6

 

Retrocedamos en el tiempo. Quiero contar mi historia a saltos, tal como la he vivido hasta el momento presente.

Parece que fue ayer y sin embargo los días han jugado conmigo a su manera. La noche en que me despedí de Merce en la puerta del hotel donde se hospedaba, la pasé en vela pensando que podría acostarme con ella a no mucho tardar. Pero al cabo de dos días regresó a Sevilla sin que mis esperanzas se vieran cumplidas, y tuve que esperar tres meses hasta nuestro próximo encuentro. Un trimestre que transcurrió alternando estados de ánimo cuasi místicos con derivadas emociones de naturaleza sexual. ¿Qué era lo que me estaba sucediendo? Ni mi formación global ni mis principios educativos en el seno de una familia seria y honesta habían podido lastrar un propio presente que me estaba atormentando. ¿Por qué mis desviaciones hacia espacios sensuales fuera de las posibles órbitas éticas? Se trataba de fuerzas altamente erosivas, capaces de alterar el curso normal de una persona medianamente preparada para vivir en paz consigo misma. Ingrid, ¡ayúdame, te lo suplico!

Ayúdame, bésame, dame tu amor, quiéreme… Sí, todo para mí. Entonces pensé en muchas cosas, en muchos matices de la vida, en contemplaciones egoístas, en mis locas maneras de odiar y de amar, todo a tope como si una larga y penosa carrera hacia ninguna meta me estuviera allanando el camino para al final del mismo estrellarme contra mis propias desventuras y merecidos quebrantos. ¡Imbécil, despierta ya!

Debido a que mi enfado iba en aumento como consecuencia del fallido intento sexual que acabo de comentar, estimé conveniente razonar con el fin de serenarme y de centrar toda mi atención e interés en las pesquisas motivo de mi largo viaje. Cada vez que me acudía a la mente la imagen del canónigo, me sentía mal. Su atención escudriñadora tratando de averiguar mis interioridades, así como las insinuaciones sobre los sepulcros me tenían en vilo. Sería preferible visitar la catedral por las tardes, procurando aprovechar el tiempo de los rezos en el coro para que él no me viera. Lo malo era que yo ignoraba todo lo relativo a las horas canónicas y no quería por nada del mundo tropezarme de nuevo con el anciano sacerdote. Pero también ardía en deseos de encontrarme con la joven que acompañaba en misa a una anciana. Sin embargo, pese al interés que puse en coincidir con ella, no pude localizarla. Fue al domingo siguiente, por la tarde, en una pastelería, donde por fin pude abordarla.

Estaba sola, junto al mostrador, esperando a que la atendiesen. Ella no me vio entrar al  establecimiento. Situándome a su espalda, nervioso aunque decidido, la saludé:

— Hola.

Se volvió hacia mí, y por unos instantes puso cara de extrañeza.

— ¿Nos conocemos? —preguntó sonriente.

— No —respondí ya más sereno—. Simplemente nos hemos visto una sola vez. Adivina dónde.

— Perdón —se disculpó cuando llegó su turno, y se dispuso a encargar para el día siguiente una tarta de cumpleaños con 18 velas. Al concluir con el pedido se volvió hacia mí, igualmente risueña. — Tu cara no me es del todo desconocida, pero no recuerdo haberte visto antes.  Eres forastero, ¿no?

— En efecto. Soy valenciano, pero pienso quedarme a vivir en Lugo — dije sin reflexionar y sin apenas valorar las posibles consecuencias de mi improvisación. —Me llamo Tico, me apresuré a presentarme, aunque no me atreví a preguntarle cuál era su nombre, ni ella me lo facilitó de momento.

— Pues encantada. Ahora debo irme.

— Me dejas frito.

— ¿Por qué?

— Porque ni siquiera me has dicho cómo te llamas.

— Adivínalo.

— ¿Zaira?

— Ahora la que ha quedado frita he sido yo. ¿Cómo lo has sabido?

— Adivínalo.

Entre adivínalo, me tienes intrigada y demás excusas para no dejar de hablar, estuvimos unos minutos jugando al gato y al ratón. Luego, como prueba para saber si quería ausentarse, le recomendé que se marchara. Deseaba sentirme dueño de la situación puesto que intuía su deseo de, con la excusa de conocer cómo me había enterado de su nombre, seguir conversando conmigo.

— Te he hecho perder tu precioso tiempo y seguramente tendrás obligaciones que cumplir. Quizá podamos volver a vernos en otra ocasión. Me ha encantado conocerte.

Zaira dudó por unos instantes. Su nerviosismo evidenciaba lo que yo acababa de suponer: que estaba deseosa de seguir charlando hasta, por lo menos, saber cómo me había enterado de su nombre. Incluso llegué a pensar que estaría dispuesta a salir conmigo aquella misma tarde, que por cierto era espléndida. Los ojos de una mujer es difícil que engañen ni siquiera a los hombres menos avezados en el arte de interpretar los gestos femeninos. Y menos aún cuando, además, sonríen con la natural espontaneidad de la ingenua juventud.

Me atreví a ayudarla. Le propuse tomar cualquier cosa en uno de los cafés de la Plaza Mayor, ya que estábamos en la Rúa da Reina, a dos pasos de dichos establecimientos.

— Es que... —titubeó la muchacha—. No sé... Si es por poco tiempo, posiblemente consiga salir de casa. ¿Puedes esperar un cuarto de horas, y si no he bajado durante ese tiempo te marchas?

 

No fueron 15  minutos, sino 25 los que tardamos en vernos de nuevo en una cafetería. Zaira me pidió disculpas por el retraso y yo hice un gesto tolerante.

— No sabes lo dominadora que es mi abuela —matizó la chica, posiblemente para dar fin a sus pretextos.

— ¿Hay alguna mujer que no domine cualquier situación en algún grado o de alguna manera? –le respondí sin pensar en lo que decía.

— ¡Por Dios, qué poca delicadeza! Con esa clase de tópicos es difícil que se pueda iniciar una amistad.

En el semblante de Zaira vi un atisbo de sincero enojo y me arrepentí de haber pronunciado tan desafortunadas palabras. En mi mente relampagueó una frase conciliadora que podría servirme para reparar mi primer fallo. Gracias a esa oportuna inspiración pude recuperar la buena imagen que de mí —creía yo estar seguro de ello— tenía la muchacha.

— Tienes razón, Zaira, y te ruego que me disculpes. No obstante, te debo una explicación por mi conducta. Los hombres y las mujeres estamos clasificados psicológicamente de manera diametralmente opuesta. La actitud masculina, por lo regular dominante, tiende a manifestarse de un modo...

— Por favor, Tico, no te esfuerces —atajó amablemente, dándome la impresión de que me las estaba viendo con una mujer singular y de que mi retórica no se había ajustado a la conveniencia del momento. — Pienso que tus palabras no han sido malintencionadas y con eso me basta. Ahora, si te parece, vayamos al grano, a la justificación de nuestro encuentro aquí y ahora. Dime, por favor, cómo has averiguado mi nombre.

— Cuando saliste de misa, ¿recuerdas ya dónde no vimos por vez primera?

Zaira sonrió, y por el delicado movimiento de sus labios y la expresión de sus ojos imaginé que era consciente de ello. Hasta noté que se ruborizaba. Todo lo cual: sonrisa, rubor y mohines; elegantes movimientos de sus manos en elocuentes y tímidas expresiones de satisfacción, unido a mi sensibilidad a flor de piel, me hicieron sentir feliz por unos instantes.

— Sí. Ya lo recuerdo. Continúa, por favor.

— Te seguí hasta que llegaste a... ¿tu casa? Presumí que vivías en ese edificio. Tú no te percataste de que yo te estaba siguiendo y...

— Te equivocas. Al volverme, vi que te ocultabas entre la gente.

— Luego sabías que yo te estaba espiando, y te has hecho la estrecha cuando hace unos minutos me has dicho que no recordabas haberme visto antes –recalqué la frase, pero sin emplear una sonrisa maliciosa ni gesto alguno capaz de estropear nuestro encuentro.

— Y no te he mentido. Sólo que no lo recordaba —me respondió al tiempo que sonreía significativamente, como admitiendo mi observación pero dispuesta a no concederme ni la mínima ventaja—.Tal vez lo de hoy haya sido más una intuición que un reconocimiento.

No quise abundar en el tema, pero pensé que su intuición tendría bastante que ver con sus deseos de estar conmigo en la cafetería. Preferí no hacer ningún gesto que pudiese perturbarla y continué:

— Cuando tu abuela y tú entrasteis al edificio, y después de cerrar la puerta, esperé unos minutos. Luego, aprovechando que una señora salía de tu portal, me colé en el zaguán y anoté los nombres femeninos de los buzones: Amelia, Esther, Josefa, Norma, Antia, Zaira... ¡Zaira! Al leer este nombre me dio un vuelco el corazón. Fue un presentimiento, un súbito sobresalto que borró toda posible huella de duda. Se llama Zaira, pensé, y quedé tranquilo.

— ¡Genial! —exclamó la muchacha.

— ¿A qué te refieres?

— A las verdades del corazón.

— Sospechar cuál era tu nombre de entre los que pude leer en los buzones, no creo que sea nada extraordinario. ¿Qué significa Zaira?

— Como puedes suponer, es un nombre árabe adoptado en esta tierra y significa “Florida”.

— ¡Justo! –me aproveché de esa circunstancia para piropearla—. Por eso hueles tan bien y me tienes deslumbrado.

 

Al día siguiente, lunes, visité de nuevo la catedral. Aprovechando la apertura del claustro por estar en obras, me interné en él sin complicación alguna. Poco antes vi que el espacio que hacía unos días estaba ocupado por un montón de arena, ya no lo contenía. En su lugar había unos tablones, ladrillos apilados y varios sacos de cemento. Fue por la tarde, mientras los sacerdotes se las entendían en el coro con no sé qué antífonas que me recordaban ciertos mantras escuchados en mi adolescencia. Aquellos cánticos me hacían recordar el murmurante sonido del oleaje de una lejana playa, dejándome a expensas de un místico placer como nunca antes lo había experimentado. Y a pesar de que me urgía avanzar en mis averiguaciones, me senté en una pila de losas para escuchar los versículos que surgían del coro. Hasta que el cambio de ritmo marcado por las capítulas me hizo descender de mi cielo.

Olfateé el entorno como una alimaña que ventea el aire para orientarse. El espacio donde me encontraba ya no olía a muerte como aquel día. Sin embargo, había algo en el ambiente que mi olfato rechazaba. O tal vez era que mis registros cerebrales me estaban condicionando. Olisqueé un par de ladrillos de diferentes pilas, algunos peldaños de una escalera de tijera que había apoyada en un muro, y hasta un trozo de losa sepulcral que encontré en un rincón del atrio. Pero no pude detectar ningún olor especial que pudiera asociar a otras emanaciones desagradables, y me dediqué a tomar notas sobre lo que estaba escrito en latín en las lápidas mortuorias.

Pensaba abandonar el claustro, cuando cesaron los rezos. A corta distancia de donde me encontraba vi a un albañil tomando medidas en el suelo. Su trabajo reclamó mi atención y me dirigí hacia donde él se encontraba.

— Buenas tardes —dije de manera afable.

— Buenas tardes —respondió atento el trabajador.

Me detuve después de los saludos. El operario me miró sonriente y añadió:

— ¿Es su primera visita a la catedral? Porque usted no parece de aquí.

— No se ha equivocado usted. La lengua materna nos denuncia a los forasteros.

— Claro que sí —y siguió midiendo y marcando unas losas con una tiza roja.

Dado que el albañil no me había tratado con indiferencia, me permití la libertad de preguntarle en qué consistían las obras que se estaban llevando a cabo. Cuando me contestó que se trataba de reparar y adecentar ciertas zonas sepulcrales me sentí interesado en seguir manteniendo la conversación. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que el mal olor que había percibido días antes junto al desaparecido montón de arena podría tener alguna relación con los trabajos que allí se estaban realizando, y así se lo hice saber.

— No —dijo de manera resuelta—. Que yo sepa no hemos desenterrado a ningún muerto. Y aunque así hubiera sido, ¿qué mal olor pueden tener los huesos o, si usted quiere, la mojama de los enterrados desde hace más de cien años como mínimo? ¡Eso nos faltaba! Aunque los que saben de todo esto son mi encargado y el cura flaco que lleva el tema.

— ¿El cura flaco? —pregunté extrañado—. ¿Se refiere usted al canónigo lectoral?

— ¡Ah! No sé si es lectoral o qué. Sí, que es coengo —me lo soltó en gallego— y que le llaman don Benito. Según tengo entendido, llegó a ser canónigo en la catedral creo que de Manizales, en Colombia. Al parecer estudió la carrera aquí, en el Seminario de Lugo,  y después se fue allá por algún tiempo, de misionero. Dicen que en Manizales, por ser muy inteligente, lo hicieron canónigo. Al poco tiempo enfermó y se vino a Galicia, de donde ya no se ha movido. Pero no me haga mucho caso porque lo sé de oídas nada más. —Acto seguido, haciendo un gesto de extrañeza, dijo sonriendo—: Yo  pensaba que ésta era su primera visita a la catedral.

— ¿Qué más da que sea la primera o la segunda vez que visito esta iglesia? Lo importante para mí es que la catedral de Lugo tiene magia.

— Estoy de acuerdo con usted. Esta catedral es mágica. Como el Mercado Central. ¿Lo conoce?

— Lo he visitado en un par de ocasiones. Pero dígame: ¿Qué tiene que ver un mercado con la catedral?

— Joven, la magia es la magia en cualquier sitio. ¡Embrujo! Antes de abrir el buzón de su casa, usted ve en el fondo un sobre blanco. Como espera carta de su novia, el corazón le da un salto. ¿No es así? ¡Magia! Nosotros, que estamos acostumbrados a destapar tumbas en las iglesias, cada vez que tenemos que abrir una, estamos en vilo. Sabemos lo que vamos a encontrar: huesos vestidos con sotanas. Pero a veces nos topamos con una calavera que aún tiene pegada la piel del muerto, y sus ojos vacíos parecen mirarnos con envidia. ¡Magia otra vez! En cuanto al mercado, ¿no es mágica la sencilla elocuencia de la paisanina que intenta vendernos un manojo de nabizas, un queso o una bolsa de feixones?

— ¿Qué son feixones?

— Alubias.

— Tiene usted razón. Se lo compro.

— ¿Qué es lo que me quiere comprar? –me preguntó extrañado.

— Perdone. He querido decir que estoy de acuerdo con usted. Me ha convencido. El mercado de Lugo es tan mágico como esta catedral, aunque con una diferencia notable. Aquí flota la magia. El silencio sepulcral y el mutismo de la piedra nada tienen que ver con el encantamiento a ras de tierra de los mercados, que son mágicos, de acuerdo, pero  sin el misterio que envuelve el miedo.

Mi interlocutor permaneció pensativo por unos instantes. Guardó la tiza en un bolsillo del pantalón y, mirándome fijamente, replicó en gallego:

Vostede, señor, é ainda novo…

— ¿Cómo dice? –interrumpí.

— Quería decir que usted es aún joven pra coñecer os misterios da maixa galega, y comenzó a reír, disculpándose por su gesto desenfadado—. No me he reído de usted, sino de mis propios miedos cuando, aunque pocas veces, he tenido que baixar a soa… Como lo ha oído: bajar a solas a lo más hondo de una tumba para desenterrar a un obispo o a un cardenal. Pero la diferencia no es mucha comparada con el miedo que me da la mirada de una campesina veinteañera con la pañoleta al cuello, pidiéndote que le compres un manoxo de berzas. Por eso no quiero ir al mercado los martes y viernes, que es cuando acuden las aldeanas con sus queixos. ¿Ha probado usted el queso de Lugo? Es especial –comenzó a relatar sus cualidades, sin dejarme responder a su pregunta—. Leche de vaca, cuajo, sal y, para mayor calidad, amor.

Iba a ofrecerle al albañil mi opinión sobre el queso lucense cuando, de improviso, asomó por la puerta del claustro un sacerdote, que se aproximó a nosotros. El corazón me dio un vuelco. Antes de llegar a nuestra altura hizo una señal al operario para que le atendiera. No era don Benito. Respiré tranquilo.

Me despedí del albañil después de haberle dado las gracias por sus atenciones y salí disparado en dirección a la calle. Por el momento me bastaba con saber que se estaban reparando algunos sepulcros y que don Benito fue canónigo lectoral en Colombia. De ninguna manera tenía ganas de encontrarme de nuevo con él. El coengo, como  denominaba  el albañil al canónigo, no es que me causara antipatía, sino temor y un profundo respeto. Su porte y la perspicacia que yo le atribuía eran las principales causas generadoras de mis precauciones. Y, por añadidura, responsable directo de la restauración de los sepulcros. Estos inconvenientes me hicieron pensar que lo más práctico que podía hacer era dejar transcurrir un poco de tiempo, hasta que las obras quedaran concluidas. Luego, una vez las tumbas restauradas, proseguiría con la investigación que me interesaba, a pesar de que tendría que pedir permiso a no sabía quién para acceder al recinto. Suponía que tendría que ser al canónigo penitenciario puesto que me sonaba que, entre las responsabilidades de éste, estaba la del claustro.

Ya en la calle y sin saber qué hacer, orienté mis pasos en dirección al Miño. Como romántico empedernido que era (hoy ya no tanto, aunque quizá quiera engañarme a mí mismo), me serenaba el susurrante discurso del río. Recuerdo que, sentado en una laja junto al cauce, rememoraba mi primer encuentro con Ingrid. Sus labios parecían como cincelados por las hábiles manos de algún famoso escultor. Cada vez que sonreía era como si le estuviera arrebatando al cielo el esplendor de una feliz alborada. Y en sus ojos parecían dibujarse, como en un fondo de pálidos tonos añiles, las notas musicales de una salve. Tal vez fuese que el rumor de la corriente y el murmurante discurso de la brisa en la arboleda estuvieran modelando mis sentimientos. Fantasía poética, trasnochado lirismo, frágil melancolía ante los brazos abiertos del atardecer.

Cuando más enfrascado estaba agradeciendo a la vida los momentos dichosos de mis devaneos y vagando por las altas cumbres de mi conciencia alterada, un pescador, por sorpresa, me saludó al tiempo que se acomodaba a escasa distancia de mí.

— Buenas tardes.

— Buenas tardes.

— ¿Molesto?

— En absoluto, señor.    

Desenfundó su caña, la montó y lanzó el anzuelo al río. Me fijé en el aspecto del pescador. Era un hombre enjuto y en apariencia débil. El rostro, macilento y como salpicado de excoriaciones,              le daba un aspecto lamentable. Le faltaba una oreja y tenía partido el labio superior. Al quitarse la boina para rascarse la cabeza vi que estaba completamente calvo y que tenía unas manchas oscuras y un par de cicatrices en el cráneo. A su mano izquierda le faltaba un dedo y al andar cojeaba ligeramente. “¡Por Dios!”, pensé, parece un ánima en pena. Dejé de fijarme en su maltrecho cuerpo. El río seguía murmurando y la brisa entonaba su melodía de ocaso entre el ramaje de los sauces y robles, Pero yo seguía viendo en mi imaginación la ruina física de aquel hombre sin prestar atención al lenguaje de la naturaleza. Sin embargo, ¿cómo no agradecer el instante en que ese señor se sentó casi junto a mí para pescar? Su físico motivaba un decidido rechazo a su compañía, pero cuando hablaba lo hacía como si de la boca le brotase una corriente de confianza. Se hacía comprender con palabras sencillas, sin que fuese necesario recurrir a la pregunta aclaratoria. Sólo cuando sonreía me hacía temblar.

— Magnífica tarde, ¿no le parece? —dijo para iniciar la conversación que mantendríamos mientras pescaba, prolongándose después en otro lugar.

— Desde luego —respondí mirándole a la cara con discreción—. Yo no esperaba encontrar en Lugo un atardecer como éste, cálido y sereno. Es como si Dios estuviera regalándonos un trocito de su Cielo para hacernos felices durante un rato.

El pescador me miró, dibujando un amable gesto en los ojos con la clara pretensión de infundirme confianza. Pero no pudo conseguir que su sonrisa fuera atrayente. Al contrario: era más bien una desagradable mueca invitándome a echar a correr. No vi nunca una expresión tan ensombrecida como aquélla. Era como si una escondida tristeza hubiese aflorado de pronto a sus labios, estirándolos en un rictus de amargura por escapar a la presión del semblante que ante mí seguía sonriendo

— Es usted católico, supongo –me lo dijo con naturalidad, al tiempo que accionaba el carrete de la caña para cobrar un pez —No es una trucha, ya ve, sino un pez. Quedan pocas truchas en este río.

— Ha dicho usted un pez. ¿Qué especie de pez?

— Aquí llamamos peces a estos animales, por lo regular pequeños y amarronados, que no son truchas ni barbos, ni carpas ni lucios.

Antes de responder a la pregunta sobre si yo era católico, aguardé a que terminase con su tarea. Pero él me alentó para que no interrumpiera la conversación.

— Siga. Puedo estar pescando y escucharle a usted.

— Bueno, si ser católico significa estar bautizado, haber tomado la primera comunión y haber sido educado en el seno de una familia burguesa y en un colegio de jesuitas, lo soy.

— Disculpe mi indiscreción, por favor.

— Su pregunta ha sido correcta, no se preocupe.

Nuestra charla fue poco a poco derivando hacia temas más complejos e íntimos. Dijo llamarse Fermín Losada y vivir solo. Cuando le conocí tenía sesenta y cinco años. Al estallar la Guerra Civil trabajaba en Asturias como facultativo de minas. En un viaje que hizo a Lugo fue apresado y juzgado en consejo de guerra, acusado de adhesión a la República y de haber sido un entusiasta organizador de células comunistas en contra del Movimiento Nacional. Además, se le imputó haber distribuido propaganda comunista en la misma puerta del cuartel de la Guardia Civil, en clara respuesta provocativa al espíritu patriótico del pueblo lucense. De ahí que, antes de ser condenado a la pena capital, lo hubiesen torturado sin tener en cuenta en el juicio previo a su condena la declaración a su favor de varios testigos, asegurando que Fermín hacía años que trabajaba en las minas de carbón asturianas y siempre había sido un hombre pacífico.             

— Gracias a don Benito, un buen amigo sacerdote, sigo vivo. Él fue quien me salvó la vida. Cumplí cuatro años de condena y luego, cuando regresó de Colombia, trabajé a sus órdenes en  la organización de la Biblioteca Diocesana de Lugo. Don Benito es el hombre más noble y sensato que he conocido en mi vida. Y también, gracias a él, tengo asignada una pensión que me permite vivir con cierta dignidad en el marco de la pobreza.

¡Don Benito!, exclamé para mis adentros. No podía creer lo que estaba oyendo. Desde luego, por el momento no había motivos para que me sintiese mal. Sin embargo, era tanta la obsesión que me causaba el eclesiástico que comencé a dudar entre seguir con mi proyecto o abandonarlo definitivamente. Me lo imaginaba espiándome desde cualquier ángulo oscuro de la catedral, o quién sabe si desde el interior de un confesonario. No obstante, como me interesaba conocer más detalles sobre la personalidad del canónigo, me esforcé por aparentar cierta indiferencia respecto al mismo, no fuera a ser que un excesivo interés por mi parte levantara alguna sospecha en mi interlocutor.

— Tal como usted me lo pinta, debe tratarse de un buen hombre a pesar de ser cura.

— Joven, escúcheme —dijo con una sonrisa que interpreté como permisiva, pese al rechazo que me causaba, y que me inducía a ser más prudente en adelante—. En todos los grupos, organismos e instituciones hay personas buenas y personas perversas. La Iglesia no escapa a la regla. Don Benito, se lo aseguro porque le conozco bien, no es bueno ni malo. Es justo. Muy severo consigo mismo y, naturalmente, con los demás. Por eso no prospera. Pero no es intolerante y disculpa los errores ajenos. Lo que no soporta es el engaño. En eso es inflexible. ¡Ah! Y defensor de una Iglesia más cristiana. ¿Cree usted que entre los comunistas no hay aprovechados y egoístas? ¡Ya lo creo que los hay, y no pocos! Pero es la única idea política que aún me hace sentir esperanzado, a pesar de todos los pesares —matizó con cierto tono de melancolía.

Estaba anocheciendo y apenas se divisaba en el agua el flotador de la tanza. Fermín ya tenía asegurada la cena y no era cuestión de soportar la fresca brisa que nos hacía temblar.

— Creo que ya es hora de irme. Por hoy es suficiente —y procedió a desmontar el carrete y a enfundar la caña—. Mañana será otro día. Al alba y al ocaso es cuando más se pesca. —Luego añadió—: ¿Le apetece un vinillo de la tierra?

— Si me permite que sea yo quien invite, con mucho gusto.

— Tico —comenzó a tutearme—, tú aún no conoces a los gallegos. Cerca de aquí hay un bar donde se sirve buen Ribeiro. Conque en marcha. —Dio unas palmadas en mi hombro y nos despedimos del Miño saludando con la mano y una sonrisa.

Entre las copas de los árboles se iba formando una densa niebla a modo de apretados algodoncillos que Fermín llamaba nebraceira. A mí me encantaba oírle hablar de aquella manera, intercalando palabras gallegas en su castellano de no muy clara dicción. Ahora  ya conozco mejor el habla de los nativos lucenses. De manera especial, su cadenciosa expresividad. Y asemejo el lenguaje de Fermín al de los rudos labriegos del Caurel, aunque él viniera al mundo en La Braña de La Pornacal, en Somiedo, tierra de osos y de vaqueiros de alzada.

El bar donde Fermín me invitó a saborear el mejor Ribeiro que he probado en Galicia tenía el aspecto de un tabernucho. Al fondo del establecimiento estaba el mostrador, en el que se exhibían unas fuentes de loza conteniendo variadas tapas para acompañar el vino y la cerveza. Había, esparcidos por el suelo, servilletas de papel y restos de serrín ennegrecido. El establecimiento olía a aguardiente y a refrito, pero el olfato podía resistir esa agresión una vez adaptado al ambiente del local. Se podía disculpar la falta de higiene en consideración al paladar del rico caldo que nos sirvió un camarero barrigudo y desaseado, aunque simpático,  jovial y atento.

— Señor Losada, no me ha engañado usted —me apresuré a corresponder a las atenciones que me estaba dispensando mi nuevo amigo—. Este Ribeiro merece un sobresaliente en el veredicto de un buen catador. Y, no menos, la empanada de anguilas que nos han servido. Muchas gracias y permítame, se lo ruego, que pida otra ronda con cargo a mi monedero.

— Sigo insistiendo en que todavía no conoces a los gallegos. —Acto seguido hizo una señal al de la barra—: Julián, otro Ribeiro, ahora tinto, y dos raciones de pulpo. ¡Ah! Y que no se te ocurra pasar la cuenta a este amigo —señalándome con un gesto de los ojos.

— Eso dependerá de las truchas que me regales ahora mismo —respondió Julián, añadiendo a sus palabras una risotada—. Aquí no se hacen favores ni se obedecen órdenes. Éste es el único bar de Lugo donde el cliente no siempre tiene razón. Conque ya sabes. Y si no te interesa, ¡aire!

— Estás sobrado de clientela, ¿A que sí, malandrín?

— Sobrado de clientela y falto del buen vino que me está tardando en llegar.

Fermín sacó de un pequeño cesto de mimbre cuatro truchas y unos peces, que entregó al camarero.

— ¿Estás ya conforme?

— No.

— ¡Carallo!

— Soy yo quien ha de cerrar el trato, que por algo soy el amo de este bar.

— Habla, pues.

— Ahora soy yo el que invita. ¿De acuerdo?

— Trato hecho. Pero sin que te acostumbres — y los tres nos dimos la mano.

— ¡Pamplinas! —llamó Julián a su empleado, que estaba detrás del mostrador, dando un vozarrón—. ¡Dos de morro y una jarra del barril del rincón para estos amigos! —Dirigiéndose a mí dijo en gallego, poniendo énfasis a sus palabras—: Este viño e—lle do Ribeiro.

— ¿Qué ha dicho? —pregunté a Julián— ¿Que este vino es un Ribeiro?

Por toda respuesta el tabernero puso una mano en mi hombro, asintió haciendo un gesto y, mirando a Fermín, sentenció en referencia a mi persona:

Este rapaz é o demo.

Hacía casi un par de horas que habíamos desembocado en la taberna de Julián y aún seguíamos conversando sobre temas intrascendentes; asuntos que, aunque no desentonaban del ambiente en que nos hallábamos sumidos, a mí me interesaba más abordar otros temas. De manera prioritaria, todo lo concerniente a la vida de don Benito y al servicio prestado por Fermín en el Archivo Diocesano. Ya metidos en esa conversación, saldría a relucir el activismo político del pescador que acababa de conocer en el río. Era el momento idóneo para poder adentrarme en dos vidas que me interesaba conocer a fondo, y el alcohol podría ayudarnos a intimar un poco más. Como comprendí que lo mejor era que yo abriese el camino en tal sentido, aprovechando la pregunta que me acababa de hacer Fermín sobre si yo estaba casado, comencé el diálogo de mi preferencia.

— No. Ni estoy casado ni comprometido. Este año he terminado Magisterio y estoy de visita en esta acogedora ciudad.

— ¿Acogedora ciudad? Dicen las malas lenguas —apuntó Fermín— que “Lugo es la tumba de Galicia”. ¿A ti qué te parece?

— Yo no aprecio en Lugo ningún matiz escatológico, a no ser las sepulturas que he visto en la catedral, que, por cierto, deben de ser interesantes. ¿Sabes tú algo sobre esta materia?

— Por suerte o por desgracia –me respondió el amigo comunista— conozco todos los sepulcros a los que te refieres, como también en qué lugar se encuentra cada uno de ellos. Ya te he dicho antes, mientras pescaba, que ayudé durante años a don Benito a clasificar documentos y a ordenarlos en sus expedientes, y, en ocasiones, a inventariar las propiedades de la Iglesia en lo referente a la catedral y a otros templos de la diócesis.

— Interesante —comenté sin poner demasiado énfasis en mis palabras—. Por cierto, ahora mismo están reparando esas sepulturas.

— Lo sé. Hacía falta una buena restauración, cuyo coste correrá seguramente a cargo de la Xunta. La muerte engalanada con finos mármoles. Qué cosas. Gloria a los muertos y palos a los vivos que defienden la libertad. “¡Julián!” —dio una voz para demandar del tabernero más vino y morro.

De momento creí conveniente no seguir abundando sobre el asunto. Preferí esperar a que se presentara otra oportunidad para proseguir con mis investigaciones. Ya idearía yo la manera de que Fermín me dijese, sin temor a cometer graves errores, en qué lugar estaba enterrada doña Cayetana, si es que  ese supuesto podía ser acreditado como realidad.       

A medida que iba conociendo más detalles sobre los sepulcros catedralicios, aumentaba mi temor. Había momentos en que deseaba con toda mi alma que el sueño que tuve hacía bastantes años en Valencia no se convirtiera en realidad. Si era cierto que doña Cayetana estaba enterrada en la catedral y Fermín me decía dónde reposaban sus restos, el siguiente paso a dar,  decisivo, pondría a prueba mi inteligencia y arrojo. Sería muy difícil que me volviese atrás una vez localizada la tumba que me obsesionaba. Había trabajado durante varios años, incluso haciendo labores como barman con la pretensión de viajar a Lugo para determinar la relación que pudiera existir entre mis sueños y la realidad. Y no solamente eso. También anidaba en mi ánimo el deseo de descifrar el significado del posible mensaje que pudiera encerrar el escapulario de doña Cayetana. Me resultaba muy extraño el hecho de recordar con toda nitidez el nombre y los apellidos de la ilustre dama, sus facciones, sus gestos y ademanes y toda la liturgia que la acompañaba en sus exequias, quedando únicamente en el olvido lo que estaba escrito en el escapulario con caracteres bordados en rojo. ¿Por qué me estaba vedado ese detalle? ¿Iba a desistir de mi empeño por cobardía, después de haber estado tanto tiempo pensando en ello? Me inspiraba más temor el escapulario que el riesgo de llegar hasta el fondo del enigma. Sin embargo, prefería que todo quedara en una pesadilla y olvidarme para siempre de tan espinoso asunto.

Al margen de mi interés por lo ya comentado, también me importaba conocer la vida de Fermín. Debió padecer horriblemente en la cárcel de Lugo.

En el transcurso de nuestra conversación sobre este tema, los ojos del nuevo amigo permanecieron humedecidos y brillantes. Observé que se trataba de un llanto apenas contenido, en el que posiblemente ciertos recuerdos estaban vertiendo su impotencia ante las injusticias cometidas con él.  No me equivocaba al haber pensado de aquel modo. Pero sí erré al haberlo considerado un activista importante al servicio del Partido Comunista. Sus palabras, debo confesarlo, me sorprendieron. Dada mi bisoñez en cuestiones políticas, la idea de que una persona pudiera ser torturada por idealismo, como lo fue Fermín, me dejó perplejo y angustiado.               — Nunca he negado mi afiliación al P.C. por aquellos tiempos; pero yo no ostentaba ningún cargo en el partido, ni participé en la quema de iglesias, cuestión ésta que no tuve empacho en condenar enérgicamente. ¿Quemar iglesias? ¿Por qué, si cada persona tiene derecho a pensar y creer como quiera? Simplemente, me limitaba a pagar mi cuota mensual y asistir a ciertas reuniones que me interesaban para estar al tanto de los acontecimientos. Un camarada, gran amigo mío, me alertó de que un ingeniero de minas me había denunciado a unos falangistas. Ante el temor de ser víctima de alguna maniobra fatal, escapé a Lugo con el fin de sentirme amparado por mi familia. Pero me equivoqué. Lugo estaba plagado de falangistas y fui detenido por tres de ellos. Me encerraron en un recinto maloliente. Concretamente, en una boyera. Allí fui apaleado sin consideración ni el menor atisbo de piedad. Fue tal la tortura a la que fui sometido que enfermé. Como aquellos tres desalmados estaban empecinados en que denunciara a mis camaradas... No te lo cuento. Fue horrible. Estuve internado durante siete días en un barracón que convirtieron en hospital para atender a los rojos. Siete días, inconsciente. Cuando recuperé el sentido me trasladaron a la cárcel en un camión, entre los cerdos que llevaban al matadero. Y en la prisión, amarrado a un poste después de cortarme una oreja con exasperante lentitud, de golpearme en los huevos y de hacerme comer mierda humana, denuncié a un amigo comunista al que poco después fusilaron por culpa de mi debilidad. El mismo amigo y camarada que me advirtió de que me estaban buscando los fascistas. Todavía hoy, después de los años transcurridos, me desprecio por cobarde. Hubiera sido mucho mejor para mí que don Benito no me hubiera salvado de la segura muerte a la que fui condenado por un tribunal de criminales, en el que figuraba como presidente un coronel hijo de mala madre. ¡Julián, trae otra jarra de Ribeiro, coño! ¡Y más morro! —A continuación, a sovoz, como si no quisiera escucharse a sí mismo, se lamentó—: Vino y morro para olvidar tantas cosas horribles.: mi traición, el amor amargo que he padecido durante años... y la mala hora en que nací.

Traté inútilmente de calmar al hombre rudo que en mi presencia intentaba contener el llanto; pero los ojos, que son las fontanas sentimentales por donde el ser humano se confiesa ante el mundo, lo traicionaron tal como Fermín creía haber traicionado a un gran amigo.

Julián se negó a servirnos más alcohol.

— Morro, todo el que queráis. Hoy invita la casa. Vino, ni una gota más.

Fermín se puso en pie y, con el puño bien apretado apuntando al rostro del tabernero, desistió de su actitud belicosa y dijo, dirigiéndose a éste:

— Julián, perdóname. Gracias por tu amistad, que no merezco.

— ¡Me cago en Dios! —blasfemó el aludido— ¡Déjate ya de historias! —Luego, poniendo una mano sobre el hombro de su amigo, añadió—: Si hay un hombre en Lugo que sea un hombre de pies a cabeza, ése eres tú. Conque ya sabes: o a callar o a no decir más tonterías. ¡Pamplinas! —ordenó Julián a su ayudante—. Dos cafés bien cargaos y un Montecristo para mí, que estoy en ayunas.

Me arrepentí de haber propiciado una conversación que a todas luces había sido muy dolorosa para un hombre como Fermín, en algunos momentos impetuoso e irreflexivo. La impresión que de él había tenido en el río no podía inclinarme a sospechar que fuese capaz de levantar la mano contra nadie y mucho menos a un amigo como Julián, servicial, desprendido y bondadoso. No obstante, deduje de su amargo relato que podía justificarse por un desequilibrio emocional capaz de hacerle perder el control. En adelante, si es que volvía a conversar con él, tomaría toda clase de precauciones. Cuando me dijo que conocía a don Benito —con el que había trabajado tanto tiempo y al que debía la vida— me alegró pensar que Fermín podría ser muy útil para mis planes; pero luego desistí de intención tan interesada. Tratar de valerse de la amistad de una persona con fines interesados era impropio de un hombre honesto. Además, caso de fracasar en mi proyecto, tendría que añadir una frustración más a su vida. Ante él, en ningún momento pronunciaría el nombre de doña Cayetana. Aunque para llevar a cabo mi plan tuviese que prolongar mi estancia en Lugo hasta gastar el último céntimo de mi peculio.

Pensé que, tal como estaban las cosas y en consideración a lo que habíamos ingerido, lo más prudente era marcharnos. Sin preámbulo ni rodeos, aunque con estudiada timidez, propuse:    

— Señor Losada, ¿por qué no nos vamos a dormir? Hemos bebido demasiado.

— No —dijo con rotundidad el aludido—. Todavía quiero que conozcas el resto de mi odisea. Hay ocasiones en que necesito sincerarme con alguien, y Julián ya me ha absuelto mil veces —Fermín comenzó a carcajearse.

— Déjalo que te cuente todo lo que le queda en el buche. Lo necesita —terció el tabernero—. Todavía no está borracho. Cuando lo esté, que no será en mi casa, dejará de hablar. Cosa rara en los tumbacuartillos; pero este amigo nuestro es especial hasta cuando está chispao.

El dueño del bar asentía cada vez que nuestro amigo se esforzaba por hacerme comprender que el odio no conduce a buen puerto. Tal vez en su interior se estaba librando una dura batalla entre sus sólidos deseos de venganza y sus ansias de paz. Deduje este supuesto porque, al observar con atención sus gestos, en ocasiones reflejaban un profundo rencor y en otros momentos se le ablandaba el semblante como si estuviese contemplando una escena trágica. Pudiera ser que don Benito, en sus largos días de convivencia con él, lo hubiera orientado en dirección a la búsqueda de un motivo de concordia. De todos modos, me dio la impresión de que Fermín actuaba contrariamente a como pensaba y sentía.

— Todavía está con vida el inspector Blanco —dijo el señor Losada refiriéndose al policía que, en connivencia con el médico fascista para contenerle las hemorragias, le había cercenado la oreja—. Como lo oyes, Tico. Blanco cortándome la oreja y el canalla del médico controlando la hemorragia. Y va a misa todos los domingos y fiestas de guardar. ¿Cómo es posible que esa persona haya jurado la Carta Magna y se le otorgase en su día un respetable cargo en la Administración?

— Porque en las democracias —intervino Julián, visiblemente afectado—, lo queramos o no, los criminales se refugian en las iglesias. Me refiero a esos bastardos que creen en Dios para trepar. Y en los ayuntamientos, diputaciones y otras covachas del Estado aquellos que ayer, hoy, mañana y siempre defienden su barriga con mentiras, puñaladas traperas y padrenuestros. Pero tú, amigo Fermín, tienes tu iglesia en el río, tu ayuntamiento en la taberna de Julián y tu democracia en los amigos que te respetamos y queremos. ¿Qué más puedes pedirle a este perro mundo? ¡A ver, dime! Si te tropezases con el hijo de puta de Blanco, ¿crees que te miraría a los ojos? ¿Ha venido a este bar como lo ha hecho el alcalde, a saborear el mejor Ribeiro de toda Galicia? Claro que no. Porque sabe que Julián, si pone los pies en esta casa, con todo lo jefazo que ha sido y el apoyo que tiene de más de un ricacho cabrón de Lugo, le va a negar el pan, la sal y el vino por el que suspira. Y no sólo eso. Porque también sabe que tiene prohibido convivir con la gente honrada que visita mi taberna. ¡Maldito sea ese cabrón! —exclamó para concluir su discurso—. ¡Pamplinas!, una sidra pa los amigos y otra  pa mí, que vamos a plegar.

No era demasiado tarde cuando acompañé a Fermín a su casa. La niebla, espesa y pegajosa, absorbía la luz de las farolas convirtiendo el nocturno resplandor en una degradada sinfonía de grises espectrales. Reinaba la paz en las céntricas callejuelas y el silencio ponía su nota de gravedad en el ambiente. Acostumbrado como estaba a una vida nocturna agitada, la noche lucense se me antojaba triste. ¿Por qué esa calma exagerada, aun siendo lunes y estar la niebla cubriendo la ciudad con un manto de misterio? Tal vez sea, pensé, que la melancolía ha encontrado en el alma gallega el más seguro refugio donde anidar. ¿Acaso no lo veía en los oscuros tejados de pizarra, en el semblante taciturno de los hombres maduros; en los bares, el vaso de vino sobre la mesa y la mirada perdida en un indefinido punto de tristeza? ¿No estaba presente ese tono lastimero en la austeridad urbanística, en la floresta (enhiestos eucaliptos, cuyas hojas lanceoladas en forma de guadaña simbolizan la muerte),  en el caminar cansino de mujeres, hombres, niños y ancianos? ¿No me contagiaba su melancolía la elegíaca gaita, incluso cuando la muñeira ponía color a la danza? ¿No lo sentía en los recordados versos de Rosalía, en el bello parque romántico que lleva su nombre, en la mirada de los pescadores cuando visité la costa lucense y en el mugido de las reses en los abiertos campos, al fondo la penillanura en perpetua oración? ¿Y las aldeanas en el Mercado Central defendiendo el precio de sus productos con exclamaciones quejumbrosas? ¡Oh, Galicia!, murmuré, ¡Cómo te siento! Pero Fermín no escuchó lo que yo susurraba. No podía escucharlo porque estaba pendiente de lo que iba a contarme.

Has—me pedir perdón de xinollos...

— ¿Qué has dicho?

— Cosas mías. No te preocupes. Nada tiene que ver contigo lo que acabo de decir.— A continuación, cogiéndome del brazo, me confesó—: Estaba yo arrumbado malamente en un rincón de la celda, aquí, en la cárcel maloliente de entonces, junto a siete compañeros, fíjate, todos hacinados, cuando un carcelero preguntó: “¿Quién es Fermín Losada Marcos?” Yo, respondí temblando de miedo. Abrió la celda y me condujo a un despacho que supuse del director de la prisión, donde un hombre de mediana edad, rechoncho y atildado que vestía camisa azul... Bueno, te lo voy a contar tal como sucedió; como si se estuviese dando ahora mismo aquel diálogo:

— Sabrás para qué te he hecho venir hasta aquí, ¿No es cierto?

— No, respondí sereno.

— Se dice No, señor, ¡imbécil! Bien. El caso es que has sido condenado a muerte por un tribunal imparcial. Serás ajusticiado en el plazo máximo e improrrogable de una semana. Pronto te llegarán los papeles oficiales. Cualquier día de estos, al amanecer, te nombrarán de nuevo. No preguntes para qué. Estás advertido.—A continuación, sin interesarse por mi parecer, añadió—: El páter te espera para confesarte. ¡Justino! —reclamó la presencia de un carcelero—. Conduce a este rojo ante don Sebastián, y si te parece bien reza por su alma negra de incendiario de iglesias.

— Amigo Tico, te juro que no sentí miedo. Lejos de ese negativo sentimiento, la rabia  me cegó. Mirando con odio al hijo de puta del falangista, le escupí a la cara. La reacción no se hizo esperar. El tal Justino, otro mal nacido como el fascista a quien obedecía, me dio de hostias y patadas hasta dejarme tendido en el suelo sin conocimiento. Pero el cura me esperaba. Me esperó hasta que recuperé la conciencia. Hermano, no sufras más. Dios es misericordioso y yo sé que habrá de perdonar tus pecados. Confiésate conmigo, hermano, porque yo...  Tico, ya me daba todo igual. En esos momentos prefería el dolor de dos puntapiés en los cojones a tener que soportar la ignominia de confesar algo que yo no había hecho, y menos a un cura. Después de haber denunciado a uno de mis mejores amigos, prefería la muerte. Cuanto antes fuera, mejor. Le dije al clérigo de todo. Pero a él le daba igual lo que yo dijera o pensara. Ese día no me pegaron más. Me dejaron tirado en una celda, solo, sin jergón donde dormir y sin manta con que poder defenderme del frío, y a los dos días de aquello me visitó don Benito. Lo recibí de uñas, pero él me calmó. Había hablado con un pariente suyo que era coronel al servicio de Franco. A partir de entonces, durante cuatro años, me trataron bien. Don Benito se había enterado por el cura que quería confesarme de lo que me había sucedido. Seguramente el capellán de la prisión se dio cuenta de que yo no mentía. Gracias a esos dos sacerdotes estoy hoy con vida. Aunque de poco me ha servido vivir sin el amor de la mujer que yo más había amado y que me traicionó, además de tener que soportar la enorme carga de mis remordimientos. Algún día te contaré la historia de mi frustración amorosa. Una historia que cuando la recuerdo hace que me sienta el hombre más desdichado de este mundo. Porque desdicha es, y muy grande, sentir en lo más hondo del alma la indignidad de haber seguido amándola durante años, sabiendo que había dejado de amarme. Hubiese dado mi vida por esa mujer. Para justificarse a sí misma su traición y no tener que cargar sobre su conciencia la gratitud por mis desvelos hacia ella, días antes de despedirnos, me dijo: “¿A cambio de qué el esfuerzo que dices haber hecho por mí?” Sí, amigo Tico, algún día te contaré esa historia.

Dejé a Fermín en su casa: un humilde hogar en el que se palpaba la soledad. La noche era oscura. Lugo dormía.

Algún día te contaré esa historia. Otra historia más, triste como la “Negra sombra” de Rosalía, mientras en mi cabeza se escenificaba la vida de mi padre en Valencia rodeado de curas, militares y directores de banco, y la de mi querida madre aspirando a convertirme en un devoto incondicional de la Virgen María: “Hijo, reza a la Virgen de los Ojos Grandes por tu padre y por mí”.

¡Fermín rezándole a la Virgen! Sentí pena por mis padres, que habían quedado solos en Valencia; pero me di cuenta de improviso de cómo me habían educado y en qué error político me había desenvuelto siempre, desde que comencé a sentirme responsable de mis actos. Fermín, Julián, Pamplinas y los borrachines que frecuentaban las tabernas de mis preferencias me estaban mostrando un camino distinto al de la Universidad y al de los naranjos en flor, entre los que Rosa y yo nos revolcábamos sobre la yerba.

Sí, iba pensando camino de la pensión. Lugo duerme mientras la Santa Compaña pasa de largo ante la casa del inspector Blanco.