Mientras subía por Gay Street, J-Bone surgió de una puerta y le agarró del brazo.

Hola Bud, dijo.

¿Qué tal?

Precisamente iba a verte. Entra a tomar un café.

Se sentaron a la barra de Helm’s. J-Bone no paraba de dar golpecitos con su cucharilla. Cuando les sirvieron el café miró a Suttree.

Tu viejo me ha telefoneado, dijo. Quería que llamaras a tu casa.

Y los que están en el infierno quieren agua fría.

Pero, Bud, a lo mejor es algo importante.

Suttree se acercó el borde de la taza al labio inferior a modo de ensayo y sopló.

¿Como qué?, dijo.

Algún asunto familiar, qué sé yo. Creo que deberías llamar.

Suttree bajó la taza.

Está bien, dijo. ¿De qué se trata?

¿Por qué no le llamas?

¿Por qué no me lo cuentas tú?

¿No piensas llamar?

No.

J-Bone estaba contemplando la cucharilla que tenía en la mano. Sopló encima y meneó la cabeza, su imagen distorsionada boca abajo en lo cóncavo de la cucharilla se empañó y apareció de nuevo.

Bueno, dijo.

¿Quién ha muerto, Jim?

No levantó los ojos al responder.

Tu chavalín.

Suttree dejó la taza y miró por la ventana. Junto a su brazo, en el mostrador de mármol, había un charquito de leche derramada y unas moscas se dedicaban a lamerla como gatos. Se levantó y salió del establecimiento.

Era de noche cuando el tren salió de la estación. Procuró dormir, su cabeza iba dando bandazos en el reposacabezas mohoso. Ya no había vagón-restaurante ni coche-salón. Ni servicio de ninguna clase. Un negro viejo paseó su bandejita de zinc con bocadillos y una nevera portátil. Recorrió el pasillo del vagón en penumbra pregonando en voz queda sus mercancías y desapareció por la puerta del fondo. Un estruendo de ruedas sobre raíles y un soplo de aire fresco. Los que dormían siguieron durmiendo. Por las ventanillas pasaba el triste reverso mal iluminado de una población. Cercados, solares poblados de maleza, campos otoñales desnudos deslizándose negros bajo las estrellas. Atravesaban el llano en dirección a las Cumberland, el viejo vagón meciéndose sobre los carriles y los postes de telégrafo cosiendo incansables la noche del otro lado del frío cristal de la ventana.

Se despertó en diversas poblaciones de montaña durante las primeras horas del día, gente mayor recorriendo el pasillo cargada de cestos, familias de negros con niños medio dormidos pisando con torpeza, susurrando, los herrumbrosos vagones que resollaban y echaban humo y luego el lento chirriar acumulado de hierros cuando arrancaban otra vez. Había refrescado mucho por la noche pero él se sentía entumecido por otros climas. Un equinoccio del corazón, un cambio aciago, mala fortuna. Suttree se llevó las manos a la cara. Hijo de la oscuridad habituado a pequeñas catástrofes. Él mismo había despertado presa del pánico al ver su cama rodeada de toda una falange de seres que él no había invitado, figuras proteicas agazapadas por los rincones oscuros de la habitación en multiplicidad de formas, gárgolas y gibones, arácnidos de colosal tamaño, una criatura parecida a un murciélago colgada por algún ardid de una esquina alta desde donde entrechocaban y guiñaban como un carillón de huesos sus dientes incandescentes.

Despertó en el frío amanecer otoñal que cubría los campos y vio pasar la campiña por la ventanilla. Lluvia fina o niebla, gotitas de agua corriendo en el cristal. Cruzaron un arroyo por un viejo puente de caballetes, sucesión de negros maderos embreados. En el agua gris dos chicos en una barca, inmóviles, viendo pasar los rostros encima de ellos como en una tira de película. Uno levantó la mano, gesto solemne. A lo lejos chimeneas humeantes de fábricas dispuestas sobre una llanura gris y árida. Un poco más lejos la lluvia fría cayendo sobre una tumba recién excavada.

El tren avanzaba a sacudidas. Bajó con estruendo por un largo ribero con marjales y pantanos que humeaban en la luz azulina, una garceta blanca apoyada en una sola pata, lívida en el agua, hermanada a una antípoda más oscura y rígida como un pájaro de yeso decorando un jardín. Al fondo, bosques desolados y hojas que caen. Suttree se frotó los ojos con los hombros y se levantó y recorrió todo el pasillo de asientos rancios y vacíos.

Se situó entre dos vagones, la mitad superior de la portezuela abierta hacia atrás dejando entrar el viento fresco de la mañana. Apoyado en los codos, el vagón meciéndose y bamboleándose mientras entraban en las estaciones de clasificación. Afuera, luces en staccato dejando una estela en el friso gris. Asomado a una ventana alta un hombre en camiseta con los tirantes colgando. Separados por ese breve espacio el hombre y Suttree se miraron apenas un instante antes de que el otro desapareciera de la vista. Las ménsulas de acero de un puente pasaron, pasaron, pasaron. En la luz oblicua de la mañana vio silueteadas las formas de unos chasis de automóvil agazapados entre hiedra agonizante a lo largo de un desfiladero árido.

Una vez en la estación Suttree se inclinó para hablar con un hombre menudo encerrado en una jaula. Traje azul lustroso, una insignia en la solapa.

Las diez, dijo el hombre.

Asintió con la cabeza.

Supongo que habrá otro medio de transporte.

El hombrecillo estaba entintando largos rollos de billetes. Abolsó el labio inferior y negó con la cabeza.

Gracias.

A menos que quiera tomar un taxi. Sale bastante caro.

Gracias, dijo Suttree.

Encontró un Krystal cerca de la parada de autobuses y pidió huevos revueltos y tostadas y hojeó el periódico pero no vio noticias que le incumbieran. A las diez subió al autobús y se retrepó y cerró los ojos. El remordimiento alojado en su gaznate como una escoria grande de sal.

¿Qué dirá ella?

¿Qué dirá su madre?

Su padre.

Suttree se puso de pie y corrió hacia la puerta pero el autobús había arrancado ya. Quedó colgado de una mano y balanceándose. Toda la noche había intentado ver la cara del niño pero no pudo. Lo único que consiguió recordar fue la manita en la suya propia cuando iban hacia la feria y una imagen fugaz de unos ojos de elfo pasmados ante el vasto mundo que giraba y giraba. Donde una noria daba vueltas en la noche y chicas pintarrajeadas bailaban y unos cohetes se elevaban para estallar derramando luz arlequinada sobre el terreno de la feria y las caras que miraban al cielo.

Le vieron desde el porche, congregados allí como si posaran para un ferrotipo sepia, la mano de la madre sobre el hombro del patriarca sentado. Le vieron subir por el camino con las manos vacías y los ojos como abrasados. La esposa abandonada de Suttree.

Bajó los escalones muy despacio, madonna del desconsuelo, tan aturdida de pena y pietà del perpetuo amanecer, los pájaros enmudecían en presencia de esta gravedad y el pelagatos que ella había tomado por el hijo de la luz en persona se consumió de vergüenza como una antorcha. Ella le tocó como haría un ciego. En lo más profundo de sus ojos inundados un escabullirse de hojas secas.

Vete, por favor, dijo.

¿Cuándo es el funeral?

A las tres. Por favor, Buddy.

Yo no…

No digas nada, por favor, no podré soportarlo.

La madre había bajado ya del porche. Vestía de negro y se abatió silenciosa sobre ellos como una plaga, el gesto amenazador de su rostro amargo y contorsionado, un hachazo por boca y ojos locos de odio. Intentó hablar, pero solo le salió un grito medio ahogado. La chica fue apartada de un empujón y aquella bruja perturbada la emprendió con él a arañazos y patadas entre gorgoteos de rabia.

La chica trató de apartarla.

Madre, gimió, madre…

La anciana tenía en la boca un dedo de Suttree y lo estaba mordiendo como un vampiro famélico. Él la agarró de la garganta. Cayeron los tres al suelo. Suttree notó un golpe seco en la base del cráneo. El viejo había bajado del porche y le estaba pegando con el zapato. Trató de ponerse en pie. La chica gritaba:

¡Basta ya! ¡Parad de una vez, por Dios!

Llama a la policía, Leon, gritó la anciana. Lo tengo bien sujeto.

Suttree se irguió tambaleante en medio de aquel patético espectáculo, rugiendo como un oso. El viejo había retrocedido. La chica estaba tirando de la anciana, pero esta se aferraba a la pierna de Suttree con la fuerza de un maníaco sin dejar de farfullar todo el rato.

Furcia asquerosa, dijo él, y le propinó una patada en la sien que la tumbó de golpe.

Ante esto, la chica se abalanzó sobre él casi de la misma manera. La arrojó de sí y se alejó unos pasos para recobrar el aliento. El viejo salía de la casa a todo correr cargando una escopeta de caza. Suttree salvó el seto de un salto. Cruzó un jardín y pasó otro seto y siguió cuesta abajo dejando atrás un corral hediondo con varias gallinas, que se espantaron piando, luego cruzó otro patio y salió a una casa donde un hombre tendido en una tumbona levantó la vista del vacío que estaba contemplando y sonrió curioso. Suttree le saludó con un gesto de cabeza y bajó hasta la calle por el camino particular. Miró hacia atrás, pero nadie le seguía. Continuó andando hasta la autopista y descansó en cuclillas en el arcén y cuando un coche llegó al peaje se levantó y le hizo señas con el pulgar.

A los pocos minutos pasó otro coche y este sí se detuvo. Suttree montó y dijo hola. El conductor le miró un par de veces con alarma. Suttree se miró. Tenía la pechera de la camisa desgarrada y la mano izquierda cubierta de sangre. Se subió la cremallera de la cazadora y circularon en silencio.

Una pequeña localidad en la llanura. Había estado aquí una vez pero apenas si se acordaba. Una brisa fresca agrupaba hojas en las aceras y pequeños rótulos se mecían y crujían en el aire cargado de humo. Señaló hacia la acera y el hombre se arrimó para dejarle bajar. Muchísimas gracias. El hombre que asentía con la cabeza. Al arrancar, Suttree le vio que revisaba el asiento en busca de manchas de sangre.

Fue a lavarse a los billares y se examinó la mano. Cuatro cortes relucientes en la mejilla. Arrancó trocitos de piel escarificada de los bordes de las heridas y se dio unos toques con una servilleta de papel húmeda. La cara que le miraba en el espejo estaba gris, los ojos hundidos. Se puso la chaqueta y fue al mostrador principal y preguntó si podía telefonear. El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza. De una cadena colgaba un listín telefónico. Lo abrió por el final y encontró dos números bajo el epígrafe «Funerarias», marcó el primero y habló a una chica de voz dulce.

¿Se encargan ustedes del «funeral de los Suttree»?

Sí, señor. Es a las tres de la tarde.

Suttree no lo oyó. Las palabras «funeral de los Suttree» le habían hecho retirar el auricular del oído.

Oiga, dijo la chica.

Sí, dijo Suttree. ¿Dónde va a ser el entierro?

En el cementerio McAmon.

¿Dónde está eso?

La chica no respondió enseguida. Luego dijo:

El cortejo fúnebre irá directamente al cementerio después de la ceremonia. Si desea usted apuntarse, o si…

Gracias, dijo Suttree, solo necesito que me diga cómo llegar.

Vagó por la ciudad. Apacible y soleada para un día de otoño en el centro de Norteamérica. La desazón que sentía en su interior no la experimentaba desde niño, cuando temía ser castigado por su padre después de alguna transgresión.

Comió un bocadillo en el drugstore y a primera hora de la tarde se encaminó al cementerio. Por una pequeña carretera rural donde las hojas formaban hileras amarillas entre los árboles o hacían volteretas en el asfalto oscuro. Estaba a una hora de camino y pasaban pocos coches.

Dos pilares de mampostería señalaban la entrada, la cadena hecha una pelota en la hierba. Bajó por el caminito de grava hasta que divisó un toldo verde en lo alto de un cerro. Dos hombres estaban almorzando sentados en la hierba. Suttree los saludó con un gesto de cabeza. Bajo el pabellón se alineaban sillas de tijera, un montículo de lona verde con arreglo floral.

No se atrevió a preguntar si era allí donde tendría que ir su difunto hijo y siguió caminando. Si había otros sepelios en marcha ya los vería.

En una parte más antigua del cementerio vio unas personas que paseaban. Caballero de edad con bastón, la esposa cogida del brazo. No le vieron. Siguieron andando entre las lápidas torcidas y la hierba desbocada, pese al sol el viento soplaba fresco del bosque. Un ángel de piedra vestido de mármol erosionado por la intemperie, la mirada baja. Las voces de los viejos a la deriva en el espacio solitario, murmullos rondando el camposanto. Los líquenes como extraña luz verde sobre las piedras medio desmenuzadas. Las voces se pierden. Tras el suave crujir de la hierba pisoteada. Los ve inclinarse para leer una inscripción típica y Suttree se detiene junto a una vieja cripta que un árbol ha desmantelado a medias en su crecer. Dentro no hay nada. Ni huesos ni polvo. Como sin duda son los muertos después de la muerte. La muerte es lo que los vivos llevan consigo. Un estado de pánico, como un presagio inquietante de un recuerdo amargo. Pero los muertos no recuerdan, y la nada no es una maldición. En absoluto.

Se sentó en la luz moteada de entre las lápidas. Cantó un pájaro. Cayeron unas hojas. Sentado con las manos sobre la hierba, las palmas hacia arriba como una marioneta desgarbada, y pensar no pensó nada.

A media tarde un coche fúnebre marca Packard llegó serpenteando por el bosque seguido de varios automóviles y rodeó el toldo en la colina y aparcó al otro lado. Los coches se detuvieron silenciosos y de ellos salió gente vestida de luto. Puertas metálicas se cerraron suavemente en sucesión. El cortejo se encaminó hacia la tumba. Cuatro empleados de pompas fúnebres levantaron el pequeño ataúd y lo transportaron al pabellón. Suttree alcanzó la colina a tiempo de verlo desaparecer. Cayeron unas cuantas flores. Desde lo alto del cerro contempló atónito la tumba. El pequeño féretro con sus ofrendas florales había ido a descansar en un par de correas sobre la boca misma de la fosa. El pastor estaba ya a punto. La luz, en el pequeño calvero donde se encontraban, parecía impregnada de una claridad inmensa, las siluetas como en llamas. Suttree se puso junto a un árbol pero nadie advirtió su presencia. El pastor había empezado. Suttree no oyó nada de lo que decía hasta que su apellido fue pronunciado. Entonces todo se le apareció con claridad. Apoyó la cabeza en el árbol, asfixiado de una pena que nunca antes había conocido.

Cuando todo lo que había que decir quedó dicho, algunos se adelantaron para depositar una flor y las correas empezaron a descender, ataúd y niño hundiéndose en la fosa. Un grupo de desconocidos entregando a la tierra al hijo de Suttree. La madre gritó y se desplomó y tuvieron que levantarla y la ayudaron a irse de allí entre sollozos. Stabat Mater Dolorosa. Acuérdate de sus cabellos por la mañana antes de que se los recogiera, melena negra, exuberante, hermosa por lo salvaje. Parecía dormir en una tempestad perpetua. Suttree cayó de hinojos sobre la hierba, manos abocinadas sobre los oídos.

Alguien le tocó en el hombro. Cuando levantó la vista allí no había nadie. Los últimos vehículos del séquito estaban bajando por el caminito hacia la verja y, aparte de los dos sacristanes agazapados en la hierba de la cuesta como un par de chacales, Suttree estaba solo.

Allí, entre flores y el perfume de las damas que acababan de partir y el leve olor metálico de la tierra, contemplando una tumba de tamaño normal con el pequeño ataúd descansando en el fondo. Pálido hijo varón, ¿sufriste la agonía final? ¿Tuviste miedo, sabías qué pasaba? ¿Sentiste la zarpa que te requería? ¿Y quién es este insensato arrodillado sobre tus restos, sofocado de amargura? ¿Y qué podía saber un niño de los oscuros designios divinos? O que la carne es tan frágil que apenas si es más que un sueño.

Cuando alzó los ojos, los sepultureros le estaban mirando desde el flanco de la colina. Les llamó, pero ellos no respondieron. Creyéndolo quizá loco de pena. Quizá se dirigía a su Dios.

Eh, vosotros.

Se miraron el uno al otro y al cabo se levantaron sin prisa y bajaron andando con dejadez por el césped como villanos en un drama teutónico. Suttree estaba sentado en una de las sillas plegables. Señaló vagamente hacia la tumba.

¿No podríais rellenarla?

Los sepultureros se miraron y luego uno de ellos cruzó los brazos y dirigió la vista hacia la fosa.

Orville está de camino con el tractor, dijo.

Nos han mandado plegar estas sillas y guardarlas, nada más, dijo el otro. Luego vendrán a desmontar la tienda.

Suttree se los quedó mirando. El que estaba cruzado de brazos empezó a mecerse sobre sus talones y miró en derredor.

Orville y los demás llegarán enseguida, dijo el otro.

Suttree se levantó y retiró la lona que cubría el montículo de tierra. Varias coronas de flores se movieron. Había allí un pico y dos palas y Suttree agarró una pala y la hincó en la tierra suelta y la levantó y arrojó sobre el pequeño féretro una paletada de terrones.

Los dos hombres se miraron.

Hay que recuperar las correas, dijo uno.

Más os vale, dijo Suttree, lanzando una paletada de arcilla.

Pues espere un poco.

El más bajo de los dos se metió en la fosa para soltar las correas y el otro las izó desde arriba.

¿Quiere esta corona?, dijo el que estaba dentro, incorporándose, solo la cabeza asomando del agujero. Agitó la corona. Se ha ensuciado, dijo.

Sal de ahí, dijo Suttree.

El hombre lo hizo y se echó atrás.

Orville y esos otros estarán al llegar, dijo.

Suttree guardó silencio. Siguió trabajando con la pala mientras los otros dos miraban. Al cabo de un rato se pusieron en movimiento, plegaron las sillas y las apilaron junto al poste de la esquina del toldo. Suttree hizo una pausa para quitarse la chaqueta y luego reanudó el trabajo.

Antes de que la fosa estuviera a medio llenar, un camión franqueó la verja del cementerio tirando de un remolque pequeño con un tractor asegurado a la plataforma mediante una cadena. El tractor estaba equipado con una pala cargadora. Remontaron la cuesta y torcieron al llegar a la tienda. El conductor del camión miró a Suttree, la barbilla apoyada en el brazo. Escupió y echó un vistazo al cementerio antes de abrir la puerta y apearse del camión.

Creía que habríais desmontado eso, dijo alzando la voz.

Suttree miró. Los otros dos estaban fumando y sonreían y disimulaban. Los tres hombres lo miraron a él. Suttree siguió paleando. El conductor del remolque se apeó y los cuatro se pusieron a hablar mientras fumaban.

No sé, dijo uno de ellos. Se ha levantado de golpe y ha empezado a dar paletadas.

Creo que sí. No lo sé. No, estaba sentado allá arriba, en la colina.

Eh, llamó uno de los recién llegados.

Suttree levantó la vista.

Si espera un momento, tenemos un tractor para hacer eso.

Suttree se enjugó la frente con la manga y siguió paleando. Los hombres aplastaron sus cigarrillos con el pie y procedieron a retirar cuerdas, a arrancar estacas del suelo. Bajaron el toldo y lo doblaron en el suelo y Suttree siguió trabajando a cielo abierto. Desmontaron el armazón de tubos y cargaron postes, cuerdas y lona al camión y a continuación las sillas ya plegadas.

Podríamos dejar el tractor en la plataforma, dijo uno de ellos.

¿Acabaremos esto mañana por la mañana?

Habrá que hacerlo. Ahora es demasiado tarde.

Se sentaron en la hierba y le observaron. Atardecía, el cielo estaba cubierto, y antes de que Suttree terminara una lluvia fina y fría empezó a caer lentamente del cielo de otoño meridional. Suttree arrojó una última paletada sobre el montoncito de tierra y dejó la pala y cogió su chaqueta para marcharse.

Si quiere puede venir con nosotros en el camión, dijo uno de los hombres.

Alzó la vista. Estaba sentado en cuclillas en la trasera del vehículo observando la lluvia. Suttree echó a andar.

Antes de que llegara a la verja del cementerio, un coche gris con un escudo de armas dorado en la puerta que bajaba por la estrecha carretera de gravilla se detuvo a su altura. Un individuo panzudo en gabardina de color ante le miró desde el coche.

¿Se llama usted Suttree?

Suttree dijo que sí.

El hombre se apeó del coche. Llevaba un cinturón de herramientas y una pistolera, la ropa bien planchada. Abrió la puerta de atrás.

Suba, dijo.

Suttree lo hizo y la puerta se cerró tras él. Una recia pantalla de tela metálica lo separaba del asiento delantero. Como si el coche sirviera para transportar perros rabiosos. No había tirador en las puertas ni manivela en las ventanillas. El que conducía le miró por el retrovisor y el hombre de la gabardina miró al frente. Suttree se retrepó en el asiento y se pasó una mano por los ojos. Al entrar en la ciudad los transeúntes le miraron.

Aparca aquí, Pinky, dijo el hombre.

Se detuvieron junto al bordillo.

Ve a tomarte una Coca-Cola.

Estoy bien.

Ve a tomarte una Coca-Cola.

El conductor miró a Suttree y se apeó y cerró la puerta. El sheriff apoyó un brazo en el respaldo del asiento y observó a Suttree a través de la pantalla. Luego bajó también y abrió la puerta de atrás.

Suba aquí delante, dijo.

Suttree se apeó y se sentó en el asiento delantero. El sheriff rodeó el coche y montó al volante. Observó a Suttree durante un minuto y luego dijo:

Permítame que le diga una cosa.

Adelante, dijo Suttree.

El hombre alargó la mano y le tocó la rodilla con la punta del dedo índice.

Usted, amigo mío, es un hijo de puta de catorce quilates. Ese es su problema. Y siendo ese su problema, hay poca gente que simpatice con usted. O con su problema. Voy a hacerle un gran favor. Aunque vaya en contra de toda lógica. Y con ello no voy a granjearme la amistad de nadie. Voy a llevarlo hasta la estación de autobuses y a darle la oportunidad de que se largue de aquí.

No tengo dinero.

Ya lo suponía. Tengo la intención de sacar cinco dólares en metálico de mi bolsillo para echarle una mano. No me interesa adónde vaya usted, pero me ocuparé de que se marche en cualquier dirección, lo que den de sí esos cinco dólares, y esperemos que no vuelva más por aquí. Y ahora, ¿quiere saber por qué?

¿Por qué… qué?

Por qué pongo los cinco dólares.

No.

Pensaba que quizá podía interesarle el aspecto económico. Según dicen por ahí, es usted muy listo.

Me da igual.

La razón de que yo invierta ese dinero en verlo desaparecer es que el hombre cuya hija ha echado usted a perder resulta que es amigo mío, y no solo me cae bien, sino que le respeto. Y querría que disfrutara de un poco de paz. Sé que él no me lo va a agradecer. Lo que a él le gustaría es verlo a usted colgando de una soga. Pero me consta que es un hombre justo y amante de la paz y sé que se sentirá más feliz si consigue quitárselo a usted de la vista. Incluso es posible que algún día se olvide de que existió un tipo ruin como usted, aunque lo dudo.

¿Y qué saca usted con esto?

Nada de nada, amigo mío.

Ha dicho que quizá me interesaría el aspecto económico.

Lo he dicho, pero no lo creo. Tampoco se trata de economía, en realidad. Mire, el único consuelo que a uno le queda cuando se deja joder cinco dólares de esta manera es que no hay riesgo de pillar purgaciones. No esperaba que usted lo comprendiera.

A todos les da igual. Eso no es importante.

En eso se equivoca, amigo. Todo es importante. Vivir la vida es de por sí importante. Tanto si uno es un simple sheriff de condado como si es el presidente. O un pobre diablo cualquiera. Puede que llegue a entenderlo algún día. No digo que vaya a pasar, solo que a lo mejor pasa.

El sheriff se volvió en el asiento y alargó el brazo para girar la llave de contacto. Pero el motor ya estaba en marcha y el estárter emitió un chirrido escalofriante. Rezongó por lo bajo y puso la marcha y partieron calle abajo.

La parada de autobuses estaba detrás de una cafetería y cuando aparcaron delante del establecimiento había dos autobuses al ralentí en el callejón. El sheriff se movió para sacar la billetera y extrajo un billete de cinco dólares y se lo pasó.

Supongo que debo aceptarlo, dijo Suttree.

Supone usted bien.

Suttree cogió el billete y lo miró.

Bien, dijo el sheriff, ahora quiero que tome el autobús que más le plazca de estos dos y que haga todo el trayecto que le permitan esos cinco dólares y no vuelva más. ¿Lo ha entendido?

Sí.

Suttree tenía el dinero en la mano. El sheriff le miró.

¿Se encuentra bien?, dijo.

Sí.

Me sorprende que haya tenido el descaro de volver por aquí.

Continúe sorprendido.

Le voy a decir una cosa: me ha abierto usted los ojos. Tengo dos hijas, la mayor de catorce, y preferiría verlas a las dos en el infierno antes de mandarlas a esa universidad. Que me zurzan si no.

¿Cuántos hijos varones tiene?

Ninguno. Mire, Suttree, una cosa sí lamento. Estas personas querían que le metiera en la cárcel.

Lo sé.

Bien. Entre ahí a buscar billete. Que no le vea más en la calle. Quédese ahí dentro hasta que salga su autobús. ¿Me oye?

Suttree abrió la puerta y se apeó del coche. Miró al sheriff y luego cerró la puerta.

Cuídese, dijo el sheriff.

Lo haré.

El sheriff se había inclinado al frente para verle la cara. Suttree dio media vuelta y entró en la cafetería.

Dejó el autobús en Stanton, Tennessee, con tres dólares todavía en el bolsillo. Eran las diez de la noche. Fue hasta una parada de taxis y le compró una pinta de whisky a un taxista y se la guardó dentro de la camisa y fue caminando hasta el límite de la ciudad y se plantó en la carretera para hacer autostop a los faros que pasaban. Nadie paró. Al cabo de una hora echó a andar. Empezaba a hacer frío. A lo lejos vio luces, un restaurante o un bar de carretera.

El rótulo decía que era un sitio para camioneros y sobre la gravilla había un camión diesel con el motor en marcha. Suttree atisbó por la luna del establecimiento. Un lugar desangelado. Mesas de plástico. Dos chicos jugando al millón. El conductor estaba sentado a la barra tomando café. Suttree buscó alguna moneda en los bolsillos pero no tenía ninguna. De todos modos, entró.

Una camarera vieja estaba limpiando la máquina de café con un cepillo de mango corto. Al ver a Suttree se bajó de la silla donde estaba subida y se llegó a la barra arrastrando los pies. Suttree se acodó en el mostrador al lado del conductor. El hombre le miró.

¿Ese camión es suyo?, dijo Suttree.

El hombre bajó la taza.

Sí, dijo. Es mío.

¿Cree que podría llevarme?

¿Adónde va?

A Knoxville.

Yo no voy a Knoxville.

¿Y adónde va?

No voy a Knoxville.

El conductor se inclinó para dar unos sorbos de café y Suttree se lo quedó mirando y luego dio media vuelta y salió del bar. Echó a andar de nuevo por la autopista en dirección a la ciudad. Las luces se habían atenuado, la ciudad parecía más distante a aquella hora de la noche. A mitad de camino se detuvo en la carretera y abrió la botella y bebió.

El primer edificio que encontró fue una iglesia. En el patio había una pequeña vitrina iluminada y dentro de ella una chapa de plástico negro con letras blancas. Sobre las mal iluminadas informaciones parroquiales pululaban insectos. Suttree cruzó el césped y fue a la parte posterior de la iglesia y se sentó a beber el whisky en la hierba. Después de beber un poco se puso a llorar. Empezó a llorar cada vez más fuerte hasta que se quedó allí, sentado con la botella derecha entre las rodillas, gimiendo en voz alta.

Debió de quedarse dormido. Cuando despertó estaba tumbado en la hierba, mirando al firmamento. Una noche clara y tachonada de estrellas. Sabor salobre de aflicción en su garganta. Vio derramarse una estrella en el cielo, leve traza incandescente y luego nada. Fragmentos ígneos de materia rayando el éter glacial. Bolitas deformadas de escoria metálica.

La noche era cada vez más fría. Suttree tiritaba tumbado en la hierba y procuraba dormir pero no podía. Al rato se levantó y cogió el whisky y fue hasta la entrada posterior de la iglesia y probó la puerta y estaba abierta.

Se encontraba en una bodega. A lo largo de una pared había pilas de periódicos y revistas viejos y se estiró encima. Luego se incorporó y cogió algunos para taparse y se volvió a acostar. Rompió a llorar otra vez, tumbado en la oscuridad bajo los periódicos viejos.

Se despertó a media mañana. Un camión que salía del peaje había hecho temblar la puerta de la bodega. Se incorporó en medio de un follón de papeles y miró en derredor. Entraba luz por un ventanal. Un pájaro pequeño picoteaba en la hierba. Suttree se levantó y se pasó la mano por los cabellos. Tenía la garganta seca y le dolía la cabeza. El resto del whisky estaba aún en la botella que había dejado en el suelo y la alcanzó y la puso a la luz. Quedaba una tercera parte. Desenroscó el tapón y echó un trago, se estremeció y volvió a beber. Luego salió.

Tardó todo el día en cruzar el estado. Iba sin afeitar y tenía mal aspecto. Hacia el anochecer se hallaba en un cruce de caminos sin nombre en las montañas Cumberland. Varios centenares de metros carretera abajo había una silueta parecida a la suya, un vagabundo que se reflejaba alargado en el negro asfalto, un brazo en alto. Suttree siguió andando. Era un muchacho corpulento y se había plantado enfrente de un pequeño comercio rural para ver si alguien le llevaba en coche. Suttree pasó de largo. La tienda estaba cerrada, las ventanas condenadas con tablones, y unos tubos retorcidos sobresalían de la placa de hormigón donde alguien había arrancado un surtidor de gasolina.

Hola, dijo el muchacho.

Hola, dijo Suttree.

¿Vives por aquí?

No.

No tendrás un cigarrillo, ¿verdad?

El muchacho estaba andando hacia él, observándolo con esa especie de furtiva intensidad que los vagos parecen adquirir antes o después.

No, dijo Suttree.

Te he visto hacer autostop allá abajo. ¿Adónde vas?

A Knoxville.

Yo a Florida. Tengo una hermana en Fort Lauderdale.

Volvió la cabeza para escupir. Llevaba una camisa de manga corta y Suttree ya tenía frío incluso con la chaqueta puesta. Como estaba oscuro, no podía verle con claridad. Tatuajes en un brazo.

Yo voy tirando, dijo Suttree.

El muchacho cambió de tono.

Oye, dijo. Podríamos hacer autostop juntos. A lo mejor tenemos más suerte.

Suttree le miró. Llevaba tejanos y el pelo desgreñado y su sordidez general inspiraba recelo. Un chaval grandote y de pinta peligrosa.

Seguiré mi camino, dijo Suttree. Te dejo probar suerte tú primero.

¿Crees que alguien va a parar a estas horas de la noche?

No sé. Lo dudo tanto como tú.

¿Ah, sí?

¿De dónde vienes?

El chaval desvió la vista. De Saint Louis, dijo.

Saint Louis, dijo Suttree. He estado allí.

Vaya sitio este para hacer autostop, ¿no?

Sí. Que te vaya bien.

Oye, ¿a cuánto está el siguiente pueblo?

No lo sé.

Suttree había empezado a andar.

Eh, le llamó el chaval.

¿Qué?

¿Puedes prestarme veinticinco centavos?

Suttree negó con la cabeza.

El chaval iba andando hacia él.

Vamos, tío, dijo. Hace dos días que no pruebo ni un maldito bocado. Joder, quince centavos. Algo.

Estoy pelado, dijo Suttree.

A ver.

Suttree le miró. Estaba apoyado en las puntas de los pies y parecía hambriento.

¿Qué?, dijo.

Digo que a ver. Vacíate los bolsillos.

Ya te he dicho que no tengo nada.

El chaval se movió ligeramente hacia la izquierda.

Eso es lo que tú dices, dijo. Quiero verlo.

Es problema tuyo, dijo Suttree.

Dio un paso atrás y se volvió para seguir su camino. En ese momento el chaval se abalanzó sobre él. Suttree hizo un amago. Cayeron los dos al suelo. Suttree le notó un olor rancio a sudor. El chaval trataba de pegarle con sus grandes puños, a golpes cortos. Suttree le hundió la cara en el pecho. Miedo y náusea. El chaval dejó de golpear e intentó agarrarlo de la garganta. Suttree rodó de costado. Se levantaron. El chaval le tenía cogido de la chaqueta. Suttree le atizó un puñetazo. Se trabaron, escarbando el suelo con los pies en la creciente oscuridad delante de la tienda abandonada. El chaval soltó a Suttree para pegarle y Suttree hincó una rodilla en tierra y lo agarró por detrás de las piernas y lo hizo caer sobre la rabadilla. Luego echó a correr carretera abajo. Los zapatos del chaval chapaleando detrás de él. Sabor a sangre en la boca. Pero las pisadas fueron quedando atrás y cuando Suttree volvió la cabeza pudo ver al muchacho parado en la cuneta en el crepúsculo cada vez más espeso, agachado para recobrar el resuello.

Capullo de mierda, oyó que decía la voz carretera arriba.

Suttree se llevó la mano al corazón a punto de explotar en medio de aquel silencio de desierto. Siguió andando por la carretera en la oscuridad.