Despunta el día cuando el general baja por Front Street encorvado en el pescante de su carreta de carbón, el caballo al que llaman Golgotha entre las varas y haciendo eses en la mañana fría con sus rodillas elásticas y el sonoro clop, clop de sus cascos y los gastados herrones que centellean débilmente entre los radios de las ruedas. Un bastón torcido en el portalátigos. Hay una abertura en el hierro de una llanta que sobre el insensato murmullo del carro va haciendo clic, clic con insistencia de reloj que marca el avance, el fin, el paso del tiempo. Cuando se detienen es con una violenta sacudida, como si algo hubiera cedido. El general baja y sigue bajando de su asiento y va a la parte de atrás y agarra su renegrida cesta y la deposita en la calzada. Levanta luego el tubo de la lámpara y sopla para apagar la llama diminuta. Baja el carbón, pedazo a pedazo hasta llenar la cesta, y con dolor la iza y la lleva hacia la casa en penumbra, encorvado por la niebla glacial y murmurando para regresar liviano pero no más veloz ni de mejor humor a donde el caballo duerme en su arnés.
Suben lentamente por la calle desierta con estruendo de hierros, pasan bajo el puente y enfilan los campos helados y severos en dirección al río. En el amanecer blanquecino parecen flotar, aprisionados en el humo álgido hasta que solo los hombros del general y su espalda encorvada con el sombrero sobre los hombros de su chaqueta y el sombrero que llevaba el caballo flotan sobre el gélido vacío gris como artefactos efímeros de un sueño polar.
Oh, carbón y leña
me empeño yo en vender,
vender quisiera todo un carretón
de leña y carbón.
Estaban a quince bajo cero. Suttree retiró las mantas, se puso la chaqueta y agarró los pantalones y se subió a la cama para ponérselos de frío que estaba el suelo. Se agachó y rescató los calcetines que tenía debajo del camastro y los sacudió y se los puso y luego se calzó los zapatos y acudió a la puerta. Un envolvente remolino de bruma. El viejo negro repartidor de carbón aguardaba en la carreta mientras el caballo escarbaba y piafaba.
¿No podría dejar el carbón y marcharse?
Veo que no te has congelado, dijo el general, bajando del pescante.
Suttree alcanzó la cesta que guardaba junto a la puerta y descendió por la pasarela. El río estaba helado entre la casa y la ribera, una película de hielo arrugado a través de la cual terrones de barro escarchado caían de la cara inferior de la plancha que cimbreaba. Tiró la cesta vacía al carro y cogió la llena que le tendía el viejo.
Hoy necesito un poco de dinero, dijo el general.
¿Cuánto?
Ya me debes ochenta y cinco centavos.
¿Cómo lo sabe?
El viejo entrechocó sus manos enguantadas. Llevaba la cabeza envuelta en harapos.
Lo guardo todo en mis cuentas, dijo. Si no te gusta mi contabilidad, lleva tú la tuya.
¿Y dónde tiene sus cuentas?
A ti qué te importa dónde las tengo.
¿Cuánto quiere cobrar?
Todo lo que puedas darme.
Suttree dejó la cesta en el suelo helado y buscó en el bolsillo de su pantalón. Tenía treinta y cinco centavos. Se los dio al viejo y el viejo se los quedó mirando un minuto entero y asintió y tiró de un cordel que se metía en sus ropas. Apareció un largo calcetín gris. La parte superior iba provista de un cierre de monedero en latón, que el viejo procedió a abrir para guardar las monedas y volverlo a meter por donde había salido y después montó en el pescante.
Arre, dormilón, dijo.
El caballo se puso en marcha. Suttree los vio cruzar el campo vadeando los pálidos vapores, la lámpara extinta y suspendida de la compuerta de cola por su agarradero, la carreta inclinándose hacia arriba al pasar las vías y recuperando después la horizontal hasta perderse de vista pendiente abajo. Una brumosa muestra de fría luz azul podía verse aguas arriba allí donde el sol se elevaba sobre la niebla, pero no podía decirse que diera claridad y tampoco calor alguno. Cogió la cesta del carbón y subió con ella la pasarela y se metió en la casa. No se molestó en cerrar la puerta. Dejó la cesta al lado de la estufa y agarró el balde y lo sacudió. Abriendo la puerta de la estufa fría con el pie inclinó el balde y el carbón fue cayendo adentro, levantando una ceniza seca. Suttree echó un vistazo a la garganta de hierro, agitando con el atizador la escoria depositada en la barriga de la estufa. Hizo una pelota con papel de periódico y la tiró adentro encendida y adelantó las manos sobre el efímero calor. El papel se enroscó en una ceniza torturada que subió hacia la abertura de la estufa, calcografía carbonizada donde se veían noticias grises, grises rostros. Suttree se abrazó de frío y maldijo. Un viento gélido silbaba en las rendijas. Fue a buscar la lámpara a la mesa, retiró el tubo de vidrio y desenroscó el portamechas metálico y vertió el petróleo de la lámpara en la estufa. Un humo blanco ascendió. Prendió un fósforo y lo arrojó dentro, pero no pasó nada. Arrancó un pedazo de periódico y lo encendió y lo introdujo en la estufa. Un globo de llama surgió de dentro como un eructo. Suttree ejecutó unos pasos rígidos de baile y fue a orinar afuera.
El hielo se extendía por toda la orilla, frágiles placas torcidas y quebradas sobre el fango y pequeños jardines de hielo blanco a lo largo de los bajíos desecados y helados donde frágiles columnas de cristal brotaban del lodo. Sacó su miembro encogido y dirigió hacia el río una orina larga y humeante y escupió y se abrochó la bragueta y volvió a entrar. Cerró la puerta de un puntapié y se plantó delante de la estufa en un gesto de grandiosa exhortación. Un eremita congelado. La mandíbula inferior paralizada. Miró en derredor y encontró la taza y miró en su interior. La puso boca abajo y dio unos golpecitos y una lente ambarina de café helado se desprendió de la taza y rebotó con ruido en la palangana. Alcanzó la sartén y la puso encima del hornillo y la untó de grasa gris y compacta. De su despensa hecha de cajas de embalar escogió dos huevos y golpeó diestramente uno de ellos contra el canto de la sartén. Sonó como una piedra. Lo lanzó contra la pared y el huevo cayó al suelo y fue rodando irregularmente y duro hasta meterse bajo el camastro. Volvió a colgar la sartén en la pared y miró por la ventana. Helechos de escarcha se arqueaban en las esquinas de la ventana de guillotina y el río pasaba lento cual lóbrego drenaje de las entrañas de la tierra. Suttree se abotonó la chaqueta y salió.
Toda la hierba estaba congelada formando pequeñas pipetas de hielo, vainas secas, cáscaras de lampazo, todo ello encofrado de vidrio y barbas y caparazones de hielo que formaban una membrana entre las hojas viejas y sostenían en un coloide congelado motitas de tierra o de hollín o de betún. Precarias láminas de hielo cubrían las zanjas y los árboles color de hierro que bordeaban el invernal y desolado ribazo estaban agarrotados de escarcha gris. Suttree atravesó los campos quebradizos hasta la carretera y subió por Front Street. Un grupito de niños negros salió del almacén arrastrando un cochecito de bebé cargado de carbón, astillas y polvo rescatados de un apartadero, marchando en silencio y apenas vestidos y aparentemente insensibles a los elementos. A Suttree le castañetearon los dientes hasta que se le ocurrió pensar en sus empastes. Cruzó la calle y al franquear el porche del almacén vio que el termómetro de la pared marcaba cero grados o menos. Entró y fue directamente a la trastienda sin responder al educado saludo matinal de Howard Clevinger. Una viuda negra y vieja agazapada junto a la estufa sobre un cesto puesto del revés observaba el fuego por una grieta mellada en el hierro candente. Parecía estar llorando, tan gruesas eran las gotas que el reúma extraía de los enrojecidos bordes de sus ojos. Tenía un pie deforme y calzaba botas cosidas de una alfombra vieja, deshilachada lanilla azul con flores híbridas, y toda ella tenía un aire oriental, allí envuelta en su mantón y muda. Refregaba sus manos entre sí dentro de sus mitones militares y cuchicheaba un monólogo incesante. Suttree, allí de pie, inclinó la cabeza para oír mejor, preguntándose de qué hablan los viejos desposeídos, pero la mujer hablaba otra lengua y la única palabra que reconoció fue «Señor».
Jabbo y Bungalow entraron huyendo del frío envueltos en un hedor de roña y lana fría y aguardiente. Se situaron junto a la estufa y saludaron con la cabeza y abrieron las manos.
Qué frío, ¿verdad?
Estoy helado.
Necesitas un buen trago, Suttree.
Entonces ofrécele uno, maldita sea.
Bungalow mirando a Jabbo inquisitivamente.
Adelante. Suttree no se ofende por beber después de un negro. ¿Verdad, Suttree?
La anciana abandonó su asiento y se acercó a la pared.
Paso.
A ver esa botella.
Bungalow se levantó la pechera del jersey y extrajo de su cintura una botella a medio llenar de un líquido transparente. Los negros miraron cautelosos hacia el tendero. Jabbo cogió la botella y desenroscó el tapón y se la pasó a Suttree.
Toma.
No quiero beber de eso.
Vamos, hombre.
No.
Pensaba que habías dicho que a Suttree no le importaba beber después de un negro.
¿Por qué no te callas de una vez?
Jabbo se zarandeaba un poco como un áspid vagamente molestado. El labio hinchado le colgaba. Agitó lentamente la botella.
Es whisky del bueno, hombre. Al menos para mí y para Bungalow.
He dicho que no quería.
Jabbo le empujó la botella contra el pecho.
Suttree levantó la mano y apartó delicadamente la botella. En el almacén no se oía otra cosa que el herrumbroso crujir del regulador de tiro que fluctuaba en el humero por la acción del viento.
Es Acción de Gracias, tío. Echa un traguito.
La botella estaba de nuevo frente a su pecho.
Quita esa botella de mi cara, dijo Suttree.
¿Lo pides o lo dices?
He dicho que la apartes.
Esto no es Gay Street, hijo de puta.
Sé en qué calle estoy. Sería mejor que dejaras las anfetas. ¿Por qué no le ofreces un trago a Howard?
Es abstemio, dijo Bungalow.
Cállate, Bungalow. Vamos, señor Suttree, por favor, caballero, tome un trago con estos pobrecitos negros.
Oceanfrog Frazer acababa de entrar en la tienda. Los que estaban junto a la estufa notaron su presencia, o quizá fue la corriente de aire frío o el modo en que el regulador de tiro silbó. La anciana se había trasladado a un rincón donde seguía murmurando entre alimentos enlatados. Oceanfrog se llegó hasta la estufa, las palmas de las manos en un gesto de bendición, la sonrisa pronta. Miró a los negros y luego a Suttree. Jabbo tendió la botella con aire titubeante.
Amigos y vecinos, dijo Oceanfrog.
Aquí Suttree que no quiere beber, dijo Bungalow.
Calla, Bungalow.
Oceanfrog sí tomará un trago, dijo Oceanfrog.
Jabbo miró la botella. Oceanfrog la cogió con delicadeza y la puso a la luz a pesar de que Howard Clevinger estaba mirando hacia la parte de atrás. La botella vacía en sus dos terceras partes. Oceanfrog la inclinó. A través del líquido unas burbujas ascendieron rápidamente y se produjo un gran hervor dentro del cristal, el licor escurriéndose hacia el cuello de la botella. Los negros carrillos de Frazer se hincharon como globos. Se inclinó para vomitar un chorro largo y translúcido como la orina hacia la puerta de la estufa, de la que saltó una bola de llama azulada. Bungalow retrocedió. Oceanfrog miró la botella con aire tristón, las cejas socarradas en pequeñas matas como de búho sobre los ojos fríos.
Este whisky es malísimo, Jabbo, dijo.
¿Estáis bebiendo whisky ahí al fondo?
Aquí de whisky nada, Howard.
Que no me entere yo de que alguien bebe whisky y en mi tienda.
No deberíais beber esta porquería, Jabbo. Toma.
¿Y qué hago con esto, mamón?
Encogiéndose de hombros, Oceanfrog tiró la botella a la estufa. Bungalow retrocedió de nuevo. Las entrañas de la estufa registraron una turbulencia sibilante.
¿Qué te cuentas, Suttree?, dijo Oceanfrog.
Poca cosa. ¿Y tú?
Bah. Estoy a la que salta.
Eres un lameculos, dijo Jabbo.
Me parece que tendré que machacarle la cabeza a algún imbécil, dijo Oceanfrog. Ni siquiera miró a Jabbo.
Joder, dijo Jabbo.
Agitó los hombros para acomodarse la chaqueta y fue haciendo eses hacia la puerta. Bungalow se lo quedó mirando. ¿Irse o quedarse? Estiró los pies y arrimó las manos al calor mientras lo pensaba.
¿Qué le ocurre a ese?, dijo Suttree.
Se cree que está pocho. Toma demasiadas pastillas. No como el viejo Bungalow, él no toma esas porquerías. ¿Eh, tío mierda?
Bungalow miró cohibido al suelo.
Qué va, dijo.
Parece que te ha hecho efecto ese brebaje, Bunghole.
Bungalow no dijo nada. Se echó atrás para dejar sitio a la anciana que había vuelto a la estufa y estaba tirando del cesto y ajustándose la falda para sentarse. Suttree la observó mientras ella volvía a doblar el mantón, la coronilla entrecana de su pequeño cráneo. Unos piojos se escabulleron por la tela rancia.
No tendrás un pavo guardado en alguna parte, ¿eh, Bungalow?
Ojalá.
Seguro que Suttree tiene alguno.
Todavía no.
Mierda, dijo Bungalow. Seguro que sí.
En caso de apuro, supongo que podemos comer en casa de Bungalow, dijo Suttree.
Mierda. No tengo nada de comer.
Oceanfrog se había dado vuelta para calentarse el trasero. Suttree oyó un pequeño sollozo ahogado y al bajar la vista vio que la mujer lloraba para sí, toqueteándose la nariz con un nudillo descarnado.
Vaya con Suttree, dijo Oceanfrog. Es de armas tomar, un experto en escondites. Dile que se desabroche la chaqueta, Bungalow, a ver si no tiene un pavo debajo. Miró a Suttree, y luego bajó la vista hacia aquel montón de palitos que parecía una muñeca. Se agachó. Eh, dijo. ¿Qué te pasa, vieja?
Ella estaba murmurando y hablando y sollozando para sí y no pareció apercibirse de que le hablaban.
Oye, Howard, dijo Oceanfrog. ¿Quién es esta vieja?
Qué sé yo.
¿Qué sabe Howard?, dijo Oceanfrog.
Se acercó a la nevera y abrió la tapa y hurgó dentro y volvió con una botella de leche y la abrió y se agachó para ponerla en manos de la anciana. Cuando Suttree partió ella seguía agarrada a la botella y todavía murmuraba pero había dejado de llorar.
Fue calle arriba. Dos niños caminaban hacia él.
Hola, chicos, dijo.
¿Cómo te llamas?, dijo uno.
Suttree. ¿Y tú?
No hubo respuesta. El otro dijo:
Se llama Randy. Es mi hermano.
Suttree los miró. Estaban envueltos en vapor y de sus respectivas narices colgaban saquillos de moco.
¿Cuál de vosotros es el mayor?
El hermano de Randy fijó la vista en el suelo.
Allen, dijo al cabo.
Suttree sonrió.
¿Cuántos sois?
No sé.
Vámonos, dijo Randy.
Ya nos veremos, dijo Suttree.
Los vio alejarse. Brincando por la calle, uno de ellos se volvió. Niños no escolarizados saltando en la oscuridad. Llegado el invierno, aquí estación gris en el tumulto de una niebla teñida de hollín que pende sobre la ciudad como una maldición bíblica, deprimente medio en el que el paisaje se empaña como la Atlántida vislumbrada con ojos de anguila en su lecho marino sin luz. Repique de campanas en la torre del juzgado como un aviso de niebla en una costa velada. En el aire olor a quemado, mezcla de hollín y café torrefacto. Unos pájaros pequeños se mueven con esfuerzo en la atmósfera vidriada.
Cruzó la calle al final de la cuesta y pasó por la hierba escarchada hacia la estafeta de correos. Recorrió el largo pasillo de mármol y salió por el otro extremo. Tomó por el callejón. Simples muros de ladrillo color de yodo helado. Lento comienzo del tráfico, cabeceo y ruido de tranvías. Vendedores de periódicos zapateando en las esquinas, removiendo monedas con los dedos en sus delantales sucios. Mendigos en Market Street exhibidos como si de pequeñas máquinas expendedoras defectuosas se tratara. Legiones enteras de mutilados y mudos y facinerosos, desplegadas por las calles en medio de un limbo de humo y de niebla. Los faros de los coches parecían horadar gasa. Gorjeaban palomas desde los salientes del mercado cubierto abriendo mucho el pico, formas aladas alzaban el vuelo entre la neblina gris. Tiritando, Suttree se abrió paso hacia el virginal anuncio de neón que ostenta un jamón pintado.
Examinó el desayuno desde el otro lado del cristal, acariciándose la lúnula color lavanda en un lado de la quijada. Ningún conocido dentro salvo Blind Richard, que tomaba café. Se arrebujó en su chaqueta y entró.
Varias cabezas se volvieron. Viejos excéntricos doblados sobre sus gachas. Castañeteo de dientes en porcelana. Permaneció junto a la puerta envuelto en frío y luego avanzó hacia el mostrador.
Richard, dijo.
Cabeza canosa que mira con ojos de ave de corral desde un cuello escarioso, volviéndose. Las cuencas de los ojos llenas de jabón.
Hola, Suttree. ¿Cómo te va?
Bien. ¿Y a ti?
Aparte de que estoy helado, no me quejo. El ciego esbozó una sonrisa de escualo llena de sarro negro y migajas de comida.
¿Tienes algo?
La sonrisa que desaparece. Sí, parecen decir las órbitas áridas y desprovistas de luz.
¿Qué necesitas, Sut?
Préstame diez centavos.
Richard buscó en un bolsillo gris.
Aquí tienes.
Gracias, Richard.
Fue hasta un taburete desocupado y pidió café. Humeante taza de purgante matutino. Taza blanca pesada y desportillada con el borde granuloso. Espectros que centellean, puntitas de petróleo encima de lixiviaciones no potables de brea. Llenó la taza de nata líquida hasta el borde. Tras las ventanas empañadas de vapor figuras deformes pasaban bamboleándose embozadas en abrigos. Tomó un sorbo de café. Entró Ulysses. Colgó su sombrero con cuidado, se instaló en un taburete al lado de Suttree y apartó el periódico y cogió el menú.
Veo que sigues abarrotando el mercado laboral, dijo.
Buenos días, Ulyss.
¿Han venido ya a buscar mano de obra?
Todavía no. Déjame un trozo de periódico.
Ulysses separó las hojas y le pasó una sección. Dobló la carta y lo devolvió a su sitio y levantó la vista.
Dos huevos revueltos con jamón y café, dijo.
El griego asintió con la cabeza. Suttree empujó su taza con el pulgar para que le sirviera más café.
Parece que hace fresquito, ¿eh?, dijo Ulysses.
Abrieron sus periódicos. Dos tazas aterrizaron con ruido en la barra. Se pasaron la nata y el azúcar, removieron.
Jo Jo dice que el termómetro ha llegado a quince bajo cero.
Mmm, dijo Ulysses.
Los huevos con jamón llegaron en una bandejita rectangular de loza gris.
Suttree dobló el periódico y lo dejó sobre la barra al lado de Ulysses.
¿Quieres ver este trozo?, dijo Ulysses.
No gracias. He de irme.
No corras tanto.
Suttree apuró el café y se levantó del taburete. El griego estaba girando sesos en la parrilla y alzó la vista. Suttree tiró la moneda a la barra y se abrochó la chaqueta.
¿Cómo le va a J-Bone?, dijo Ulysses.
Como siempre.
Ya no viene mucho por aquí.
Ahora trabaja.
Ulysses sonrió.
Otra víctima del empleo, ¿eh?
Hay que ver lo buenos que son, dijo Suttree.
Fue por Gay Street hasta la parte baja de la ciudad, recorrió Hill Avenue pasada la Andrew Johnson & Blount Mansion hacia el viaducto. Una pequeña escalera de piedra descendía de la calle. Ningún indicio de vida abajo en el cubil de arcilla fría.
Gene.
Voz crupal en la caverna. Miró a su alrededor. Pasado un rato, volvió a llamar. De la pequeña bóveda de hormigón que albergaba tuberías forradas y extrañas cubas grises de electricidad le llegó una respuesta amortiguada.
Soy yo, dijo Suttree.
Rostro crispado en el umbral. Harrogate salió reptando y se puso en cuclillas. Se abrazó las piernas dobladas dentro del pantalón tejano y miró a Suttree. Se había puesto de color azul pálido.
Bueno, ¿qué?, dijo Suttree.
Mierda, dijo Harrogate.
¿Qué le ha pasado a tu cama?
Harrogate hizo un gesto hacia su espalda. He puesto el colchón allá abajo. En mi vida había pasado tanto frío.
Pues levanta el culo y vamos a la ciudad.
Hace unos días estuve en el hotel. Un negro fue a preguntarme qué quería y tuve que irme otra vez.
¿Te queda algo de dinero?
Ni un maldito centavo.
Entonces, vamos. Aquí te vas a quedar congelado.
Ya lo estoy. Mierda.
Harrogate se puso de pie y escupió y alzó los hombros en un gesto escalofriante de desesperación y atravesó el suelo helado hacia las escaleras. La casaca militar que llevaba dejaba ver la forma de sus omóplatos. Subieron hasta la calzada, las manos hundidas en los bolsillos.
¿Has comido algo?
Harrogate negó con la cabeza.
Qué coño. Me estoy quedando en los huesos.
Pues a ver si nos procuramos unas cuantas vituallas para tu escuálida tripa.
¿Tú tienes dinero?
Aún no.
Mierda, dijo Harrogate.
Subieron por la calle desolada y fría. Soplaba ahora un viento desapacible y pelotitas de hollín saltaban en las aceras. Periódicos viejos se agitaron en un callejón y un vaso de plástico pasó como alma que lleva el diablo. Estos dos personajes solitarios despotricando contra el frío por las calles vacías, y a las diez algo parecido al sol pugnó por salir, mezquino y sin calor, más allá de los miasmas pestilentes y helados que amortajaban la ciudad.
Al llegar a Lane’s Drugs echaron un vistazo.
Está cerrado.
Es Acción de Gracias.
Harrogate miró a su alrededor.
Qué putada, dijo.
Iremos a Walgreen’s. Siempre dan pavo.
Grandes carteles colgados por dentro de la fachada de cristal. Un plato humeante de pavo relleno con patatas y guisantes y salsa de arándanos. El precio, cincuenta y nueve centavos.
¿Qué te parece?, dijo Suttree.
Harrogate meneó simplemente la cabeza.
Entraron uno detrás del otro y Suttree se acercó a la caja. Una chica rubia con gafas surgió de debajo con cajetillas de cigarrillos que procedió a colocar en los pequeños estantes.
Hola, guapo, dijo la chica.
Hola, Mary Lou.
¿Qué haces?
He venido a comer.
Ella miró hacia atrás y alrededor.
Vale, dijo.
Traigo un amigo.
Está bien, dijo ella.
Suttree sonrió y adelantó los labios en forma de beso. Seguido de Harrogate, fueron a sentarse a sendos taburetes frente al mostrador.
Dos de pavo, dijo Suttree.
La chica escribió en la ficha verde.
¿Queréis café?
¿Quieres café, Gene?
Sí, claro.
Dos cafés.
Bebieron agua de unos cucuruchos de papel puestos en soportes calados.
Cambia de cara, Gene.
Sí, sí, vale, dijo Harrogate.
Miraba fijamente los chillones carteles de cartón encima de la cafetera con sus helados de crema y frutas y sus modelos de bocadillos. Miró nervioso en derredor y se inclinó hacia Suttree.
¿No habías dicho que estabas sin un céntimo?, susurró.
¿No habías dicho tú que tenías algo?
Yo me largo ahora mismo.
Suttree le cogió de la manga.
Era broma, dijo.
¿Seguro?
Sí.
Harrogate se desabrochó la chaqueta y empezó a mirar a su alrededor con más serenidad. Llegó el café.
¿Qué tal dormiste anoche?
Se sirvió generosas cucharadas de azúcar.
No he pegado ojo. ¿Y tú?
Suttree negó con la cabeza. El mocetón de las piernas larguiruchas que estaba sentado en el taburete del otro lado olía como a suspensorio. Hasta la camarera hizo un visaje al pasar y eso que ella tampoco era un rosal en flor.
No veas, dijo Harrogate.
La camarera dejó un plato blanco delante de cada uno. Lonchas de pavo y relleno encharcados en una salsa espesa y puré de patata y guisantes y un burujo de salsa de arándanos color vino tinto y bollos calientes con bolitas de mantequilla auténtica. Harrogate puso unos ojos como platos.
¿Quieren más café?
Sí, señora.
Harrogate tenía la boca tan llena de comida que los ojos se le saltaban de las órbitas.
Calma, Gene. No hay premio en el fondo del plato.
Harrogate asintió, encorvado sobre la comida y rodeando el plato con un brazo mientras cebaba sus carrillos con nuevas provisiones. No se hablaron. Un poco más allá había un hombre que leía el periódico. Las camareras remoloneaban al pasar, arrastrando paños de cocina asquerosos por los aparatos de acero inoxidable. Mientras comía, Suttree observó aquella escena de lúgubre hastío. Habría pedido una segunda ración, pero no quería hacerse notar demasiado.
Con la barriga llena, Harrogate empezó a poner cara de ladino y sus miradas se tornaron socarronas. Bebieron más café. Se inclinó hacia Suttree.
Oye, Sut. Pásame a mí la cuenta y nos vamos a la otra punta a mirar revistas hasta que veamos que no hay moros en la costa y luego nos largamos.
Tú tranquilo.
Qué diablos, ahórrate la pasta. Puede que la necesitemos. Oye, aquí será fácil.
Suttree meneó la cabeza.
Te están vigilando, dijo.
¿Cómo que me están vigilando?
Tienes una pinta sospechosa.
¿Yo? ¿Y tú qué?
Solo con verme ya saben que soy de fiar.
Que te den por el saco.
Suttree se rió con la boca llena de café.
Venga Suttree. Mira, si quieres, sal tú primero y yo te sigo.
Suttree se limpió la barbilla y miró aquel puntiagudo y extrañamente arrugado rostro infantil embelesado ante la idea del latrocinio.
Oye, Gene.
¿Qué?
Me agotas.
Sí. Bueno.
Una vez en la calle se pusieron de espaldas al viento a escarbarse los dientes.
¿Qué vas a hacer?
No lo sé. Morirme de frío.
¿No conoces a nadie en la colina a quien puedas ir a ver?
No sé. Quizá podría ir a casa de Rufus.
Pues hazlo. Yo voy a ver cómo está el viejo. Ya pensaremos algo.
Me parece que es el fin del mundo.
¿Cómo?
Harrogate tenía la vista fija en la calzada. Lo dijo otra vez.
Mírame, dijo Suttree.
Harrogate alzó los ojos. Cara apenada y contraída, con listas de mugre.
¿Lo dices en serio?
Bueno, ¿tú qué crees?
Suttree se rió.
No tiene ninguna gracia, dijo Harrogate.
Tú sí la tienes, maldito hijo de puta. ¿Te crees que el mundo se va a terminar solo porque estés muerto de frío?
No soy solo yo. Hace frío por todas partes.
Menos en casa de Rufus. Venga, vete para allá. Hasta luego.
Un viento más frío aún soplaba de río arriba al otro lado del puente. Suttree apretó el paso andando como un jorobado. Cuando llegó al otro lado, bajó por el talud escarchado y pasó bajo el puente. No había lumbre.
Eh, llamó.
Oh, dijo una voz desde la arcada.
Entró y miró a su alrededor. La cama del viejo y la carreta del viejo y los montones de chatarra y trapos y muebles. Filtraciones como estalactitas colgando de los empalmes de las tuberías de desagüe encima de su cabeza. Dio media vuelta y remontó el talud hasta la calle y cruzó de nuevo el puente.
Subió por Market Street y siguió colina arriba hasta Vine Avenue y el burdel de mala muerte que allí había, viejo ladrillo oscurecido y cubierta a la mansarda con gabletes y las tejas en forma de escamas de pescado. Buscó un timbre, pero solo había los cables asomando por un agujero y decidió llamar al cristal de los portillos. Cedieron, blandos y sin ruido, en sus cuarterones de plomo. Llamó a la puerta con los nudillos. Al rato probó el tirador. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró a un zaguán frío y estrecho. Cerró la puerta y se adentró en la semioscuridad diciendo hola en voz alta. No había nadie. Se detuvo junto al remate historiado del pasamanos y dirigió la vista hacia lo alto de la escalera fría y oscura. Aguzó la oreja. Un gangueo. Alguien escupió. Volvió por el pasillo y abrió una puerta. A una sala de estar llena de piltrafas humanas. Parecía la incubación de un levantamiento geriátrico, aquella congregación de damnificados en sillas maltrechas alrededor de una estufa de hierro barnizado, viejos de aspecto anónimo arrimados al calor en la sala desnuda, cabeceando y murmurando y gargajeando salivazos mezclados con polvo y sangre que al chocar con el hierro candente chisporroteaban y despedían un olor nauseabundo. El trapero estaba agazapado en el rincón del hogar viejo casi detrás de la estufa. Suttree vio que alzaba los ojos, de reducido alcance. El trapero no supo quién había entrado hasta que Suttree dijo su nombre.
¿Quién es?, dijo, estirando el cuello.
Suttree.
Ah, dijo el trapero.
Suttree sonrió. Un olor cálido a mierda mezclado con hedor de orines flotaba en la habitación.
¿Qué está haciendo?
Enmohecer. ¿Y tú?
Morirme de frío.
Esto es solo el comienzo. Estoy esperando a que el río se hiele del todo. Será mejor que recojas tus sedales. El hielo los va a cortar y no podrás encontrarlos. No sería la primera vez que pasa. Créeme.
Suttree se puso en cuclillas y acercó las manos extendidas al fuego. Un hombre con la cara malva como las caras de los muertos le estaba mirando.
¿Cuánto tiempo llevan aquí?, dijo Suttree.
Dos días.
Suttree miró a su alrededor. El de la cara malva tenía la vista fija en un agujero que había en el suelo. De su labio inferior pendía un hilo tembloroso de baba que le llegaba casi hasta el pie.
¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
El trapero encogió sus hombros de buitre.
Todo el tiempo que dure este frío. Me da lo mismo. Ojalá me muriera y se acabara todo.
Suttree no le hizo caso. Ya había oído antes esos comentarios.
¿Cuántas personas son en total?
El trapero desdeñó la pregunta con un gesto de la mano.
No sé. Los que estamos aquí, supongo. Que yo sepa, en la casa no hay otro sitio caliente.
¿Dónde están las habitaciones? ¿Arriba?
Sí, arriba. Todas las camas están ocupadas.
El de la cara malva estaba escuchando.
La de Cecil no, dijo.
Bueno. La de Cecil no.
¿Quién es Cecil?
Pues Cecil. Ya murió.
Oh.
Pero no murió en la cama.
¿Dónde, entonces?
En la ciudad. Se emborrachó demasiado para volver, y supongo que le dio un patatús. Estaba congelado, parece ser. Yo no sé nada.
Sí, dijo el de la cara malva. Congelado.
Cecil murió congelado.
El pobre Cecil se quedó congelado de los pies a la cabeza.
Más tieso que una tortuga.
Y eso que bebía queroseno en lata.
Y Aqua Fortis diluida.
Suttree hizo oídos sordos. Cecil era el tema de conversación entre los allí reunidos. Todos convinieron en que aquel había sido un día de mucho frío. Que hoy lo era todavía más. Más frío que el culo de un pocero, dijo uno. Que la teta de una bruja, dijo otro. Que el coño de una monja, dijo un tercero. En Viernes Santo.
Suttree se inclinó para tocar el brazo del viejo. Su chaqueta con los codos raídos. El trapero despertó sobresaltado y le miró con un ojo triste y enrojecido.
¿A quién hay que ver para conseguir habitación?
No está aquí.
Son cincuenta centavos, ¿no?
De noche sí. Puedes alquilar para toda la semana y te hacen descuento. Dos dólares cincuenta. Si los tienes, claro. ¿Y tu casa? No te habrán echado, ¿eh?
La ocupa otro.
Pues mejor que se venga para acá. Con este tiempo… No se puede esperar que la palme alguien cada día.
¿Cuándo tiene que volver ese como se llame?
Ni idea.
¿Puedo mirar arriba?
Puedes mirar donde te dé la gana porque él no está.
¿Necesita algo?
Necesito de todo.
Suttree se incorporó.
Tráete algo para la olla, dijo el trapero, y podrás sentarte con nosotros.
Señaló hacia arriba con una mano gris parcialmente envuelta en un calcetín. Un balde de manteca cocía a fuego lento sobre la única abertura de la estufa de hierro y una tortera con una piedra encima se levantó de un lado como la fina mandíbula de una rana y expectoró una gota gruesa de vapor y se volvió a cerrar.
Veré qué puedo hacer, dijo Suttree.
Rodeó aquel grupo de vejestorios medio chochos y ahítos de ron y subió la escalera.
Una luz mortecina entraba por una ventana al fondo del pasillo. Habían sacado las puertas de sus goznes y se las habían llevado. Suttree atisbó en un viejo saloncito con colchones alrededor de las paredes. Raídas mantas del ejército. Un hombrecillo flaco se masturbaba acuclillado junto a la ventana. No le quitó ojo a Suttree ni dejó de menear su polla flácida y cerdosa. En la habitación el frío era de muerte. Suttree dio media vuelta y regresó por la escalera.
La señora Rufus abrió la puerta.
Qué frío, ¿eh?, dijo Suttree.
Ella le indicó que pasara.
Harrogate estaba sentado junto a la estufa con un hatajo de negros todos ellos borrachos o en proceso de estarlo. Cuando Harrogate se volvió y levantó la cabeza, Suttree vio que la rata de ciudad estaba ebria.
¿Cómo diablos consigues emborracharte tan deprisa?, dijo.
Pues bebiendo whisky. Toma un trago, Sut. Pásale la botella, Cleo.
Un negro anguloso con los dientes separados le tendió un tarro de conserva medio lleno de whisky barato. Suttree lo rechazó.
¿Dónde está Rufus?
No está aquí.
Ya lo veo.
Le dije a ese tonto que no le diera whisky del malo, dijo la señora Rufus a su espalda con un graznido amortiguado.
Yo no se lo he metido por el gaznate, dijo un enano negro pegado a la estufa.
Suttree miró en derredor.
A la mierda, dijo.
¿Quién es este?, dijo un atezado mestizo con pecas. El cráneo menudo y cubierto de trocitos de hilo de cobre.
Es un colega, hombre, un colega, dijo Harrogate, que le iba cogiendo el tranquillo a la cosa.
Suttree dio media vuelta y se marchó. Cerró la puerta al salir y enfiló el sendero de escorias dejando atrás la pocilga, donde un par de gorrinos arrimaron el hocico a la cerca de malla para olfatearlo. Agitando sus largas orejas, observando con ojos pálidos desde su dominio de cieno congelado. Salió a la carretera y cruzó el viaducto camino de la ciudad. Caía una finísima lluvia de hollín y un puñado de pajaritos le rodeó de repente, moviéndose en el aire desapacible con un ligero fragor. Suttree miró el arroyo de aguas negras que pasaba por debajo, las láminas grises de hielo festoneado. Siguió hacia la ciudad, un mundo incoloro en esta tarde de invierno donde todo tiene ese aspecto granuloso de las películas antiguas y los edificios se alzan en una oscuridad profética y profunda.
Subió encorvado por Central, las manos sepultadas en los bolsillos. Un mendigo sin ojos y atontado por el frío permanecía sentado en la calle desierta de aquel día festivo entonando un cántico a su noche eterna mientras tendía una garra yerta por si caía alguna limosna. Suttree gargajeó y expectoró una flema contra un escaparate condenado y empezó a cruzar la calle. Al hacerlo sus ojos se posaron en una ficha de autobús caída en la zanja. Se agachó para recuperarla. Una pequeña moneda de cobre estampada con una K. Cruzó la calle y saltó a un tranvía que esperaba con el motor en marcha y depositó la moneda en la caja de cristal y fue hacia el fondo del pasillo. El conductor le miró por el espejo retrovisor. Suttree se aposentó en el frío asiento de cuero y miró afuera.
Se encendieron luces encima de los comercios, aquí un rótulo de neón, súbitas lentejuelas mezquinas destacándose contra el crepúsculo azul grisáceo. Una miscelánea de fábula en el escaparate de una casa de empeños. La puerta traqueteó y se cerró con un silbido y el tranvía se puso en marcha. Las cúpulas de luz del corredor se volvieron más amarillas. Los asientos de la parte delantera estaban vacíos, pero dos negros iban cogidos de un solo brazo como monos de la barandilla cromada que había en lo alto y se balanceaban cada vez más. Con el canto de la mano Suttree abrió un claro en la ventanilla escarchada y observó las escasas siluetas que iban quedando atrás en las aceras. Conciudadanos en la ciudad invernal. Un rótulo de neón encendido borró del cristal su semblante triste. Apoyó la cabeza en la luna fría y vio avanzar a los peatones de charco en charco de luz bajo las farolas, dejando atrás estelas de vapor, figuras encorvadas camino de sus hogares. Notó el olor a madera barnizada de los bastidores, a latón de los pestillos. El tranvía aminoró la marcha, saltó de nuevo hacia delante. Abajo pasaban coches, sonido de neumáticos sobre el adoquinado. Las casas fueron quedando atrás. Iban por un cenagal helado, lunar, desnudo, salpicado de excrementos fósiles de perro. Bajo las luces de los carteles, pequeñas constelaciones irregulares de mica.
Los cables del tendido eléctrico pasaban en convecciones someras, de poste a poste, y la soledad se bamboleaba en su estómago como un huevo.
Sonó la campanilla. El vetusto artefacto se detuvo con un resoplido. Gente desfilando por la puerta de acordeón. Un siseo húmedo y neumático, una sacudida y de nuevo en marcha. Tu cara entre las bolsas marrones de una anciana. Esperando cruzar la calle. Parpadeando al tránsito de estos cacharros medio vacíos que pasan a la velocidad del rayo. Al fondo, en la luz amarilla de una ventana dos rostros expectantes fijos para siempre en algún capricho doméstico. Raudo su avance que deja fosilizados a estos inocentes en historia de piedra.
Dejaron atrás el parque desierto, la avenida central de la feria, la noria cual armazón achicharrada irguiéndose negra y fría contra las farolas del fondo. El tranvía pasó rozando un muro de ladrillo y traqueteó hacia un callejón donde dibujos coitales en tiza desleída por la lluvia surgieron frente a la ventanilla bajo el chispeante estroboscopio azul de la antena. Atravesaron una cochera larga y se detuvieron con un extinguirse de luces.
Fin de trayecto, anunció el conductor girando la cabeza.
Yo me vuelvo a la ciudad con usted, dijo Suttree.
Pues tendrá que venir a poner otra ficha.
Pensaba que con una sola se podía viajar todo lo lejos que se quería.
En este vehículo no.
Suttree se levantó y recorrió el pasillo, registrando el piso con la mirada en busca de alguna moneda o ficha entre restos de cerillas y envoltorios de goma de mascar.
Oiga, dijo, ¿por qué no me deja volver y ya está?
El precio solo cubre la ida, dijo el conductor.
No tengo más fichas.
Son treinta centavos por cinco fichas. También puede poner diez centavos.
No llevo nada encima.
Vaya, dijo el conductor. Alargó la mano, cogió su pequeño bolso de cuero y se levantó. Este mundo sería muy agradable si la gente pudiera viajar todo el tiempo que quisiera.
Bajó los peldaños con su bolso y atravesó la penumbra eléctrica de la estación hacia la oficina central. Suttree salió a la calle.
Varios faros de coche llegaron de las tinieblas como lechuzas y se perdieron de vista. Se situó bajo una farola y enseñó el pulgar. Con su chaqueta fina, en unos momentos se quedó helado. El tranvía salió jadeando de la cochera y, absorbido por el haz amarillo pálido del faro, pasó de largo. Negros cabeceando tras sus respectivas ventanillas. Un tranvía lleno de muñecos o muertos congelados.
Con un pie en la zanja, Suttree lanzó una mirada fiera pero acalambrada hacia el conductor, piloto sin timón, y los coches de amortiguadores gastados pasaron gimiendo y arfando en sus enganches. Una estrella azul crepitó a lo largo de los cables y el tranvía se perdió en la oscuridad. Con las manos dentro de sus bolsillos raídos, se ciñó los muslos y echó a andar por la acera invadida de hierbajos. Al oeste las luces de Knoxville se estremecían en una penumbra velada como las ruinas de tantas otras ciudades viejas vistas por pastores desde los cerros, por miembros de tribus bárbaras sin otra casa que la carretera. Suttree, con un largo trecho por delante, iba mirando al suelo, al borde del llanto y refunfuñando en el frío atroz, bajo la solitaria luz de las farolas.