Capítulo 13

En cuanto pisamos Francia resurgió mi desasosiego. Luis había enviado un séquito de nobles y de mujeres a darnos la bienvenida y miré a las damas acicaladas y empolvadas con desconfianza encubierta. La vieja enemistad feudal entre Francia y España se palpaba en el aire como una tormenta a punto de estallar. Yo era absolutamente consciente de que, pese al intento hecho, allí sería vista como una enemiga, la hija del astuto Fernando de Aragón, cuya reivindicación del territorio de Nápoles era una espina perpetua para el bando francés.

No obstante, me asombraba la amplitud y la belleza del paisaje, con sus valles en apariencia infinitos y sus suaves bosques, sus cielos radiantes, las prósperas aldeas y los exuberantes viñedos. Nunca imaginé un reino que pudiera igualar la inviolable majestad de España y no pude resistir un escalofrío de excitación involuntaria cuando vislumbré París entre la bruma.

Coronando las calles laberínticas, el capitel de Notre-Dame despuntaba al atardecer. Las campanas de todas las iglesias repicaban armando un desafiante estruendo que sacó a los parisinos de sus casas y los agolpó en las calles, gritando y lanzando ramos de rosas de otoño hasta que el aire brilló como si fuera de color cobrizo.

Conducidos al viejo palacio del Louvre, allí se nos informó de que Luis y su reina habían viajado hasta el valle del Loira para preparar el castillo de Blois para nosotros. En su lugar, el príncipe de Borbón actuó como anfitrión, y mientras Felipe recorría la ciudad con sus hombres yo recibí la inesperada visita del conde de Cabra, embajador de mi madre en la corte de los Tudor, que al enterarse de mi visita a Francia había venido a verme camino de Inglaterra. Lo recibí con cierta reserva pensando que podría transmitirme la reprimenda de mi madre por mi viaje. Pero por el contrario, me comunicó que mi hermana Catalina había llegado a Inglaterra y me relató su entrada en Londres, durante la cual había mostrado una impecable dignidad pese a encontrarse en un ambiente desconocido y a la brusca aparición del rey Enrique VII en sus aposentos para ordenarle que se quitara el velo.

—Por supuesto, ella se quedó muy sorprendida, y su dueña ofendida —relató el conde—, pero el rey insistió en que debía comprobar si era deforme en algún sentido antes de permitir que se desposara con su hijo. Gentilmente, ella accedió. Naturalmente, el sorprendido fue él al ver su belleza y enseguida procedió a presentarla en la corte como si se tratara de una preciada joya.

Recordé cómo me había quitado el velo ante Besançon y pensé, con dolor, lo abrumada que debía de sentirse, rodeada de extranjeros y tan lejos de casa.

—¿Y su prometido el príncipe Arturo? —pregunté ansiosamente—. ¿Parecían gustarse?

El conde sonrió.

—¡Ah, sí! Son como dos ángeles. El príncipe Arturo es muy delgado y tímido, pero parecía enamorado de vuestra alteza. También lo parecía su hermano menor, el príncipe Enrique, que arrojó su jubón durante la fiesta nupcial para tontear delante de ella, vestido sólo con su camisa y sus calzones, como un pagano. Esos ingleses son unos bárbaros, ordinarios y ruidosos. Tienen suerte de tener a la infanta Catalina como su futura reina. Desde su matrimonio la llaman Catherine de Aragón.

—Debo escribirle —murmuré, avergonzada de que en la agitación de mi propia vida me hubiera olvidado de apuntar el día de su partida.

Me entristecía pensar que no la vería a mi llegada a España. Ese mismo día, le escribí una larga carta que confié al conde, quien me aseguró que la llevaría a salvo hasta Inglaterra. En ella le prometí que podía contar conmigo para lo que fuera, y le rogué que me escribiera siempre que lo deseara, porque sabía lo que suponía cumplir con el deber hacia nuestro país.

La tarde siguiente, partimos rumbo al valle del Loira. Llegamos a Blois la víspera del 7 de diciembre, bajo una lluvia helada. Aunque la entrada principal estaba cubierta por frisos, cabalgué hasta el patio, absolutamente empapada. Felipe había llegado antes con su séquito. En el momento que desmonté, una joven que no tendría más de diecisiete años, de ojos color azabache y un mohín de desagrado en la boca, se acercó a mí, acompañada de un grupo de mujeres de rostro severo.

Hizo una reverencia.

Madame archiduquesa, soy mademoiselle Germaine de Foix, sobrina de su majestad el rey Luis. Tengo el honor de ser vuestra escolta y dama de honor durante vuestra visita.

Hablaba como si no hubiera nada menos interesante para ella. Señalé a Beatriz y a Soraya, y empecé a informar a mademoiselle de Foix que no necesitaba más ayudantes, cuando me cogió por el brazo y, literalmente, me arrastró al interior del castillo de ladrillo rojo. Mis mujeres se apresuraron a seguirme. Pero antes de que pudiera darme cuenta me hallaba dentro del palacio, conducida por corredores de piedra de los que colgaban enormes tapices, escoltada a corta distancia por el grupo de damas francesas.

Habrían logrado que pasáramos por delante del salón sin detenernos, de no ser porque las dobles puertas abiertas llamaron mi atención y por la fuerza di marcha atrás.

El enorme salón brillaba a la luz de enormes candelabros, suspendidos por cadenas del rico techo revestido con paneles. Me asomé al interior. Detrás de mí, mademoiselle de Foix dijo entre dientes:

Madame, c’est la chambre du Roi!

Fijé la vista en la tarima situada al fondo, donde Felipe se encontraba de pie con Besançon, ambos de espaldas a mí. Decenas de hombres llenaban la sala. El olor a almizcle de sus capas mojadas y de los perfumes se volvía ácido con el calor del humo perfumado que despedían los braseros.

Elevé la barbilla y entré. Todos se volvieron para mirarme.

En medio del silencio, la fricción de mis faldas mojadas contra el suelo embaldosado creaba un sonido parecido al de las espuelas de las botas. Escuché varoniles gritos ahogados de indignación. Felipe se giró en redondo, dejándome ver al rey en su estrado.

Me detuve. Pese a su aterradora reputación, la figura de Luis XII carecía de magnetismo. Había heredado la corona a avanzada edad, cuarenta y pocos años, y tenía los cabellos lacios y grises, cortados de forma abrupta sobre sus protuberantes orejas, y un rostro alargado en el que sobresalía la nariz aguileña de los Valois. Sus hombros carecían de anchura, pese a estar cubiertos con pliegues de tela plateada, y bajo sus calzones negros se adivinaban unas piernas largas y flacas. Sólo sus ojos, estrechos y de mirada plomiza, traicionaban la astucia que le había convertido en declarado enemigo de mi padre. Bueno, sus ojos y sus dedos, que eran delgados y afilados.

Permanecí inmóvil. No hice una reverencia. Su sangre no era más real que la mía. De hecho, se podría defender todo lo contrario.

Sus finos labios se curvaron.

Madame archiduquesa, bienvenida a Francia.

—Gracias, su majestad.

Podía sentir las miradas furibundas de los cortesanos franceses, escandalizados por mi negativa a reconocer la superioridad de su rey. Felipe se acercó a mí. Cuando me cogió por la manga tenía el rostro endurecido y la mano tensa.

—¿Qué estás haciendo? —gruñó entre dientes.

Podía ver, por su expresión y la mirada siniestra del arzobispo, que no esperaban verme allí, pero por mi vida que no entendía el motivo. ¿Acaso había alguna antigua costumbre en Francia que prohibiera a una mujer presentarse ante el rey sin permiso previo? No me habría sorprendido. Francia era uno de los pocos reinos que prohibía la sucesión femenina. Pero yo no era cualquier mujer. Era la heredera de Castilla.

—He venido a saludar a su majestad —repliqué con voz alta y clara. Incluso sonreí e hice una media reverencia—. A eso hemos venido, ¿no?

El rostro de Felipe se volvió rojo como la grana. Besançon parecía listo para explotar. Luis rió desde el trono.

Mon ami, vuestra esposa es tan encantadora como me esperaba. Pero, debe estar très fatigué, oui?

Volvió su mirada a mí. Aunque no retiró la sonrisa, sus ojos tenían la dureza del ónice.

—Sin duda agradecerá la compañía de personas de su sexo. Debería visitar a mi esposa, la reine, y privarnos de su presencia.

Miré a Felipe, pero esquivó mi mirada. ¿Visitar a la reina? El resentimiento y la sospecha brotaron dentro de mí. ¿Qué ocurría? Antes de que pudiera encontrar la manera de responder a su obvia despedida, oí el sonido de tacones a mi espalda. Una vez más, la insufrible mademoiselle de Foix me tomó del brazo y me arrastró fuera del salón, forzándome a pasar por delante de mis sorprendidas damas, que parecían a punto de ser abandonadas, empapadas de pies a cabeza, en un corredor como si fueran penitentes, y con mi equipaje amontonado a sus pies.

—Señora, si hacéis el favor, debo ocuparme de mis damas.

Tiré de los dedos que me aprisionaban tratando de soltar mi brazo sin recurrir a la fuerza, incluso mientras madame de Foix me arrastraba a la habitación de al lado. Me armé de valor al ver las paredes cubiertas de terciopelo blanco, blasonado con los armiños de Bretaña y la flor de lis de los Valois.

Esta vez, me recibió un grupo de mujeres de mirada rapaz. El séquito se apartó y, delante de la chimenea, sentada en una silla tapizada, se encontraba la reina Ana entregada al pasatiempo de bordar como si aquélla fuera una tarde cualquiera.

—Su alteza la archiduquesa de Borgoña y Flandes —anunció mademoiselle de Foix.

Ana de Bretaña levantó la vista. Tenía una madeja de seda enredada alrededor de su enjoyado cuello, y la cara tan redonda y carnosa como el queso blanco por el que su ducado era tan famoso.

Ah!, mais oui. Entrée —dijo, haciendo un gesto con la mano. Estaba cómodamente arrellanada en su silla, con sus abundantes carnes aprisionadas en un recargado vestido de seda con incrustaciones de perlas.

Sabía que cojeaba de una pierna, y al principio di por hecho que su dolencia le impedía levantarse. Pero cuando pasaron unos segundos y siguió allí sentada, sin hacer el menor esfuerzo, quedó claro que Ana de Bretaña no tenía intención de levantarse, coja o no.

Era un insulto deliberado. Descendiente de una familia de mercaderes del siglo XI que se había afanado mucho para alcanzar la respetabilidad, su sangre no podía compararse con la mía. Aunque fuera dos veces reina, al tener la buena fortuna de haberse casado con el predecesor de su marido, antes de hacerlo con Luis, yo pertenecía a un linaje real mucho más antiguo y estuve a punto de informarle de ello, pero resistí el impulso pensando que no auguraría nada bueno para el resto de nuestra visita.

Apreté los dientes, y empecé a hacer la misma reverencia, envarada y a medias, que otorgué a Luis. Ella hizo una seña y antes de que me diera cuenta, mademoiselle de Foix se acercó a mí y me cogió del brazo. Sus dedos se clavaron en mi codo como garras causándome dolor hasta el hombro y, para mi horror, obligándome a inclinarme más de lo que había previsto.

La sonrisa de la reina se hizo más grande.

Mais non, madame. Aquí estamos entre amigas.

Me mantuve de pie, temblando de rabia, con los puños apretados a los lados.

Ana de Bretaña saboreó la victoria durante unos segundos. Luego hizo otra señal.

—Os acompañarán a vuestras habitaciones. Cenaremos más tarde, ¿sí?

Formando un círculo a mi alrededor, mademoiselle de Foix y sus damas me rodearon.

Nada cambió durante cuatro interminables días.

La lluvia se convirtió en aguanieve y hacía imposible cualquier escapada a los jardines. Atrapada dentro, sin nada que hacer, ni siquiera podía pasear por palacio, obligada a visitar a la reina en su cámara y a soportar cuatro misas diarias y horas de sarcástico examen, mientras Felipe se divertía con Luis y sus nobles, y Besançon tramaba Dios sabe qué con el consejo francés.

El quinto día, estaba fuera de mí. Felipe pasaba las noches lejos de mí, disfrutando de largos banquetes con los hombres en esta corte donde los sexos nunca parecían mezclarse, salvo por previo acuerdo, y su ausencia sólo aumentaba mi sospecha y mi angustia. Vociferé en mis espléndidos y odiados aposentos que no toleraría más insultos, pero don Lope siguió recomendándome precaución y paciencia, aunque su rostro afable empezaba a estar tan tenso como el mío.

El sexto día de mi visita entré en la cámara de Ana de Bretaña y la encontré rodeada de su ilustre colección de damas. Una gran cuna tapizada y con el balancín dorado ocupaba un lugar prominente delante de ella como si fuera un centro de mesa.

—Mi hija, Claudia —me informó.

Me acerqué a la cuna. Me preguntaba por qué no había exhibido antes este trofeo de su vientre. Supe que era porque se sentía inferior. Yo había traído al mundo tres hijos, uno de los cuales era un varón y el heredero de Felipe, mientras que ella no había podido darle a Luis el príncipe que necesitaba como sucesor. Si no lo hacía, se vería obligado a entregar a Francia al esposo de su hija, dado que la prohibición francesa de que una mujer accediese al trono hacía imposible que la niña llegase nunca a gobernar.

Bajo el cobertor de encaje, distinguí una cara pálida con unos ojos grandes y tristes, y un gorro brillante que cubría la cabeza con escasos cabellos. Me sentí malévolamente complacida de que la princesa de Francia pesara la mitad de lo que pesaba mi Isabel y de que careciera de sus encantos. Cuando la princesita retorció su boquita en una mueca de dolor y soltó una ventosidad increíblemente sonora, sonreí.

Me giré hacia la reina.

—Su alteza, la princesa parece indispuesta. Tal vez deberíais pensar en añadir más fruta y menos queso a su dieta.

El rostro de Ana se volvió frío.

—Ha tenido un cólico. Se le pasará. Confío en que no recomendéis fruta para vuestro hijo, madame. Se sabe que puede afectar la madurez de un muchacho y monseñor, el arzobispo Besançon, me ha asegurado que será un marido fuerte y saludable.

Me quedé paralizada. No podía apartar la vista de ella. La cámara quedó en silencio mientras las miradas de las mujeres me atravesaban.

—¿No besaréis a vuestra nuera, madame?

Me sentí como si me hubiera escupido. Apenas podía moverme cuando, con una sonrisita, mademoiselle de Foix extrajo a la princesa de la cuna, causándole un instantáneo estallido de llanto. Apenas rocé la cabecita con mis labios y luego me giré y desaparecí de la cámara sin decir una palabra.

Detrás, oí que la reina y sus damas se echaban a reír.

Entré con gran estrépito en mis aposentos. Don Lope estaba sentado en la mesa, redactando sus partes. Beatriz y Soraya levantaron la mirada, alarmadas.

—¡Nos han engañado! —anuncié, jadeante—. Besançon ha prometido a mi hijo a esa niña llorona suya. ¡Esta visita no es más que una estratagema!

—Alteza, os lo ruego, calmaos.

Don Lope se puso en pie apresuradamente.

—¿Estáis segura?

—Sí. La reina acaba de decírmelo. Prácticamente me lo ha restregado en la cara.

Me sentía enferma. Me acerqué a la silla más próxima y me senté. Beatriz, inmediatamente, me sirvió una copa de agua fresca que yo insistía en tener siempre en mis habitaciones a todas horas, dado que no me gustaba beber vino durante el día.

Me puso la copa en la mano. Bebí. Entonces miré a don Lope, que se acariciaba la calva con una mano manchada de tinta.

—Su majestad, vuestra madre temía algo de esta naturaleza —dijo por fin, y comprendí que mientras buscaba la manera de mitigar mi angustia, estaba tan alterado como yo—. Esto es, sin duda, obra del arzobispo.

—Y deberá responder por ello —declaré con rabia—. Con la ayuda de Dios, no se saldrá con la suya. Jamás accederé a este endiablado enlace y se lo diré al mismísimo Luis, si fuera necesario.

—Alteza, eso no sería prudente. El archiduque, vuestro esposo, debe de estar al corriente.

Me quedé inmóvil.

—Creéis que… —Tragué saliva—. No haría una cosa así. No sin, al menos, haberme consultado antes.

—De todas maneras, debe saberlo. Los acuerdos para un compromiso real no ocurren de la noche a la mañana. —Hizo una pausa—. Tal vez deberíais hablar con él directamente. Por supuesto os explicará por qué no os ha informado antes. Tal vez temía vuestra reacción. Al fin y al cabo, ningún príncipe español debería elegir a una francesa como prometida de su hijo, pero son niños, princesa, y muchas cosas pueden ocurrir entre el compromiso y la boda. Podría ser una maniobra política para obligar a Francia a aceptar la paz. De ser así, vuestra protesta podría causar excesiva preocupación y demorar nuestra partida a España.

Asentí. Me horrorizaba pensar que Felipe había tomado parte en eso. No obstante, no podía ignorar la sabiduría de las palabras de don Lope y compartía su deseo de abandonar un territorio tan traicionero lo antes posible, antes de encontrarme con más sorpresas desagradables.

—Muy bien —repuse—. Hablaré con él. Le enviaré recado ahora mismo.

Vino a verme esa tarde. Enseguida supe que estaba al tanto de mi tropiezo con la reina. Entró en mi cámara con actitud defensiva, caminando con una arrogancia acentuada por el alcohol, lo que despertó en mí grandes deseos de arrojarle algo. Era evidente que había estado divirtiéndose en la corte francesa, aunque no era ni mediodía, y que estaba informado del compromiso.

Se acercó a mí, con el aliento apestando a clarete. Me aparté de él y caminé hasta el extremo opuesto de la cámara. Me había preparado para mostrarme fría y distante. No obstante, en el momento en que intentó besarme, mi furia se disparó.

—¿Por qué me has traído a este nido de víboras? —pregunté sin preámbulos.

—Oh no —farfulló—. Otra vez, no.

—¿Me tomas por boba? Sé muy bien lo que Besançon y tú planeáis.

Enrojeció.

—¿Y qué es lo que significa eso exactamente?

Alcé la barbilla.

—Darías nuestro hijo a Francia, aunque eso suponga un insulto a nuestra sangre.

Mi declaración tuvo el efecto deseado.

Me miró asombrado. Un escalofrío recorrió su voz.

—Te lo advierto. No se te ocurra intervenir. No es asunto tuyo.

—Desde luego que lo es. Besançon puede casarse con la princesa si quiere, pero no utilizará a mi hijo.

—¿Tu hijo? También es mi hijo. ¡Pardiez! Besançon estaba en lo cierto. ¡Eres española de los pies a la cabeza! Tienes tanto orgullo que no puedes ver que casándose con la hija de Luis, nuestro hijo heredará el reino más grande que ha existido nunca. Se sentará en los tronos de España, los estados de los Habsburgo y de Francia. Gobernará un imperio que rivalizará con el de la antigua Roma.

—¡Sí! ¡A costa de España!

No podía detenerme. Dentro de mí brotó un sentimiento frío y feroz, alimentado por semanas de fingida obediencia y años de tragarme mi odio hacia el arzobispo.

—No daré mi consentimiento a este compromiso —dije—. Informarás al rey Luis de mi decisión y nos iremos de este maldito lugar. Lo ordeno.

—¿Lo ordenas? —repitió, con incredulidad—. ¿Quién eres tú para ordenar nada?

—La heredera de España. Sin mí, esta alianza no significa nada.

Supe enseguida que había puesto el dedo en la llaga. A punto de gritar, y con el puño estrujando el sombrero, se dio media vuelta, cruzó la cámara a grandes zancadas y cerró la puerta dando tal portazo que debió de resonar por todo el castillo. Por eso, a la mañana siguiente, mi entrada en la capilla para los maitines fue acompañada de los codazos que las damas de la reina se daban unas a otras a mi paso.

Me senté en mi banco con el rostro de piedra y apenas escuchaba a Besançon mientras decía misa. Durante la noche me había dado cuenta de que era la primera vez que Felipe y yo nos peleábamos después de su infidelidad y culpé al arzobispo de ello. Después de sonar la campana que anunciaba el final de la misa, escuché un estruendo de pisadas a mi espalda. Resistí el deseo de girarme en mi asiento. Al cabo de unos instantes Luis y Felipe, vestidos con capas con el cuello de armiño y escoltados por un séquito de caballeros, pasaron por delante de mí y avanzaron por la nave lateral hasta el altar.

—Contemplad cuánta dicha cuando los reyes y los príncipes viven en armonía —dijo Besançon, con una brillante sonrisa dedicada a mí. Ante mis incrédulos ojos, Felipe y Luis se abrazaron, cogieron sendas plumillas y firmaron su alianza en una mesa apoyada en las espaldas de dos pajes arrodillados.

Mi hijo había sido prometido a la princesa Claudia.

Apreté los puños hasta que las uñas se hundieron en la palma de mis manos. Los hombres se marcharon y dejaron a Ana y a sus damas regodeándose. El confesor del rey hizo sonar la campana del ofertorio. A mi lado, Beatriz empezó a hurgar en su bolso en busca de la tradicional moneda cuando la odiosa mademoiselle de Foix se inclinó hacia mí desde el banco de la reina.

—Su majestad me pide que comunique a madame que en Francia es costumbre dar limosna. Os envía esto.

Y dejó caer una bolsa en mi regazo.

Beatriz se quedó paralizada, sin duda temiendo mi explosión. Doblegando el imperioso deseo de darme la vuelta y propinar una sonora bofetada al rostro insolente de mademoiselle de Foix, aparté la bolsa como si se tratara de una chinche, dejando que cayera al suelo.

—Decidle a su majestad —dije lo bastante alto para que me oyera— que conozco muy bien la costumbre porque también existe en mi tierra, España.

Mademoiselle de Foix retrocedió. Como era mi intención, mis palabras llegaron a la reina. Ana se puso en pie y, cojeando, salió de la iglesia llena de rabia e indignación, con sus damas escabullándose detrás.

No me moví. La capilla quedó envuelta en un silencio helado.

—Se han ido, vuestra alteza —se atrevió a decir Beatriz—. Nos esperan fuera.

—Que esperen.

—Pero está nevando… la reina se enfriará.

—En lo que a mí respecta, que se muera de frío. No saldré detrás de ella como si fuera una criada.

Permanecí sentada otros diez minutos, contando los segundos uno por uno. Después me arrodillé, pasé por encima de la bolsa y caminé por la nave con deliberada lentitud.

En el pórtico, la reina y sus mujeres se acurrucaban unas contra otras para protegerse del viento helado. Al verme, Ana de Bretaña caminó hacia mí con el rostro lívido de rabia.

Levanté la mano, deteniéndola en seco. Y seguí mi camino. Al llegar a mis aposentos, cerré la puerta con llave y me dirigí a Beatriz:

—Coge mi vestido español y el cofre con mis joyas.

Esa noche, mientras la corte cenaba en el gran salón, el clamor de las trompetas interrumpió el ágape.

—¡Su alteza, la infanta de Castilla! —anunció el lord chambelán con voz aflautada y nerviosa.

Todo el mundo se quedó paralizado. Desde su puesto en la tarima con el rey y la reina, los ojos de Felipe se agrandaron. A su lado, Besançon miraba boquiabierto, con la comida colgando de su barbilla multiplicada. Avancé entre las sillas vestida con el tradicional atuendo español, la falda, un cono rígido ahuecado por el verdugado de moda entre las mujeres de la casa real de Castilla. De mi cuello colgaba la gargantilla con el rubí de mi madre. Mi cabellera, suelta, caía hasta la cintura debajo de una toca de terciopelo bordada con encaje negro aragonés. Al llegar ante el estrado, alcé la barbilla para encontrarme con la mirada mordaz de Luis y la mirada fulminante de Ana.

Les dediqué una fría sonrisa.

—Sus majestades de Francia —dije—, soy española de cuna y educación y lo seré hasta el día de mi muerte.

Introduje la mano en el bolsillo de mi vestido y saqué la joya con el escudo de armas de Castilla que Felipe me había regalado.

—Entrego este regalo a vuestra hija, para que recuerde que yo, Juana, futura reina de España, seré su suegra.

Crispado, Felipe hizo ademán de levantarse.

Madame la infanta es osada —repuso Luis, suavemente.

Lo miré a los ojos. Su sonrisa volvía sus labios finos como el alambre.

—¿No cenaréis con nosotros? —añadió—. Sería una lástima malgastar tanta bravura en una simple entrada.

—Su majestad —repliqué—, sería una vergüenza para mí si me quedara.

Su mirada se endureció. Me di media vuelta y abandoné el salón sin detenerme, ignorando a los asombrados cortesanos sentados en las mesas y a los sorprendidos nobles. Cuando regresé a mis aposentos tenía un cosquilleo en la garganta.

Tan pronto como cerré la puerta me tumbé en el suelo ante mis asombradas damas, mi miriñaque inflado a mi alrededor como si fuese una flor bocabajo. Una risa entrecortada brotó de mi garganta.

—Ya podemos empezar a hacer el equipaje —dije—. No permaneceré un día más bajo su techo.

A España, a España.

Repetía las palabras en mi mente mientras me dirigía al patio, donde los servidores se apresuraban a guardar nuestras últimas pertenencias. Como esperaba, Besançon había dado órdenes para nuestra partida inmediata, mencionando, para mi regocijo, un cambio favorable del tiempo. La nieve nos golpeaba el rostro y el viento era cruel, pero no me importaba. Había demostrado mi temple, aunque eso no aliviara el hecho de que mi hijo hubiera sido prometido a uno de los peores enemigos de España.

La ventisca acumulaba la nieve contra los muros del castillo. Toda la corte estuvo de pie en implacable formación, enfundada en capas enceradas y abrigos de piel, empapados.

Luis sonrió cuando me acerqué.

Madame infanta, lamento que haya sido una visita tan breve.

—Y yo que su majestad carezca de otras maneras de divertirse —dije en el mismo tono suave.

Sin aviso, su mano enguantada tomó la mía, acercándome a él.

—Espero que volvamos a vernos pronto —murmuró.

Me estremecí al notar un brillo lascivo en sus ojos.

A su lado, Ana me lanzó una mirada maligna. No tenía la menor duda de que cerraría todas las fronteras y todos los puertos, de ser necesario, para mantenerme alejada de Francia. Dadas las circunstancias, renuncié al tradicional beso de despedida.

Felipe me guió hasta mi yegua. Su mano, enroscada a mi brazo como si fuera una víbora.

—Has arruinado la ocasión a propósito —dijo.

—No tanto como me habría gustado —repliqué soltándome para montar.

Mientras cruzábamos las puertas del castillo, eché la cabeza hacia atrás y solté una ruidosa carcajada.