Capítulo octavo
Cuando iba a visitar a Pierre Hardy, Berthe vivía momentos especiales. Él le decía:
—Me has hecho mucho daño. Un día me encontré contigo, teníamos veinte años los dos y yo sufría porque era un hombre. A los veinte años un hombre necesita hacer el amor, pero para hacerlo hay que contar con dinero. Algo sacaba de mis ahorros para el amor. Enseguida pillé esta enfermedad. Pobrecita, no es culpa tuya ni mía. Vivimos en un mundo en el que los pobres tienen que sufrir. No era bastante rico ni bastante apuesto para elegir a una mujer entre las que yo conozco. Sabes muy bien que te elegí por casualidad. Pienso que has debido de padecer mucho como para estar dispuesta a abrir los brazos a todos los que pasan. Me consuelo un poco cuando pienso que en una época fui yo tu sustento de cada día. No soy un entendido, al principio te odié mucho, pero un amigo mío me dijo las palabras que te estoy repitiendo, supe que el mundo era cruel y que los dos éramos sus víctimas. Me has hecho mucho daño. Hoy este sufrimiento debe unirnos. Eres para mí la única mujer posible, porque el contacto físico conmigo contagia la peste.
Berthe contestaba:
—¡Qué quieres que te diga! Así es nuestra profesión.
Cenaban juntos en un restaurante por veinticinco perras, en un salón de la primera planta. Las mesas, donde cabían seis comensales, estaban cubiertas con un mantel blanco y preparadas con copas, garrafas y aceiteras, lo que les otorgaba un aspecto elegante, mesas en las que se saborean manjares de ricos: lonchas de corzo, patatas paja, picadillo de cordero, huevos al plato, islas flotantes con chocolate. Además se pueden probar toda clase de salsas que inventó la vanidad para matar de envidia a los pobres. Acudían señores con sombreros de copa que avanzan altivos con andares caballerescos, comían sin pronunciar una palabra, permanecían apartados de los demás y se sentían orgullosos de ser lo que eran: unos empleados del ayuntamiento. Pedían los platos con un tono exigente y hablaban en voz baja porque la gente educada no alborota. A Berthe le impresionaba el lujo y decía «No se está mal aquí»; ella sólo había conocido las tabernas baratas de los arrabales.
Al terminar la cena iban a tomarse un café a un bar cercano. Era un momento mucho más agradable: elegían un rincón y, acodados en la mesa, charlaban largamente, apartados del bullicio y de los que sólo quieren aparentar. Berthe, la ramera, que remaba entre los vicios, se sentaba en un rincón, con los codos en la mesa, y desde el fondo de su conciencia notaba cómo le subía una pequeña llama triste y plácida. Pierre la miraba y sintiendo que tenía a una mujer a su lado, creía vislumbrar algo de amor, una pequeña llama ardiente y frágil. Desde el principio se hablaron con mucha franqueza. Ella necesitaba desahogarse, porque en nuestra alma sigue existiendo un lugar que, cuando no nos portábamos mal, estaba repleto de buenos sentimientos. Este lugar no desaparece nunca y a veces bajan hacia él unas voces que gritan como niños abandonados. Ella lo necesitaba como necesitamos a una madre y después a un marido, nosotras, que somos mujeres sin amparo, con corazones inseguros y que buscamos la seguridad por los caminos. Ella necesitaba afirmar: «Así soy yo, mira y dime cómo me encuentras». No hubo nunca amor entre los dos pero hubo algo que va más allá del amor: confianza y bondad.
Ella le habló de Maurice y se lo contó todo: tenía un amante que se llamaba Maurice, que era un infame y que solía propinarle palizas.
—No sé si le quiero: me ha pegado tanto que nunca me lo he llegado a preguntar.
Estaba loco. Un día Maurice, cuando la estaba pegando, sintió que iba a matarla. A ella sólo le dió tiempo a coger una almohada, protegerse la cabeza y él la hinchó a golpes hasta que estuvo rendido. Le dejó la cara completamente amoratada. Pero ahora estaba en la cárcel.
Y Pierre se imaginó la escena. A los veinte años vivió aquellas cosas sintiéndose como Adán cuando, estando en el Edén, se dio cuenta de que la maldad existía en el mundo. Señor, hay mucha maldad en el mundo. Hay mujeres a las que ves y que son tus hijas. Las creaste, las colocaste a nuestro lado para saciar nuestra hambre como si de un manjar apetecible se tratara. Nos parecían tan delicadas que no nos atrevíamos a tocarlas. ¡Señor! ¡Señor! Bajo tu mirada, sin embargo, hay mujeres que llevan cruces de hierro. Señor, Berthe: un hombre la ha agarrado por los hombros. La sujeta clavándole en la piel sus garras para que no pueda escapar. La obliga a caminar. Con todo su peso la doblega para que esté cansada como una res agotada, para que no pueda verte ni oírte.
Pierre miraba a Berthe. No decía nada. Le cogió la mano y la presionó con los dedos para que sintiera su compasión, sencillamente —así— para aliviarla un poco. Luego salieron. La llevó a su casa y en la calle le dio la mano para que nadie se acercara a tocarla. Se inclinaba hacia ella, y repetía para que ella sintiera que era sincero:
—Amiguita mía, querida amiguita mía.
A veces Louis Buisson se reunía con ellos en el bar. Se sentaba al otro lado de Berthe y los tres, acodados en la mesa, bebían sus cafés, charlando como tres buenos amigos. Uno era un pobre muchacho que no sabía cómo ayudar a los demás, a pesar de su buena voluntad. El otro conocía mucho mejor los sufrimientos de los hombres. Metía el dedo en la llaga, sabiendo que sólo abriendo las heridas podrían llegar a curarse algún día.
Fue en aquellos tiempos en los que Louis le contó a Pierre:
—Estoy leyendo los Evangelios. Una noche, Jesús subió con los suyos al Monte de los Olivos. Era una noche como las de París, cuando sabemos que los hombres buscan un tipo de placer pernicioso porque no sienten un ápice de amor. Jesús divisaba el Jerusalén en el que las mujeres públicas y el desenfreno de los hombres se batían como armas infames llegando a aniquilarse para que todo fuera olvidado. Jesús recordó que el mundo estaba repleto de dinero y que los poderosos sacerdotes y los soldados arrojaban odio y violencia sobre él. Subió al Monte de los Olivos para declarar a los apóstoles: «Soy el Amor. Recojámonos aquí arriba y velemos en la víspera de mi muerte. Rezaremos a Aquel que me ha traído a vuestro camino para que yo permanezca en vosotros. Y mañana, cuando haya muerto en el árbol, iréis por el mundo y diréis: el Amor ha nacido, venimos a promulgar la Palabra». Luego permaneció apartado y rezó durante mucho tiempo. Después quiso hablar de nuevo con ellos. Entonces, se dio la vuelta y los vio a todos dormidos. Pedro y Juan y Judas y Tomás y los demás, con la cabeza apoyada en los brazos, dormían como si fuera lo único que tuvieran que hacer. Entonces, Jesús sintió que la noche terrenal le había envuelto: «Hace años que derramo mi alma por el mundo para exhortarlo. Perdóname Padre, pero siento que te he fallado. Éstos duermen hoy, en el último día que me has dado. Si los mejores sucumben, si los buenos son demasiado débiles para proclamar la Buena Nueva, ¿por qué me has enviado? No hay bastante humanidad, he predicado el amor ardientemente y, sin embargo, mi pobre amor va a perecer».
Y yo pensaba en Berthe, mi Pierre, a causa de Cristo en el Monte de los Olivos. Cristo, en su último día, lloró, pero la Buena Nueva sigue vigente. Los que dormían la habían recordado, pues el espíritu es fuerte a pesar de que la carne es débil. Salvaron a muchas almas como a San Francisco de Asís o a San Vicente de Pablo. Y a nosotros, amigo mío, una mujer pública nos ha encontrado. Le enseñaremos que va por el camino de la perdición e introduciremos algo de bondad en nuestra vida para que lo entienda y le guste. No sé si podremos salvarla, pero sé que la Buena Nueva no tiene límites. Si fracasamos, hermano mío, consolémonos pensando que habremos introducido algo de luz en su alma y que, hoy por hoy, ignoramos si no estamos al principio de su salvación.
Y más tarde, cuando se sentó al lado de Berthe, le preguntó:
—Dime, chiquilla, ¿por qué sigues ejerciendo esta profesión?
Ella exhibía la sonrisa boba de los niños que saben perfectamente a qué atenerse pero no se atreven a contestar. Paseó la sonrisa por su cara bajando los ojos, pero no dijo nada. En otras circunstancias hubiera dicho: «¡Por favor, no digas cursilerías!». Lo hubiera dicho porque los que parecen interesarse por la miseria se aprovechan de ella y después desaparecen.
Pierre la miraba con una expresión que quería decir: pero bueno, queridita, bien sabes que me tienes a mí y que puedes contar también con todo lo que poseo. Y todo lo que poseía irradiaba alrededor de su rostro como un fuego de hermosas luces cuando uno nota que el calor de las llamas está alcanzándola. Entonces, finalmente, ella dijo:
—Pensáis que una hace lo que quiere.
Le preguntaron: ¿Cuánto ganabas antes de florista? Contestó que se podía vivir muy bien ya que ganaba veinticinco francos a la semana. «Se alquila un cuartito de cinco francos y luego por la noche la comida se guisa en casa. Una mujer no es como un hombre, sabe arreglárselas por sí misma».
—¿Pero bueno, chiquilla, por qué sigues ejerciendo esta profesión?
Ella se explicó: cuando Maurice tuviera algo de dinero, ella se establecería como empresaria florista. Tendría dos empleadas a las que pagaría veinticinco perras al día y que le proporcionarían tres veces este importe. Luego empezó con sus cuentos de siempre: había conocido a un señor que iba a llevarla a Rusia; a un joven que le daba clases de baile, para que después entrara en el Moulin-Rouge donde pagan por bailar una contradanza; cantaría en los cabarets luciendo una blusa de seda azul con un precioso escote. Maurice quería comprar un fonógrafo para que los dos fueran a las verbenas de los alrededores de París. Le hubiera gustado ser dependienta en un estanco «aquí tiene sus Habanos, señor». Y Berthe sonreía al pronunciar estas palabras.
Empezó con sus cuentos de pobrecita ramera que no deja nunca de ensoñar. Su imaginación corría y era delicioso caminar así y triunfar en todo lo que se decidía emprender. Los hombres piensan: hay que darles cuerda y después dejarlas hablar. Cuando uno conoce mundo, es un verdadero descanso escuchar a las mujeres inocentes.
Pero Louis Buisson dijo:
—Chiquita, cuando te sientas infeliz, tendrás que venir a vernos. Nos contarás tus historias y te sentirás mejor.
Luego, como tenía que trabajar, les dejó. Entonces, Pierre dijo:
—Vendrás; cuando estés triste, vendrás. Dirás: ¡Ah!, ¡cuánto me aburro, cuánto me aburro! Te miraré a los ojos y te contestaré: hay días en los que mi corazón estalla. Tienes que saber que el hombre y la mujer son más felices si sufren juntos. Estoy solo y cuando un amigo viene a verme, me parece que jamás volveré a estar solo. Por la tarde, si vienes a visitarme antes de la cena, cenaremos juntos. Después de cenar también estoy en casa. Vendrás y yo te diré: corazoncito, te estaba echando de menos. No temas nada. Las mujeres se imaginan que uno quiere aprovecharse de ellas.
Así hablaba y en el fondo de sí mismo pensó: ¡Es tan agradable tener a una mujer a mi lado!
Berthe le visitó muchas veces. Al principio le daba vergüenza y llamaba a la puerta levemente, con unos golpecitos de hormiga.
—Me he acercado a verte. Tenía algunas compras que hacer por aquí. Entonces se me ha ocurrido venir a visitarte.
Las primeras veces se presentó antes de cenar, porque el hambre hace que los lobos salgan del bosque.
En el restaurante se excusaba: «Perdona, me he echado sal antes que tú». Ella, a pesar de ser una prostituta, delante de Pierre se comportaba tímidamente, al fin y al cabo no dejaba de ser una mujer remilgada e indecisa.
Más tarde, decía:
—He venido a visitarte porque sé que no te molestaré.
Le visitó muchas veces. Vino en días de tristeza, con resaca y marcada por las palizas de los rufianes. Un día llegó enferma, y sus sufrimientos se le agitaban en la cabeza con una desesperación que parecía no tener fin. Vino en días de agotamiento, con los miembros rotos y los riñones destrozados. Nunca vino cuando estaba alegre porque, entonces, prefería hacer la calle que estaba henchida de locura, con los chulos que manifestaban una alegría viscosa mientras el dinero de las putas se arrojaba en todos los mostradores. Vino sobre todo cuando él había cobrado el sueldo.
—¿Cómo estás?
—¡Mira!
Le enseñaba la lengua y el paladar que estaban llenos de llagas y que a lo largo de las noches habían besado a los transeúntes, procurándoles placer deslizando su saliva en ellos. Le dolió la garganta y estuvo ronca. También le dolieron los huesos de todo el cuerpo, un malestar que parecía surgir del fondo de sí misma como un pozo de dolor. Por cierto, no quería tomar las píldoras de mercurio porque le habían dicho que provocaban la aparición de más llagas.
Vino algunas noches sin haber comido desde la víspera. No se le notaba, ya que la desdicha presenta la misma cara que cualquiera. Primero resistía por algo muy parecido a la dignidad; en el restaurante no cenaba más que de costumbre, «no debe gastarse demasiado en mí», pero después de la cena, con la cabeza y el cuerpo hinchados, no podía contenerse: «Sabes, no creo que me duela el estómago por lo que he comido a mediodía».
Pierre decía:
—Querida mía, me entristeces. Sabes muy bien que puedes contar siempre conmigo. Ven, ven por favor. De verdad, es bueno ayudar a las mujeres afligidas. A eso lo llaman «aliviar a la humanidad doliente». Cuando no tengas de qué comer, piensa en mí. No hace falta que me digas nada, vendrás y yo sabré comprender.
Ella contestó con dulzura:
—No te preocupes. Me he levantado a las tres de la tarde y así no he notado el estómago vacío.
Una noche, en diciembre, un diciembre diabólico que andaba por las calles produciendo heladas y viento como un amo que aplasta nuestros sentimientos, llegando a introducirse hasta la médula y permaneciendo ahí, más poderoso que todas las dichas y que todas las penas. Un diciembre de París, en el que las mujeres públicas se encogen de hombros, reducen la extensión de su piel y ondean sus faldas al viento como las llamas de los faroles. Pierre estaba estudiando en su habitación. La estufa ronroneaba como un buen gato viejo y fiel, y parecía decir: quédate conmigo amo, yo te hago compañía. Pierre pensaba:
—Es una enfermedad vergonzosa que se transmite como se transmite el mal.
También pensaba:
—Nochevieja se está acercando. Las Nocheviejas ya no son lo que eran. Pediré una semana de vacaciones al jefe de negociado para ir a mi pueblo. Mi madre dirá: «¡Aquí está mi parisino!». Las ancianas dirán: «Ahora no nos atrevemos a tutearte». Estarán mis hermanas y mi sobrinita. Todas las noches permaneceré en el calor envolvente de las provincias que entra en nuestros corazones y empolla nuestras ideas como si fueran pollitos. Es mi primer año de sífilis. Besaré a todos y beberé en sus vasos. Ellas dirán a Juliette: «Venga, golosa, bebe un poco de vino de la copa de tu tío». Las besaré cerca de la raíz del pelo donde los labios se posan más levemente. Pero después no sabré qué decir respecto a mi copa. Mamá diría: «Tuvo que ir a París para pillar esas enfermedades asquerosas». Papá diría: «Vaya ejemplo para tus hermanas». Y se alegrarían todos los que no habían obtenido un trabajo en París.
También pensaba:
—Tengo que aprobar el examen de conductor de caminos, canales y puertos. Se imaginarán que ya no me gusta estudiar. Estudio tomando mercurio e ignoro si cuando llegue el momento de los incidentes terciarios la vida me será permitida.
En medio de esas reflexiones, alguien llamaba a la puerta. Pierre se levantaba e inmediatamente olvidaba sus penas porque era Berthe y porque una mujer es lo que siempre necesitamos. Era Berthe. Con ella entraba el invierno desde sus faldas que olían a frío. Dijo:
—¡Soy yo! Qué calentito se está aquí —y luego—: Escucha esto: ¡mi hermana Blanche está en Saint-Lazare! Se montó en una atracción de velocípedos, y como Blanche hace todo lo que le da la gana, armó un jaleo tremendo enseñando las pantorrillas y más. Se lo habíamos dicho: No hagas eso, verás que uno u otro día te pescarán. ¡Y así fue! ¡Se lo advertí! En la preventiva hacen reconocimientos y la han mandado tratarse a Saint-Lazare.
Berthe añadió:
—Y ahora tengo que pagar yo la habitación.
Se sentó y no dijo nada más. Se acercó mucho a la estufa, tan cerca que parecía que fuera insensible o estuviera loca y, con las dos manos cruzadas en las rodillas, mantenía la cabeza agachada. Bajo el moño, parecía una pobre mujercita de harina, alguna formita agotada que se pierde y se agacha. Susurró en un soplo:
—No puedo más, llevo aguantando desde hace demasiado tiempo.
Era muy doloroso verla así. No se entendían todas las causas porque éstas se amontonan encima de nuestras cabezas con sus cien mil puños de hierro, cuyos pesos se suman y pesan, junto con los días, con las penas, con las palizas recibidas, con el daño que nos han hecho, con las juergas de las noches. Llega una noche cuando todo se acaba, cuando tantas fauces nos han mordido que ya no nos queda fuerza alguna para permanecer de pie y nuestra carne cuelga del cuerpo como si todas las fauces la hubieran mordido. Llega una noche cuando el hombre llora y la mujer está consumida.
Ella se había precipitado a la casa de este joven por instinto, porque sentía que iba a reventar y que tenía que reventar en el mejor sitio. Y aquí, desplomada en su silla, era una bestia acabada que nota el último aliento en los flancos, que expira lo que le queda de aire para siempre y vuelve a mirar su guarida por última vez antes de abandonar sus despojos.
Dijo entonces:
—Déjame dormir aquí. No he podido dormir. Te lo pido porque es mucha la molestia que te voy a ocasionar.
Lo dice una mujer pública, cuyas noches son valiosas ya que cada una vale diez francos. Alguien para quien las noches perdidas son días sin pan. Le está pidiendo un favor, ella que sabe el precio de los favores que se conceden, que sabe también que un cuerpo humano se paga y que uno recibe dinero de aquellos a quienes alivia.
Él se acostó a su lado. La abrazó y sintió que estaba fría de los pies a la cabeza, como una tormenta de hielo, como un campo de pedruscos en el que las cosechas están devastadas. La acomodó cerca de su corazón y la calentó durante mucho tiempo con fervor y una lástima que surgía como una llama. No decía nada, no pensaba en la mujer, se inundaba de su dolor y sentía muchas ganas de gritar:
—¡Pobre santita, pobre santita!