21
—Me gustaría comentaros algo —dijo Patricia, cuando acabaron de cenar—. Acompañadme al salón.
Durante la cena apenas habían hablado. Sólo se oía el ruido de los cubiertos, algún que otro carraspeo o el borboteo del vino cuando alguien se llenaba la copa. Un visitante desprevenido habría puesto pies en polvorosa al percibir la tensión que flotaba en el ambiente.
—Alexander y yo íbamos a dar un paseo —dijo Jessica. Supuso que Patricia quería exponerles (e imponerles) alguna nueva estrategia para evitar a Phillip Bowen, y no tenía ganas de dedicar un solo minuto más a ese asunto.
—Bueno, ya iremos a pasear después —terció Alexander.
—Sabía que dirías algo así —le contestó su mujer.
Patricia se levantó y se dirigió a sus hijas:
—Diane, Sophie, vosotras podéis salir a jugar al jardín. Los demás venid conmigo.
—Yo no —dijo Ricarda. Era la primera vez que abría la boca en varias horas.
—Tú puedes hacer lo que te dé la gana —le respondió Patricia con un acento extraño en la voz.
Ricarda se encogió de hombros y se quedó sentada a la mesa mientras los demás se dirigían al salón.
«Diez minutos —se dijo Jessica—, le doy diez minutos. Ni uno más. Después me centraré en lo que tenía planeado».
Se sentaron todos frente a la chimenea. Algunos habían llevado consigo sus copas de vino. Jessica apenas se apoyó en el posabrazos de un sillón. Quería irse de allí. Tenía un mal presentimiento.
—Me gustaría hablar con vosotros —repitió Patricia—. Hoy he descubierto algo que me ha dejado muy preocupada. He estado dudando sobre si debía… Bueno, al final he decidido que nos afecta a todos.
«Suéltalo de una vez», pensó Jessica con acritud.
—Tiene que ver con Ricarda —continuó Patricia y, al ver que Alexander abría la boca para decir algo, le hizo un gesto indicándole que se callase—. No es lo de siempre. Es… es algo mucho peor. Como ya he dicho, muy preocupante.
Tim suspiró.
—¿De qué se trata, Patricia? Quizá podrías decírnoslo de una vez por todas. Hoy hace una noche preciosa y creo que a todos nos gustaría salir al jardín y disfrutarla un poco más.
Patricia se levantó, se dirigió al pequeño armario de los licores y del fondo sacó una libreta. Era sencilla y gruesa, de color verde, algo sobada y arrugada.
—Hoy he encontrado esto en la habitación de Ricarda —les anunció.
Todos miraron la libreta. Jessica se irguió súbitamente indignada.
—¿Qué demonios…? —empezó, pero Alexander le puso la mano en el brazo y pidió:
—Prosigue, Patricia.
Ésta se sentó y empezó a pasar páginas. Todas estaban escritas por las dos caras y con letra muy apretada. Quedaban muy pocas en blanco.
—Es un diario —dijo Patricia—. El diario de Ricarda.
—¿Y cómo te atreves a hurgar en sus cosas? —saltó Jessica, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
—Esta mañana entré en su habitación por casualidad —explicó Patricia—. Fuiste tú quien me envió, ¿recuerdas? Tenía que ponerse al teléfono. Pero no estaba allí.
—¡Pero eso no te autoriza a rebuscar entre sus pertenencias!
—Ahora no estamos hablando de eso, Jessica, sino de lo que encontré en su habitación. Tenéis que escuchar esto. Alexander, estoy convencida de que tu hija necesita ayuda psicológica.
—¡Alexander! —dijo Jessica. Le habría gustado zarandearlo por los hombros para hacerlo reaccionar—. ¡No le permitas que lea en voz alta las intimidades de Ricarda! ¡Eso sería traicionarla! ¡Significaría el fin de vuestra relación!
—Me gustaría saber qué ha sorprendido tanto a Patricia —respondió él y apretó los labios.
Patricia se detuvo en una de las páginas del final.
—Os leeré sólo lo último que ha escrito. Es de ayer. Sólo dos ejemplos. En una ocasión dice: «Quiero verla enferma y hecha polvo. ¡Quiero verla muerta!». Está refiriéndose a mí.
Jessica se levantó.
—¡Pues no me extraña! —le espetó.
—¡Jessica! —gritó Alexander con voz dura y cortante—. ¡Vigila lo que dices!
Patricia continuó leyendo:
—«… un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso…». Y unas líneas más adelante: «Tim… probablemente temía que le diera un ataque de apoplejía y la palmara, lo cual sería, en mi opinión, lo mejor que podría hacer por nosotros».
—¡No pienso seguir escuchando! —exclamó Jessica. Estaba mareada y tenía náuseas, y esta vez no tenía nada que ver con su embarazo.
—Creo que deberías escuchar un fragmento más, para que comprendas que nos encontramos ante una psicópata. ¡Una psicópata peligrosa! —Aún leyó un poco más, poniendo cara de repugnancia—: «Empecé a encontrarme mal y de pronto me pasó una escena por la cabeza… Me vi a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos, empezaban a sangrar por la boca e iban cayendo al suelo uno tras otro, hasta que por fin dejaban de observarme».
—¡Dios santo! —murmuró Evelin, horrorizada.
—Una aguda agresividad potencial —diagnosticó Tim, con el gesto ceñudo del médico preocupado y experimentado.
Jessica les chilló indignada:
—¿Estáis todos chiflados? ¡Tim, no deberías preocuparte por Ricarda sino por los presentes en esta sala! ¡No puedo creer esta escena! Es inadmisible que ella lea ese diario en voz alta, y más aún que la escuchéis. ¡En este grupo pasan cosas muy extrañas, por no decir otra cosa! ¡Empiezo a sentirme rodeada de neuróticos!
—¡Jessica! —volvió a advertirle Alexander. Nunca había utilizado un tono tan cortante con ella.
—Ah, y por cierto, para que veáis que mis sospechas eran ciertas… —continuó Patricia, sin tener en cuenta el estallido de Jessica y retrocediendo unas hojas—. Aquí pone: «Lo hemos hecho». Se refiere a un joven llamado Keith y a lo que ha hecho con él últimamente en un granero abandonado… «Sólo tuve la sensación, la seguridad, de que lo amo, de que voy a ser suya para siempre, de que he nacido para él, y él para mí». —Leía en un tono amanerado y artificial.
Jessica estaba a un paso de ella y sin más le arrebató la libreta de las manos. Roja de rabia, le gritó:
—¡Ricarda tiene razón! ¡Toda la razón del mundo! Eres un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso. Eres una…
—¡Jessica! —Esta vez la voz de Alexander sonó como un disparo.
Ella miró a su marido, que tenía los ojos inyectados en sangre. Casi le pareció intuir odio en su mirada, aunque enseguida decidió que no podía ser.
—¡Ya basta, caray! —añadió él.
—Pero…
—¡He dicho que ya basta! —Se dirigió a los demás—: No se lo tengáis en cuenta. Últimamente está muy nerviosa. Habríamos preferido decíroslo en otro momento, pero quizá sea bueno que lo sepáis ahora porque así se explican muchas cosas: Jessica está embarazada. Estamos esperando un hijo para octubre.
La última frase quedó suspendida en el aire, y la habitación se llenó de silencio. Incluso parecía que hubiesen dejado de respirar.
Jessica, completamente consternada, percibió varias cosas a un tiempo:
Que Evelin estaba blanca como el papel y la copa de vino que sostenía le temblaba tanto que parecía que fuera a caerse en cualquier momento.
Que Patricia parecía sorprendida. Ni conmovida ni confundida; sólo sorprendida.
Que Tim, por algún motivo, esbozaba una sonrisa cargada de arrogancia.
Que Leon, que durante toda la tarde había dado la sensación de estar ausente, con la mente puesta en otra cosa, seguía exactamente igual.
Que Alexander se había puesto en pie y miraba a sus amigos buscando su perdón y comprensión.
Y que en la puerta, para empeorar aún más las cosas, estaba la alargada figura de Ricarda —«desde luego, ha adelgazado muchísimo en las últimas semanas», pensó Jessica—, compitiendo en palidez con Evelin. Probablemente ni ella misma podría decir qué le había dolido más: si descubrir que habían estado leyendo su diario en voz alta o enterarse de que la odiosa mujer de su padre estaba embarazada. Seguramente las dos por igual.
Jessica se acercó a ella y le tendió el diario.
—Ten. Es tuyo. Te aseguro que pagaría lo que fuera por que esto no hubiese ocurrido.
Ricarda cogió el diario, se dio media vuelta y se marchó sin pronunciar palabra.
—Bueno —dijo Tim—, en estos casos lo que suele decirse es ¡felicidades!
Jessica tardó unos segundos en comprender que se refería al bebé.
Evelin se levantó y salió de la habitación.
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Patricia.
Nadie contestó aquella pregunta.
—Lo siento —dijo Alexander.
Jessica ya no tenía ganas de hablar con él, ni sobre la llamada telefónica de la mañana ni sobre lo que acababa de ocurrir. Se sentía decepcionada, dolida, desconcertada e indignada, y ahora quería estar a solas. Pensar. Decidir si aún tenía sentido hablar con su marido. Tenía miedo. Y también abandonó la habitación. A su espalda aún pudo oír la aguda voz de Patricia:
—¡Tenía que contároslo! ¡Tenía que leéroslo! Ricarda tiene instintos asesinos y eso es muy peligroso. No sé vosotros, pero yo ya no me siento segura con ella cerca. Nunca se sabe si…
«Imbécil —pensó Jessica—. Estúpida, absurda y maldita imbécil».
Deseó encontrarse con Evelin y Ricarda, pero ni siquiera las vio. Evelin debía de haberse encerrado en la cocina para zamparse la nevera entera, y Ricarda se habría marchado a ver a su novio, saltándose la prohibición de salir de Stanbury. Hacía bien.
«Además —se dijo—, seguro que ninguna de las dos quiere verme ni en pintura».