26
Mientras me encaminaba a casa de Guzmán recordé el día en que, ilusionado y temeroso ante la incertidumbre de mi estancia en Lugo, me presentaron a Ingrid. Fue ésa una de las pocas veces que una mujer me había impresionado de un modo especial.
Con nostalgia rememoré algunos momentos con Ingrid y su muerte, hasta que el bungalow del sacerdote asomó tras los árboles de su jardín. ¿Tenía algún sentido haber empleado lo más valioso de mi juventud en la persecución de una mirada de la que yo había deseado escapar sin saberlo? Sin embargo, ya casi liberado de la tiránica mordedura psicológica que me había estado martirizando, dudaba de mi estabilidad emocional. ¿Qué iba a suceder en el momento en que la mirada de Ingrid, rescatada de mis ojos por los pinceles de un cura, cobrase vida frente a mí?
Con los nervios en tensión toqué con los nudillos la puerta de la casa de Guzmán, que tardó en abrirme, aunque no por ello insistí en mi llamada. Pulsar el timbre no pude hacerlo, dado mi estado nervioso. Al encontrarnos frente a frente, abriendo los brazos en cruz, exclamó:
— ¡Bendito sea Dios que ha hecho posible este feliz reencuentro! –y nos fundimos en un abrazo sincero, prolongado y silencioso, que acabó con las dudas que momentos antes me abrumaban.
Ese abrazo y la casa, restaurada, limpia y ordenada, perfumada por embriagadores aromas provenientes de su jardín (la puerta y las ventanas que daban al espacio floral estaban abiertas), disiparon la parte más reacia de mis sentimientos. ¿Cómo era posible que con el frío que hacía, el párroco amigo (amigo porque en esos momentos mi alma rechazaba cualquier recuerdo negativo) tuviese su hogar completamente abierto a las inclemencias invernales de la noche? Intuí que lo había hecho para recibirme con toda clase de honores, incluyendo el aromático ambiente que se respiraba y la música de un tocadiscos, antiguo pero de limpia sonoridad, cuya apacible melodía coronaba felizmente el esfuerzo de Guzmán por celebrar la recuperación de nuestra antigua amistad.
— Permíteme que cierre la puerta y las ventanas. Como sabía que ibas a venir, he preferido ventilar esta habitación para librarla un poco de los olores de la cocina. Desde esta mañana está activa la chimenea.
Agradecí a mi anfitrión sus atenciones y hablamos durante unos minutos de la ya casi desaparecida lareira: esas piedras de la cocina rústica gallega sobre las que antaño se encendía el fuego y al amor del cual las mujeres se transmitían consejas e historias fantásticas de la Santa Compaña, de trasgos, tangaraños y as meigas chuchonas.
— Quizais aí estea a solución do moitos problemas –manifestó el sacerdote, tal vez convencido de que un fuego confortable facilita el entendimiento. –Aïnda así, segue en pé lareira ocasional nas aldeas de montaña ¿A quén no lle grada á paz do lar?
La paz del hogar, pensé con tristeza al recordar la tranquilidad que se respiraba en casa de mis padres, en todo momento atentos a suavizar las naturales tensiones familiares. Pero dejé a un lado cualquier remembranza que pudiese alterar mi buen estado de ánimo, y para conducir nuestra charla sin brusquedad hacia temas menos melancólicos, referí los bulliciosos festejos de las Fallas valencianas en honor de San José. Luego, mientras tomábamos un Abadía da Cova, le sugerí a Guzmán —forzando una sonrisa con la que intenté disimular mi contrariedad, —que habláramos acerca de mi decisión de renunciar al cuadro de Ingrid
— Me he comportado egoístamente –comenzó el sacerdote, bebiendo el último sorbo de su vino da Ribeira Sacra – Pudimos haber llegado a un acuerdo razonable de haber sido yo más tolerante y comprensivo; pero me traicionó mi obsesivo sentimiento de propiedad artística de una obra en la que he puesto todo lo que soy –e hizo una pausa que aproveché para darle una punzada en su sensibilidad.
— Todo lo que eres, y tal vez lo que hubieras deseado ser.
— ¿Qué has querido insinuar?
Por la mirada que me dirigió, precavida y expectante, comprendí que el paso que yo acababa de dar había sido en falso y necesitaba una oportuna corrección. Guzmán entornó los ojos y, aunque yo notaba que me miraba con fijeza, no podía saber qué ideas o pensamientos estaba elaborando su cerebro. Sólo podía apreciar en su semblante un extraño abatimiento, quizá originado por mi inoportuna alusión a su frustrada vida. En consecuencia, opté por enmendar mi yerro.
— Lo que he querido decir es algo que a todos nos afecta de algún modo. ¿O es que acaso nos sentimos satisfechos de haber desaprovechado la suerte que alguna vez nos ha rondado, y que por no estar lo suficientemente maduros para disfrutarla la hemos dejado escapar?
— ¿Ha sido ésa tu intención?
— ¿Cuál si no? No he venido aquí para pedirte cuentas, sino para ofrecerte en exclusiva propiedad la parte que me pueda corresponder del cuadro por haber posado para tu arte. Ni tú ni nadie en este mundo es capaz de pintar la mirada de Ingrid tal como yo la siento. No necesito de ninguna expresión plástica para recrearme en ella. Lo que ahora deseo es vivir al margen de los recuerdos, tristes o alegres. Quiero que mi vida sea un continuo presente y no una carga de sombría emotividad. Tú, en cambio, necesitas ese cuadro para verte en él, puesto que el espejo en que te miras sólo refleja tu físico. No existe imagen especular tan clara como la del propio espíritu reflejado en el arte. ¡Ahí está el auténtico colorido espiritual, el arco iris anímico, la verdadera naturaleza ontológica!
— ¿Ontológica? ¿Por qué ontológica?
— Porque la ontología –no es necesario que te lo explique— es una parte importante de la metafísica que trata del ser en abstracto, y todos, ¡óyeme bien!, desde el leñador hasta el Sumo Pontífice, llevamos impreso en nuestros genes los deslumbrantes colores de la creación. Sin embargo, no sabemos apreciarlos. O tal vez sea que nuestra tosquedad sólo admite la negación del color. Pero no quiero entrar en filosofías, sino en realidades palpables. El cuadro es tuyo. No obstante, si me crees merecedor, déjame verlo siquiera sea una sola vez. En caso contrario, no vamos a disputar por ello. Me conformo con haberte visitado, con tu buen recibimiento y con el excelente vino con que me has obsequiado. ¿Se le puede pedir más a una amistad digna de tal nombre?
Yo sabía que el final de mis breves palabras no iba a suponer el comienzo de una conversación más distendida porque a Guzmán le había desagradado mi postura acomodaticia, al asegurarle que no íbamos a discutir en el caso de que prefiriese ocultarme el cuadro. Después de haberle asegurado que el lienzo era suyo en exclusiva y de la conversación telefónica que tuvimos previa a mi visita, él ansiaba mostrarme su obra y lo cierto era que a mí también me complacía poder contemplarla, aun a pesar de mi actitud un tanto indiferente. Pero en esas circunstancias yo le temía a las palabras. Sería inevitable tratar algunas cuestiones de peligrosa interpretación, tanto por su parte como por la mía. Ingrid podía suponer el epicentro de una poderosa convulsión emocional en el caso de no cuidar suficientemente nuestras expresiones. Sin embargo, estábamos abocados a correr ese riesgo.
Guzmán, creo que en un intento por buscar un equilibrio entre mi actitud displicente y su claro deseo de comentar conmigo su trabajo artístico, arguyó que después del esfuerzo que ambos habíamos hecho, sería un error imperdonable no mostrarme el cuadro y, como consecuencia de tal postura incomprensible, dejar de discutir amigablemente el resultado global de su plástica experiencia.
— Así es –afirmé, y, como paso previo a la contemplación de la obra, me hizo algunas advertencias respecto a las dificultades técnicas que entraña una tarea pictórica tan compleja como la de pintar una mirada sin ojos y, más, todavía muchísimo más complicado, el plasmarla a través de mi interpretación.
— Ten en cuenta, amigo Tico, que por muy identificado que hubieses estado con Ingrid cuando estabas posando; por excelente que hubiese sido tu fusión, la integral compenetración de tu espíritu con el suyo, aquella mirada, al reflejarla tus ojos, necesariamente tuvo que estar contaminada por la emoción. El pintor o el novelista, el escultor o el poeta, cualquier artista que conozca los fundamentos de la física moderna, sabe perfectamente que la realidad última es imposible definirla ni siquiera por medio de las matemáticas. El comportamiento de la materia no sólo refleja su naturaleza sino que, al manifestarse, al abrirse a la contemplación humana, no explica porque lo lleva implícito o, para entendernos mejor, oculto su relación con el todo. Tú, cuando estabas contemplando imaginariamente la mirada de tu compañera, lloraste. Y no era un llanto de plañidera; tus ojos destilaban lágrimas auténticas por una irreparable pérdida. Una pérdida que no sólo era humana, espiritual, anímica o como la queramos llamar, pero que trascendía tus sentimientos para formar parte del sentimiento cósmico. ¿Cómo podía yo, lejos de tu realidad, sentirme hoja de tu árbol? Sin embargo, intenté reflejar en el lienzo, y creo que lo he conseguido a través de tu mirada, la sombra de la de Ingrid. Sólo la sombra; tal como contemplo la sombra de Dios cuando me entrego a Él en la Eucaristía.
“Tico, no sé cómo explicarte lo que únicamente tiene explicación desde la fe. Con una visión reduccionista o mejor dicho, materialista de causa y efecto, no hay manera de comprender el misterio que encierra una mirada. Hay que ir más allá de la mecánica de relojería en la que creyeron Descartes y Newton para sentirse árbol sin analizar los componentes químicos de su savia. Para amar con autenticidad un hombre a una mujer es imprescindible comprender la propia naturaleza masculina, y luego, sabiéndose varón, reconocer esa fuerza pasiva que, aun sintiéndonos muy hombres, llevamos incorporada en nuestros genes. De momento, nada más puedo decirte. ¿Quieres que te enseñe mi obra?
— Todavía no. Antes debes explicarme cómo fue posible que tú, siendo sacerdote, me hicieras sufrir tanto cuando posaba para ti, llegando hasta el extremo de humillarme.
Guzmán bajó la cabeza, entrelazó las manos sobre la mesa y después, mirándome a los ojos sin pestañear, aseveró:
— Porque yo, además de sacerdote, soy un hombre como tú. ¿O acaso Dios me ha elegido para servirlo por mi pureza? No. Dios se ha fijado en mí porque me ha creído capaz de pedirte perdón.
Que un cura me pidiera perdón era algo desacostumbrado en mi entorno social; un suceso imprevisto que me causó más azoramiento que satisfacción. Bien sabía el padre Guzmán cómo reducir a cenizas mis resabios y el ardor pasional con que en ocasiones le recriminaba sus yerros. Yo hubiese preferido el reconocimiento de su mal comportamiento conmigo en los momentos críticos de nuestra comunicación artística, sin petición de indulgencia alguna, en vez de buscar en mi perdón el modo de eludir el enriquecedor examen de sus faltas y de las mías. Sin embargo, acallé mis intenciones con una sonrisa que fingí comprensiva, y sin acceder a su deseo de acabar algo que el tiempo había enquistado en mi subconsciente me concentré en la hermosura del jardín, donde el viento y la lluvia creaban fantasmagóricas escenas jugando con las sombras, mientras los aullidos del viento componían una sinfonía de bemoles.
— Aunque perdonar significa comprender –argüí con rotundidad y templanza—, te puedo asegurar que no he entendido el porqué de las humillaciones que me hiciste pasar. Pero bien, tiempo tendremos de aclarar tú y yo algunas cosas que no deben pudrirse en el magín.
— Cuando veas el cuadro, comprenderás.
— Pues entonces enséñamelo, porque quiero comprenderte.
Guzmán había salido a buscar el cuadro cuando, de repente, un fortísimo estampido acompañado de relampagueante luz hizo temblar la casa, dejándonos a oscuras. En circunstancias normales —me había sucedido en otras ocasiones— las grandes tormentas me creaban una satisfacción morbosa, de manera especial cuando el meteoro me sorprendía estando solo, puesto que inmediatamente mi fantasía se desplazaba hacia los espacios cósmicos donde los fabulados cataclismos adquieren caracteres apocalípticos. Imaginaba tremendos choques de estrellas, flotantes espíritus planetarios invocando a los dioses caídos incitándolos a la venganza, o relacionaba la exhalación con los estertores agónicos de las brujas medievales en la hoguera ante la presencia de los inquisidores. Cualquier idea catastrófica, secuencia humana terrorífica o rebeldía natural servía de estímulo para mis sueños escatológicos. Después, cuando volvía a reinar la calma y las copas de los árboles se mecían en brazos de la suave brisa, respiraba el ionizado aire para sentirme dueño del espacio vital. Mis inclinaciones eran antagónicas en esos momentos; pero yo necesitaba vibrar ante la presencia del bien y del mal, porque pensaba que lo auténtico de la vida se halla donde los polos opuestos compiten por prevalecer.
Sin embargo en esta ocasión, al sorprenderme el trueno y su inseparable culebrina, un temor desconocido se apoderó de mí. Un miedo que no fue originado por el ensordecedor trallazo atmosférico ni por el intenso olor de azufre que llenó la estancia, sino por un sentimiento instintivo de pavor, coincidente con el estallido del rayo.
— ¡Vaya! ¡Tenía que ser ahora! –oí que exclamaba Guzmán, y calló. Pero no guardó silencio el cielo, que seguía liberando la cólera de las Erinias.
El apagón no duró más que unos pocos segundos; el tiempo suficiente para que mi imaginación se materializase figurándome la expresividad sin ojos que esperaba contemplar. Si Guzmán captó con fidelidad mis emociones cuando posé para sus pinceles, mis aletargados sentimientos negativos podrían aflorar. Pero no le temía al riesgo porque Merce estaba suplantando en mi pensamiento cualquier imagen, viva o muerta, con la que la memoria pudiese traicionarme. Pero no era que Ingrid ya no me interesara ni como flujo sentimental para alimentar el recuerdo del amor que me tuvo. Se trataba de otra cuestión. Ella me había recomendado en varias ocasiones que si se moría antes que yo, el recuerdo de sus besos no debería perturbar mi gozo de la vida, y eso es lo que me impele a no desaprovechar los momentos luminosos de mi existencia. Ingrid ya no es Ingrid sino un muro de silencio que abre sus puertas de vez en cuando para decirme: “Sé feliz mientras puedas” Y a veces, cuando los endemoniados recuerdos de su traición con Fermín clavan en mi corazón los estiletes de la ira, me autoflagelo al olvidar las contradicciones que me tienen sujeto a la sinrazón. ¿No he dicho mil veces que en el amor no existe la traición y que…?
Tan inesperadamente como antes nos había sorprendido el apagón, se iluminó la estancia donde me encontraba.
— ¡Bendito sea Dios que hizo la luz! –exclamó el cura/pintor con una risotada de júbilo—. ¡Dios es omnipotente! ¡Aquí está mi obra, nuestro sacrificio mutuo, el sentimiento hecho arte por una mirada, cuya ternura ha quedado plasmada en un vulgar lienzo! ¡Mira, mira! ¡Contempla el milagro! –y destapó el cuadro que estaba cubierto con una tela azul.
Al simultanear con el fogonazo y posterior trueno mis temores sobre algo insospechado, intuí que el encuentro con una realidad extraordinaria iba a ser capaz de fundir en un sentimiento único de sorpresa la disparidad de mis emociones. Y así sucedió.
El cuadro apareció ante mi vista desnudo del velo que lo cubría, y finamente enmarcado en una armadura de suaves tonos marfileños. Ante el impacto que me causó el lienzo, el marco quedó en un plano secundario para su posterior contemplación.
Al desviar mi vista del cuadro para fijarme en Guzmán, vi que el sacerdote estaba atento a mis reacciones. Mis ojos sorprendidos reclamaban una respuesta del artista, concedida al instante por la luminosidad de su rostro y las enfáticas palabras con que pretendió, no sacarme de mi asombro sino, como habitante de un mundo fantástico, llevarme a las entrañas de su encantado orbe.
— Te veo sorprendido como un jilguero ante la flor de un cardo. ¿No es asombroso lo que acabas de contemplar? ¡Gracias, Dios mío, por haberme iluminado! ¡Gracias, amigo, por haber hecho posible mi felicidad!
Yo no sabía cómo comportarme ante la exultante alegría del cura amigo. La interpretación que él estaba haciendo de mi sorpresa no se correspondía con la realidad que yo estaba sintiendo, distante años luz de la suya. Lo sorprendente del caso no era el cuadro en sí, lleno de sentimiento y vacío de las técnicas y sofisticados recursos de que se valen algunos afamados pintores para deslumbrar con su arte. Se trataba de algo mucho más complejo que el llamado toque de genialidad.
Creo que todos, aunque haya sido por una sola vez en nuestra vida, hemos sentido el peso solemne del silencio absoluto a modo de vacío mental. Yo lo sentí en una ocasión junto a Rosa después de haber hecho el amor bajo un frondoso naranjo, en el instante preciso en que un pájaro trinaba y una vaharada de azahar sublimaba mis percepciones olfativas. El prodigio duró poco, sólo un instante; pero fue suficiente para notar en lo más hondo de mí el sutil oleaje de la soledad. ¡Qué extraña cosa! (Digo cosa porque no me atrevo a llamarla sensación, percepción o ¡qué sé yo de los misterios del ser!) El caso fue que, sintiéndome nada, notaba cómo Rosa me acariciaba una mano y luego, con delicadeza, besaba mis labios. En aquellos instantes, como si una vasta sombra sin contorno me abrazara, mi yo más íntimo (el yo que me estaba empujando a sentirme todo y nada) abandonó la materia/templo en que moraba, y sin saber cómo ni por qué me vi envuelto en una realidad de inimaginable crudeza. Me incorporé de inmediato y, poniéndome en pie, sentí el miedo más intenso de mi vida. ¿Dónde había estado yo? ¿Qué me había sucedido? ¿Era Rosa la que me estaba mirando, asombrada y temerosa? Transcribo a continuación, porque lo recuerdo con extraña nitidez, una pequeña parte del diálogo que mi novia y yo tuvimos aquella ya lejana tarde primaveral:
— ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? ¡Tico, por Dios, no me asustes! –y Rosa comenzó a llorar.
La abracé. La besé con fuerza, con desesperación, y el mismo trino del pájaro que me había llevado hasta el corazón de la esfera donde el silencio y la soledad se funden con la sombra de la nada, me trajo a la delicia del beso nuevo, inmaculado y limpio de impurezas carnales. Pero luego, cuando Rosa y yo dejamos de hablar porque ya nada teníamos que decirnos, volvimos a amarnos bajo el mismo árbol, al amparo de las mismas fragancias y a los sones cadenciosos de la misma música de gorjeos que momentos antes nos había hecho felices.
— No sé qué ha podido sucederme –lamenté mi involuntario proceder—. De momento me he sentido ingrávido y como huérfano de alma. Si lo que he percibido es la soledad, hoy más que nunca le temo a la muerte. Pero no quiero hablar ahora sobre estas cosas. Déjame sentirme libre de amenazas entre tus brazos.
Volvimos a besarnos con besos viejos, manchados de lujuria. Sin embargo, antes de que volviésemos a caer sobre el húmedo herbazal de los naranjos ella me susurró, triste:
— Si tú le temes a la muerte, que para mí no significa gran cosa, yo le temo a esa mirada tuya que me está diciendo adiós.
A Guzmán tuve que responderle con vaguedades al principio y luego, a medida que íbamos adentrándonos en la conversación, y a intervalos fijándome en el lienzo, con sinceridad y sin velos verbales. Me parecía poco ético comenzar con falsas alabanzas la inevitable discusión sobre su obra, así como una falta de sensibilidad arremeter sin piedad contra lo que con tanta ilusión me estaba mostrando como primicia de sus desvelos.
— ¿Qué ves en mi pintura? –inquirió, después de haber observado mi sorpresa— ¿No es cierto que te sientes desbordado ante la expresión plástica que contemplas con ojos de asombro? Dime algo, por favor. Te has quedado mudo.
— Sí, me siento desbordado. Siempre consigues desconcertarme. En este caso, con sobrada razón para dejarme mudo. ¿Conoces la obra de Thomas Eakins?
— Sí, algo. Admiré de él una muestra representativa en el Museo de Filadelfia. Fue un excelente retratista y uno de los más grandes pintores americanos. ¿Por qué me lo preguntas?
— Te lo he preguntado porque Eakins tuvo serios problemas por su tendencia a pintar desnudos, lo cual comparo con tu inclinación en este cuadro a desnudar la mirada de Ingrid.
— ¿Desnudarla? ¿De qué me hablas?
— Has suprimido la magia sensual de su mirada. Quizá haya sido por haber asociado la mía, cuando posaba en tu estudio, a una fiebre libidinosa que creíste ver en mis ojos y que quizá juzgaste obscena. –Ante el pasmo que aprecié en el rostro de Guzmán, maticé—: Recuerda que me recriminaste de manera severa, acusándome injustamente de que me alejaba del recuerdo de Ingrid para centrar mi interés en Rosa.
— ¿Acaso no estaba yo en lo cierto? –protestó con energía. ¿Mentiría ahora si te dijera que estás encoñado –y perdona que me exprese de este modo porque mereces una buena reprimenda— con dos mujeres, y que para ti el recuerdo de Ingrid, supone una satisfacción melancólica que alternas, según estados de ánimo, o cuando te conviene para tus fines, con el placer que te proporcionan dos mujeres ingenuas e inocentes?
No pude remediarlo. Salté de mi asiento y, sin respetar que estaba en su casa y sin reparar en consecuencias le espeté, antes de hacer ademán de marcharme, herido profundamente y dispuesto a machacarle la cabeza:
— ¡El mismo placer que sientes tú imaginándote a mi difunta entre tus brazos, indeseable!
En el momento de abrir la puerta del piso sentí que el cura me agarraba por los brazos con fuerza, gritándome:
— ¡No! ¡Tú y yo aún tenemos que hablar!
Le miré a los ojos con odio. El daño que me acababa de hacer yo no podía perdonárselo. Mezclada mi indignación con la sorpresa de que Guzmán se hubiera enterado (¿por boca de quién?) de mis intimidades, incrementaba mi rebeldía.
— ¿Quién te ha dicho a ti que yo esté encoñado con dos mujeres? ¡Habla de una vez o no respetaré que estés en tu casa!
— Cálmate. ¡Pero sepas que no le temo a tus arrebatos ni a tus bravatas! ¡En mi casa o fuera de ella, con alzacuello o con vaqueros, tú hablas hoy conmigo o yo dejo de ser cura para convertirme en la bestia que necesitas para que te cruce alguien la cara, niñato de mierda! ¿Crees que por ser yo cura no tengo… arrojo suficiente para darte la paliza que necesitas para acabar con tu chulería?
Me desasí de él con brusquedad y, ciego de ira, cuando levanté el puño para descargarlo con todas mis fuerzas sobre su cara vi que de sus ojos, también encendidos de coraje brotaban unas lágrimas insumisas a la conveniencia del disimulo emocional. Me abandonaron mis fuerzas y bajé la mano.
Nos sentamos de nuevo. Yo, abatido; Guzmán, sereno. Lúcido como nunca antes lo vi cuando me hablaba.
— Este cuadro –dijo el sacerdote fijándose en él de nuevo—, y es lo que tenía que decirte sin esperar a otro día, representa mucho para los dos. Para ti, porque habrá veces que necesitarás sincerarte con él para sentirte amparado por la mirada que atribuyes a Ingrid y que no es sino la tuya interior, la que la llevas oculta entre los repliegues de tu soledad. Para mí, porque amé a Ingrid sin tú saberlo, mucho antes de que Fermín, casi al final de su triste vida, pudiera llevarse a la tumba el sabor de unos cuantos besos compasivos. Ingrid, y esto puedo afirmarlo con rotundidad, siempre, desde que te conoció, te amó con la dulzura de una flor y con el apasionamiento de una vestal a su dios.
Contra toda ortodoxia literaria –porque, aun sintiéndome libre del asombro que me causó la confesión de Guzmán todavía se me acelera el pulso cuando lo recuerdo—, sólo interrumpiré la confidencia de mi amigo para manifestar una obviedad: el mundo se me vino abajo cuando le oí decir que había amado –y de hecho aún amaba— a Ingrid. Sin embargo, lo que verdaderamente me dolió fue sentirme víctima del engaño de mi amigo cuando posaba en su estudio creyendo que no conocía a Ingrid. Había estado utilizándome sesión tras sesión, sin tener en cuenta mi sufrimiento ni mi propia dignidad. No obstante, preferí callar y esperar a que acabara su confesión, no fuera cosa que cayera en el error de maltratar a un enfermo y tuviera que arrepentirme después.
— Ingrid lloró con desesperanza cuando se enteró de que te veías a escondidas con una mujer. Y aunque era consciente (le rogué que no se confesara conmigo porque la amaba) de que no debía ni siquiera entrar en mi iglesia, cierto día me visitó para pedirme consejo: “Padre, necesito de su ayuda. Estoy desesperada. Tico anda con otra mujer”.
“Tico, deja en paz a Laura. Esa mujer ha sufrido mucho. O sigue con ella para hacerla feliz, si es que la quieres. Pero ama solamente a una de las dos o espera a que el amor te sonría de nuevo si es que no soportas a ninguna. Me atrevo a decirte estas cosas porque quiero que nuestra amistad no se malogre. Me sentiría mal si no quedara en paz con mi conciencia.
En cuanto a la mirada de Ingrid, permíteme que sea yo quien le haga una hornacina en mi corazón. He decidido abandonar el sacerdocio porque me siento indigno de seguir representando una farsa que algún día puede afectar a los creyentes que no piensan en Dios como yo.
“El cuadro es tuyo y es mío, pero te ruego que lo dejes en mis manos. Cuando necesites encontrarte con tu conciencia, aquí lo tendrás para que Ingrid te asista. Y ahora, por favor, déjame solo. Otro día merendaremos”.
No pude abrazar a Guzmán. Algo dentro de mí me lo impedía. Pero, al estrechar su mano para despedirnos, además de sentir su amistad, pensé que en el amor más que puertas abiertas y puertas cerradas hay entradas y salidas.
Me esperaban don Benito y Laura.