Capítulo 7
Dos días después volvimos a casarnos en la catedral. Fue una unión presenciada por tantos nobles y prelados como para satisfacer los principios más exigentes de doña Ana.
Se celebró otra gran fiesta. En pleno jolgorio, Felipe me tomó de la mano y me arrastró risueño por el palacio hasta mis aposentos. Cerró la puerta con llave, me tumbó sobre la alfombra y me desnudó, arrancando mi ropa sin miramientos. De allí me transportó hasta el lecho y me depositó sobre las sábanas salpicadas de lavanda, mientras sus manos y su boca parecían estar en todas partes. Guiada por sus jadeos y susurros me esforcé por demostrarle que aprendía rápido y que encontraba placer no sólo en lo que él me hacía a mí sino en darle lo que deseaba.
Más tarde, en la cama revuelta, con las sábanas enmarañadas alrededor de mi cuerpo, miré el techo con forma de cúpula y me vino a la memoria aquel día en que contemplé por primera vez la grandeza del mundo vencido del reino nazarí. En aquel instante me había sentido como me sentía ahora, llena de júbilo y fe en lo milagroso.
Me volví hacia Felipe. Tenía un brazo apoyado en la frente.
—¿Qué ocurre? —murmuró.
Me abrazó para acercarme más a él. Se le cerraban los párpados mientras luchaba contra el sueño.
—Quiero hablarte de España —susurré.
Sonrió perezoso.
—Hazlo entonces. Cuéntamelo todo.
Y eso hice, dibujando en la oscuridad de nuestra cámara los colores y las formas de mi tierra. Reviví la marcha hacia Granada, mi madre al frente de sus ejércitos con la armadura de un soldado y la cruz de plata en alto. Volví a oír el zumbido de las catapultas y la risa desafiante de mi padre mientras caminaba dando grandes zancadas entre las filas de soldados. Contemplé, de pie, el océano durante la partida de Colón en los galeones que mi madre había comprado con sus joyas. Cabalgué en procesión a Toledo para presenciar el regreso del descubridor con enormes jaulas de pájaros exóticos y nativos de un mundo desconocido. Bailé en los salones, me peleé e hice las paces con mis hermanas. Seguí a los murciélagos mientras se reunían en la puesta de sol y contemplé la Alhambra tal como la había visto la última vez, leonina y silenciosa. Cuando terminé, me abracé las rodillas con los ojos llenos de lágrimas.
Felipe yacía tan silencioso a mi lado que pensé que se había dormido. Me incliné sobre él. Tenía los ojos abiertos, mudos.
—Felipe —dije, suavemente—. ¿Qué ocurre? Pareces tan triste.
Suspiró.
—Pensaba en mi familia. O lo que se hace pasar por tal.
No me miraba.
—Mi madre murió cuando yo era apenas un recién nacido. Mi padre la amaba tanto que no pudo soportar su pérdida o, según parece, la carga de criar a sus hijos. A mí me envió aquí y a mi hermana a Francia para que sea la futura prometida del rey Carlos. Al final Carlos repudió a Margarita, pero cuando ella y yo volvimos a reunimos ya éramos adolescentes. No llegamos a conocernos de niños.
Me costaba imaginarlo. Los veranos en Granada eran el tiempo más prolongado que había pasado alejada de mis padres e incluso entonces mis hermanas habían estado conmigo. Mi madre había supervisado todos los aspectos de nuestra educación, había elegido a nuestros tutores, corregido nuestros deberes y organizado nuestros horarios. Abrumadora como había sido su presencia, nunca había dejado de sentirme afortunada, dado que los niños de la realeza eran, a menudo, enviados lejos de su casa para ser criados por otros.
—¿Y tu padre? —pregunté—. ¿Iba a visitarte?
Su sonrisa era fría.
—Mi padre prefiere Viena, desde donde puede gobernar su imperio. Me visitaba una vez al año, revisaba mis gastos, se interesaba por mi educación y después se marchaba. Una vez le supliqué que se quedara. Sólo era un niño y me agarré a su estribo.
—Éste es tu lugar —me dijo sin bajarse del caballo—. No te quiero ver llorar como una niña. Somos príncipes y los príncipes deben aprender a estar solos. No debemos querer ni necesitar a nadie. Y nunca debemos mostrar nuestras flaquezas.
La crueldad de aquello me recordó las palabras de mi madre en Arévalo. Por poco que sabía del hombre que yacía a mi lado, teníamos algo en común: ambos habíamos sentido los grilletes del deber. Eso nos hacía diferentes del resto del mundo.
—He oído palabras similares —dije en voz baja—. Son, sin duda, una dura lección.
Se encogió de hombros.
—Para mí no. Aprendí que había pocas cosas sin las que podía vivir, y mi padre era una de ellas. Hasta que cumplí los doce años.
Su voz se volvió más afectuosa.
—Fue entonces cuando Besançon entró a mi servicio. Mi padre lo eligió como asesor espiritual. Me enseñó todo lo que necesitaba saber sobre lo que significa ser príncipe. Tenía catorce años cuando se juzgó que era lo bastante mayor para hacerme cargo de Flandes en nombre de mi padre, y lo primero que hice fue solicitar una dispensa a Roma para nombrar canciller a Besançon. Aunque supervisa su arzobispado, su deber principal es servirme a mí.
Nunca había escuchado un acuerdo tan inusual para un hombre de semejante rango.
—Mi madre tiene un consejero de confianza que es como él —dije—. El arzobispo Cisneros. Es el superior de la sede de Toledo, la más grande de Castilla. Pero sólo aconseja a mi madre en asuntos religiosos.
—Sí, ya he oído hablar de él.
Felipe se burló poniendo una voz severa y llevándose las manos a la cara y curvándolas como si fueran garras.
—Dicen que es tan devoto que captura a los herejes allá donde se escondan y que lleva sandalias todo el año, haga el tiempo que haga.
Me reí de su extraña imitación y me acurruqué junto a él. Me besó en la frente.
—Hora de dormir, pequeña infanta. Mañana nos levantaremos temprano para escoltar a Margarita hasta Amberes y verla embarcar rumbo a España, y proseguiremos camino a Bruselas. Después, te llevaré a hacer un recorrido por nuestro futuro imperio.
Alborotó mi cabello, y volvió a besarme antes de darse media vuelta. Al cabo de muy poco, el sueño volvió su respiración lenta y pausada.
Apoyándome en un codo, contemplé su perfil.
Aturdida por el torrente de emociones que me había embargado desde mi llegada a Flandes, no había pensado en el hecho de que él sólo tenía diecisiete años. Era un hombre según las pautas reales, sí, y ya un monarca, pero apenas un adulto en cuerpo y mente. Recorrí el contorno de su hombro mientras recordaba la rabia que sentí la primera vez que supe de mi compromiso, mis quejas contra mi destino. Culpaba a Felipe por alejarme de España y ansiaba huir de la responsabilidad sin amor que pensaba que supondría mi matrimonio con él.
Ahora, mis recelos parecían tan distantes como la rabieta de una niña ingenua y asustada. Felipe y yo estábamos destinados el uno para el otro. Sería más que una esposa para él, más que un mero recipiente para su semilla. Ambos éramos jóvenes. Teníamos toda una vida por delante. Juntos aprenderíamos a gobernar con benevolencia y sabiduría. Legaríamos una herencia de poder y fortuna a nuestros hijos y nos retiraríamos para envejecer juntos, deleitándonos con nuestros recuerdos. Y cuando nuestros huesos se convirtieran en polvo en una tumba de mármol, nuestra sangre seguiría gobernando después de nosotros, hasta que el mundo cesara de existir.
Me acurruqué contra él. Murmuró algo y se agitó dormido para acomodarse a mí. Su mano tomó la mía y la llevó hasta su pecho. Mis dedos se desperdigaron sobre su corazón, buscando sus latidos fuertes y regulares.
Cerré los ojos y sucumbí al sueño.
En Amberes, despedimos cariñosamente a Margarita, antes de su partida rumbo a España. Seguidamente, viajamos hasta Bruselas, una poblada y pintoresca ciudad situada en el norte de Flandes. El paisaje era encantador, exuberante como un jardín, pero me asombraba lo pequeño que era el ducado de Felipe, encajado como una cuña entre el norte de Francia y el inmenso dominio de los principados germánicos. El viaje de Granada a Toledo duraba semanas, mientras que apenas pasamos cuatro días a caballo antes de llegar a la bulliciosa capital de Flandes. Me parecía que todo el reino podía caber en un diminuto rincón de Castilla y aún habría quedado espacio. Tal vez ésa era la razón por la que veía tan pocos signos de pobreza o extensiones de tierra pedregosa sin habitar. Aquí era como si todo el mundo tuviese un propósito y un lugar.
En los aposentos del palacio ducal de Felipe, decorados de forma extravagante, establecí mi primera casa, o al menos lo intenté, puesto que no tardé mucho en sentirme abrumada.
La corte de Felipe era como una ciudad. Nunca había visto tanta gente. En Castilla, la corte de mi madre se regía por la eficacia y la economía. Las exigencias de la Reconquista habían reducido nuestros gastos a lo esencial, dado que teníamos que estar preparados para partir en pocas horas. En Flandes parecía que el único motivo para moverse era el exceso de quietud dentro de la misma corte. Es más, los flamencos mostraban una gran inclinación a la ostentación y aumentaban sus comodidades con un incesante deseo de riquezas. ¿Y qué mejor lugar para hacer fortuna que la corte? Así, cientos de personas abarrotaban las lujosas estancias: obispos y prelados, nobles y su séquito, embajadores, enviados y secretarios, los omnipresentes cortesanos y parásitos, e innumerables criados y sirvientes.
Y las mujeres. Tantas mujeres. Esposas con sus hijas, amantes, damas nobles y cortesanas, todas ellas buscando el limitado poder concedido a nuestro sexo, todas decididas a conocerme y ganar mi favor. Gustaban de lucir colores chillones y excesivo maquillaje, se pavoneaban y coqueteaban sin vergüenza, y sembraban intrigas como los clérigos.
Reunidas en las galerías por las tardes, compartían bromas sobre amantes pasados y presentes, discutían tendencias en los tocados y mantenían escarceos con la política. Parecían saber todo lo que ocurría en las cortes europeas y quién hacía qué a quién. Me enteré de las luchas en Inglaterra, donde mi hermana Catalina estaba destinada a ir, y de la cruenta guerra de los Treinta Años que había diezmado a la nobleza inglesa y había dado paso a la recién fundada dinastía Tudor con Enrique VII a la cabeza. Supe de las traiciones de los franceses y de su deseo de dominar Italia, de la corrupción de los Valois y de su legado de reyes avariciosos. No podía evitar que todo aquello me pareciera irresistible. Era como una mosca atrapada en una telaraña, dado que yo era la archiduquesa, la dama principal de la corte, y a través de la adulación y los cumplidos me enzarzaban en los pecadillos familiares mientras me asediaban con preguntas.
Así descubrí que para ellas España era un país lejano y exótico, envuelto en la superstición y la oscuridad de la dominación musulmana, y que a mi madre se la reverenciaba como a una reina guerrera. Querían saber todo sobre la caída de Granada, los viajes de Cristóbal Colón, y si era cierto o no que los califas tenían a las mujeres encerradas y decapitaban a cualquier hombre que se atreviese a mirarlas. Exclamaban asombradas con mis historias de los eunucos que hacían guardia en el harén, del día que presencié la humillación de Boabdil y, a cambio, ellas me enseñaron a disimular el tono oliva de mi piel con polvos y me convencieron de que luciría espléndida con sus atrevidos vestidos.
Por supuesto, aquello sólo podía llevar a una cosa.
Un mes después de mi llegada a Bruselas, mientras me encontraba con mis damas en mis aposentos probándome los vestidos de última moda que había encargado para mi próximo recorrido de los territorios de los Habsburgo, doña Ana irrumpió de repente.
—No pienso tolerar esta insolencia ni un momento más. ¡Miraos! Sólo una mujer de mala reputación llevaría un canesú como ése, y vuestro cabello debería estar recogido en una redecilla, como corresponde a una dama, y no suelto bajo ese ridículo tocado.
—Es una capucha francesa —repuse lacónicamente.
Confiaba en mantener ocupadas a mi dueña y a las otras damas con los detalles mundanos de mi casa y confiar mis necesidades íntimas a otros. Debí imaginarme que no se conformaría con hacer el papel de madre durante mucho tiempo y reprimí la irritación que me causaba que se atreviera a montar semejante alboroto delante del grupo de damas flamencas vigiladas por madame de Halewin.
—¿Es a esto a lo que hemos llegado? ¿A una infanta que exalta las modas del enemigo mortal de España?
Apreté los dientes. Cuando se trataba de sus recriminaciones, mi paciencia se agotaba pronto.
—Doña Ana, sólo es un tocado —dijo Beatriz, intentando suavizar la situación.
—¡Sólo un tocado, decís!
Doña Ana se volvió a madame de Halewin. De pie, la dama flamenca se erguía esbelta como un pino. De su cintura colgaba una cadena con un alfiletero.
—Madame —dijo acusadora mi dueña—, no habéis causado más que problemas al llenar la cabeza de su alteza con esas extravagancias. Es una princesa de España. No necesita esos vestidos.
Madame de Halewin se limitó a subir el tono.
—Su alteza me dijo que no tenía nada adecuado para las grandes ocasiones, dado que su ajuar se hundió con el barco. Me limité a aconsejarle que, como archiduquesa, debía vestir en todo momento de acuerdo con su rango.
—¡Sí, y le habéis diseñado un vestuario más propio de una ramera!
Doña Ana se volvió hacia mí.
—Deberíais haber mandado un mensaje a Castilla. Su majestad no querría que os vistiese una extranjera.
Mi voz se endureció.
—Es posible que no, pero aun así, tendré un nuevo vestuario.
Dando media vuelta me dirigí adonde las mujeres esperaban, sosteniendo las piezas de un adorable vestido de terciopelo color amarillo.
—Empezad —ordené.
Las mujeres se apresuraron a vestirme con las enaguas y el canesú bordado con tejidos dorados. Añadieron las mangas ribeteadas con piel de lince, ataron las ballenas que mantenían la faja y el canesú en su lugar, transformando mi cintura en un estrecho triángulo. Me contemplé, desafiante, en el espejo, mientras trataba de disimular mi incomodidad con el pronunciado escote cuadrado que dejaba al descubierto mis pechos casi hasta los pezones.
Doña Ana explotó.
—¡Qué escándalo! ¡Cuándo una infanta de Castilla ha elegido su guardarropa, y mucho menos pavonearse con unas prendas tan descaradas!
Había llegado demasiado lejos. Me giré en redondo.
—¡Basta! ¡No toleraré que me habléis como si fuera una niña!
Doña Ana se quedó boquiabierta. Antes de que recuperara la voz, madame de Halewin se acercó a mí.
—Creo que deberíamos meter un poco la manga a la altura del hombro —murmuró.
A nuestro alrededor, las miradas de las jóvenes flamencas se paseaban de doña Ana a madame de Halewin, y de ésta a mí. Beatriz se acercó a doña Ana.
—Señora, demos un paseo. Estáis pálida.
—Sí —añadí, lanzándole una clara indirecta—: Id con Beatriz.
E insistí con un gesto de mano.
Doña Ana se marchó penosamente. Mientras la puerta se cerraba, le oí decir claramente:
—¡No se saldrá con la suya! Esta misma tarde escribiré a España. ¡Que Dios me ayude!
Madame de Halewin detuvo con un gesto los cuchicheos de las muchachas.
—Vosotras también. Poneos a trabajar. La cámara de su alteza necesita una buena limpieza.
Estudié mi imagen en el espejo. Doña Ana no me privaría de aquel placer. Es posible que el vestido fuera indecente según la moda española, pero era la prenda más lujosa que había tenido nunca. Y tenía unos senos hermosos. Todo el mundo lo decía. ¿Por qué no lucirlos en mi beneficio? Los velos y los trajes de cuello alto no iban bien con la corte de los Habsburgo.
La mirada de madame Halewin se encontró con la mía.
—No he podido evitar fijarme en que los arrebatos de vuestra dueña se han vuelto más frecuentes —dijo con astuta prudencia—. Su alteza ha demostrado una gran compostura, dado que ella actúa como si fuerais incapaz de tomar vuestras propias decisiones. ¿Qué hará cuando os embarquéis en vuestro viaje con su alteza, me pregunto? Los Habsburgo cuentan con vastos territorios: Alemania, Austria, Holanda. El viaje podría durar meses.
El presagio encerrado en sus palabras hizo mella en mí, así como el pensamiento de que doña Ana arruinara mi presentación oficial de la mano de Felipe a nuestros futuros súbditos. Mientras madame se arrodillaba para comprobar el dobladillo, comprendí de repente que no tenía estómago para otro enfrentamiento con mi dueña.
—Madame, estoy pensando que podría eximir a mis damas de sus responsabilidades por un tiempo, al menos hasta que vuelva de mi viaje. ¿Qué aconsejaríais?
Inclinó la cabeza.
—Creo que es una sabia idea. Pobrecitas, sólo el cambio de clima puede alterar mucho a mujeres de su edad.
Marcó el dobladillo de la falda con alfileres.
—Tal vez vuestras damas podrían disfrutar de unos aposentos propios mientras su alteza está ausente.
A través del espejo me pareció verla sonreír.
—Su alteza no necesita preocuparse de los detalles. Una vez que partáis, habrá suficiente espacio en el palacio para acomodarlas.
—¿Es eso cierto? —dije—. Allá donde miro parece haber hordas de personas. Incluso he oído que los cortesanos menos afortunados duermen con los perros de caza sobre las esteras.
—No obstante, hay aposentos que se les pueden asignar.
Lo consideré. Si realmente podía encontrarse hospedaje adecuado, parecía la solución perfecta que daría a mi dueña y a mí un respiro mutuo muy necesitado. En el fondo, sentía cariño por doña Ana. ¿Cómo no iba a tenérselo? Había ayudado a criarnos. Pero no quería que interviniese en lo que yo consideraba como mi ámbito ni tampoco deseaba escuchar sus sermones día y noche mientras yo intentaba causar una buena impresión.
—Y ¿podréis asegurarme que estarán bien cuidadas? —pregunté.
—Absolutamente. El dinero para su mantenimiento saldrá de vuestro bolsillo.
Reflexioné durante unos minutos más mientras ella se ocupaba de mi vestido. Finalmente dije:
—Ocupaos de ello. Sin duda, todas agradeceremos el cambio.
Reí, aunque un poco nerviosa.
—Todas nosotras, excepto doña Ana.