Capítulo 15
Toledo resplandecía majestuosa, con su laberinto de casas y de calles serpenteantes, y los palacios moriscos que parecían brillar como oro líquido con las primeras luces de la mañana. Las murallas estaban adornadas con estandartes de seda de todas las tonalidades. Coronas, banderines y preciosos tapices colgaban de los balcones forjados de hierro, y el repicar de las campanas de la catedral resonaba por el valle del Tajo. La gente, apiñada a ambos lados de las calles, profería gritos y aclamaciones mientras cabalgábamos sobre el sinuoso camino de adoquines que desembocaba delante de la casa real, donde mi madre se había instalado.
Deslumbrada por el sol, mucho más brillante que el de Flandes, todo lo que pude entrever de mi madre, cuando entramos en la sala mayor, fue su figura oscura al pie del estrado. Mi padre iba delante de mí, acompañado de los nobles.
Mientras Felipe y yo nos acercábamos, la anciana marquesa de Moya y la hija bastarda de mi padre, Juana de Aragón, casada con el condestable de Castilla, nos saludaron con profundas reverencias.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Al llegar a una determinada distancia del estrado, Felipe y yo nos arrodillamos. Escuché el ruido de faldas al rozarse una parte con otra. Una voz sorda dijo:
—Bienvenidos, hijos míos. Levantaos. Dejad que os mire.
Me puse de pie y me quedé quieta. De no haber sabido que era mi madre, no la habría reconocido.
La última vez que la había visto era una matrona robusta, deslumbrante aunque ya no fuera joven. Yo había previsto los posibles estragos de la edad y del sufrimiento, pero lo que no esperaba era encontrarme con esa frágil figura de pómulos marcados bajo una piel cetrina, realzada por el vestido de lana negro. Iba de luto desde la muerte de mi hermano. Sólo sus ojos etéreos no habían cambiado. Brillaban como si la fuerza de su vida se concentrara en ellos, resuelta a detener el paso del tiempo.
—Madre —susurré, sin poder evitarlo.
Ella me recibió envolviéndome en un adusto abrazo perfumado de lavanda.
—Bienvenida a tu reino —susurró—. Bienvenida a tu reino.
Al cabo de unos días, después de celebraciones ininterrumpidas, mi padre invitó a Felipe y a su séquito a una cacería con halcones en los fértiles valles que rodeaban Toledo. Esa misma tarde, mi madre envió a la marquesa de Moya a buscarme.
No habíamos estado a solas desde mi llegada. Mientras avanzaba con la anciana marquesa hacia la cámara de mi madre, me asaltaron recuerdos vividos de la última vez que me había llamado y sentí el peso de la tensión familiar sobre mis hombros. La última vez mi madre me había convocado para informarme de mi inminente matrimonio. Ahora, intuía que me esperaba algo igual de desafiante. Había hecho alarde de su característica fortaleza en cada uno de los espectáculos montados para darnos la bienvenida, sentando a Felipe a su lado y dándole conversación. No obstante, el tono amarillento de su rostro y su paso inseguro indicaban el esfuerzo que le costaba nuestra visita, y en todo ese tiempo no había mencionado ni una sola vez la alianza con Francia y el compromiso de mi hijo.
Me obligué a estar atenta cuando la marquesa se detuvo a la entrada del aposento. Aquella diminuta mujer de cabellos grises se giró para mirarme.
—Su majestad no será tratada como una inválida —aseveró—. Os lo digo para que estéis advertida. Sed paciente con ella. Ha sufrido mucho.
Asentí con una sonrisa en los labios mientras entraba en una cámara amueblada con sencillez. Mi madre aguardaba sentada junto a la ventana. Le hice una reverencia que me hizo sentir de nuevo una niña. Sin que mediara un gesto visible, sus damas desaparecieron casi sin hacer ruido. Traté de reprimir un repentino sentimiento de impotencia y tomé asiento en la silla tapizada que había enfrente de mi madre. Yo ya era una mujer adulta. Me dijese lo que me dijese, era más que capaz de oír y responder a ello.
Me recorría con la mirada con una sonrisa indefinible en los labios.
—Me complace ver que traer al mundo a tus hijos no ha alterado tu figura —dijo.
Siempre al grano. Agradecí que ciertas cosas no hubieran cambiado.
—Gracias, madre.
Su rostro se endureció. Acomodó los pies hinchados en la banqueta.
—Ahora debemos hablar —dijo.
Aunque intenté controlarlo, un curioso recelo se despertó dentro de mí. Estaba enferma y, sin duda, preocupada, me dije a mí misma. Debía concentrarme en estar tranquila y atenta. No había razón para que la primera conversación entre nosotras no fuera amigable. Al fin y al cabo, yo era su sucesora. Ninguna de las dos deseábamos que nuestras discusiones pasadas estropearan nuestra reunión. Sin embargo, una parte más oscura de mí se preparó para la batalla. Nunca habíamos sido amigas y yo no era la sucesora que había elegido, no la que quería que ocupara su trono. Habíamos llegado a ese momento como resultado de varias muertes y pérdidas.
Sus palabras confirmaron mis pensamientos.
—La alianza con los franceses concertada por tu marido debe ser revocada antes de que las Cortes lo nombren príncipe consorte. Tu padre se ha esforzado mucho para convencer a los procuradores de Aragón de que esa estúpida ley que prohíbe la sucesión femenina no puede prevalecer sobre la unidad de España, ganada a costa de tantos esfuerzos. La decisión de tu esposo de prometer a vuestro único hijo varón y su heredero con una princesa francesa sólo ha hecho que la situación sea más difícil.
—Se llama Felipe —dije—. El nombre de mi esposo es Felipe.
—Ya lo sé.
Hizo un alto.
—Y también sé lo que ha hecho.
Su mirada me atravesó. Al ver que me ponía tensa, suspiró.
—Las cosas nunca han sido fáciles entre nosotros, lo sé. No somos, como dicen, espíritus afines. Pero sigo siendo tu madre. Hice lo que creí mejor para ti. Nunca he dejado de quererte pese a lo que hayas podido pensar. Y lo sé todo, Juana.
No podía mover ni un músculo. ¿Todo?
—Sí. Es difícil guardar secretos en una corte, mucho menos en una tan licenciosa como la suya. También lo comprendo, dado que yo soporté algo muy parecido en mi juventud. Sé lo que se siente cuando descubres que tu marido ha buscado la compañía de otras mujeres. Sé lo que es huir de él, perdonarlo y aceptarlo aunque te haya roto el corazón.
Era lo último que esperaba oír de ella, la única parte sórdida de mi matrimonio que pretendía ocultar y olvidar. Esa repentina intimidad entre nosotras resultaba casi dolorosa.
—Mi padre —susurré—. Hablas de su amante, la que le dio una hija llamada Juana.
Asintió.
—Así es. La fidelidad es siempre más difícil para el hombre. Y a tu padre le fue muy arduo aceptar las diferencias en nuestros rangos. Como sabes, él es mi rey consorte, y según las leyes de Castilla nos sustentan los poderes soberanos que tengo yo, aunque he hecho todo lo que he podido para ensalzarle como mi igual. Pero siempre ha sabido que este reino me ve a mí primero como reina y eso siempre le ha dolido. Por eso fue con otras mujeres, mujeres comunes con las que podía sentirse, primero y por encima de todo, rey.
—Pero te quiere —repuse negándome a ver ese lado de mi padre, aunque sabía que decía la verdad—. Siempre te ha querido. Cualquiera puede verlo.
—No tiene nada que ver con el amor. De lo que dudaba era de su habilidad de vivir en la sombra que yo proyectaba sobre él.
Alzó la mano y continuó:
—Pero no te he pedido que vengas para hablar de mi pasado. El tiempo acaba por reblandecernos. Como yo, tu padre se hace viejo. Tu marido, sin embargo, es todavía joven, y por lo que he visto hasta ahora, muy testarudo. Se siente frustrado por lo que percibe como falta de estatus y eso lo enfada. Lo que yo hice con Fernando, lo que él aceptó de mí, es posible que Felipe no lo acepte tan fácilmente de ti.
Su reprobación cayó como una losa entre nosotras. Me llevé la mano a la garganta, sin apartar la mirada del rostro de mi madre. Cuando ella alargó su mano para tomar la mía se me escapó un grito ahogado. Su mano era huesuda pero firme, endurecida por años de montar a caballo. Sólo en sus manos podía sentirse el recuerdo de su fuerza, aunque fuesen frías al tacto.
—Debes dejar a un lado el dolor que haya podido causarte —dijo— o las dudas que haya podido engendrar en ti. Ahora necesito toda tu fuerza. España la necesita. Este reino exigirá todo lo que puedas darle, Juana, y mucho más. Debemos demostrar que serás capaz de gobernar después de mi muerte.
La realidad de lo que me esperaba me sacudió con la fuerza de un golpe. Nunca había sido capaz de imaginar España sin mi madre. En mi mente, las dos estaban inextricablemente unidas, ligadas como un bebé al útero. Fue en ese momento cuando comprendí realmente el peso del futuro, y durante un terrorífico instante sentí unos deseos irreprimibles de huir.
—Madre, no. —No pude evitar que me temblara la voz—. No debes hablar así. Estás enferma, nada más. No vas a morir.
Se rió secamente.
—Oh, pero lo haré. ¿Por qué no iba yo, una humilde criatura, a seguir los pasos del resto de los mortales? Es por eso que el tiempo, este tiempo que tenemos ahora, es tan importante.
Apartó la mano. La fuerza que emanaba se había debilitado.
—Cuando me llegó la noticia de lo ocurrido en Francia, temí lo peor. Cuando el arzobispo Besançon vino a regatear con nosotros como si fuéramos mercaderes de tejidos, vi cómo era el hombre del que tu marido recibía consejo. No puedo decir que la alianza francesa me haya sorprendido. Hasta un idiota podría ver que Besançon sólo busca sacar partido. Pero, hija, tú me has sorprendido. Has demostrado una notable convicción y fuerza ante la corte francesa y has defendido tu sangre real. Tu esposo, por el contrario, ha demostrado que sólo está preparado para gobernar su mísero estado en Flandes. Es débil, y demasiado fácil de influenciar. Tiene el carácter de un cortesano, no de un rey. No parece comprender que antes que las riquezas, los títulos, la vanidad o el placer, antes incluso que su propia vida, la corona debe ir primero.
Eran palabras duras de oír. Parecían ir al meollo de la situación con una falta de ambigüedad emocional que encontraba perturbadora.
—No lo conoces —dije en voz baja—. Sí, tiene sus defectos como todo el mundo, pero, madre, no es mal hombre.
Ladeó la cabeza.
—Ningún hombre lo es, al principio. Pero la bondad sale perdiendo cuando compite con la ambición. Y nada puede alterar el hecho de que eligiera comprometer a su hijo y heredero, a quien nombraremos después de ti en la sucesión, con la hija de Luis de Francia. Eso sin mencionar que se deja gobernar por Besançon, un hombre que no merece llevar el hábito de la Iglesia.
Sus palabras herían de forma deliberada. No obstante, no aparté los ojos de ella cuando añadió:
—Pero un día será tu rey consorte, como Fernando lo es mío. Por lo tanto debemos asegurarnos de que a la hora de decir la última palabra, seas tú quien gobierne. Debes gobernar como he gobernado y seguiré gobernando hasta mi muerte.
Su mirada era escrutadora e inagotable, como si una hoguera se hubiera encendido en sus ojos. En ese instante supe que quería algo más, algo que sólo yo podía darle. Aparte de la reprimenda a Felipe, ésa era la verdadera razón de querer hablar conmigo.
—El compromiso con Francia —dije en voz alta—, quieres que lo anule…
Sacudió la cabeza.
—Deja esa tarea a tu padre y a mí. Lo que espero de ti es que lo persuadas para que se quede en España el tiempo que sea necesario. Es demasiado extranjero en sus maneras y sus pensamientos. Debemos separarle de Besançon, enseñarle a pensar y a actuar como un príncipe español. Sólo entonces nuestros grandes y las Cortes le aceptarán.
Su clara percepción del carácter de mi esposo, tan sólo una semana después de conocerlo, me hizo cuestionarme la mía. Me había costado años reconocer su dependencia del arzobispo. Y no me había parado a pensar cómo podrían verle en mi país nativo, cómo su descuidada galantería que yo encontraba tan original podía inspirar desprecio a los sombríos ojos de Castilla.
—Muy bien —repuse en voz baja—. ¿Qué debo hacer?
—No te mentiré. Te aguarda un camino lleno de dificultades.
Aquí, muchos preferirían que nombráramos heredero a tu hijo Carlos, contigo como reina regente hasta su mayoría de edad. Ni las Cortes, ni los nobles, ni el pueblo confiarán en un rey extranjero. De momento, sin embargo, tu padre y yo hemos demorado la reunión de las Cortes y la ratificación de cualquier título, aunque la demora sólo puede ser temporal. Pero de momento, nos da una oportunidad.
Su voz se hizo más grave.
—El poder que te ofrezco te situará por encima de tu marido. Serás reina de Castilla y Aragón y sobre tu cabeza descansarán ambas coronas. Felipe no tendrá nunca tu autoridad, y tú no debes dársela jamás. Lo que las Cortes exigen y lo que los nobles necesitan es un monarca al que teman y respeten. He pasado muchos años cortejando el favor de unos y conteniendo la avaricia de los otros. Por eso debo saber si estás dispuesta a hacer lo que sea necesario. De lo contrario, cualquier esfuerzo que haga para ganarme a tu esposo, será inútil.
Hubo un silencio que casi se podía palpar.
—¿Crees… crees que puedo gobernar como reina? —dije entonces.
Suspiró.
—Eres mi hija. Por supuesto que puedes.
Bajé la mirada. De repente sentí ganas de llorar.
—Toda la vida —añadió con voz suave—, desde que eras una niña, fuiste la más dotada, la más rápida en los estudios, la más inteligente y capaz, la única que rara vez mostraba miedo. Habrías ido a la guerra contra los moros si te hubiera dejado, y sin embargo, cuando vencíamos, sólo mostrabas compasión. Ni siquiera mi querido Juan, que descanse en paz, tenía tu fuerza, ni de cuerpo ni de espíritu. Pero debes creerlo, Juana. Debes creer en ti. Sólo entonces podrás convertirte en la reina que yo sé que puedes ser.
Levanté la vista. Leí en sus ojos que hablaba con una nueva franqueza. Por primera vez en mi vida mi madre me mostraba su corazón. España, su más preciada posesión, debía permanecer a salvo después de su muerte. Me había enviado lejos, exigido demasiado, y sin embargo ahora creía en mí. Creía que podía ser reina.
Reina de España.
La cabeza me daba vueltas. No sabía qué decir. Me observaba atentamente, sin ninguna señal de que temiera mi respuesta. Finalmente asentí:
—Sí, lo haré. Haré lo que me digas.
Se hundió en su silla. El fuego de sus ojos disminuyó.
—Bien —murmuró—. Ahora vete, hija mía. Estoy cansada. Hablaremos más tarde.
Me puse de pie. Las lágrimas ardían en mis ojos. Le besé la frente con delicadeza.
Hasta que no abandoné sus aposentos no me di cuenta de que había accedido a ayudar a mi madre. Podría verme obligada a tomar una terrible decisión.
En las siguientes semanas, mis padres organizaron un viaje para llevarnos a recorrer Castilla. Besançon había sido obligado a aceptar la oferta de visitar algunos de los monasterios más ricos de España, sin duda instigado por mis padres, y había partido con un gesto de amargura en el rostro, mientras nosotros abandonábamos Toledo para dirigirnos al imponente alcázar de Segovia, situado sobre una roca labrada, y al encantador palacio de Aranjuez, delicadamente labrado en piedra.
Mi padre y Felipe iban de caza diariamente con sus séquitos y sus halcones, mientras mi madre y yo nos sentábamos, en compañía de otras mujeres, bajo los árboles de lima. Para mi desconcierto, mi madre no volvió a decir una palabra de los asuntos que antes había discutido conmigo en privado. Era casi como si hubiéramos vuelto a los días de mi niñez en los que se juntaba conmigo y con mis hermanas para compartir las tareas diarias. Sus damas me preguntaban sobre mis hijos y mi vida en Flandes y escuchaban atentamente mis respuestas, en particular mi descripción del lujo de los palacios y de la fantástica plétora de arte. Les dije lo mucho que echaba de menos a mis hijos pero que crecían sanos y fuertes como confirmaba una carta reciente que había recibido de doña Ana. Cuando miraba a mi madre, sentada en su silla tapizada con su perenne bordado sobre el regazo, veía que tenía la mirada desenfocada, como si estuviera a cientos de leguas de distancia. No sabía si escondía su desilusión porque no había traído a mis hijos conmigo o si le preocupaba algo más profundo, algo que no presagiaba nada bueno. En cualquier caso, mi temor y mi preocupación no hacían más que aumentar a medida que pasaban los días sin que ocurriera nada importante.
De noche, en nuestros aposentos, interrogaba a Felipe sobre sus conversaciones con mi padre, esperando que una de ellas hubiera abordado el tema de la alianza con Francia. Me aseguró que no conversaban. Es más, Felipe parecía dichosamente ajeno a tensiones de ningún tipo. Al parecer, mi padre y él sólo habían compartido el entusiasmo mutuo por la caza. Felipe se declaraba embelesado por la manera de cabalgar de nuestros caballeros, con el estribo alto y cercano a la silla, así como con la severa fortaleza de nuestras ciudadelas y los cambios abruptos del paisaje, que en un instante pasaba del campo más seco y pedregoso al bosque más frondoso. La tierra, decía, era inmensa e increíblemente fértil, pero estaba infrautilizada. Si la cultiváramos de forma adecuada podríamos alimentar naciones con ella.
El ejercicio físico durante el día lo volvía perezosamente amoroso durante la noche. Mientras se movía despacio dentro de mí, el candelabro situado junto a nuestra cama proyectaba nuestras sombras en el techo. Algo me reconfortaba: aunque todavía no había conseguido que mantuviéramos una conversación seria, no parecía tener ninguna prisa por irse y parecía disfrutar de verdad de todo lo que hacía.
La noche antes de nuestro regreso a Toledo para reunimos con Besançon y el consejo familiar, ya que las visitas a lugares de interés habían terminado y la verdadera razón de nuestra visita debía ser abordada, Felipe insistió en vestir un traje de terciopelo color ciruela y oro, una prenda muy llamativa comparada con las sencillas prendas de lana que llevaban mis padres. El verano había comenzado. El calor era sofocante incluso en palacio, y yo opté por un sobrio vestido azul, aunque Felipe me convenció para que llevara los zafiros que me había regalado con motivo del nacimiento de Leonor, una de las pocas joyas aparte del rubí de mi madre que pensé que podría llevar conmigo, sin peligro, en el viaje.
Al entrar en la sala nos encontramos con que ésta había sido dividida con unos biombos de sándalo, convirtiéndose en una estancia íntima. Los caballeros y cortesanos que habitualmente nos acompañaban estaban ausentes, y la mesa estaba preparada para cuatro personas, aunque con un esplendor inesperado que sorprendió a Felipe. Sólidas urnas de plata del tamaño de pequeñas torres se levantaban a cada lado del bufé. El mantel de encaje ofrecía un fondo perfecto para las grandes bandejas de plata, ribeteadas con piedras preciosas, y las copas de oro cinceladas. Le robé una mirada a mi madre que ella me devolvió con una serena sonrisa. Supe inmediatamente que durante las tardes que pasamos juntas en los jardines, mientras parecía distraída en sus propios asuntos, había tomado nota de todo lo que yo había dicho. Aquella noche se esforzó por todos los medios en hacer gala de su riqueza y lujo, lo que significaba que algo estaba a punto de ocurrir, dado que estos tesoros siempre estaban ocultos en una caja fuerte en Segovia. Ahora habían sido traídos especialmente para esta ocasión.
Los criados sirvieron codornices frescas que habían sido delicadamente cocinadas en una salsa de granadas, trucha de río con almendras y cuencos con guisantes. Felipe comió con su habitual apetito. Al principio no le gustaba nuestra costumbre de comer la verdura al vapor rociada de aceite de oliva, pero pronto descubrió que la ausencia de las salsas pesadas con las que los flamencos lo bañaban todo aumentaba el sabor de la comida.
Mientras un paje llenaba las copas con un rico vino riojano, mi padre nos espetó:
—Y bien, ¿vamos a hablar de la alianza con los franceses?
Me quedé helada.
Felipe levantó la vista sin terminar de llevarse el bocado de codorniz a la boca.
—¿Qué?
—El compromiso de boda —dijo mi padre, alzando la barbilla—. Sin duda no habrás pensado que os hemos pedido a ti y mi hija que vengáis para entregar España a los Valois. Ese compromiso debe anularse —y añadió sin rodeos—: Luis de Francia busca maneras de robar nuestras posesiones en Italia. Esa alianza mina nuestra credibilidad y retrasa vuestra investidura como herederos.
Mi madre no se movió. Tenía los ojos fijos en Felipe.
—Y yo —respondió mi esposo fríamente— no he venido hasta aquí para recibir órdenes. Os lo dije antes. Esa alianza me beneficia. Como archiduque de Flandes, no me retractaré.
—Sin embargo, como futuro rey consorte de España, debes hacerlo —terció mi madre, mientras el rostro de mi padre se oscurecía—. En las últimas semanas Fernando ha intentado numerosas ve ces advertirte que no toleraremos una alianza con nuestro enemigo. Las Cortes no te investirán a menos que hagas lo que decimos. Y yo, señor, desde luego no confiaré mi trono a alguien que no es capaz de reconocer la diferencia entre nosotros y esa nación de lobos y embusteros.
Felipe dejó caer su cuchillo que chocó contra el plato y me miró con malicia.
—Besançon tenía razón —dijo entre dientes—. ¡Me buscarás la ruina!
Se levantó, haciendo caer la silla y se dirigió a mi madre:
—Ni hablar. Soy un Habsburgo y tengo que considerar mis propios deberes. No soy vuestra marioneta, señora, ni cederé mi soberanía a mi esposa. Ya no os encontráis en posición de negociar. Si aceptáis mis condiciones, es posible que considere revocar las condiciones de mi alianza con el rey Luis. Hasta entonces, se quedará como está.
Se retiró dejándonos allí inmóviles. El paje de librea se quedó sosteniendo la jarra en el aire. El capón asado que había comido me causó acidez. Empecé a decir algo, cualquier cosa para llenar el terrible silencio. Mi madre se desplomó en su silla. Mientras una de sus damas corría a atenderla, el rostro de mi padre se puso lívido. Al volverse para mirar a mi madre ella asintió, se llevó una mano al pecho y, con la ayuda de su dama, se puso de pie y se apresuró a abandonar el salón como si el techo estuviera a punto de venirse abajo. No me miró ni una sola vez.
Mi padre sí lo hizo. Su mirada me atravesó.
—¡Dios mío! —murmuré—. ¿Qué ha ocurrido?
—Tu esposo es una mula —contestó—. No apto para llevar un yugo, y mucho menos las coronas que tu madre y yo hemos defendido toda nuestra vida. Pero tiene razón. No estamos en posición de negociar, ahora no.
Su voz sonaba entrecortada.
—Hace unos días nos llegó una terrible noticia. Hemos tratado de mantenerla en secreto con la esperanza de hacer entrar en razón a tu esposo. Según parece lo ha descubierto, por supuesto a través de las cartas diarias que le envía ese condenado de Besançon.
Hizo una pausa. La mano que tenía apoyada en la mesa se cerró con fuerza. Me levanté.
—Padre, ¿qué ha sucedido? Te lo ruego, habla.
—El príncipe Arturo Tudor ha muerto —dijo.
Por un segundo no entendí lo que me decía. Cuando lo hice, se me escapó un grito ahogado.
—¿El esposo de Catalina?
—Sí. Hemos perdido la alianza con los ingleses. Tu hermana es viuda. Ahora, debemos ordenar a la corte que se ponga de luto y rezar para que podamos salvar algo de este naufragio.
Me quedé muda de asombro. Al ver que le temblaba el ojo izquierdo, creí enfermar.
—Hay algo más —dije—. Algo que me ocultas.
Mi padre sonrió con tristeza.
—Oh, sí. Según parece Felipe de Flandes ya no quiere ser investido príncipe consorte de España. No, dice que debemos enmendar la constitución para que cuando nosotros muramos, él pueda ser rey. Tu esposo, Juana, tendría tu reino.
Regresé a mis habitaciones. Al abrir la puerta encontré a Felipe en camisa, con su jubón abierto y tumbado en el suelo. Al ver la expresión de mi rostro, apuró el contenido de su copa, se levantó y se dirigió al mueble. Allí cogió la jarra y se sirvió vino. Empezó a beber y luego tiró la copa al suelo, escupiendo el líquido.
—¡Vinagre! Se ha convertido en puro vinagre. ¡Jesús! ¡Hasta el vino se pudre en este maldito lugar! —Se acercó dando grandes zancadas a la ventana—. Y el calor es intolerable.
Se volvió para mirarme.
—A medianoche hace tanto calor como al mediodía.
—Eso ya lo sé.
Le miré fijamente a los ojos.
—Ha empezado el verano —dije, cerrando la puerta—. ¿Cuándo ibas a decírmelo? ¿O no pensabas decírmelo?
Arrugó los ojos.
—No empieces. Con las recriminaciones españolas que he recibido podría llenar una vida entera. Al salir a cazar, al volver de cazar, cada minuto del día. Siempre escucho lo mismo.
Su voz adoptó una severidad burlona.
—Debes repudiar la alianza con Francia. España nunca la tolerará. Pues bien, al diablo tu padre y al diablo España. Estoy harto. Besançon está harto. Es hora de que tus padres aprendan que no soy un lerdo al que pueden manipular a voluntad.
—Me da igual Besançon —repliqué—. Han pasado semanas y en todo este tiempo no me has dicho ni una palabra de esto. Te advertí que no aceptarían sin más el compromiso con los franceses pero no quisiste escuchar. Y ahora, míranos, enfrentados a mis padres en momentos de enorme dolor.
—¿Y cuándo no ha sido así? —me interrumpió con una risa cruel—. Parece que a la muerte le gusta vuestra compañía.
Contó con los dedos.
—Veamos. Primero fue el primer marido de tu hermana Isabel, el que se rompió el cuello cabalgando. Luego muere tu hermano, después de una breve unión con mi hermana, y a continuación fallece Isabel, su hijo varón y ahora el príncipe de Catalina. Uno podría decir que la casa de Trastámara y el matrimonio son una combinación letal.
Furiosa, di un paso hacia él.
—¿Tan poco te importa mi familia como para reírte de nosotros?
—Digo la verdad. Nosotros los Habsburgo preferimos no escondernos detrás de la falsa piedad y la abstinencia.
—¿Dices la verdad? —interpelé, incrédula—. Conspiraste con Besançon a mis espaldas para prometer en matrimonio a nuestro hijo y me has engañado deliberadamente todo este tiempo. Le has pedido a mis padres que te nombren rey en su sucesión aunque sabes que hacer eso está fuera de su alcance, que sus Cortes nunca lo permitirán. Si ésa es la sinceridad de los Habsburgo, entonces ruego a Dios que nos libre de su traición.
Se quedó callado y con el gesto torcido. No había planeado decir aquellas palabras, pero mientras alzaba la barbilla, comprendí que no las lamentaba. Yo también estaba harta. ¿Pensaba que no haría nada mientras desacataba abiertamente a mis padres y conducía nuestras vidas al caos?
—Traición —bramó—, es lo que tú y sus católicas majestades planean.
Lanzaba sus palabras como si fueran dardos.
—Esta visita para ser investidos por las Cortes es falsa. Tu madre no tiene ninguna intención de nombrarme su heredero, mucho menos de dejarme gobernar cuando muera. Quiere un príncipe al que pueda moldear a su placer. Por eso ha demorado nuestra investidura con la esperanza de que si me canso o me aburro lo suficiente, tomaré medidas para que nos traigan a nuestro hijo.
Retrocedí.
—Eso… eso no es cierto —dije, aunque presentía que no andaba descaminado.
—¿No? Entonces, quizá podrás explicarme por qué, además de su insistencia en cortar con Francia, tu padre me preguntó de forma deliberada si estaba dispuesto a dejar que nombraran infante a nuestro hijo.
Al verme muda de asombro, sonrió y dijo:
—Lo esperaba. No puedes explicarlo porque sabes que es cierto. Lo has sabido desde el principio. Has estado trabajando con ellos todo este tiempo, ¿verdad? Pese a que soy tu esposo, ¡y es a mí a quien debes lealtad! Crees que si me agotas lo suficiente haré lo que me piden. Bien, pues se acabó. El último peón en su plan de conquistar el mundo ha muerto en Inglaterra. ¿A quién pueden recurrir ahora, eh? ¿Quién salvará su preciosa España?
No podía apartar los ojos de su rostro, un rostro salvaje que no reconocía. En alguna parte, dentro de mí, se enraizaron sus terribles acusaciones como un veneno que actúa lentamente.
—¡Yo! —dijo, hincando un dedo en su pecho—. Soy el único al que pueden recurrir. Mi sangre es su futuro. Deja que tu madre pontifique hasta que se ponga lívida. Sabe lo mucho que su nobleza desprecia a Fernando. Cómo aguardan como buitres a que muera para caer sobre él y destrozarlo. Sabe que nunca tolerarán que los gobierne otra mujer. Sin mí, todo aquello por lo que ha luchado desaparecerá, se perderá para siempre.
Su sonrisa se volvió cruel.
—¿A qué esperas? Ve a decirle lo desagradecido que soy. Pero dile también que tenga cuidado. Dile que si pone a prueba mi paciencia abandonaré esta maldita tierra tan pronto su real cabeza esté dando vueltas. Te dejo con ello.
Dando zancadas, pasó por mi lado y cerró la puerta de un portazo.
Me cubrí el rostro con las manos y me eché a llorar.