5. Presentando a Sigmund Stromberg
La habitación era grande y estaba espléndidamente amueblada. Los sillones en los que estaban sentados los tres hombres eran grandes y lujosos, y el animado brillo de la piel pulida complementaba el espejeo del recipiente de plata, elegantemente arreglado con unas hermosas rosas colocado sobre una mesilla de acero y cristal situada entre los sillones. Una pesada caja de plata permanecía sin abrir en medio de la mesa, y contenía una mezcla de cigarrillos de Virginia y Turquía, con y sin filtro. Gruesas garrafas de vidrio descansaban sobre manteles circulares verdes. En un extremo de la habitación había un encantador Rommey en el que aparecían dos niñitos de sonrosadas mejillas vestidos con trajes de estilo Regencia, jugando con un gatito.
Dos de los tres hombres llevaban trajes convencionales, y se notaba en ellos un aire de respetuosa incomodidad. El hombre situado ante ellos, al otro lado de la mesa, era diferente; lo que podía verse de él estaba envuelto en una túnica negra suelta que llegaba hasta el cuello, como una sobrepelliz de cura pero sin el cuello. Aunque de estatura superior a la media, sus rasgos eran pequeños, y muy especialmente su boca; era como la boca de un niño, con el arco de Cupido del labio superior dominando grotescamente el inferior. De haber sido posible invertir el rasgo habría producido mejor efecto en aquella larga y delgada cara, aunque su exagerada estrechez siempre habría parecido incongruente. La corta nariz apenas se separaba del voluminoso labio superior, y era preciso fijar la mirada con atención para ver un pálido mechón de cabellos casi blancos por encima de los ojos azul pálido. La cabeza no es que fuera prematuramente calva, sino que nunca había crecido cabello en ella, y las pequeñas orejas colgaban de la cabeza como las rémoras del lado de un tiburón.
—Doctor Bechmann. Profesor Markovitz —no había el menor asomo de calor en su voz—. Llegamos al lugar donde se separan nuestros caminos.
Los dos hombres se miraron el uno al otro nerviosamente, y luego estudiaron la impasible cara que tenían ante sí.
Sigmund Stromberg había sido concebido el día de San Juan, en Apvorst, un pueblecito del norte de Suecia. Allí, la llegada del día más largo del verano es celebrada todavía con bailes alrededor del árbol de mayo y mucho beber y fornicación. Sigmund Stromberg fue concebido como un resultado indirecto del segundo de estos pasatiempos, y como resultado directo del tercero. Su padre era un pescador, que pudo haber tenido cierta influencia en la eventual elección de profesión del hijo; aunque no una influencia inmediata, porque su padre jamás se casó con su madre, y de lo primero que el joven Stromberg se acordaba era de haber vivido con una tía de su madre que residía a una respetuosa distancia de Apvorst. Era una mujer cariñosa que no tenía hijos propios, y ella y su marido prodigaron todo su amor y cuidados al joven Sigmund, cuyo nombre ni siquiera era suyo por nacimiento, sino que le había sido dado por sus nuevos «padres». Sigmund Stromberg no era un niño afectuoso por naturaleza, pero trabajaba concienzudamente en la escuela y llegó a sentir un interés apasionado por el mar. No por los barcos o las batallas navales, como los demás chicos, sino por la vida debajo de la superficie. Estaba fascinado por los peces y Frun Stromberg[14] llegó a inquietarse por los largos períodos de tiempo que el muchacho pasaba contemplando un acuario en la ventana de un restaurante de la cercana villa de Magmo. Aun en los días más fríos del invierno, el joven Sigmund miraba fijamente a través del vapor condensado en el cristal los últimos días de vida de una trucha marina con una expresión de profunda concentración en la cara, y una extrema palidez en la piel a causa del frío. Cuando fue mayor, consiguió un pez piraña en algún sitio, y lo guardaba en un pequeño acuario en su habitación. Frun Stromberg no tenía ni idea de la procedencia del pez y no hacía preguntas. Bastante era el miedo que le tenía ya a su hijo adoptivo.
Por la noche, Sigmund cogía una linterna y salía en busca de alimento para su mascota. Ranas, sapos, ratones y musarañas. Estos constituían su comida veraniega.
Una noche, cuando cruzaba por delante de su habitación, Frun Stromberg oyó los agonizantes chillidos de un ratón, y preguntó si era necesario alimentar al pez con animales vivos. Sigmund le aseguró que así era. No lo creyó, pero se abstuvo de discutir, porque, al ver a su «hijo», observó que éste sufría una extraña e inquietante metamorfosis. Absorbía sus propios labios de manera que la boca desaparecía en la cara para ser sustituida por un diminuto hoyuelo como un ombligo de niño. Su piel adquiría una tonalidad cadavérica y los ojos se inyectaban de repente en sangre como si ésta hubiera sido drenada de sus mejillas para ir a llenar las cuencas. Al mismo tiempo, se envolvía en sus propios brazos y se estremecía en una silenciosa e incipiente rabia.
Frun Stromberg estaba asustada, y más cuando descubrió a Sigmund sufriendo uno de sus extraños accesos de temblor ante el acuario. Se preguntó si el muchacho estaría trabajando demasiado en la escuela. Los informes que llegaban indicaban que el chico era académicamente brillante, y poseía una inclinación natural hacia las ciencias. Su cociente de inteligencia era tan alto que resultaba imposible de medir.
Herr Stromberg era un empresario de pompas fúnebres. Sigmund permanecía en el taller de su padre tanto tiempo como ante el acuario, y observaba las técnicas del negocio. La construcción de los ataúdes, los revestimientos, las maderas que podían emplearse, los estilos y variedades de asas y accesorios, los métodos de presentación al futuro cliente.
Aunque dudaba en mencionarlo a su marido por temor a herir sus sentimientos, Frun Stromberg se sentía preocupada porque los evidentes talentos de su hijo pudieran echarse a perder si entraba en el negocio familiar.
No tuvo mucho tiempo para preocuparse. Poco después del decimoséptimo cumpleaños de Sigmund, el Saab en que ella y su marido viajaban quedó fuera de control en un lugar notoriamente peligroso, y se hundió en el lago. Ambos pasajeros se ahogaron. Aparentemente los frenos del vehículo, de ordinario dignos de fiar, habían fallado.
Sigmund Stromberg mostró una actitud flemática ante la tragedia que por segunda vez le arrebataba a sus padres, y se ganó el respeto de sus vecinos encargándose él mismo de arreglar los funerales. Sus maestros lo apremiaron para que vendiera el negocio, o lo dejara en manos de un encargado, de manera que él pudiera continuar sus estudios en la Universidad y proseguir en busca de un brillante futuro que parecía suyo por derecho propio. Él los desilusionó diciendo que se disponía a llevar solo el negocio.
Y esto fue lo que hizo, y con gran empuje por cierto. A pesar de ser joven, mostraba una notable familiaridad con la muerte y lo que él denominaba como su «embalaje». La cremación era lo que él recomendaba como la forma más limpia, pura y ecológicamente satisfactoria de irse, y como el negocio prosperaba, construyó su propio crematorio privado. Tuvo que esperar más tiempo del previsto porque la firma contratada para efectuar el trabajo estaba en esa época comprometida en construir unas instalaciones similares, aunque más grandes, en la Alemania nazi.
Stromberg se convirtió en el hombre cuyo consejo siempre se solicitaba cuando se había producido una pérdida. Todo hombre o mujer importante esperaba llegar a sufrir la cremación de sus manos, y sabía que, por la forma de salir de esta existencia, todo el mundo vería la prueba de sus medios económicos. Stromberg se especializó en la cremación de ataúdes muy caros con adornos así mismo muy costosos. Argumentaba —aunque con la mayoría de los clientes no necesitaba argumentar— que la consagración de tanta riqueza a las llamas era como una especie de absolución, una purificación del cuerpo físico de la mancha de Mammón antes de penetrar en el crepúsculo eterno. Era el equivalente de los viejos héroes nórdicos quemados en sus largos barcos. Y servía también para demostrar al mundo que uno tenía dinero para quemar.
La mayoría de sus clientes, atormentados por la emoción, contenían una lágrima y asentían. Algunas semanas después de que el cuerpo del ser querido había sido entregado a las llamas, llegaba una enorme factura; había quien se arrepentía. Pero, ¿quién se atrevía a hace preguntas y a mostrarse quisquilloso en semejante situación? Y, de todas maneras, ¿qué había para discutir? Todo había pasado al horno. De hecho, sólo el cuerpo había sido quemado y generalmente sin los empastes de oro que sus dientes habían contenido. El mismo ataúd, que estaba diseñado como una caja de trucos japonesa para permitir una serie de sutiles variaciones de forma, era utilizado una y otra vez con una diversidad de pomos dorados. Stromberg se dio cuenta de que pocas personas asistían a tantos funerales hasta el punto de ser capaces de distinguir un ataúd de otro. Algunas viudas lo ayudaban incluso expresando el deseo de ser incineradas en el mismo estilo de ataúd que su difunto marido, y la verdad era que Stromberg era capaz de cumplir estas instrucciones al pie de la letra.
Una vez que los rodillos controlados eléctricamente habían transportado el ataúd a través de las cortinas y el telón de acero templado había bajado, se conectaba una grabación de un alto horno funcionando, mientras el cuerpo era volcado a una caja de contrachapado de madera reforzada con montantes. El ataúd era rápidamente desmantelado y el cadáver examinado en busca de adornos de valor. Todos los dedos que contuvieran anillos difíciles de quitar eran cortados, y la rígida boca obligada a abrirse. Si se encontraba algún diente de oro, era arrancado con unos alicates. Los asistentes al funeral se retiraban entonces y el sonido verdadero del horno cubría el zumbido grabado que tanto preocupaba a los acompañantes mientras estos salían con reprimido apresuramiento de aquel espantoso lugar de muerte.
Con este macabro fertilizante florecieron las semillas de la fortuna de Stromberg. Al terminar la guerra, trasladó su fortuna a Hamburgo, donde las oportunidades de expansión eran mucho mayores. Pero su mente andaba ya ocupada en otras cosas. La mayor parte de la flota mercante europea se había hundido durante la guerra, y Stromberg advirtió enseguida las posibilidades cuando el Plan Marshall empezó a ayudar al destruido continente a ponerse en pie. Invirtió su dinero en barcos, y pronto estuvo en magníficas relaciones con los griegos a medida que sus pobres barcos de carga fueron dejando paso a los petroleros. A sus veinticinco años, Sigmund Stromberg era ya millonario en dólares.
Pero esto no era suficiente. Cuanto más rico y próspero se hacía y más se expandía su red de poder y de amistades, Stromberg se daba cuenta de que el mundo no está controlado por los reyes o presidentes, sino por los criminales. Los reyes y presidentes son efímeros; las organizaciones como la Cosa Nostra o los Tongs perduran.
De manera que Sigmund Stromberg decidió que tenía que convertirse en criminal. La transición no tenía por qué resultar demasiado difícil; después de todo, era ya un estafador, un asesino y un ladrón de cadáveres.
Su oportunidad surgió al enterarse de que una serie de intereses criminales establecidos habían tramado un plan para vender «seguro» —basado en el tonelaje anual transportado— a uno de los magnates navieros griegos más ricos con el que Stromberg tenía una remota relación. Stromberg exageró la importancia de esta relación con el griego y se comprometió a convocar una relación en que la proposición fuera discutida por todas las partes interesadas. La reunión había de celebrarse en el Ingemar, por aquella época el petrolero mayor de la flota de Stromberg.
Para mantener una respetuosa distancia, Stromberg dispuso que la reunión debería tener lugar bajo la presidencia de un tal Bent Krogh, el cual había sido su mano derecha en los primitivos días del crematorio, y conocía todos sus secretos.
La decisión de no asistir fue, dado el curso de los acontecimientos, la correcta, ya que una explosión hizo volar por los aires el lugar en que debía celebrarse la reunión, segundos antes de la llegada del griego. Bent Krogh y los jefes de ocho de los más importantes grupos criminales de Europa fueron aniquilados, y el barco se convirtió en un infierno llameante. Fue una suerte para Stromberg que el barco estuviera bien asegurado.
Aquellos que estaban en el ajo creyeron que el griego se había olido el plan y tomado sus propias expeditivas para cortar de raíz un incipiente chantaje de protección. No resulto, por tanto, demasiado sorprendente cuando dos meses más tarde, su chofer puso en marcha el Rolls Royce Silver Cloud y vio como sus piernas cruzaban por delante de sus ojos cuando una explosión proyectó al vehículo, a su dueño y él mismo a una altura de quince metros, antes de depositar sus despedazados restos en un humeante cráter la mitad de profundo.
Stromberg había enviado una corona al funeral —su gusto en tales cuestiones era, forzosamente, ejemplar—, y tres meses más tarde, mediante una serie de tratos muy complicados, pero muy lógicos, se había hecho cargo de los intereses navieros del fallecido griego.
Ahora, los fríos y húmedos ojos de Stromberg se paseaban sobre los dos hombres inquietos que se hallaban ante él.
—Caballeros, tenemos un problema.