8. El sonido de la música

El ascensor parecía una hermosa jaula de pájaros; una exquisita prisión de delgadas barras horizontales entrelazadas con un petit point de quincalla hecha por un artesano que, evidentemente, era un florista frustrado. Databa probablemente de la época de la ocupación francesa.

Mientras el ascensor subía graciosa y suavemente le llegaban a Bond olores de cocina gratos, así como los llantos de niños pequeños. El artefacto se detuvo con un suave bandazo, como una anciana que se estabiliza antes de cruzar la calle, en el cuarto piso. Bond abrió los dos juegos de puertas correderas de metal, y salió del ascensor. Escuchó durante un momento y se preguntó si alguien habría estado escuchando el revelador ruido del artefacto subiendo. No había sonido alguno, exceptuando el de un aparato de radio de uno de los apartamentos que tocaba algún monótono canto fúnebre árabe.

Bond se movió rápidamente por el corredor de piedra siguiendo una ondulante línea de la pared que parecía como si hubiera sido hecha por un niño caminando a su lado con un lápiz en la mano. Cruzó por delante de la puerta que llevaba el número catorce, y prosiguió hasta el final del corredor, donde había una puerta con aspecto de no ser utilizada con frecuencia. Tal como él había supuesto, la puerta daba a una escalera de incendios. Valía la pena recordarlo, para el caso de que ocurriera algo desagradable. Retrocedió sobre sus pasos por el corredor y se detuvo ante la puerta con el número catorce. No se oía el menor sonido. Llamó con los nudillos, y esperó. Había una mirilla en medio de la puerta, y mientras transcurrían los segundos, se preguntó qué ojos estarían pegados al otro lado. Se disponía golpear de nuevo cuando la puerta se abrió unos centímetros para dejar pasar una bocanada de olor extraño.

—Bond —dijo—. James Bond. No contesta usted a la puerta tan deprisa como al teléfono.

La muchacha abrió la puerta de par en par y miró por encima de él al corredor a derecha e izquierda. Al parecer, era egipcia con mezcla de algo más, probablemente francesa. Era hermosa, pero no del estilo que siempre le había gustado a Bond. Todo en ella resultaba un poco demasiado grande. Su boca, sus pechos, su trasero, incluso sus ojos. Le recordaba a Bond un fruto tropical demasiado maduro. Los ojos, en verdad un rasgo devastador, llevaban demasiado rímel, y el lápiz de labios color ciruela machacada sobresalía de su territorio en un buen par de milímetros. Bond miró desaprobadoramente los pendientes gitanos demasiado grandes y el vestido en forma de vaina, más bien ridículo, arrugado y ceñido en la cintura y adornado con falsas solapas para acentuar los ya excesivos senos. Parecía lo que probablemente era: una prostituta de lujo.

—Vine solo —dijo Bond.

La muchacha se apartó y le hizo señas para que entrara en el piso.

—Una tiene que ser cuidadosa.

Cerró la puerta detrás de él, y tiró luego de ella para asegurarse de que estaba bien cerrada.

Bond miró a su alrededor y decidió inmediatamente que aquel piso no perteneciera a la muchacha. Tenía un tono casi pedante, con dos lienzos de pared cubiertos de libros, y una graciosa estatuilla egipcia. Bond admiró el alto y esbelto cuerpo desnudo con la pequeña y firme barriga hinchándose como una herradura en torno al ombligo; la amplia curva de las cejas que cruzaba la altiva frente, y el sombrerete, como una peluca de juez, cubriendo los hombros y cayendo hasta cerca de los erectos pezones que sobresalían de los arrogantes y pequeños senos. Aquél, decidió Bond, era mucho más su tipo de mujer.

—Esperaba tener que tratar con un hombre —dijo.

—Y lo hará.

La muchacha se alejó de la puerta dirigiéndose hacia otra que daba a un balcón.

—Mr. Fekkesh está ocupado en este momento. Me ha pedido que cuidara de usted.

—Muy amable por su parte —dijo Bond secamente.

No se dirigió inmediatamente hacia el balcón, sino que cogió una fotografía enmarcada de un hombre moreno, de mediana edad, rodeando con sus brazos a dos niños que, por su aspecto, debían de ser evidentemente suyos. Era un rostro triste, académico, que trataba bravamente de sonreír pero que parecía abrumadoramente tímido.

—¿Es este Mr. Fekkesh?

La muchacha asintió con la cabeza.

—Tienen ustedes unos niños muy guapos.

—No estamos casados —dijo la joven volviendo el rostro—. Esos no son mis hijos —añadió.

Bond trató de parecer turbado, y devolvió la fotografía a la estantería.

—Lo siento; em… ¿cuándo espera usted que vuelva?

—Pronto. No lo sé exactamente. Trabaja en el museo de El Cairo. A menudo llega tarde. ¿Puedo ofrecerle una bebida?

Bond sabía que la mujer estaba mintiendo, y la siguió hasta el balcón. La noche había caído de manera rápida e imperceptible, pero aún hacía calor. Bond introdujo el aire sazonado de especias en sus pulmones y caminó hasta el borde de la balustrada de hierro forjado. En algún lugar, alguien estaba tocando el piano. Cuán incongruente sonaba aquello en la noche arábiga. Miró hacia abajo y vio un estudio iluminado que sobresalía de uno de los apartamentos de la planta baja; allí se distinguía inconfundiblemente la silueta de un gran piano. Una figura aparecía inclinada sobre él.

—Noilly Prat y tónica —dijo, esperando que la influencia francesa hubiera prevalecido lo suficiente como para que estuviera disponible esa deliciosa bebida—. Con unas gotas de lima, si tiene.

La muchacha desapareció, y él se dedicó a fabricar una historia sobre ella y Fekkesh. Estaba dentro de la línea de El ángel azul[17], y explicaba por qué Fekkesh había dejado a su mujer y sus dos hijos para vivir con un lujuriante ramera. Lo que no explicaba era como podía tener algo que ver con el mítico sistema de rastreo. Bond contempló el millón de luces parpadeantes y las cúpulas de las iluminadas mezquitas, y sintió el ácido jugo de la inquietud corroyendo su estómago. Allá en la oscura y ávida gran ciudad, estaban sucediendo cosas. La gente estaba riendo, gritando, haciendo el amor, concluyendo negocios. Él, James Bond del Servicio Secreto Británico, no estaba haciendo nada. De pie, en un balcón, esperando que le trajera una bebida alguien que podía no tener más importancia en el esquema global de las cosas que una de aquellas condenadas luces. Bond odiaba sentirse impotente y en aquel momento estaba siguiendo un juego que no entendía contra gente que no podía ver. La situación lo irritaba, y se juró a sí mismo que cuando la muchacha regresara, le sacaría alguna información positiva. Por la fuerza, si era necesario.

—Su bebida.

¿Era imaginación suya, o aquel olor pesaba un poco más en el aire? ¿Era el escote un poco más visible?

—Gracias.

—Mi nombre es Felicca —la voz era más tranquila ahora, y Bond notó que el vaso de su mano estaba medio vacío—. Creo que dijo usted que el suyo era James, ¿no?

—Ya se lo he dicho. Dos veces. Una por teléfono y otra vez frente a la puerta —la voz de Bond tenía un tono frío, cortante—. Mire, Felicca. Espero que no me considere rudo, pero he hecho un largo camino y me sentiré muy irritado si descubro que mi búsqueda ha sido inútil. ¿Qué sabe usted sobre el sistema de rastreo?

Ante las palabras «sistema de rastreo» la muchacha reaccionó como si le hubieran tocado un nervio. Sus labios se separaron momentáneamente para mostrar el blanco de sus dientes.

—Yo no sé nada. Debe hablar usted con Aziz, con Fekkesh. Tómese la bebida, y póngase cómodo —el temor reaparecía en su voz—. Espero que llame pronto por teléfono.

—¿Desde el museo de El Cairo?

—Quizá —contestó vacilando la muchacha.

—Creo que hay demasiados…

Sintió una blanda presión en su brazo. La muchacha estaba sujetando la manga de su chaqueta entre el índice y el pulgar. Su muslo se movió hacia delante resueltamente, y acarició la parte interior de su pierna.

—Me pidieron que lo entretuviera, y lo haría gustosamente —sus labios rozaron la mejilla de Bond—. Soy muy buena.

«Sí —pensó Bond—. Apuesto a que lo eres. Buena como el oro. Bastante oro como para comprar un sistema de rastreo capaz de dar con submarinos nucleares. ¿Cuánto valdría aquello? ¿Un millón de libras? ¿Un centenar de millones?»

Apareció una luz en el balcón de arriba, y se produjo una repentina explosión de árabe. Felicca tomó a Bond de la mano y lo arrastró a través de una cortina de cuentas de madera colgantes. Se encontraban en un dormitorio, aunque la alta tarima coronada por un delgado colchón e innumerables cojines poco tenía que ver con las concepciones occidentales de una cama. Si la habitación poseía luz eléctrica, la muchacha no hizo ningún intento de demostrarlo. Sus brazos se deslizaron alrededor del cuello de Bond como serpientes, y su boca tembló como la de un volcán a punto de entrar en erupción. Si un beso es una presión aplicada por una superficie voluble sobre otra, entonces Bond estaba siendo besado en todas partes y con todo. Los cálidos y blandos labios se movían, los pechos daban vueltas y el vientre se agitaba. Felicca tenía razón, era buena en eso.

Bond bebió el néctar y arrojó el vaso de sus labios. Con un rápido tirón de sus brazos se soltó del abrazo y empujó a la mujer contra los cojines. Felicca se quedó mirándolo fijamente con su mano derecha moviéndose lentamente hacia su hombro derecho magullado. Sus ojos hicieron la pregunta mucho antes que sus boca.

—¿Por qué?

—Yo no he venido aquí a hacer el amor contigo. Deja de andarte con rodeos y dime donde está Fekkesh.

La falda de Felicca se había levantado hasta la altura de sus muslos, y Bond pudo ver por qué Fekkesh había decidido que la vida tenía algo más que ofrecer que los cuatro mil años de Historia abarcada por el Museo de El Cairo. Dio un brusco tirón a los pies de la muchacha, y la sacudió hasta que el vestido le cayó de los hombros.

—No creas que no voy a hacerte daño, ¿eh? ¡No pienses…!

Al mirar la cosa retrospectivamente, parecía extraño. Bond podía acordarse de haber estado contemplando el arma durante segundos. Había visto el ligero movimiento de las cuentas de madera cuando el cañón era introducido por ellas. Y había oído el mortal chasquido. Así mismo estableció incluso la marca del arma: una M 14 japonesa. Vio el dedo apretando el disparador y toda la mano contrayéndose para asegurar que el disparo no iba a ser desviado en el último momento.

En realidad, toda la imagen pudo haber estado solamente una fracción de segundo ante sus ojos. Entonces la muchacha fue empujada a sus brazos como por la punta de una jabalina. Sintió el espantoso ruido sordo corriendo a través de su propio cuerpo como si sus brazos fueran amortiguadores. Luego el desplome del peso muerto. El estertor en el fondo de la garganta. La sangre derramándose por sus dedos. Bond se lanzó entonces a un lado, utilizando aún el cuerpo de la chica como un escudo no preparado. Dos disparos más se clavaron en la pared, detrás de su cabeza, y Bond dio dos vueltas sobre sí mismo, sacando la Walther. A Dios gracias, la habitación estaba oscura. Disparó a ciegas contra la terraza y una sarta de cuentas saltaron por los aires. Silencio, salvo por el ruido producido por el entrechocar de las cuentas de madera. ¿Estaba el tirador esperándolo en la terraza? Bond se deslizó junto a la pared y esperó con su espalda junto a la abertura. La luz se había apagado en el balcón de arriba. Podía imaginar a los vecinos preguntándose qué había sucedido, discutiendo si debían llamar a la Policía. Y decidiendo no hacer nada. Allí abajo seguía aún el tintineo de aquel condenado piano. ¿Qué melodía estaba tocando? Las notas subían como burbujas de jabón. La luz de la Luna te pertenece. Bond se permitió una torva sonrisa. No había motivo para seguir allí. El tirador probablemente había escapado inmediatamente después de disparar. Seguramente había salido del apartamento por la puerta principal. Bond calculó la distancia y su línea de partida y luego se lanzó a través de la cortina de cuentas. En tres zancadas se encontró en la primera habitación. No había nadie. La puerta exterior estaba cerrada. ¿Era mejor salir por la escalera de incendios, o debía volver con la chica? Mejor la chica. Si moría, y Fekkesh no regresaba, todo había acabado. Y no quería verse envuelto con la Policía egipcia. Habría un montón de preguntas, y él no quería contestar a ninguna de ellas.

Fue entonces cuando oyó el suspiro. Al principio pensó que se trataba de la muchacha, pero a menos que ella se hubiera arrastrado hasta el balcón, sonaba demasiado cerca. Bond apagó la luz y se deslizó junto a la pared hasta el balcón. Intentó taladrar las sombras. Al principio, no parecía ver nada, y luego distinguió una mano. Los nudillos se blanqueaban mientras se aferraban desesperadamente a la base de una de las barandillas de la balaustrada. Otra mano manchada de sangre se arrastraba como una araña medio aplastada hacia la M 14, que yacía como un premio tentador bajo la barandilla. El disparo a ciegas de Bond debía de haber herido al hombre. Éste había tratado de escapar gateando por los balcones hasta la esquina del edificio y luego escabullirse. Ahora, como buen profesional, estaba intentando salvar su vida y tomar la de Bond. Un codo encontró una precaria posición de sostén en el parapeto, y la mano trató de hacer presa en la culata del arma. Bond pudo ver los dientes apretados, las intensas arrugas de la frente. Había un olor a cordita y sudor en el aire; el sudor que un hombre despide cuando está cerca de la muerte. En una desesperada convulsión, trató de arañar la culata hacia atrás, a donde pudiera ser agarrada. Como música de fondo al espectáculo, el lejano pianista ofrecía un popurrí de melodías de Rodgers y Hart.

Bond no podía dejar de sentir admiración por la perseverancia del hombre que había sido enviado a matar. Estaba tratando de hacer su trabajo. Bond salió al balcón cuando la mano del hombre se cerró finalmente sobre el arma. Sus ojos se encontraron durante una fracción de segundo que bien pudo ser una eternidad de tiempo, y Bond disparó dos veces. El hombre desapareció como si hubiera sido arrastrado desde abajo. Hubo una pausa y luego el sonido de cristal rompiéndose y un ruido sordo cuyo eco se extendía en una larga disonancia. Luego una mujer gritó. Bond fue hasta el parapeto y miró hacia abajo. Había un tremendo agujero en el techo del estudio, y el asesino aparecía con las extremidades extendidas cruzado sobre el gran piano. Los gritos iban creciendo en intensidad y las luces empezaron a encenderse. A causa de la llegada de su inesperado acompañante, la mujer estaba teniendo un ataque de histeria.

Bond se metió otra vez en el dormitorio, y encendió la luz. Esta vez, llamarían a la Policía. Tenía que moverse deprisa. Felicca estaba en el suelo, con su cara sobre un almohadón y, por un momento, Bond pensó que estaba muerta. Su cara tenía un tono gris, y todo el cuerpo parecía haberse encogido. Era como si la bala hubiera pinchado su firmeza espectacular. Ahora parecía otra persona. Vulnerable, derrotada.

«Quizás estaba equivocado contigo —pensó Bond—. Posiblemente amabas a Fekkesh y por eso te has visto complicada, y eso ha sido tu perdición. Una cosa es segura: el agua te está cubriendo la cabeza».

Bond sostuvo el hombro de la muchacha y aplicó su boca al oído. Su voz era baja y con acento urgente.

—Felicca. ¿Dónde está Fekkesh? —no hubo contestación, pero la boca tembló—. Quizá yo sea capaz de ayudarle a seguir vivo. Ese hombre no debía venir solo. Habrá otros. Probablemente están ya detrás de él ahora.

Una lágrima se formó en el ojo de la muchacha y rodó lentamente por su mejilla. ¿Por quién estaba llorando? ¿Por sí misma? ¿Por Fekkesh? ¿Por el mundo de avaricia y odio, y por personas como James Bond? Bond apretó el hombro de la chica y se despreció a sí mismo. La muchacha se estaba muriendo, ¡maldita sea! Debería estar llamando a un doctor, no arrancándole sus secretos.

—Dímelo. Puedo salvarle.

La boca de la muchacha se abrió y se cerró como la de un pez agonizante.

—Tiene que encontrarse con alguien. En las pirámides. Son-et[18]

Su cabeza cayó a un lado, y Bond sintió que la vida escapaba de aquel cuerpo. La recostó contra los cojines y se levantó rápidamente para lavarse la sangre de las manos.