y pegajosa entre los suspiros de Blanche, las embestidas del otro y el sueño trastornado de Berthe. Después, por la mañana, el macho mugriento y las dos mujeres con sus olores se desperezaban, espabilaban y saltaban de la cama hacia las doce. Si Blanche bajaba a comprar algo de comer, el hombre que se había quedado con Berthe aprovechaba el momento para atacarla, ya que era bonita y porque los hombres nunca tienen bastante. Ella protestaba y se dejaba hacer, no se defendía, sentía miedo y se reía.

Al fin y al cabo, Berthe era una mujer pública. Y ésta no es una profesión que se pueda abandonar de un día para otro, como puede hacerlo un empleado que pasa a ser una persona distinta cuando está lejos de su oficina. ¿Conocéis el olor del vicio que uno ha respirado alguna vez? Los golpes de los chulos moldean a las mujeres y marcan su carne blanca para siempre en el lugar donde Dios dispuso que se encontrara el lugar del deseo. Viven juntas y forman un gran rebaño, Blanche, Berthe y las demás, cada una es un ejemplo para las otras. La atmósfera de las prostitutas huele primero a libertad y luego apesta como mil sexos juntos al final de una jornada. Y el mal entra bajo sus faldas en forma de empellones devoradores. La calle, las habitaciones de hotel y las monedas de plata se convierten en todo un negocio en el que una vende su alma cuando vende su carne.

Y la felicidad que van buscando. Las mujeres públicas tratan de asir la felicidad de forma tan salvaje como los golfos de la calle se aferran a la vida. Para alcanzar la felicidad necesitan a hombres fuertes que las zarandeen con tanta ira hasta que consiguen someterlas. Y el amor que buscan. El amor de los transeúntes entra y sale sin dejar rastro, pero también existe el otro amor que habita en el corazón de las mujeres, que las agarra y las doblega y las derriba. Antaño existió Maurice.

Así era como Berthe buscaba la felicidad en el amor. Conoció primero a Blondin el ciclista. Blondin el ciclista era alto, ancho, sonrojado, tenía las manos recias y los pies macizos, y caminaba por las calles mirando con tal fuerza a los pechos de las mujeres que éstas podían sentir como si se los oprimiese. Tenía algún negocio relacionado con las bicicletas y en dos o tres ocasiones también comerció con automóviles. Esto le otorgaba un aspecto a medio camino entre el mecánico mañoso y el comerciante emprendedor que está por encima de los negocios vulgares. Llevaba a Berthe al campo y en eso difería también de la mayoría de los hombres. A veces llevaba los bolsillos llenos de dinero; otras veces, como decía Berthe, «necesitaba que le echara una mano». Su amor compacto e intenso abarcaba múltiples juergas o solamente le daba para gastar las cuarenta perras en la mujer que le amaba. Y ciertamente Berthe le quería porque podía sentir cómo se deshacía entre sus brazos y le entregaba todo porque instintivamente sabía que a él no podía tomársele el pelo.

Una noche, cuando volvía a casa, conoció al Azteca del Grand-Montrouge. Estaba en la esquina de una calle, pálido y delgado, mostrando el gesto inconfundible de un hombre resuelto. Cuando la abordó, ella sintió que no había nada que decir y que un hombre se convierte en todopoderoso cuando mira el mundo de frente.

Conoció a la Quille una tarde en un bar. Cojeaba y parecía uno de esos chulos de poca monta. Tres y cinco son ocho, los cojos son divertidos, fue un amor de guasa.

Conoció a muchos otros: los mozos de Montrouge, los de Montparnasse y los del Barrio Latino, el amor de las tardes de callejeo, el de las noches de vuelta a casa, hasta conoció en el bulevar de Sebastopol el amor aprisa y corriendo con dos clientes a la vez. Se fue de juerga hasta caer rodando en los bares, hasta beber todo lo que se le pagaba, hasta pagar todo lo que querían los demás, en su viaje hacia la felicidad hasta reía como se ríe en las juergas. Fue una perra a la que los perros olían la entrepierna, restregándose unos con otros, con los miembros erguidos y las caras enloquecidas de los perros en celo. Los conoció a todos y caminaba por las calles como una carne trémula que se doblega, sin energía, sin fuerza, sin ser dueña de nada. Lanzaba al aire su monedero, de donde fluían las monedas conseguidas en el torrente de un vicio desenfrenado.

Conoció a Kiki. Kiki tenía dieciséis años, una voz aguda que mariposeaba como los niños entre las piernas de los adultos. Era un chico de la calle; la conocía como la palma de la mano, ya que vivía de sacarle provecho, vendiendo, trampeando con el peso de la mercancía y dando la cara a los que había timado. Los hombres no lo tomaban en serio. Por eso, Kiki se erguía y enseñaba colmillos y uñas, ladraba por las calles, se abalanzaba sobre cualquier cosa, y necesitaba presumir más que los demás. Un día se encontró con una criada que paseaba con un niño. El niño tenía un látigo de juguete:

—Dame el látigo para que lo chasque.

Kiki se divirtió durante cinco minutos y luego la criada quiso irse y llevarse el látigo.

—No puede ser —dijo Kiki.

Como se le aproximó, Kiki empezó a dar latigazos delante de su cara diciendo:

—Nadie se me acerca.

El crío lloró. Kiki se fue dando latigazos y de vez en cuando se daba la vuelta para burlarse de ellos. Cuando ya no los vio, tiró el látigo, que le incomodaba, detrás de una tapia.

Era un golfillo, hecho para golfillas, uno de esos pillos que nos divierten con sus historias. Berthe cedió medio en broma, e hizo mal porque una mujer que se respeta a sí misma tiene que elegir a un hombre que sirva para algo.

Berthe se encontraba a veces con el Jules el Grande, que, en los primeros tiempos, la detenía siempre y le hablaba como a la mujer de un amigo. La llamaba «señora». Pero cuando se enteró de su conducta, dejó de hablarle y la miraba pasar con la cabeza erguida como un soldado en armas mira a los que violan la disciplina y la ley.