Capítulo 12
Elizabeth se dio cuenta de que no se había llevado una falsa impresión la primera vez. Aidan besaba realmente bien. Su boca era suave y salvaje a la vez.
Cálida. Increíblemente deliciosa. Elizabeth gimió y él se detuvo un instante hasta comprobar que todo estaba bien. Sonrió.
Ella sintió esa sonrisa contra sus labios y no pudo evitar soltar una carcajada.
Aidan aprovechó la oportunidad para introducir la lengua en su boca y acercarse aún más. Sus lenguas se entrelazaron guiadas por el deseo. Elizabeth exploró aquellos labios que se le ofrecían.
—Abeja Lizzy —susurró él.
Ella se separó, asustada ante lo íntimo de aquel tono de voz.
—No me llames así, por favor —contestó ella.
La calidez en la mirada de Aidan desapareció.
—Supongo que sólo tus amigos te pueden llamar así —dijo, separándose de ella.
Acababa de estropear el momento.
—Lo siento. No quería…
—Está bien, Elizabeth. No me olvido de las reglas. No tocar —le interrumpió Aidan con un seco movimiento de su mano.
Ella intentó encontrar las palabras adecuadas.
—No es eso. Es sólo… Tienes razón, sólo mis amigos me llaman así. Y mi familia. Y tú…
—Y yo no soy ni lo uno ni lo otro —repuso él con una mirada ofendida.
—No lo eres, pero me atraes y… —Elizabeth no sabía cómo decirlo. Tomó aire
—. Me gustas. Quisiera conocerte. Pensé que…
Aidan no la dejó continuar porque retomó el beso donde lo habían dejado. Sus labios se entreabrieron y sus lenguas se acariciaron hasta que Elizabeth gimió.
—Tenemos que tomarnos esto con más calma, ¿no? —dijo Aidan.
—Es verdad —confirmó ella con una sonrisa—. Hay veces que las cosas no se pueden precipitar.
—Eso es —contestó él tomando su copa de vino—. Si no se tiene paciencia, no se obtiene un buen vino.
—Necesita de paciencia y de… alimento —añadió ella.
—Y de cuidado —se sorprendió diciendo Aidan. Se puso tenso.
—¿Aidan?
—Esto es nuevo para mí —respondió. Y no estaba mintiendo. Estaba viviendo una nueva experiencia. Nunca había perdido el control con una mujer como lo estaba perdiendo con Elizabeth. Nunca había perdido la perspectiva en ninguno de sus casos, y estaba a punto de perderla. Si es que no lo había hecho ya, porque cada minuto que pasaba con Elizabeth le hacía dudar más de que fuera Gorrión.
Elizabeth sonrió tímidamente y Aidan pensó que era imposible que fuera una asesina.
—También es nuevo para mí —admitió ella.
—Vamos a recoger y volvamos a la ciudad —propuso.
Se estaba empezando a sentir incómodo.
—Sí, vámonos. La carretera de la costa es muy bonita durante el día, pero de noche puede llegar a ser peligrosa.
Aidan había estado tan a gusto que no se había dado cuenta del paso del tiempo y de que estaba a punto de atardecer.
Recogieron la comida en la cesta y doblaron la manta. Lo colocaron todo en el maletero, se metieron en el coche y Elizabeth puso en marcha el motor.
—Me lo he pasado muy bien hoy —reconoció él.
—Yo también. Pero el día no ha terminado. Ya verás cómo te encantan las vistas durante el camino de vuelta a casa.
Aidan no podía dejar de mirarla con el rabillo del ojo. Era una mujer preciosa.
Cuando la carretera comenzó a bordear la costa, trató de concentrarse en el paisaje, que era tan bonito como le había advertido.
Elizabeth era una buena conductora. Dirigía suavemente el coche por la carretera de la escarpada ladera que, en algunos momentos, se acercaba peligrosamente a los acantilados.
De repente apareció detrás de ellos un coche todo terreno. Aidan se sorprendió porque no se había dado cuenta antes de su presencia. No le acababa de gustar el vehículo que, además de llevar los cristales tintados, cada vez los seguía más de cerca.
—No se por qué demonios tiene que ir a tanta velocidad —murmuró Elizabeth
—. Se está acercando…
Elizabeth no pudo terminar la frase, ya que de repente, el vehículo aceleró y les dio un golpe por detrás. El Gastón dio un patinazo, pero Elizabeth logró mantener el control sobre la máquina y consiguió que no se saliera de la carretera.
Aidan se agarró al salpicadero de madera y al asiento de Elizabeth y se preparó para otro posible impacto. Miró hacia atrás y vio que el todo terreno estaba a cierta distancia. Elizabeth había acelerado para evitar otro choque.
Segundos después, el vehículo pegó otro acelerón y los golpeó de nuevo. Hubo un ruido de metal y de cristal roto. Elizabeth, sin embargo, no fue presa del pánico.
Seguía frente al volante a pesar de que la tensión se reflejaba en su rostro. Dirigió el coche al centro de la carretera para tener más margen de maniobra. Estaba controlando al todo terreno a través del espejo retrovisor.
A un lado de la carretera había un desfiladero, y al otro el mar abierto. Ni tan siquiera había un quitamiedos.
«Maldición», pensó Aidan. Pero Elizabeth, quien parecía más un piloto de carreras que una cocinera, pisó más fuerte el acelerador. Las ruedas chirriaron al dar la curva y el coche consiguió aumentar la distancia con el otro vehículo, que apenas si consiguió dar el giro.
Cuando el todo terreno logró disminuir la ventaja, Elizabeth volvió a acelerar.
—Elizabeth —gritó Aidan, ya que había mucho ruido por el viento.
—Espera un momento, Aidan —le contestó ella mientras, hábilmente, tomaba otra curva a toda velocidad.
Estaban junto a otro acantilado y el todo terreno volvió a acercarse. Fue entonces cuando Elizabeth reaccionó de forma inesperada. En la siguiente curva, giró hacia la derecha, se detuvo hasta que pasó el todo terreno y se colocó detrás de él.
—Apunta la matrícula —le gritó a Aidan.
Pero el coche no llevaba matrícula. En aquel momento, Elizabeth redujo la velocidad. El agresor aceleró y en la siguiente curva le perdieron la pista.
Elizabeth detuvo el coche. Sus manos estaban aferradas al volante y los nudillos estaban blancos de la presión. Ambos estaban respirando agitadamente.
—¿Estás bien? —preguntó Aidan. Elizabeth asintió, ya que no podía hablar—.
¿Quieres que siga conduciendo yo?
Elizabeth asintió de nuevo y se bajó del coche. Él también se bajó del coche, y se encontraron en la parte trasera, donde el Gaston había sido dañado.
Los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas y se cruzó de brazos como abrazándose a sí misma.
Aidan la tomó entre sus brazos mientras contemplaba el destrozo en la parte trasera del coche. Los pilotos se habían roto y el guardabarros estaba completamente abollado. Recordó que ella había comentado que aquel había sido el orgullo y la alegría de su padre.
—Podemos arreglarlo —dijo para consolarla.
Ella rompió a llorar y agachó la cabeza.
—Pero nunca volverá a ser igual.