11. Aventuras en Clublandia
El Mujaba Club era un incongruente edificio a descubrir en una bulliciosa urbanización turística de la orilla oriental del Nilo situada a unos 600 km. al sur de El Cairo —porque allí fue donde Bond finalmente lo descubrió—. En las afueras de Luxor. Estaba rodeado de grupos de palmeras, por supuesto, pero esa, aparte sus marquesinas y contraventanas, era toda la concesión visible a la mística oriental. En todos los demás aspectos, evocaba la Era en que Britannia gobernaba las aguas y la mayor parte de las tierras que las dividía. Parecía un cruce entre una cárcel abierta, una iglesia metodista, un albergue juvenil y el comedor de oficiales de un regimiento de condado de categoría inferior y, como no era ninguna de estas cosas, y no obstante estaba construido por manos inglesas, tenía que ser un club.
Bond iba sintiéndose menos deprimido. No era un masoquista, pero el dolor y la despiadada acción de dos noches antes habían dejado en él una acusada determinación. Tenía una pista, algo hacia donde ir, algo en que hincar sus dientes. Y, lo más importante de todo, había un juego duro, implacable que tenía que ser jugado a base de apuestas enormes, y él andaba implicado en ello. No importaba que sus cartas fueran insignificantes. Lo vital en este caso era que tendría la oportunidad de jugarlas.
Frente al club había una fila impresionante de coches. Bond observó los grandes Mercedes y Cadillac que debían de haber salido por vía aérea de los Estados Unidos casi antes de estar disponibles para el público norteamericano. Había, evidentemente, un montón de dinero por los andurriales. La mayor parte de él, a juzgar por las placas de matrícula, de procedencia árabe. Bond sacó el pecho bajo la esculpida ligereza de su smoking de fino tejido de lana, y sus ojos se enfrentaron con el portero vestido llamativamente. El hombre llevaba una daga curvada en una vaina recubierta de piedras semipreciosas, metida en una cinturón de su bordado albornoz. Tenía una nariz como un halcón, y sus ojos afilados, duros, miraron a Bond como el editor del Burke's Peerage considerando a un aspirante a una baronía vacante. Bond resultó aceptable, y devolvió la ligera inclinación de cabeza que le permitía pasar al interior del club.
Dentro, la atmósfera era considerablemente más grata de lo que Bond había anticipado en su primera observación del edificio. El vestíbulo era alto y abovedado, con guardarropas y una cabina telefónica sonando a la derecha. A la izquierda había una mesa de recepción, en esos momentos vacía, un tablón de anuncios y otro tablero cubierto por un paño verde y entrecruzado con cinta roja tachonada de clavos de latón que albergaba las cartas dirigidas a los miembros. Bond echó una ojeada al tablón de anuncios. Había detalles relativos a carreras de camellos y a un libro que se estaba haciendo sobre los concursantes en el torneo de bridge del club. Bond recorrió rápidamente con la mirada la lista de nombres, pero no había el menor signo de un Kalba, Max o lo que fuera. Era mejor preguntar, y era mejor hacerlo con una copa en la mano.
El bar constituyó otra sorpresa agradable. Espacioso, confortable y con la mínima concesión al mal gusto árabe. Junto a una de las paredes había una larga barra dominada por un espejo, y había también grupos de mesas y sillones de respaldo bajo, así como asientos junto a la ventana, con cojines. Dos enormes ventiladores giraban lenta y silenciosamente en el techo. A través de una puerta, y en el otro extremo, pudo ver un corredor iluminado con velas servido por camareros portadores de cortas túnicas y chalecos de un color púrpura intenso. Una o dos parejas estaban ya estudiando los menús. Bond se sentó en el bar y pidió un martini con vodka. La vestimenta de la gente que estaba a su alrededor era interesante. Algunos hombres llevaban smoking; otros iban ataviados con el vestido tradicional, y sus rasgos acusadamente aquilinos apenas emergían de los blancos albornoces y sueltos tocados. En su mayoría, sorbían elegantemente diminutas tazas de café y hablaban con elocuencia accionando las manos, en tanto que sus mujeres se sentaban silenciosa y respetuosamente a su lado y, sólo de vez en cuando, sus oscuros y almendrados ojos realizaban breves escapadas en torno a la sala. Eran hermosas aquellas mujeres, pensó Bond, quizá más que las europeizadas con todas aquellas joyas colgando de sus frentes. Gran parte de su misterio estaba todavía oculto, y sólo aquellos penetrantes ojos hablaban de inmortales deseos que esperaban satisfacción.
Pero, basta de especulación. Había trabajo que hacer. Bond terminó su bebida y levantó un dedo para llamar la atención del camarero. Y entonces la vio. Reflejada en el espejo situado detrás de la barra. La muchacha de son-et-lumière. La muchacha cuya intervención, dos días antes, le había salvado la vida. Estaba entrando en la sala como un barco con todas las velas desplegadas, y su aspecto era magnífico. Llevaba puesto un vestido largo, negro y fino que le colgaba por detrás y terminaba justo por debajo de la graciosa línea de sus hermosos hombros. Sus hermosos senos emergían orgullosamente. Su pelo era negro como el azabache y lustroso, y no había ningún toque artificial en la forma como colgaba casualmente para formar un marco natural a su cara. Ésta era hermosa, y Bond la miró propiamente por primera vez. Los ojos eran de un azul intenso, casi violetas, bajo unas cejas oscuras. La fina nariz mostraba una pizca de inclinación, y la boca era enérgica y sensual a la vez. En realidad, toda la cara tenía aire de determinación e independencia sugerida por la disposición de los altos pómulos y la fina línea de la mandíbula. A este sentido de resolución contribuía la manera como se movía. Mantenía una actitud altanera, y se desplazaba a través de la sala como si se tratara de un Estado vasallo que hubiera de ser cruzado camino de una victoriosa batalla contra el enemigo. Sostenía su bolso de noche, negro y plano, como si fuera un arma.
Con cierta tristeza, Bond se dio cuenta de que aquella muchacha le recordaba a alguien a quien una vez amara y con la que se había casado. Tracy había sido rubia, y esta muchacha era morena, pero había en sus caras aquellas mismas cualidades de valor, energía y resolución que Bond apreciaba por encima de todas las demás en una mujer. Pero una voz de precaución gritó en el oído de Bond: «¡Cuidado! Esta mujer es rusa. Es, casi con toda seguridad, un miembro de SMERSH, y con toda seguridad, un enemigo mortal. Su presencia aquí no está programada por Eros sino por un pobre y demente dios que controla los movimientos de los espías y los agentes dobles. ¡Cuidado!»
Siguiendo el dictado de su conciencia, Bond ignoró al revoloteante barman y se deslizó por su taburete. En tres pasos, se encontró junto a la muchacha.
—Buenas noches. ¡Qué inesperado placer!
—Comandante Bond.
Ella tuvo la delicadeza de sonreír, e incluso aunque su sonrisa fuera falsa, el efecto seguía siendo fabuloso.
—De nuevo, tiene usted ventaja sobre mí. Por favor, permítame que la invite a una copa.
Anya miró a la agraciada y cruel cara con un sentido de déjà vu[23]. ¿Era tan sólo en los dos últimos días, así como en la ficha marcada con la indicación «Angliski Spion» del Departamento de Registros Militares, donde había visto a este hombre anteriormente? Mientras permitía que la guiara hacia el bar, Anya pudo comprender por qué Bond era el más respetado, así como el más temido, de los agentes británicos. Su cuerpo parecía flotar, más que moverse, en una serie de pasos programados. Era como una pantera o algún otro animal que viviera merced a la velocidad y la cautela, y la muerte.
—Creo que nuestro encuentro merece celebrarse, ¿no?
Bond no esperó una contestación, sino que pidió el mejor champaña. Éste llegó en forma de una botella de Taittinger 45. Anya sintió que sus ojos valoraban su cuerpo.
—Está usted muy hermosa —dijo Bond—. Tal vez «electrizante», sería un termino más adecuado.
Anya alargó la mano para coger su vaso.
—Lo siento. Ésa no es la forma como yo lo habría tratado.
Bond se permitió una sonrisa y levantó el vaso.
—Za vashe zdarovie.
Por detrás del discreteo, su mente estaba funcionando a toda máquina. ¿Qué estaba haciendo aquí la muchacha? ¿Es que lo habían seguido? Si todavía querían capturarlo, ¿por qué no lo habían hecho en El Cairo? Habría sido más fácil. Tal vez había una extraña pizca de confort en la presencia de la muchacha. La agenda de Fekkesh había sido cogida de su bolsillo en la Pirámide de Keops. Si la muchacha estaba siguiendo la pista de Kalba, eso significaba que había algo en esa pista. Podía también significar que la esperanza de vida de Kalba era sólo ligeramente mayor que la de Fekkesh. Haría bien en encontrar al hombre rápidamente. ¿Y estaba sola la muchacha?
Bond bajó su vaso y miró a los peligrosos ojos azules.
—Debe usted de sentirse sola sin sus amigos.
—Son fácilmente sustituidos.
—Es una coincidencia el que ambos hayamos decidido visitar el Mujaba Club esta noche.
—La vida está llena de coincidencias, comandante Bond.
—¿Quién es usted? ¿Cómo es que me conoce? —preguntó Bond, dejándose de rodeos.
La muchacha echó hacia atrás la cabeza, y de nuevo Bond quedó cautivado, casi contra su voluntad, por el magnífico rasgo de determinación de su mandíbula.
—Mi nombre es mayor Anya Amasova, y estoy empleada por Departamento de Defensa de la República de los Pueblos. Tenemos listas de asesinos en muchos países.
—La mayoría de ellos trabajando para ustedes, imagino —dijo Bond—. Por favor, ahorrémonos toda esta fácil recriminación. Supongo que ambos estamos en la misma rama del negocio, y eso podría resultar muy tedioso.
Los labios de Anya se estrecharon formando una línea recta que casi quitó toda su sensualidad. Sus ojos llamearon.
—¡No crea que va usted a hablarme así!
Bond echó una rápida mirada a su reloj. Eran las siete y diez.
—No esta noche, espero —se puso en pie, y dejó un billete sobre el mostrador—. Debe usted excusarme. Tengo trabajo que hacer. Ha sido para mí un cambio delicioso el encontrarla informalmente.
—El placer ha sido enteramente suyo.
Anya no devolvió el breve saludo de cabeza, sino que exhaló un suspiro de cólera reprimida cuando Bond se separó de ella. Vaya hombre más bruto. Presuntuoso, sardónico, burlón. ¿Y sin embargo…? Se preguntó si no estaba quizá reaccionando en exceso. ¿No era que alguna pequeña parte de ella lo encontraba atractivo, a pesar de todo? ¿No había en él aquella misma impenetrable, peligrosa cualidad que la había arrastrado inmediatamente hacia Sergei? Se sonrojó ante su perfidia frente al Estado y al amante. Tenía que tranquilizarse. Hasta el momento, la misma misión había sido un fracaso, y si el Presidium tenia conocimiento de su incompetencia, no dudarían en tratarla severamente. La muerte de Boris e Ivanov iba a resultar ya bastante difícil de explicar, sin añadir su fracaso en las negociaciones por el microfilme. Esta noche podría ser su última oportunidad.
Bond entró en el comedor, tratando de aclarar su mente y pensar fría y metódicamente. ¡Condenada mujer! ¿Por qué tenía ser tan consumadamente hermosa? ¿Dónde encontraban los rusos semejantes criaturas? ¿Tendrían alguna factoría secreta en los Urales, donde las fabricarían? Y su inglés era muy bueno. Difícilmente podía percibirse ningún acento. Y aquel vestido. Eso no procedía de una de las «tiendas cerradas» especialmente reservadas para el personal estatal de importancia.
—¿Sí, señor? —preguntó el maître d'hôtel, que se encontraba de pie a su lado.
—No quiero una mesa. Estoy intentando encontrar a uno de los miembros del club. A Mr. Max Kalba.
—Mr. Kalba es el propietario del Mujaba Club, señor. Creo que lo encontrará usted en la sala de juego privada —dijo el hombre alzando los ojos en señal de sorpresa.
Bond sintió la inyección de adrenalina. Ahora, quizá, lograría algo. Dejó el salón comedor por una puerta lateral, siguiendo las indicaciones dadas por el maître d'hôtel, y caminó a lo largo de un corredor cubierto por una espesa alfombra. El edificio debía de estar construido en forma de una L. A la derecha, a través de una puerta abierta, pudo distinguir la forma familiar de una ruleta, pero no había luz en la habitación. Probablemente, nadie jugaba antes de la cena. De una habitación a su izquierda llegaba el ruido de unas bolas de billar. Bond miró a su alrededor y vio que estaba solo en el corredor. Llamó discretamente a la puerta y giró el pomo.
Un hombre que daba la espalda a Bond estaba preparándose para hacer una tirada. Tres muchachas egipcias, de atractivo excepcional aunque más bien chillón, vagabundeaban por la habitación ataviadas con largos vestidos de noche. Parecían un conjunto de maniquíes aburridas esperando a que el fotógrafo cargara su Pentax. La aparición de Bond pareció infundirles cierto ánimo y husmearon el aire en busca de dinero, pero al no olfatear nada volvieron a adoptar su aspecto aburrido. Una de las muchachas sostenía un cigarro, la segunda, el yeso, y la tercera no tenía nada para entretenerse. El aire estaba cargado con el humo del cigarro y perfume Ode de Guerlain. Bond esperó a que el hombre hiciera su jugada, y luego se aclaró la garganta.
—¿Mr. Kalba?
El hombre no miró directamente a Bond, sino que dio la vuelta a la mesa y tomó el yeso de una de las muchachas. Llevaba un smoking excesivamente guateado que parecía una armadura, y sus cortos y gruesos dedos resplandecían llenos de diamantes. No eran, pensó Bond, manos que merecieran ornamento alguno, y mucho menos nada tan vulgarmente ampuloso. La cara con sus ojos estrechos, cautelosos, y nariz de polichinela, era cruel y atezada, y la carne estaba llena de cicatrices y picada de viruelas como la envoltura de una pelota de golf muy usada. Pese a no ser precisamente una obra de arte, aquella cara exigía respeto. Era arrogante, quizá demasiado arrogante para su propio bien, y despiadada, de un modo deliberado que sugería que había descubierto que la crueldad era rentable.
—¿Quién lo busca?
El hombre no esperó una respuesta a su pregunta, sino que devolvió el yeso, y se inclinó sobre la mesa. El taco se movió hacia atrás de forma rápida y decidida, y luego hacia delante. La tirada era difícil. La bola blanca salió despedida con fuerza, sin girar, justo lo preciso para rozar la roja y luego volver con el suficiente ímpetu como para rebotar en la banda del extremo, tocar la banda lateral y luego derivar interminablemente a 15 centímetros de distancia de la banda cercana. Kalba apartó su mirada de la bola blanca cuando estaba a medio camino en la mesa durante su viaje de retorno, y cogió su cigarro. No necesitaba mirar. Sabía que la bola acabaría por encontrar su blanco.
—Mi nombre es Bond, James Bond.
—¿Y bien?
La réplica fue despreciativa, y Kalba se preparaba para jugar otra vez. La expresión de las caras de las muchachas denotaba ahora desaprobación.
—Tenía usted una cita con Mr. Fekkesh.
El silencio que se produjo en la habitación era tenso. Kalba interrumpió su preparación y se enderezó. Se enfrentó con Bond, y por primera vez le miró directamente a los ojos. Bond sintió como si el hombre le abriera el cráneo para meterse en su cerebro.
—¿Y?
El monosílabo sonó como un pistoletazo.
—No podrá verlo por algún tiempo.
—¿Qué quiere usted decir? —Kalba apretaba el taco con su mano.
—Está muerto.
Kalba se volvió hacia las muchachas y señaló con su cabeza hacia la puerta. Sin titubear, las chicas empezaron a desfilar, dejando tras ellas el cigarro y el yeso.
—¿Por qué me trae usted estas noticias?
—Porque creo que tiene usted algo que vender, y estoy interesado en comprar.
—Igual que yo.
Bond dio la vuelta en redondo, encontrando a Anya tras de sí. Se le cayó el alma a los pies. ¡Condenada mujer! Al parecer, no podía hacer un movimiento sin que ella le siguiera los pasos. ¿Estaba sola, o había otros dos gorilas esperando tras la puerta?
Kalba miró a ambos.
—Bien, bien. ¡Qué interesante! Es evidente que no son ustedes colegas. Supongo que se impone una especie de subasta —la vieja arrogancia había vuelto. En cualquier momento se pondría a jugar otra vez al billar—. Me pregunto si será usted capaz de igualar la cifra de esta señora, Mr. Bond.
Kalba estaba disfrutando con su chiste[24] cuando la puerta se abrió. Bond se tensó, preparado para la acción, pero se trataba sólo de uno de los empleados del club. Éste miró a Bond y Anya con sospecha, antes de volverse a Kalba.
—Señor, lo llaman urgentemente por teléfono.
—¡Haberla pasado aquí, mentecato! —exclamó Kalba con semblante irritado.
—Señor, eso es imposible. La llamada ha llegado por una línea exterior, en el cuarto de los teléfonos.
Kalba aspiró profundamente y se volvió hacia Bond y Anya.
—Tal vez esto constituya un bienvenido respiro. Les daré a ustedes tiempo de discutir sus posturas de salida.
Kalba sonrió.
—Oh, sí. Todo tiene su valor de licitación.
Su mano se había escondido en un bolsillo interior, y ahora emergía con una pequeña cajita de metal.
—Lo guardo aquí. Cerca de mi corazón.
Kalba abrió su chaqueta para mostrar la Browning sujeta bajo su sobaco izquierdo. Mostró los dientes una vez más, y dejó caer nuevamente la cajita en su bolsillo. Bond examinó la posibilidad de efectuar un ataque relámpago, y decidió en contra. Con Kalba solo, habría tenido una posibilidad, pero el secuaz le estaba vigilando como un halcón y se notaba un bulto amenazador debajo de sus músculos desarrollados. Se apartó a un lado con deferencia, y Kalba abandonó la habitación. La puerta se cerró. Bond se dio la vuelta y miró decididamente a los desafiantes ojos azules de Anya.
Max Kalba no se frotaba las manos mientras caminaba con paso vivo hacia el cuarto de teléfonos, pero cualquiera que estuviera observando su marcha podría haber dicho que estaba contento. ¿Y por qué no? Dos ricos clientes habían llegado en persona a hacer negocios, y su rivalidad no podría más que influir en el aumento del precio de la mercancía. Quienquiera de ellos que hubiera acabado con Fekkesh no había hecho más que ahorrarle el esfuerzo de llevar a cabo una acción que más tarde o más temprano tendría que hacerse. No era sólo una cuestión de dinero. Habría más que suficiente incluso para él. Se trataba de asegurarse de que Stromberg nunca le cogería. Cuando se cambiase de cara y se fuese a vivir a Sudamérica, no quería dejar atrás a nadie que estuviera en situación de traicionarlo. Incluso la fuente de toda la riqueza futura, la hermosa pero falsa ayudante de Stromberg, iba a llevarse una desagradable sorpresa cuando llegara el momento en que se despidiera repentinamente de su amo para reunirse con él. Kalba sonrió ampliamente, y empujó la puerta del cuarto de teléfonos.
Un mecánico vestido con un mono caqui estaba en cuclillas dando su espalda a la puerta; Kalba distinguió una caja de herramientas abierta. Se dirigió hacia la cabina en que estaba balanceándose un auricular. Cuando pasó junto al hombre sintió que en la habitación empezaba a hacer frío. Era como si se hubiera metido en una nevera. Pero el frío no estaba en el aire. Estaba en su instintivo presentimiento de peligro. Empezó a darse la vuelta, pero su mano no consiguió más que introducirse en su chaqueta. Unos dedos enormes se cerraron en torno a la base de su cuello, y lo proyectaron hacia la cabina hasta que su cara se estrelló con espantosa fuerza contra la pared contraria. Sintió que se rompía la nariz con el impacto, y que su boca se llenaba de sangre. Sin embargo, la mano no soltó su presa, sino que retorció su cabeza arrancándosela casi de cuajo. La enorme y estúpida cara se encontraba a unos centímetros de distancia. Gotas de grasa se deslizaban por sus abiertos poros. Los ojillos porcinos brillaban malignamente. Kalba trató de gritar, pero lo cierto es que ningún sonido llegó a salir de su garganta.
Tiburón lo empujó hacia el rincón y enseñó sus dientes.