Estaba yendo de cabina en cabina telefónica del Park National Bank y silbando para sus adentros cuando una mano enorme aterrizó en su hombro. Se detuvo y bajó la vista, ubicando el zapato negro de rejilla más cercano. Dio un salto y descargó el talón sobre el zapato, la rodilla bloqueada. Huesos pequeños crujieron debajo del cuero. La mano se apartó. Harrogate no llegó a ver la cara del hombre. Cruzó Gay Street entre el tráfico de mediodía saltando por encima de capós y maleteros de los coches en ralentí, las caras blancas tras el parabrisas, ruido de chapa que se abolla.
Suttree lo estuvo buscando bajo el viaducto entre los desperdicios.
¿Gene?, llamaba.
No había lumbre ni rastro de que la hubiera habido. Los coches pasaban ronroneando sobre su cabeza.
Eh, Gene.
Harrogate salió arrastrándose del blocao y se puso en cuclillas. Su aspecto era patético y temblaba de frío y se había afeitado el bigote.
Suttree se agachó a su lado.
Bueno, dijo. ¿Qué planes tienes?
La rata de ciudad se encogió de hombros. Parecía frágil y derrotado.
No puedes quedarte aquí, te vas a congelar.
Meneó lentamente la cabeza de lado a lado, contemplando el suelo irregular.
No sé, dijo. He estado ahí dentro todo el día. Pensaba que a estas alturas la policía ya me habría pillado.
Suttree removió el polvo con el dedo índice.
No tardarán, dijo. Aquí no puedes esconderte.
Ya lo sé. ¿Cómo me has encontrado?
No tenía otro sitio donde buscar. Rufus me dijo que habías estado por allí.
Ya. No puedes contar con un negro para nada. No sabía a qué otro sitio ir. Qué hijos de puta. La de veces que he bebido whisky con ellos. Y apenas me hacían caso.
Suttree sonrió.
La vida del fugitivo es muy dura, dijo. ¿Qué ha pasado con tu bigote?
Harrogate se frotó el labio superior.
Me lo afeité, dijo. A lo mejor no me pescan sin bigote. No sé. Mierda.
Bueno, ¿qué vas a hacer?
No lo sé. Me daba vergüenza pedirte ayuda.
Quizá tendrías que irte de la ciudad una temporada.
¿Adónde?
A cualquier parte. Lejos.
Harrogate le miró indeciso.
¿Fuera de la ciudad?, dijo.
Si te quedas por aquí, te meterán en chirona.
Joder, Sut, si nunca he salido de la ciudad. No sabría adónde ir. No sabría ni por dónde empezar.
Sube a cualquier autobús y vete. ¿Qué más da? Llevas tres años peleándote con la poli, puedes hacer lo mismo en cualquier otra parte.
No tengo amigos en ninguna parte.
Aquí tampoco los tienes.
Harrogate meneó la cabeza.
Mierda, dijo. ¿En autobús? Pero si nunca he subido a un maldito autobús.
Lo único que tienes que hacer es comprar el billete.
Sí, sí, claro. Seguro que me montaba en el que no toca.
Cualquiera te sirve. Tal como están las cosas…
¿Y cómo diablos sabría dónde he de bajar? Y entonces, ¿dónde estaría?
Ya te lo dirán.
Miró al suelo.
Bah, dijo. No saldría bien. Me perdería y nunca conseguiría volver a casa. Meneó la cabeza. No sé, Sut. Siempre me pasa igual. Haga lo que haga. Todo lo que toco se convierte en mierda.
¿Tienes algo de dinero?
Ni un puto centavo.
¿Qué has hecho con todo lo que estabas ganando?
Gastarlo, qué si no.
Podrías irte en tren.
¿Es que no cobran?
Te cuelas. Monta en un vagón vacío de los que hay en el apartadero. Yo puedo dejarte unos cuantos dólares.
En tren, dijo Harrogate, dirigiendo la vista hacia el arroyo.
Podrías pasar el invierno en el sur. Donde no haga este condenado frío. Demonios, Gene. Tienes que hacer algo. No puedes quedarte aquí sentado.
La rata de ciudad tiritó ligeramente y se incorporó pero no dijo nada.
¿Quién te descubrió?
Y yo qué coño sé.
¿Un inspector? ¿Un poli de paisano?
No lo sé, Sut. Solo le vi los pies. Supongo que fue la bofia de los teléfonos. Me han dicho que cuando esos hijos de puta dan con tu pista estás jodido. No descansan hasta que te pescan.
¿La bofia de los teléfonos?
Harrogate levantó la vista, receloso.
Que sí, joder, dijo. Los cabrones se lo toman como algo personal. Miró al suelo. Yo lo sabía, dijo. Lo sabía, pero fui y lo hice.
Estaba oscureciendo sobre el arroyo y un viento frío se colaba por la hierba seca. En el cerro entre las chozas un perro había empezado a ladrar. Estuvieron sentados en silencio bajo el viaducto, cada vez hacía más frío. Al cabo de un rato, Harrogate dijo:
Allí no conocería a nadie. Me apuesto lo que sea.
¿Allí, dónde?
En el correccional.
La última vez que estuviste tampoco conocías a nadie.
Ya.
De todos modos, todavía no te han encerrado.
Yo y ese loco de Bodine solíamos pasarlo bien haciendo carreras de escorpiones en la cocina. Eso fue después de que tú te fueras.
¿Escorpiones?
Lagartijas, creo que los llaman.
¿Lagartijas?
Sí. Le pedíamos al guardián que nos buscara algunas. Las poníamos a correr por el suelo de la cocina. Hacíamos apuestas. Mierda. Yo tenía una que se llamaba Patas de Diamante, la muy cabrona se ponía derecha con las puñeteras patas venga a pedalear y en cuanto pisaba el suelo salía disparada como un mono de esos de culo pelado. Las de delante no llegaban a tocar el suelo.
El ratón de ciudad meneó la cabeza, absorto en la ternura de aquellos recuerdos como un viejecito extraño en el crepúsculo azul bajo el viaducto. Acordándose de la luz del sol sobre el suelo pulimentado y de los mangos de escoba que marcaban la pista y las señales de tiza. Tirados como niños por el suelo fresco con sus frágiles reptiles cuyos corazones menudos se dejaban sentir en las palmas de sus manos. Sosteniéndolos por los flancos palpitantes y soltándolos a una señal. Y las lagartijas que se erguían sobre las patas traseras mientras patinaban sobre el liso cemento encerado, extrañas como saurios. Harrogate ha untado de melaza en los dedos de su lagartija campeona y allá que cruza la luz barrada hacia una victoria sin ruido.
El siguiente encargado de la cocina fue aquel loco de Leithal King. Yo creo que era el tío más desastre de todo el correccional. Mierda. Me harté de robarle cosas de lo tonto que era. Cuando hacía carreras de lagartijas con él le dejaba elegir entre la media docena larga que guardábamos en una olla. Yo cogía un poco de chile molido y disimuladamente le frotaba el culo a mi lagartija. Salía cagando leches. El pobre Leithal las cogía y no sabía cómo hacer que se estuvieran quietas ni nada, la mitad de las veces les arrancaba la cola. Una vez puso a correr una y la muy hija de puta se irguió y empezó a correr hacia atrás, venga a agitar las patas.
Se les hizo de noche. Llegaban luces por el atajo, brotando como luciérnagas invernales entre las enredaderas peladas.
Vamos, dijo Suttree. Te dejo quedarte en mi casa hasta que te aclares sobre lo que vas a hacer.
No quiero ser una molestia para nadie.
Al cuerno. Vamos.
Se levantó de mala gana.
¿Qué ha sido de tu gato?, dijo Suttree.
Yo qué sé. Parece que cuando las cosas se ponen jodidas todos se largan. Hasta el puto gato.
Suttree nunca cerraba con llave y el ratón de ciudad entraba y salía a horas propicias para sus oscuros propósitos. Vagaba por los eriales como un chacal en la oscuridad, al abrigo de antiguos almacenes y en la calma de edificios destripados. Era un enamorado de la noche y de esos primeros aledaños silenciosos de la ciudad demasiado tétricos para vivir en ellos. Por pasajes de ladrillo negros como humeros. Por una cancela desquiciada que se abría a un jardín de tenebrosidad.
Al alba, cuando los camiones fríos tosen y dan sacudidas por el adoquinado y hombres negros en sobretodos raídos y apolillados procedentes del ejército de su país forman corro en torno a lumbres encendidas en bidones de basura y escupen y especulan y asienten, se colaba entre ellos un don nadie más pálido que arrimaba las manos a las llamas sin decir palabra.
A veces, por la noche, se sentaba cerca del paso a nivel donde los rieles pasan como cortes quirúrgicos bajo el claro exangüe del cuarto de luna. Describiendo una curva hacia un país mejor donde los forasteros pueden estarse sentados sin que nadie les haga preguntas. Entre las formas desconocidas en la madreselva viendo pasar el tren que resopla y traquetea por el paso entre los terraplenes altos, dejando en el humo y el agitar de hojas tan rotunda soledad que él, que había salido de su escondite para verlo pasar, cayó de rodillas sobre las traviesas, sollozando entre el susurro de las hojas que colisionaban con una pena caliente y triste en la garganta, los brazos colgando y el rostro sucio desencajado, viendo cómo el vagón de cola rojo granero se pierde lentamente de vista al doblar la curva.
Lo cazaron en su primer robo. Luces blancas como espadas en liza barrieron la pequeña tienda de comestibles de un lado al otro, y él allí encogido de miedo, menudo, parpadeando como si le hubieran prendido fuego. Se precipitó de cabeza por una luna de escaparate yendo a dar, aturdido y sangrando, a los pies de un policía que le apuntó a la cabeza con un revólver amartillado y le dijo:
Espero que corras. Ojalá eches a correr.
Viajó esposado hasta Nashville en pleno paisaje invernal. Es cierto que el mundo es grande. Allí las hileras exteriores de los campos de maíz parecen girar como un molinete. Tierra oscura entre los tallos secos. Los rieles de un cruce que giran en líquida colisión para abrirse silenciosamente en largas uves. La frente pegada al frío cristal, mirándolo todo.
Viajaron por el crepúsculo de la tarde interminable, el viejo vagón se balanceaba y traqueteaba y la lluvia que caía del norte dibujaba lágrimas largas en el polvo de las ventanas. Campos áridos que quedaban atrás, desolados, y pequeñas bandadas de pájaros sin nombre desparramándose sobre la comarca y contra un cielo que se oscurecía como gorgonas estampadas en chapa negra, formas de árboles invernales sobre un cielo de invierno.
Pasaron una casa y una mujer salió a la puerta y tiró una palangana de agua al patio y se secó la mano en el delantal. Harrogate apretó la cara contra la ventana y la vio retroceder poco a poco en la media luz. El tren silbó cerca de un paso a nivel y pasaron frente a un pequeño comercio achaparrado en la carbonilla y el polvo al final de la vía muerta y pasaron junto a una hilera de vagones vacíos cuyas ventanas inertes cortaban a dados la escena de más allá, el prolongado gemir de la locomotora flotando sobre la región como algo condenado sin redención posible. Harrogate se ajustó el acero que le ceñía la muñeca, apoyó la cabeza en la lanilla áspera del asiento y se durmió.
Despertó durante la noche notando que el tren aflojaba la marcha. Olor acre a humo y a un moho antiguo de las maderas del vagón. El hombre al que estaba esposado dormía con la boca abierta. Miró por la ventana. Una larga hilera de corrales iluminados en una colina pasó también como un tren, fila tras fila de ventanas amarillas viajando marcha atrás en la noche y desdibujándose en la oscuridad. Atravesaron un pueblo en las montañas, el bar abierto, taburetes vacíos, reloj estropeado en la pared. Al adentrarse de nuevo en la campiña las ventanas se volvieron espejos negros y la rata de ciudad pudo ver la cara chupada que le miraba desde el frío cristal, corriendo allá afuera entre cables y árboles patéticos, y cerró los ojos.