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Aunque hay ocasiones en que ciertos recuerdos placenteros me duelen más que los amargos, no puedo evitar la atracción que sobre mi ánimo ejercen cuando algunas noches, bajo los efectos de la desesperanza y el tedio, me convierten en víctima de mis propios pensamientos. Esta noche es una de ellas. Una más, ofrecida al sufrimiento, y una menos que narrar cuando la escriba en el cuaderno, todo él sentimental, de mi historia. Por tal motivo, y cuando el insomnio me tiene preso en su tejido de ansiedad, espero, como la araña en su delicada trampa, la implacable punzada de su aguijón venenoso.
Desde que Zaira y yo estuvimos conversando en una cafetería de la Plaza Mayor, hasta que volvimos a encontrarnos, transcurrió una semana. Invariablemente todos los días iba yo a buscarla a mediodía y por la tarde. De modo bastante aproximado, pude saber a qué horas estaba obligada a salir de casa para atender las necesidades de su abuela. No es que hubiésemos quedado en vernos en un día determinado, pero sí que tendríamos ocasión de volver a charlar y de tomar un refresco cerca de su domicilio. “No debo dejar sola a mi abuela demasiado tiempo. Necesito estar cerca de casa”.
Me imaginé toda clase de explicaciones que pudieran responder a mi extrañeza. Al no saber nada sobre sus costumbres ni las de su familia, la única alternativa que me quedaba era preguntar a sus vecinos si la habían visto o sabían algo de ella; recurso que desestimé por considerarlo atrevido en exceso. Pero estuve a punto de indagar su paradero en la panadería donde se abastecía a diario, porque ya habían transcurrido casi ocho días desde que nos dijimos hasta luego. Fue en esos momentos cuando la vi encaminarse hacia su casa. Yo estaba apostado en un portal, junto al escaparate de un comercio. Fui a su encuentro y, momentos antes de saludarla, vi que se ponía seria. Se me cayó el mundo a los pies. Mi inveterada costumbre de pensar siempre en lo peor hizo cristalizar en mi mente la idea de que nuestro primer encuentro había fracasado por mi culpa. ¿Qué podía haber sucedido?, ¿qué le había hecho yo?, ¿a qué obedecía la tristeza de sus facciones (desdibujados labios, ceño fruncido…), ¡oh Dios! Mis cavilaciones, en tropel, orbitaban el corazón en busca de infaustos presagios. Sí, todo al mismo tiempo, como si una lluvia de infortunios estuviera empapando mis sentidos. Pero algo había que decirle: Hola, Zaira, qué tal estas, cómo te encuentras. ¡Los convencionalismos! Los instantes consumiéndose, evaporándose, qué apuro.
— Siento molestarte, pero...
— No te preocupes. Comprendo tu inquietud — yuguló mis palabras—. Hace un par de días que enterramos a mi abuela en Monterroso.
Disimulé mi satisfacción con un hipócrita cuánto lo siento y quedé tranquilo. Ya no recuerdo si aplaudí por vez primera en mi vida la muerte de un ser humano o si, de contento, me prometí regalar a la anciana difunta un padrenuestro cuando me acostase; pero, aunque no lo cumplí, sí que lo juré en mi arrebato de dicha.
La mala cara que puso Zaira cuando me acerqué a saludarla la atribuí a otra causa que me fastidió por unos instantes. Pensaba que era debido a que no deseaba verme. Y eso, reconozcámoslo, es muy grave cuando le acontece a un hombre. Especialmente, al varón en su tránsito por el mundo de los carmines.
— Si esperas unos minutos a que recoja el DNI que he olvidado en casa, te cuento lo sucedido. Me alegro de verte de nuevo porque necesito desahogarme con alguien. ¿Me esperas?
Valiente pregunta me haces, pensé, y al poco rato estábamos sentados a la mesa de una pulpería. A la muerte debemos vestirla de colores, volví a pensar mientras esperaba a la mujer que había puesto al rojo los pilotos de mis sentimientos. En la pulpería, con un buen Mencía y una suculenta ración de Octopus vulgaris, hasta podríamos acordar recorrer juntos el Camino de Santiago al modo medieval. ¿Me esperas?
Qué cosas tan extrañas ocurren en la vida. Mientras aguardaba a que Zaira apareciese, el fallecimiento de su abuela me pareció providencial. Debo admitir que en aquellos instantes mis pensamientos sobrepasaban la línea de lo irreverente para convertirse en algo más ¿sacrílego? Bien, dejémoslo en un calificativo aproximado a mi desenfado: volteriano. Además, y esto es lo curioso, mi libido iba en aumento. Aquella tristeza de Zaira reflejada en sus labios de caramelo y en su semblante pastoril me inspiraba églogas que, contrariamente a lo que puedan suponer ciertos espíritus románticos, excitaban por momentos mi instinto sexual. ¿Qué culpa tengo yo de que Zaira esté riquísima, de que haya fallecido su abuela y de que la naturaleza me haya dotado de estímulos salvajes? En el fondo, como sucede cuando no queremos enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestros egoísmos, oscuridades anímicas y pequeñas ignominias, yo buscaba la justificación con que acallar mi conciencia. Pero la conciencia tiene poco que hacer cuando el rumor de la sangre apaga las voces trascendentes.
— ¿Quieres que vayamos a la cafetería de la semana pasada? –preguntó Zaira a su regreso.
De ninguna manera me apetecía tomar un café o una cerveza. Prefería hablar con ella en un lugar menos formal, por ejemplo en una pulpería. Sin embargo, tanto desenfado por mi parte podría crearle algún problema moral. Su abuela acababa de fallecer. Me arriesgaría, y en caso de ver en ella una reacción contraria a mis intereses, buscaría la rectificación más oportuna
— Pues si no te parece mal, preferiría tomar pulpo a la gallega. Nunca lo he probado como vosotros lo hacéis —mentí—, y me gustaría que me indicases dónde lo cocinan mejor —volví a mentir.
— Está bien, te llevaré a una pulpería que está cerca de a Porta Campo Castelo. Espero que cuando lleguemos esté abierta, porque abren alrededor de las seis y son ahora las cinco y casi media. Aunque para mí hoy no es un día apropiado para goces de ninguna clase.
— Tu querida abuela, desde el Cielo, nos agradecerá un brindis convertido en oración. Y sin cogerla de la mano, no fuera cosa que pudiera estropear la fiesta, pero satisfecho de mi incipiente éxito, en pocos minutos nos encontramos sentados a una mesa de madera, tosca y larga, esperando la ración de pulpo y el vino Mencía que pudiesen arrancar de los labios de mi chica la sonrisa que yo deseaba.
La pulpería (en la que yo había estado en un par de ocasiones), pese a estar el techo y las paredes un tanto amarillentos por los grasos vapores de la cocina, me encantaba por varias razones. Una de ellas era de naturaleza estética, de acuerdo con mi criterio sobre la concordancia. Imaginaba que sentarse a la mesa ante un buen plato de alubias con chorizo en un restaurante de cinco tenedores, rodeado de flores, camareros de levita y comensales lo mismo de petulantes que de engolados, sería tan estúpido como pedir para almorzar soufflé de pechugas de faisán en el tabernucho adonde me llevó Fermín. Yo había degustado en muchas ocasiones el pulpo a la gallega en un restaurante de Valencia, regido por un excelente cocinero de Chantada, y puedo asegurar que nunca me supo tan rico como en el establecimiento donde Zaira y yo nos encontrábamos aquella tarde. Motivos psicológicos, desde luego, dado que la diferencia entre ambos preparados no justificaba mi deleite gastronómico junto a la muchacha que acababa de perder a su abuela. O tal vez fuese que el hecho de sentirme dichoso con Zaira añadiera su punto de sabor a tan exquisito condumio. Pero, aun así, los platos de madera, el vino servido en pocillos de barro, la hogaza de pan de centeno (entera, para ser cortada con afilados cuchillos de Taramundi) sobre una bandeja de mimbre, telarañas en algunos rincones, y dos ancianos campesinos mostrando sus respectivas, melladas, dentaduras cada vez que reían, eran motivos más que suficientes para repetir.
— Señora, por favor, tráiganos otra ración de pulpo y deje la jarra de vino sobre la mesa.
— Pero Tico, ¿más pulpo? –de la triste faz de Zaira comenzaban a distanciarse los rigores de la amargura. No obstante, de vez en cuando adoptaba algunos gestos que denunciaban tal vez su pesar por sentirse alegre en determinados momentos, lo que parecía incomodarla.
Comprendí que había necesidad de variar el rumbo de la conversación que estábamos manteniendo. No porque yo quisiera forzar un cambio de talante en Zaira favorable a mis ocultas apetencias sensuales, sino porque notaba que su actitud, a medida que el alcohol iba despejando de su conciencia el opresor luto que la tenía secuestrada, se ajustaba cada vez más a la realidad del momento. ¡Vino, muchacha, y que no falte la joie de vivre en esta tarde enamorada!, le hubiese cantado al oído en tono mimoso, bajando el diapasón. Sin embargo, algo debió de ver en mis ojos que la hizo reír. Yo —¡aleluya!—, obviando el insinuado brindis propuesto al espíritu de su abuela, le acaricié una mano sin que opusiera resistencia. Me miró entonces, arrebatada por no sé qué sentimiento, de un modo que de nuevo me remitió a viejas estampas sentimentales vividas durante mi adolescencia. Comprendí entonces que el amor hondo, ese que nace de la oscura naturaleza humana, no puede manifestarse con la alegría de las rosas estivales. Porque todo lo que anida en los abismos, aquello que los arquetipos plasmaron en los sentimientos, se expresa en la luz con la insondable palabra de la finitud.
Comencé entonces a amar a Zaira con el fervor irracional de todo enamorado. Pero esa tristeza suya, alternando con momentos risueños pensé, ¿qué encierra de amarga temporalidad? ¿A qué seno abisal habrá de conducir mi destino? Supe aquella tarde, con el ciego poder de la intuición y la clarividencia del profeta, que Zaira iba a tener su primera morada en mi corazón. Lo supe con la absoluta certeza con que sé que algún día ella y yo seremos notas ligadas en el inmenso pentagrama del silencio universal.
— Zaira, no sé por qué me fascinas —. Apretó mi mano y suspiró. Bajó la vista y, con la otra mano, como si sus dedos estuvieran musitando un madrigal, me pareció que estaba diciéndome te quiero.
Siempre he preferido los crepúsculos vespertinos a la alborada. Ignoro si esta tendencia mía obedece a razones melancólicas o a que en la mar he contemplado centenares de albores y menos ocasos. Puede que se deba a la primera causa dado mi carácter romántico. Pero aquel atardecer en la pulpería, sin sol decadente arrullando mis sentidos ni lejanos montes verdeando en las pupilas, convirtió en gozoso instante lo que para Zaira y para mí pudo haber supuesto un atardecer anodino. No voy a negar que el agradable Mencía, pudo haber despejado las sombras que velaban el deseo de Zaira de disfrutar de mi compañía; pero sí que fuese la causa principal de su satisfacción y, por ende, de mi euforia. Más allá del alcohol, entre nosotros dos fluctuaban algunos destellos de dicha. Era como si a la sombra de la felicidad mi amiga y yo quisiéramos eternizarnos.
Me sorprendió que Zaira, sin dejar de acariciar mi mano (yo apretaba la suya con delicadeza), me pidiese un brindis por su abuela.
— Yo sé que ella, desde arriba –señalaba la joven el techo con los ojos—, estará sonriendo ante nuestra ocurrencia —.Y escanciando en su cuenco el rico caldo, primero ella y después yo bebiendo donde Zaira había posado sus labios, apuramos en tres sorbos cada uno el cáliz desde donde se elevaron hasta el cielo nuestras intenciones.
Ya el vaso vacío de vino, me propuso:
— Hemos bebido del mismo vaso sin pronunciar una sola palabra. ¿Me permites que sea yo quien formule el brindis? Ya sé que ésta va a ser una manera extraña de brindar. Pero es que antes, por precipitación, he olvidado que mi abuela solía recomendarme: “Siempre que brindes, procura hacerlo con champán”. Lo repetimos si lo ves bien, pero con el rigor que merecen las almas desencarnadas: tú en tu copa y yo en la mía, aunque después bebamos los dos en la misma.
¿Podía yo desear en aquellos momentos mayor dicha? Mientras Zaira, con los ojos entornados y la faz de un rosa subido parecía ausente de toda realidad, gratifiqué a su anciana abuela con el más bello de mis pensamientos. Pero me quedaba por hacer una pregunta a la mujer de la que me estaba enamorando.
— ¿Por qué te recomendaba tu abuela el brindis con champán?
— ¡Ah! Ése es un secreto que aún no puedo revelarte.
— ¿Tan importante es?
— Ninguna mujer en sus cabales debe descubrirle al hombre que prácticamente acaba de conocer ciertas cosas que le son propias. Tal vez algún día lo averigües sin necesidad de hacerme preguntas.
No era cuestión de malgastar el tiempo en esos momentos haciendo averiguaciones que pudieran restar espacio a otras posibilidades. Por tanto, con una sonrisa y un gesto significativos, puse de manifiesto ante Zaira mi empeño en aclarar ese misterio. No sé si conseguí impresionarla, pero me sentí complacido.
— La mujer —maticé con la indiferencia que había ensayado en ocasiones similares— es uno de los grandes misterios de la vida, que estimula al hombre a buscarse a sí mismo en la parte opuesta de su naturaleza masculina. ¿Has oído hablar alguna vez del yin y el yang, que en la filosofía taoísta constituyen el principio del orden universal?
— Yo no sé de filosofías —quiso aclararme con la misma displicencia con que yo le había respondido—. Sé, más por intuición que por práctica, que la falta de entendimiento entre el hombre y la mujer es una de las pocas cosas que nos hacen felices de vez en cuando.
— ¡Oh, no!
— ¡Oh, sí! ¿No has pensado en la dicha de la reconciliación?
Zaira me pilló desprevenido con su categórica respuesta. Yo no esperaba una contestación tan al punto. O quizá fuese otro el motivo que me hizo vacilar por unos instantes. Por ejemplo, el semblante que le vi mientras me hacía la pregunta, a la que respondí poniendo una mano sobre su hombro:
— Sí. Claro que he pensado en ello en más de una ocasión. Pero siempre con el mismo resultado. En la reconciliación, la ventaja es para la mujer. En todas las componendas de la pareja, el hombre es el que cede. No necesito decirte por qué.
Zaira rio de buena gana. Quizá en aquellos momentos pesaba más en su ánimo el deseo de vivir que el recuerdo de los muertos. Se le notaba en el semblante, en el brillo de los ojos almendrados y en los nerviosos movimientos de sus manos. Todo en ella era como un burbujeo de sensaciones, a cuál menos tibia. Sensaciones que me infundían una extraña ansiedad por hacer estallar en sus labios la carga sensual que me estaba agobiando. ¡Dios, cómo la deseé en aquellos instantes de imposible repetición!
Cuando abandonamos la pulpería era noche cerrada. Zaira me cogió del brazo, y en la solitaria calle por donde transitábamos se oía el taconeo de sus zapatos verde oliva, verde amor, como el de sus ojos, traspasando los límites de mis emociones ¿perversas? Quizá sí, porque mis deseos estaban cargados de una extraña mezcolanza de amor romántico y de arrebatadoras aspiraciones sexuales.
Era noche cerrada, ya digo, y no había portal abierto que no me invitara a encerrarme con Zaira en su correspondiente zaguán. La luz me molestaba hasta para fijarme en el rostro de la mujer, que irradiaba un extraño brillo como de una espontánea floración. Pero no podía excederme en insinuaciones ni en acto alguno motivador de peligrosas sospechas. Aunque joven todavía, era consciente de que una mujer se puede asir del brazo de un amigo reciente y no pasa nada. Pero ojo, mucho ojito con seguir su ejemplo, porque puede uno salir escaldado. Eso sí, me atreví con ciertas ternezas físicas: caricias en el cabello y en las manos, disimulados roces con el codo en algún punto anatómico sobresaliente y poco más, hasta que nos acomodamos en un afamado mesón de la calle Cruz. Champán y brindis y, después, discurso.
— Mi abuela me decía: “Zaira, yo soy apátrida. Nací en aguas internacionales del Atlántico, de madre judía y padre ferrolano. Cuando mi padre, que era patrón de gran altura, arribó con su barco al puerto de Punta Quilla, en Argentina, yo ya tenía quince días. Nos Instaló a mi madre y a mí en casa de su hermana Rosario y zarpó con rumbo a las Malvinas, en cuya marea pereció toda la tripulación a causa de un naufragio. De allí, en un viejo buque que iba de regreso a La Coruña, embarcamos mi madre y yo. Aunque me registraron en el juzgado de Betanzos no tengo, aunque tampoco las deseo, patria ni bandera”.
“Yo, Tico –afirmó Zaira—, tampoco quisiera tener patria, pero me siento muy gallega. Ésa es una de mis grandes contradicciones. Y otra, muy importante para mí es que, cuando me enamoro, me olvido de mis creencias sobre el amor libre —y comenzó a reír al tiempo que por sus mejillas rodaban las lagrimas que le habían dejado los recuerdos de su abuela.
— De modo —interrumpí— que tu abuela era naonata.
— Naonata, apátrida en teoría y de sentimientos, y libre de haber amado a sus anchas aun en contra de la oposición de su propia familia, de las recomendaciones eclesiásticas y de las censuras de amigos y de conocidos. Ella era agnóstica, es cierto. Pero respetó siempre mis creencias religiosas, hasta el extremo de acompañarme a misa con el pretexto de escuchar la música del órgano de la catedral. A mi abuela le debo todo lo que soy y lo que poseo. Con lo que me ha dejado en herencia puedo echar hacia adelante mientras viva, con sólo preocuparme un poco de administrar bien mis recursos económicos.
— ¿Eres católica?
— Sí, pero no dogmática. Las interpretaciones de la Biblia y la definición de pecado las hago yo de acuerdo con mi conciencia. La conciencia es el más imparcial de los jueces.
Lo más destacado de aquella noche, además de haberme contado Zaira detalles importantes de su vida, fue que nos besamos por primera vez. Narrar lo que sentí en aquellos momentos resultaría harto difícil. Por otra parte, un romántico no debe confesar sus experiencias sentimentales si no es a otro romántico. Pero hoy voy a hacer una excepción porque merece la pena dejar en la candidez, aun a riesgo del sarcasmo y del vacile, algunos jirones de la carne anímica: esa desnuda solidez del espíritu enamorado cuando encuentra en los amados labios la principal razón de vivir.
En un zaguán de antiguos decorados, oscura la noche y a la hora en que la Santa Compaña visita a las ánimas en estado de tránsito hacia la otra orilla, la roja boca de Zaira quedó entreabierta y a expensas de que mis labios sellaran los suyos con un cálido beso. Un beso cargado de hondas emociones buscando los orígenes de la existencia. Dilatados mis sentidos, reprimidos los impulsos que pugnaban por explorar el huerto virginal donde germina la locura.
En los labios de aquella mujer dejaron mis súcubos una lúbrica estela que el tiempo se ocupó de transformar en serena fantasía. Hoy puedo comparar aquel beso de Zaira con los que Rosa y yo nos prodigábamos al amparo de los naranjos en flor. Ni la fragancia del azahar ni la caricia al arrullo de la brisa matutina, ni en anclaje de mi cuerpo en la varada anatomía de Rosa —nuestros labios encendidos en un potosí de constelados tornasoles— pueden alcanzar la intensidad emocional y la riqueza expresiva del beso en el que Zaira y yo nos fundimos. “Tico, me has hecho flotar en no sé dónde”. Y en no sé dónde estaban levitando los anhelos y las esperanzas que me convirtieron en luz cenital y ahora, como una burla del tiempo y una mofa de mi destino, día a día se me reproducen en la pantalla del ordenador.
— Tico, ¿vendrás mañana a por mí?
— Habrá de ser por la tarde. Por la mañana he de ir a la catedral.
— ¿A misa?
— No. A tomar unos apuntes para un trabajo que estoy haciendo sobre Historia del Arte.
— ¡Hombre! Qué coincidencia. En la catedral conozco a un sacerdote que te puede ayudar bastante en ese asunto.
— ¿Quién es?
— No creo que lo conozcas. Se llama don Benito.
— ¡Ah! Gracias. Si me hace falta te pediré ayuda.