CAPÍTULO 10
Un buen baile76
—¡Eres un hijo de puta!
A Damián le encantaba despertarse con la bella voz de Carla en el teléfono. Además se sentía como un verdadero hijo de puta, así que no tenía palabras para defenderse.
—Ayer me encontré con Claudio en Tribunales. Me dijo que me esperaba hoy en su casamiento. ¡Y tú ni lo habías mencionado!
Damián tragó saliva. Él no había hablado del asunto porque no podía llevarla a la fiesta. Toda la familia de Claudio, (él inclusive), creía que estaba de novio con Marcela, y que Carla era historia antigua. ¿Cómo aparecía ahora con ella? ¿Cómo justificaba que tenía dos novias?
Dos novias. Y de verdad no quería cortar con ninguna de las dos. Todavía no estaba listo. Necesitaba tiempo para pensar. ¿Pero cómo hacía esa noche?
Intentó por todos los medios disuadir a Carla de ir a la boda. Le dijo que él no iba a poder atenderla por ser el padrino. Que incluso iban a estar en mesas separadas, porque tenía que comer con los novios. Que se aburriría por no conocer a nadie.
¡Todo inútil! Carla olía a kilómetros su desesperación, y creía que ir esa noche la ayudaría a descubrirlo en una trampa. Y eso le producía placer. Después de tantas frustraciones sentía la necesidad de un buen escándalo.
Cuando Damián todavía no se reponía del llamado de Carla, volvió a sonar el teléfono. Era Claudio.
—¡Eres un hijo de puta! —le dijo sin anestesia—. ¡¿Cómo puedes estar saliendo con mi prima y con Carla a un tiempo?! Me quedé de una pieza cuando me la encontré en Tribunales... Yo creí que eso ya estaba acabado.
—Soy un hijo de puta —confesó Damián.
Y comenzó con su descargo.
* * *
Cuando Marcela recibió el llamado de Damián ofreciéndole ir a desayunar juntos se emocionó. No era usual que él la invitara. Pero estaba segura de que tampoco era usual lo que tenía para decirle.
Sentía que el corazón se le salía. Finalmente iban a poder poner en palabras sus sentimientos, algo que a Damián parecía resultarle tan difícil.
Cuando vino a buscarla, sin embargo, ella comenzó a sospechar que algo andaba mal. Damián tenía muy mala cara.
Caminaron sin hablar hasta el bar de la otra calle, (después del despilfarro de los últimos días, él no tenía dinero para otra cosa), pero al llegar ella prefirió seguir de largo. Un mal presentimiento le cerraba ahora la garganta.
—Tienes que ayudarme —dijo él, por fin—. Se trata de Carla. Tú sabes que sigo saliendo con ella y...
El corazón de Marcela se rompió en mil pedazos. Otra vez se sintió en medio de su fiesta de quince. Otra vez le pareció escuchar que él decía “esta es la nena que cumple años”.
Creyó que las lágrimas eran imparables, pero su orgullo la obligó a sobreponerse. Ya no tenía quince años, aunque algunos se empeñaran en creer lo contrario.
Damián estaba ahora callado, observándola. Sintiendo en carne propia su dolor. Y es que había percibido con claridad aquel ruido estrepitoso del corazón de ella al romperse.
Sí, era un reverendo hijo de puta. No tenía más justificativo que la inmensa ternura que sentía por esa chiquita, que le impedía volver las cosas a como eran antes, cuando no había besos ni caricias entre los dos.
—... Carla cree que en la fiesta ella y yo vamos a estar juntos. Te imaginarás que ella no sabe lo nuestro, así que...
“Lo nuestro”, pensó con furia Marcela. ¿Qué era eso para él?
—... necesito que me ayudes a contenerla, porque anda con ganas de armar un escándalo.
No era la única, pensó Marcela. Pero ya no le quedaba ni el derecho a quejarse. Por lo menos a la otra le había mentido, en cambio a ella siempre le había dicho la verdad. ¿La verdad?
Comenzó a sentirse furiosa. Estafada.
Tomó distancia y se recompuso: ¡como si nada hubiera pasado! Después de todo, nada había pasado.
—No te preocupes. Voy a manejarla —dijo con seguridad.
—Pero tendré que estar con las dos —dudaba él.
—¡Con las dos, no! —respondió cortante—. Yo voy a estar acompañada. Bueno, y ahora tengo que irme. Nos vemos esta noche.
Marcela se fue sin siquiera saludarlo. Damián la vio alejarse, confundido.
Parecía segura, pensó. Pero no. Debía ser su orgullo. Sabía que la había destrozado. ¡Era un hijo de puta!
¿Y eso de que tenía pareja? Una mentira, seguro. ¿De dónde? ¿O habría vuelto con “el nabo”?
Damián se entusiasmó con la idea. Esa era una posibilidad que no le disgustaba en absoluto. Una posibilidad que le daría tiempo. Tiempo para arreglar el lío que tenía en su cabeza. Tiempo para destrabar su sexo y poder amar a Carla como se lo merecía. Tiempo para olvidarse de esa necesidad de Marcela que tanto lo confundía.
Tiempo.
* * *
Damián estuvo hecho un idiota durante toda la ceremonia. No podía encontrar los anillos cuando tuvo que alcanzárselos a Claudio. Al salir olvidó a la madrina en el altar, y hasta había pisado la cola del vestido de la novia.
En el atrio tuvo que resignarse a recibir los incesantes saludos de gente desconocida, e incluso el de algunos parientes de la novia que, habiendo llegado tarde al casamiento, lo confundían con el nuevo esposo.
Pero a Damián poco le importaba.
Sólo intentaba encontrar entre la multitud a Marcela. A Carla la había tenido presente desde el inicio de la ceremonia: sentada en primera fila, hermosa como siempre, es un sensual vestido negro, lo había estado vigilando en forma permanente. Tampoco en el atrio le perdía pisada.
En cambio Marcela no aparecía. ¿No habría llegado aún?
Damián todavía estaba buscándola, cuando sus ojos chocaron con un hermoso escote que se extendía por la espalda hasta poco antes de la cintura, mostrando las suaves curvas de una mujer perfecta. Miró con toda la fuerza de su masculinidad, rendida ante la belleza de la propietaria de aquel vestido rojo...
Cuando sus ojos chocaron con los de Marcela se avergonzó. No era forma de mirarla, se reprochó. Aunque tampoco era vestido para que se pusiera una muchacha como ella, se dijo indignado.
Marcela observó su turbación y sonrió.
Ese vestido rojo acababa de pagarse solo.
* * *
Por una extraña burla del destino, que de seguro en esta oportunidad se llamaba Claudio, Marcela compartía mesa con Carla. Sentada una al lado de la otra, eran sin duda las dos mujeres más hermosas de la fiesta, y el centro de atención de todos los hombres.
Damián, en cambio, en la mesa principal, sólo tenía ojos para Marcela. Le molestaba que se hubiera vestido así. No era su estilo. Parecía una..., una..... Una mujer.
El odio de Damián se iba incrementando con cada comentario que se hacía en la mesa al respecto. En general los iniciaba Claudio, que conocedor de la situación por la que estaba atravesando su amigo, tenía ganas de divertirse a costa suya.
En la mesa de las mujeres también todo era diversión de la mano del primo Tomás, encantado por la ubicación geográfica que le había tocado, delante de esas dos beldades solitarias.
La única que parecía un poco tensa era Carla. Si Damián la estaba traicionando con alguien de la fiesta, estaba segura que era con esa muchacha a su lado. Conocía sus gustos en materia de mujeres. No tan flacas, pechos abundantes, cola parada y cabeza bien puesta. Todas esas condiciones las tenía la tal Marcela. Además de una juventud que le resultaba francamente escandalosa. Y si estaba en lo cierto, ni ella ni Damián iban a salir vivos de ahí.
Marcela, por su parte, parecía empeñada en ignorar a Carla. Le dolía demasiado. En cambio buscaba con desesperación a Ramiro entre los presentes. Y eso que aún sentía en la piel la vergüenza por llamarlo al número robado de la agenda de su madre. Nunca había hecho algo semejante, pero estaba tan desesperada luego de la salida con Damián, que hubiera sido capaz de eso y más con tal de conseguir compañía para la fiesta. Y si ahora él no llegaba, iba a quedar doblemente como una idiota.
* * *
Entre el primer plato y el segundo comenzaron las fotos. Los novios se paraban en cada mesa, donde una docena de flashes los retrataban junto a sus invitados en feliz eternidad.
Al llegar a la mesa de Marcela, Claudio sonrió con malicia.
—¡A ver, Damián! ¡Ven a sacarte una foto con tu novia! —gritó hacia la mesa principal.
Todos festejaron la ocurrencia, así que Damián no tuvo más remedio que enfrentarse a lo que tanto había estado temiendo.
Carla y Marcela lo observaban ahora, expectantes. El dudó un momento, pero luego se paró justo entre las dos. Las fotos fueron tomadas, y Damián se apuró a volver a su lugar sin hablar con ninguna de ellas.
—Después les tocará a ustedes —le dijo Tomás a Marcela.
Ella la miró a Carla.
La mujer le devolvió una mirada furibunda, la misma que utilizaba en los Tribunales para desarmar a la parte contraria. Pero en el preciso instante en que iba a abrir la boca para preguntar algo, Ramiro hizo una entrada triunfal al salón, yendo directamente a saludar a Marcela, incluso antes de ubicarse en su propia mesa. ¡Gracias a Dios!, pensó ella.
¿Cómo iba a poder agradecerle por todo lo que estaba haciendo para ayudarla? Ramiro ya la había salvado dos veces esa noche. ¿Se podía ser más atento y encantador?
* * *
Lo terrible pasó a la hora de los postres. Entre plato y plato había que bailar, sí o sí, por extraña imposición de quienes dirigían la fiesta.
En el primer turno de baile Damián permaneció clavado a su silla, pero en el segundo Carla tomó la iniciativa y fue para su mesa a sacarlo. Ramiro, mientras tanto, aprovechaba cada oportunidad para encontrarse con Marcela.
Cuando la comida estuvo servida las luces volvieron a encenderse. Quiso la desgracia que Marcela regresara a la mesa justo en el momento en que Damián acompañaba a Carla hasta su lugar.
—¡Damiancito, quédate un ratito! —se entusiasmó Tomás, forzando la rima.
—No. Ya tengo que irme —respondió él con una urgencia que no pasó inadvertida para el resto de los ocupantes de esa mesa.
—Quédate aquí, junto a tu novia —insistió el otro.
Damián sintió que el suelo se estaba abriendo bajo sus pies, mientras Carla sonreía confiada.
—Tu dulce Marcelita te extraña.
—¡¿Tu Marcela?! —gritó con furia y sorpresa Carla. —¡¿Cómo qué...?!
Y ya se aprestaba a hacer un escándalo de proporciones, cuando Marcela, “sin querer”, le volcó toda una copa de vino blanco sobre el vestido.
—¡Qué torpe soy! —se excusaba una y otra vez, sin dejar que Carla articulara palabra—. Perdóname... Ven, vamos al cuarto de baño. Creo que tengo algo en mi bolso que servirá para limpiarte...
Damián aún no se reponía del susto, cuando ya Marcela estaba arrastrando a su rival por el salón.
“¡Va a matarme!”, pensó él, preocupado.
—¡Voy a matarlo! ¡Te juro que voy a matarlo! ¡Y a ti también!—gritaba Carla, olvidada de todo decoro, en el cuarto de baño—. ¡Si tú y el idiota de Damián piensan que van a burlarse de mí...!
—¡Espera, espera! No es lo que tú crees...
Marcela intentaba vanamente calmarla.
—¡¿Y qué es entonces?! ¡Me quieres decir qué mierda ocurre aquí!
—¡Nada! Entre Damián y yo no pasa nada... Lo único... Bueno, lo único es que somos novios.
Carla se le tiró a la cara, y Marcela apenas pudo contenerla.
—¡Espera!.. ¡Espera!.. Tú no entiendes. ¡No es de verdad!
Carla frenó en su intento y escuchó. Más le valía a esa mocosa que dijera algo convincente.
—Damián y yo nos conocemos de toda la vida. Yo para él soy una hermana menor, y él para mí es... muy viejo.
Marcela disfrutó al decir aquello.
—¡Y por eso son novios!—insistió con furia mal contenida Carla.
—¡No! Somos novios porque yo se lo pedí, ¿entiendes? En realidad yo estoy saliendo con otro. Con Ramiro, ese tipo que vino a la mesa a saludarme.
Carla comenzó a calmarse. La historia tenía algo de lógica. Al fulano lo había visto, y era evidente que estaba encandilado con la pendeja. Por otro lado era bastante más buen mozo que Damián, y de verdad mucho más joven.
—¿Sales con el otro y estás de novia con Damián?
—Es que es la única forma de salir con Ramiro. En casa no quieren que lo vea porque, por razones de negocios, mi madre lo odia. En cambio a Damián le tiene toda la confianza. Por eso le pedí que fuera mi novio. Para que me sirviera de pantalla. Para que mi madre se olvidara de controlar mis salidas. Ella es insoportable cuando se lo propone... Y sólo necesito un tiempo hasta que se afiance lo de Ramiro conmigo. Hasta saber si es algo real. Luego mamá tendrá que resignarse, y mi noviazgo con tu novio llegará a su fin.
—¿Y a tu edad todavía necesitas que te dejen salir? Nenita, yo a los quince ya vivía sola.
Marcela tragó saliva.
—Pero en mi casa todo es muy tradicional. Y a él le tienen confianza. Además sabía que tú no estabas. Por eso me animé a suplicarle a Damián. Y por eso él aceptó. Pero ahora, contigo de regreso, todo se estiró un poco más de la cuenta... Por eso Damián está tan nervioso. El me advirtió una y otra vez que a ti no te gustaban las mentiras.
—¡Que dulce! —se rindió finalmente Carla. Ahora que sabía la verdad, entendía todo y podía perdonarlo.
“¡Que basura!”, pensó en cambio Marcela.
Ahora que había dicho su última mentira por él, no podría perdonarlo jamás.
* * *
Damián, que se había quedado congelado en una silla, ni siquiera notó el regreso de las dos mujeres a la mesa. Por eso se sorprendió al escuchar la voz de Carla a sus espaldas: —Vamos, Damiancito, ¿por qué no bailas el vals con tu novia?
El corazón de él se paralizó.
—Marcelita te espera —insistió Carla, mientras le guiñaba un ojo a ella.
La algarabía volvió a la mesa. Todos querían ver bailar a la nueva pareja. Damián, confundido y aliviado, obedeció.
—¿Qué le dijiste? —preguntó ni bien se alejaron.
—Que habías inventado esta mentira por mí. Para tapar mis salidas con otro novio.
—¡Una genialidad! —se entusiasmó Damián.
—Una mentira —lo cortó ella—. La última que diré por ti.
“Está enojada”, pensó Damián. Pero lo perdonaría. Como siempre.
Esa mentira iba a darle más tiempo. Tiempo para descubrir por qué no funcionaba con Carla. Tiempo para saber qué era esa cosa distinta que le subía por las piernas cada vez que, como ahora, tenía en sus brazos a Marcela. Eso que le endurecía el sexo y le ablandaba el corazón...
¿Estaría enamorado?
¿Era amor esa necesidad que tenía de ella?
Tuvo miedo de sentir lo que sentía. Marcela no era Carla. Con ella no había posibilidad de mentiras. Con ella no existía el sexo despreocupado. Marcela significaba compromiso. Y eso le daba miedo. Y, aunque resultara loco, mucho placer a la vez.
Sintió ese cuerpo caliente junto al suyo. Algún día...
Algún día se iba a casar con ella, de eso estaba seguro.
Pero no ahora.
Para eso le hacía falta tiempo. Y acababa de conseguir un poco más.
* * *
A Ramiro no le gustó la forma en que ese tipo bailaba con su futura novia, así que decidió tomar cartas en el asunto. No estaba acostumbrado a que “lo pasaran”.
Se acercó a Damián, le tocó el hombro, y le dijo: —¿No me la prestas?
Y sin darle tiempo a reaccionar se llevó a Marcela.
“¿Quién es éste idiota?”, pensó Damián.
Carla, al verlo solo, se le acercó de inmediato.
—No la culpo a tu vecinita por jugarse la vida por Ramiro. La verdad que está re-fuerte.
¿Ramiro? ¿Quién era Ramiro? Damián empezaba a perder la paciencia.
—Y tú ¿de dónde lo conoces?
—De la mesa, cuando vino a saludar a Marcela. ¡Pero no te preocupes! Nadie se dio cuenta de que estaban juntos.
¿Vino a saludarla? ¿Estaban juntos? ¿Desde cuándo?
Damián los buscó con desesperación. Los vio reír mientras bailaban, y se sintió furioso. Observó el cuerpo de Marcela expuesto por la transparencia de su vestido rojo. Y lo vio tan lejano, que tuvo que contenerse para no estallar de ira.
* * *
Marcela y Ramiro fueron a sentarse a un lugar apartado. Tras ellos llegó Damián, arrastrando a Carla.
Marcela fue la encargada de las presentaciones.
—Este es Ramiro. Este es Damián, mi... mi vecino. Su novia Carla.
Ambos hombres se saludaron con recelo.
Damián se sentía indignado. “Mi vecino”. Ahora era solamente un vecino.
Ramiro, por supuesto, acaparó la charla. Carla estaba fascinada con las anécdotas de su último viaje a Europa, y no tardaron en encontrar una veintena de conocidos en común. Marcela participaba en silencio, y Damián observaba de reojo.
Por fin fue Ramiro el que decidió romper el hielo y mirando directamente a su oponente, le preguntó.
—Y Marcela y tú, ¿hace mucho que se conocen?
Marcela se adelantó a contestar.
—De toda la vida. Damián es como un hermano para mí.
El pobre muchacho volvió a enfurecerse. ¡Ahora resultaba que eran hermanos! Sin embargo decidió contestarle directamente a Ramiro.
—Sí. Yo le cambié los pañales. Es decir que si lo piensas bien, soy uno de los pocos hombres que la ha visto desnuda.
“Hasta ahora”, pensó Ramiro, pero se abstuvo de contestar. Marcela estaba obviamente molesta y él no quería avergonzarla más. A partir de ahí comenzó una guerra no declarada entre ambos contrincantes.
Damián intentó “marcar territorio”. Marcela y él tenían una vida en común, llena de chistes privados y sentimientos compartidos, así que decidió aprovecharlo sacando a relucir una infinidad de palabras dichas a medias, qué sólo para ellos tenían sentido. Se esmeró en crear un clima de intimidad que dejara afuera a los extraños, es decir a Carla y a Ramiro.
Ramiro, en cambio, fue mucho más abierto y frontal. Sabía cuáles eran las cosas que más herían el orgullo de un hombre, así que después de extenderse largamente acerca de su Mercedes, le preguntó a Damián sobre su auto. Éste comenzó a dar vuelta las palabras para hacer ver su pobre “ciento veinticinco” casi como un auto de colección, pero a Carla le bastaron dos minutos para ponerlo en su lugar, (junto a la basura), contando infinidad de anécdotas (incluida la del aeropuerto), que avergonzaron a Damián.
Después vino la parte de los clubes. Ramiro pertenecía a todos los importantes, incluido el hípico, aunque Damián puso en duda si concurría allí en calidad de monta o de jinete. Algún chiste hizo al respecto, pero por fortuna nadie lo notó, excepto Marcela, que lo miró reprobadoramente. Luego vino la pregunta obligada: —¿Y tú ? ¿A qué club vas? Damián la contestó con estoicismo: “El Círculo Urquiza”. La mesa rio al escucharlo. Damián se ofendió. El Círculo Urquiza no estaba tan mal para ser un club de barrio.
La humillación para Damián duró hasta las seis de la mañana, hora de la pizza servida para indicar el final de la fiesta.
Luego hubo otra breve escaramuza entre los dos para decidir quién llevaría a Marcela a casa. Pero esta vez ganó Damián. Julia lo había comprometido para que la acompañara, y él no estaba dispuesto a fallarle. Ramiro, de mala gana, aceptó la derrota. No quería empezar mal con su suegra.
La casa de Carla quedaba a pocas calles del salón. Durante ese breve viaje no dejó de hablar de Ramiro, de lo buen mozo que era, de lo interesante, lo simpático. Cuando por fin se bajó del auto, Damián dio gracias a Dios. Quería silencio... Quería olvidarse del idiota de Ramiro... Quería estar solo con Marcela.
Tuvo que insistir para que ella se sentara a su lado. Casi rogarle. Después de todo el viaje hasta Villa Urquiza era largo, y no quería tener que darse vuelta para hablar.
—No me hables —fue la respuesta de Marcela.
Pero por fin cedió y se sentó del lado del acompañante.
Damián estaba furioso. No le hablaba, tal como ella le había pedido, pero su enojo quedaba claro por su forma brusca de conducir.
Cuando llegaron Marcela se apuró a bajarse del auto. Damián tuvo que correr para alcanzarla antes de que entrara a su casa.
La tomó del brazo con fuerza y la enfrentó: —¿Quién es ese tipo? —preguntó con autoridad.
—Ramiro Prieto. ¿Todavía no te has enterado? Es escribano, tiene...
—Tiene muchos años para ti.
—Veinticinco. Si crees que él es grande, mi novio anterior debió parecerte un viejo —replicó con malicia.
Damián quedó dolido en algo más que su orgullo. La soltó de inmediato y le preguntó con vergüenza: —¿Qué? ¿Te parece que soy demasiado mayor para ti?
¡Maldición! No le gustaba cuando Damián le hablaba así, dejando en evidencia su debilidad. Ella tenía que estar enojada, y no conmovida.
—No tengo ganas de jugar, Damián. Estoy cansada.
—Yo no estoy jugando.
—¿No?
Ella lo miró con altivez, pero sólo para chocarse con un brillo especial en esos ojos negros que podían verle el alma. De repente se arrepintió del giro que estaba tomando la charla. —Mejor me voy...
Quiso entrar, pero él logró retenerla.
—De verdad, no quiero verte más con ese tipo.
—¡Lo lamento!
Damián dejó salir su rabia. En cuestión de segundos, al ruego siguió un orgullo irritante: —¡Te prohíbo que...!
—¿Me prohíbes? ¿Y con qué derecho: el de amigo, vecino o el de un novio?
—¡Con éste!
Y violentamente intentó besarla.
Mala idea. Marcela se zafó y le dio una sonora cachetada.
No la esperaba.
—Nunca vuelvas a tocarme, Damián Lavalle. ¡Ah! Y por si no te has dado cuenta, esto pone fin a nuestro noviazgo.
Marcela entró a su casa y esta vez Damián la dejó partir.
Ya era demasiado tarde, como supo de inmediato.
* * *
Marcela lloró hasta las nueve de la mañana y por fin se quedó dormida. A las seis de la tarde se levantó con esfuerzo para concurrir a la Misa dominical.
Pero cuando estaba saliendo de la Iglesia sintió una voz que la llamaba: era Ramiro.
Mientras lo veía acercarse un montón de ideas cruzaron por su mente. Era la primera vez que un hombre la cortejaba de verdad. Era la primera vez que se sentía querida, admirada, buscada. Era la primera vez... Y además el tipo era buen mozo, simpático, rico... Ella podía enamorarse de alguien así. Y cuando él se acercó saludándola con encanto, se juró a sí misma que en verdad iba a hacerlo.
* * *
La noche fue perfecta.
Ramiro la llevó a un restaurant desde donde se veía el río. Comieron a la luz de las velas, con música lenta, en total intimidad. Para Marcela, acostumbrada a los lujos de un Mc Donald, todo era fascinante. Luego, transportados en la suavidad de aquel auto con música envolvente y la temperatura justa, fueron hasta el puerto de Olivos, varios kilómetros más allá. Cuando por fin el auto se detuvo, juntos observaron la noche, escuchando el silencio. Marcela temblaba y Ramiro insistió en envolverla con su sweater. Y sólo cuando la tuvo rodeada por sus brazos fuertes la besó.
Ella se dejó besar.
“¿Qué siento?”, se preguntaba. “¿Qué siento?”
Sentía vergüenza. Aquella boca le resultaba ajena; sus brazos, más delgados que los de Damián, extraños.
Pero de alguna forma lo disfrutó igual. Por primera vez en su vida se sentía como una princesa y formaba parte de un cuento de hadas.
* * *
La noche fue terrible.
Damián había ido a la farmacia para comprar uno de esos somníferos que él mismo recetaba a sus pacientes más enfermos. Mientras esperaba su efecto, fumó un paquete entero de veinte cigarrillos que encontró en algún lugar remoto de su casa.
Durmió mal, sumido en oscuras pesadillas, y se despertó llorando.
Hacía muchos años que no lloraba.
* * *
—¡No lo puedo creer!.. ¡No lo puedo creer! —Marita se moría de envidia—. ¡Lo has conquistado!
Marcela acababa de relatarle con lujo de detalles su salida con Ramiro.
Realmente era algo como para contar.
—¿Y Damián? ¿Qué ocurre con Damián?
—Nada.
Trataba de no pensar en Damián, y a pesar de que esa mañana se había despertado llorando, estaba segura de haberlo conseguido. Sin embargo la inoportuna pregunta de Marita despertaba de nuevo su dolor, como si nunca hubiera dejado de estar allí.
—¡Pero...!
—Damián es el novio de Carla. No tiene nada que ver conmigo.
—¡Pero entre ustedes...!
—¡Ideas tuyas! ¡A ver si tú también te creíste lo del noviazgo!
—¡No, eso sí que no! ¡A mí no me pasas! Hasta ayer estabas muerta por Damián, aunque ahora te hagas la distraída.
—¡En absoluto!
Esta vez era el orgullo de Marcela el que la obligaba a mentir. —Además no puedes comparar a Ramiro con Damián. Ramiro es más buen mozo, más simpático, tiene más dinero...
—Bueno, el dinero es lo de menos.
—Eso lo dices tú, porque nunca te ha faltado. En mi casa, cuando murió mi padre, hasta los muebles tuvimos que vender para poder comprar comida. ¡El dinero también es importante!
Marita la miró con suspicacia. Esa no era la forma de pensar de Marcela. Nunca había mirado a los tipos por su aspecto o su dinero. Y ahora que lo pensaba, nunca había mirado a otro tipo que no fuera Damián.
Sí, algo muy raro había ocurrido la noche anterior entre esos dos, y tarde o temprano ella iba a descubrirlo.
* * *
Al salir de la facultad Ramiro las esperaba para llevarlas a sus casas. En el asiento de Marcela había un paquete hermosamente envuelto.
—Ábrelo. Es para ti —le dijo él—. Por nuestro primer día juntos.
Marcela lo desenvolvió con cuidado, bajo la mirada expectante de Marita. Era un bolso. Uno de esos bolsos carísimos que sólo se conseguían en la calle Alvear. Era hermoso... y era de color mostaza. Por desgracia Marcela pertenecía a una clase social lo suficientemente alta como para saber que un bolso así sólo se podía usar con algún accesorio al tono, y lo suficientemente baja como para no poder comprarlo. Por eso sus bolsos eran eternamente negros.
—¿Te gusta? —preguntó él.
—¡Es fabuloso! —respondió Marita con entusiasmo.
—Muy lindo —dijo Marcela. Se sentía incómoda.
—Ábrelo. Hay más.
Iba a protestar, cuando desde adentro del bolso brotaron en explosión un montón de papelitos multicolores. Todos decían lo mismo: “Te amo”.
¿Qué se podía responder a eso?
* * *
Damián tuvo una tercera entrevista con el Dr. Ramos Padilla el día martes. El viejo no era un mal tipo. Había logrado construir un imperio de cirugía estética en el país, y para las pacientes que buscaban discreción tenía también un centro en Miami, Estados Unidos, (una de las mecas para ese tipo de vanidades). El viejo buscaba ayuda y estaba cansado de arribistas que se acercaban a su clínica sólo para hacerse ricos. Necesitaba a alguien que, como él, fuera esencialmente un cirujano. Alguien que supiera distinguir entre clientes y pacientes. Y, estaba convencido, Damián era ese alguien.
Lo había visto en el hospital rearmando una cara destrozada por la explosión de una garrafa, sin poder creer que aquel médico joven sin mayores conocimientos estéticos fuera capaz de un trabajo tan perfecto. Y desde ese mismo día lo había elegido para su equipo.
Damián rechazaba una y otra vez sus ofrecimientos. Él quería ser cirujano cardiovascular. Pero últimamente todo en su vida estaba cambiando. Ya no era un chico. No podía correr atrás de un sueño que no se concretaba. Para dedicarse a la parte cardiovascular en forma rentable había que tener experiencia en el exterior, y él no podía pagar ese tipo de aventuras. Trabajando en hospitales públicos, en cambio, el camino era largo y sacrificado. Y él ya tenía treinta y un años, y era pobre, y estaba terriblemente solo y cansado.