–Lo que necesitas es algo que te suba los ánimos -susurró otro hombre cuando los demás se hubieron ido-. No estas cosas insulsas.
Ni siquiera logré reconocerlo. Dejó una copia de El conde de Monte Cristo, libro que yo había leído ya, y no pude menos que preguntarme si de verdad pensaba que el sentimiento más conveniente para aquel momento era el de venganza.
Así que por aquel entonces, cuando conocí a Paul, me había vuelto receloso. Había pasado los últimos dos años de instituto intentando cambiar ciertos aspectos de mi carácter: cuando me dolía la pierna, seguía caminando; cuando el instinto me decía que pasara de largo frente a una puerta -la puerta del gimnasio, la del coche de un nuevo amigo, la de la casa de una chica que había empezado a gustarme-, me obligaba a detenerme y llamar, y a veces a entrar sin ni siquiera llamar. Pero en Paul vi en qué podría haberme convertido yo.
Bajo el pelo descuidado había un hombre pequeño y pálido, más un chico que un hombre, en realidad. Llevaba los cordones de un zapato sueltos, y cargaba en la mano un libro como si fuera un salvavidas. La primera vez que se presentó, citó la Hypnerotomachia y de inmediato sentí que lo conocía mejor de lo que hubiera querido. Era una tarde de septiembre y el sol comenzaba a ponerse; Paul me había buscado hasta dar conmigo en una cafetería vecina del campus. Mi reacción instintiva fue ignorarlo esa tarde y evitarlo a partir de entonces.
Pero antes de que me excusara y me fuera dijo algo que lo cambió todo.
–De alguna forma -me dijo-, siento que también es mi padre.
No le había hablado todavía del accidente, pero eso era exactamente de lo que no debía hablarle.
–No sabes nada de él.
–Claro que sí. Tengo ejemplares de todos sus trabajos.
–Escucha una cosa…
–Hasta encontré su tesis…
–Mi padre no es un libro. No puedes limitarte a leerlo.
Pero era como si estuviera sordo.
–La Roma de Rafael, 1974. Ficino y el Renacimiento de Platón, 1979. Los hombres de la Santa Croce, 1985.
Comenzó a contarlos con las puntas de los dedos.
–«La Hypnerotomachia Poliphili y los jeroglíficos de Horapollo.» Publicado en Renaissance Quarterly, junio del 87. «El médico de Leonardo.» En Journal of Medical History, 1989.
Lo hacía cronológicamente y sin la menor imprecisión.
–«El fabricante de bombachos.» Journal of Interdisciplinary History, 1991.
–Te olvidas el artículo del BARS -le dije-, el Bulletin of the American Renaissance Society.
–Eso fue en el noventa y dos.
–En el noventa y uno.
Frunció el ceño.
–El noventa y dos fue el primer año en que aceptaron artículos de colaboradores no asociados. Estábamos en segundo en el instituto. ¿Lo recuerdas? Fue ese otoño.
Se produjo un silencio y durante un instante Paul pareció preocupado. No por estar equivocado, sino por que yo lo estuviera.
–Tal vez lo escribió en el noventa y uno -dijo Paul-. Pero lo publicaron en el noventa y dos. ¿Es eso lo que quieres decir?
Asentí.
–Entonces fue en el noventa y uno. Tenías razón. – Sacó el libro que llevaba-. Y luego viene esto. – Era una primera edición de El documento Belladonna. Paul lo sopesó en su mano con deferencia-. ¿Tú estabas con él cuando la encontró? ¿La carta sobre Colonna?
–Sí.
–Me hubiera gustado verlo. Tuvo que ser fantástico. Miré por encima de su hombro, a través de una ventana de la pared del fondo. Las hojas eran de un rojo intenso. Había comenzado a llover.
–Lo fue -dije. Paul sacudió la cabeza.
–Qué suerte tienes.
Pasó las páginas del libro suavemente, con la punta de los dedos.
–Murió hace dos años -le dije-. Tuvimos un accidente de tráfico.
–¿Qué?
–Murió justo después de escribirlo.
Detrás de él, las esquinas de la ventana comenzaban a empañarse. Un hombre pasó cubriéndose la cabeza con un diario, intentando no mojarse.
–¿Chocasteis con otro coche?
–No. Mi padre perdió el control.
Paul frotó con el dedo la imagen de la solapa del libro. Un emblema solitario, un delfín y un ancla. El símbolo de la imprenta Aldina de Venecia.
–No lo sabía -dijo.
–No pasa nada.
El silencio que se produjo entonces fue el más largo que jamás ha habido entre nosotros.
–Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años -dijo-. Tuvo un ataque al corazón.
–Lo siento.
–Gracias.
–¿Qué hace tu madre? – pregunté.
Su mano encontró un pliegue de la sobrecubierta y comenzó a aplanarlo entre dos dedos.
–Murió un año después.
Traté de decir algo, pero todas las palabras que estaba acostumbrado a oír me parecían fuera de lugar en mi boca. Paul intentó sonreír.
Esbocé una sonrisa forzada, pero no estaba seguro de que fuera eso lo que Paul esperaba.
–Quiero que sepas a qué me refería -dijo-. Con lo de tu padre…
–Entiendo.
–Sólo lo dije porque…
Por la parte inferior de la ventana pasaban los paraguas como cangrejos arrastrados por la marea. En la cafetería, el rumor se había hecho más ruidoso. Paul comenzó a hablar, intentando arreglar las cosas. Me contó que, tras la muerte de sus padres, se había criado en la escuela de una parroquia que acogía a huérfanos y chicos huidos. Que, tras pasar la mayor parte del instituto en compañía de libros, había entrado en la universidad decidido a sacarle el mayor partido a su vida. Que había estado buscando amigos con los que conversar. Terminó por callarse -había en su rostro una expresión de vergüenza- con la sensación de que había puesto punto final a la conversación.
–¿Y en qué residencia vives? – le pregunté, consciente de cómo se sentía.
–Holder. Igual que tú.
Sacó una copia del anuario de primero y me enseñó la página que tenía la punta doblada.
–¿Cuánto tiempo has estado buscándome? – pregunté.
–Acabo de toparme con tu nombre.
Miré por la ventana. Un paraguas rojo y solitario pasó flotando. Se detuvo en la ventana de la cafetería y pareció sostenerse en el aire antes de seguir su camino.
–¿Quieres otra taza? – le dije a Paul.
–Vale. Gracias. Y así empezó todo.
Qué cosa tan curiosa es construir castillos en el aire. Paul y yo forjamos una amistad de la nada, porque la nada era la esencia de lo que compartíamos. Después de aquella noche, hablar con él me pareció cada vez más natural. Al cabo de un tiempo empecé a comprender cómo se sentía con respecto a mi padre: tal vez sí que lo compartíamos.
–¿Sabes lo que decía? – le pregunté una vez, mientras hablábamos del accidente en su habitación.
–¿Qué?
–«Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»
Sonrió.
–En Princeton había un viejo entrenador de baloncesto que solía decir eso -le expliqué-. Durante el primer año de instituto, jugué a baloncesto. Papá me iba a buscar a los entrenamientos cada día y cuando me quejaba de ser más bajito que los demás, me decía: «No importa que los otros sean altos, Tom. Recuerda: "Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes".» Siempre lo mismo. – Negué con la cabeza-. Dios mío, eso me ponía enfermo.
–¿Crees que es cierto?
–¿Que los astutos se aprovechan de los fuertes?
–Sí. Reí.
–No me has visto jugar.
–Bueno, pues yo sí que lo creo -me dijo-. Sin duda.
–Estás de broma…
A Paul, los matones del instituto lo habían encerrado en las taquillas y lo habían intimidado más que a ningún otro estudiante.
–No. Para nada. – Levantó las manos-. Después de todo, hemos llegado hasta aquí. ¿No?
Pronunció la palabra «hemos» con un levísimo énfasis. Luego, en mitad del silencio, miré los libros que había sobre su escritorio. Strunk y White, la Biblia, El documento Belladonna. Para él, Princeton era un don del cielo. Aquí podía olvidarse de todo lo demás.
–Bill me está esperando allá dentro -dice Paul, deteniéndose abruptamente.
–¿Quieres que vayamos contigo? – pregunta Gil.
Paul niega.
–No es necesario.
Pero alcanzo a notar el temblor de su voz.
–Yo iré -digo.
–Os esperaré en la habitación -dice Gil-. ¿Llegaréis a tiempo para la conferencia de Taft, a las nueve?
–Sí -dice Paul-. Por supuesto.
Gil se despide y se da la vuelta. Paul y yo seguimos por el sendero que lleva a Firestone. Al quedarnos solos, me doy cuenta de que ninguno de los dos sabe qué decir. Hace días que no conversamos. Como hermanos que no aprueban la mujer del otro, somos incapaces de charlar informalmente sin tropezar con nuestras diferencias: Paul cree que yo abandoné la Hypnerotomachia para estar con Katie; yo creo que él ha abandonado más cosas de las que cree para seguir con la Hypnerotomachia.
–¿Qué quiere Bill? – le pregunto cuando nos acercamos a la entrada principal.
–No lo sé. No ha querido decírmelo.
–¿Dónde nos encontraremos con él?
–En la Sala de Libros Raros y Antiguos. Donde Princeton conserva su ejemplar de la Hypnerotomachia.
–Creo que ha descubierto algo importante.
–¿Como qué?
–No lo sé. – Paul duda, como si buscara las palabras adecuadas-. Pero este libro contiene incluso más de lo que habíamos creído. Estoy seguro. Tanto Bill como yo sentimos que estamos a punto de dar con algo grande.
Hace semanas que no veo a Bill Stein. Lentamente, mientras goza del sexto año de un doctorado aparentemente eterno, Stein ha estado completando poco a poco una tesis doctoral sobre la tecnología de las imprentas renacentistas. Aquel hombre esquelético tenía pensado trabajar como bibliotecario hasta que ambiciones más grandes se cruzaron en su camino: cátedras, puestos titulares, ascensos, todas las fijaciones que surgen cuando lo que quieres es servir a los libros para después, gradualmente, querer que los libros te sirvan a ti. Cada vez que lo veo fuera de Firestone me parece una especie de fantasma huidizo, una bolsa de huesos demasiado tensa. Tiene los ojos pálidos y el pelo rojo y rizado: una mezcla de irlandés y judío. Huele a moho de biblioteca, a los libros que todos los demás han olvidado, y después de hablar con él tengo pesadillas en las que la Universidad de Chicago aparece ocupada por ejércitos de Bill Steins, estudiantes que incorporan a su trabajo impulsos robóticos que yo nunca he tenido y cuyos ojos de color níquel son capaces de adivinar mis pensamientos.
Paul piensa otra cosa. Dice que Bill, a pesar de su aspecto impresionante, tiene una carencia intelectual: le falta vida. Stein se arrastra por la biblioteca como una araña en un desván, devorando libros muertos y transformándolos en un hilo fino. Lo que construye con ellos siempre es mecánico, poco inspirado, fruto de simetrías que Stein no es capaz de variar.
–¿Por aquí? – pregunto.
Paul me conduce al pasillo. La Sala de Libros Raros y Antiguos queda apartada en una esquina de Firestone, y es fácil pasar de largo sin verla. Allí dentro, donde los libros más recientes son de hace unos cuantos siglos, la escala del tiempo se vuelve relativa. Los estudiantes de los últimos cursos vienen aquí como niños de excursión: los bolígrafos y los lápices les son confiscados, sus dedos sucios son controlados. En este lugar se puede oír a un bibliotecario riñendo a un catedrático y ordenándole que mire, pero que no toque. Los profesores eméritos de la facultad vienen aquí para sentirse jóvenes otra vez.
Ahora hemos entrado en el mundo de Stein. La señora Lockhart, la bibliotecaria que el mundo olvidó, es una mujer que tal vez remendó medias con la esposa de Gutenberg. Su piel blanca y suave parece echada sobre un marco ligero, pensado especialmente para flotar sobre los anaqueles. La mayor parte del tiempo se la puede encontrar murmurando en lenguas muertas entre los libros que la rodean, como un taxidermista que le habla a sus mascotas. Pasamos sin mirarla a los ojos tras firmar en una carpeta con un bolígrafo atado al escritorio.
–Tu amigo está allí dentro -le dice a Paul al reconocerlo. A mí tan sólo me olisquea.
Cruzamos un área estrecha y llegamos ante una puerta que nunca he cruzado. Paul se acerca, da dos golpes y espera una respuesta.
–¿Señora Lockhart? – responde la voz, aguda y desigual.
–Soy yo -dice Paul.
Se oye el ruido seco de un pestillo al otro lado de la puerta, que se abre lentamente. Bill Stein aparece ante nosotros. Es medio palmo más alto que ambos. Me fijo, en primer lugar, en sus ojos plomizos e inyectados de sangre. Sus ojos se fijan en mí.
–Tom ha venido contigo -dice, frotándose la cara-. Vale. Bueno, vale.
Bill habla con aparente incoherencia, como si le faltara algún mecanismo entre el cerebro y la boca. La impresión que da puede ser engañosa. Después de unos minutos de contacto, uno empieza a ver en él fogonazos de talento.
–Ha sido un mal día -dice, haciéndonos pasar-. Una mala semana. Pero no pasa nada, estoy bien.
–¿Por qué no podíamos hablar por teléfono?
Stein abre la boca pero no contesta. Ahora se está escarbando algo que tiene entre los incisivos. Se abre la cremallera de la chaqueta y se dirige a Paul.
–¿Alguien ha estado husmeando en tus libros? – pregunta.
–¿Qué?
–Porque alguien ha estado husmeando en los míos.
–Bill, esas cosas pasan.
–¿Mi ensayo sobre William Caxton? ¿Mi microfilm de Aldus?
–Caxton es una figura importante -dice Paul.
Nunca antes he oído hablar de William Caxton.
–¿El texto de 1877 sobre él? – dice Bill-. Sólo está disponible en el Anexo Forrestal. Y las Cartas de Santa Catalina, de Aldus… -Se da la vuelta hacia mí-. Que no son, como se cree corrientemente, el primer documento en el que se utilizan las cursivas. – Vuelve a Paul-. Excepto tú y yo, nadie ha consultado el microfilm desde los años setenta. Setenta y uno, setenta y dos. Pero ayer alguien lo reservó. Ayer. ¿No te ha pasado lo mismo a ti?
Paul frunce el ceño.
–¿Has hablado con los de Préstamos?
–¿Préstamos? He hablado con Rhoda Cárter. No saben nada.
Rhoda Cárter, bibliotecaria en jefe de Firestone. Donde el libro se detiene.
–No lo sé -dice Paul, tratando de no poner más nervioso a Bill-. Lo más probable es que no sea nada. Yo no me preocuparía demasiado.
–Yo no estoy… yo no me preocupo. Pero esto es lo que pasa. – Bill se abre paso hacia el extremo opuesto de la habitación, donde el espacio entre la pared y la mesa parece demasiado estrecho para que alguien quepa. Bill pasa sin hacer el menor ruido y se da una palmada en el bolsillo de su vieja chaqueta de cuero-. He recibido algunas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan. Primero en mi piso, luego en el despacho. – Niega con la cabeza-. No es nada. Vayamos al grano. He encontrado algo. Puede ser lo que necesitas o puede que no. No lo sé. Pero creo que puede ayudarte a terminar.
Se saca de la chaqueta un objeto del tamaño aproximado de un ladrillo, envuelto en capas de tela. Ya antes he notado esta peculiaridad de Stein: sus manos tiemblan hasta que coge un libro. Lo mismo sucede ahora: mientras desenvuelve el objeto, sus movimientos parecen más controlados. Dentro del envoltorio hay un volumen gastado de poco más de cien páginas. Huele a salitre.
–¿De qué colección es? – pregunto al no ver título alguno en el lomo.
–De ninguna -dice-. Nueva York. Lo he encontrado en una tienda de antigüedades.
Paul guarda silencio. Lentamente extiende una mano hacia el libro. La cubierta de piel es rudimentaria; está resquebrajada y cosida con cordeles de cuero. Las páginas están cortadas a mano. Un objeto innovador, tal vez. El libro de un pionero.
–Debe de tener cien años -digo cuando veo que Stein no ofrece detalles-. Ciento cincuenta.
A Stein le cruza el rostro una expresión irritada, como si un perro acabara de ensuciar su alfombra.
–Te equivocas -dice-. Te equivocas. – Me percato de que yo soy el perro-. Tiene quinientos años.
Vuelvo a concentrarme en el libro.
–De Genova -continúa Bill, dirigiéndose a Paul-. Huélelo.
Paul guarda silencio. Se saca del bolsillo un lápiz sin punta, le da la vuelta y abre la tapa del libro suavemente con la goma de borrar. Bill ha marcado una página con una cinta de seda.
–Con cuidado -dice Stein, desplegando las manos encima del libro. Tiene las uñas en carne viva de tanto mordérselas-. No dejes marcas. Lo tengo en préstamo. – Duda un instante-. Debo devolverlo cuando haya terminado de usarlo.
–¿Quién lo tenía?
–La librería Argosy -repite Bill-. En Nueva York. Es lo que necesitabas, ¿no? Ahora podemos terminar.
Paul parece no darse cuenta del cambio de pronombres que se produce en el lenguaje de Stein.
–¿Qué es? – digo con más firmeza.
–El diario del capitán de puerto de Genova -dice Paul. Su voz es suave, sus ojos giran sobre la caligrafía de las páginas. Estoy sorprendido.
–¿El diario de Richard Curry?
Paul asiente. Hace treinta años, Curry estuvo trabajando en un viejo manuscrito genovés que, según él, daría la clave de la Hypnerotomachia. Poco después de que le hablara de él a Taft, el libro desapareció de su piso. Se lo habían robado. Curry insistió en que Taft era el culpable. Sea cual fuere la verdad, Paul y yo aceptamos desde el principio que no íbamos a poder consultar el libro y seguimos trabajando sin él. Ahora que Paul estaba terminando su tesina, el valor del diario podía ser incalculable.
–Richard me dijo que aquí dentro había referencias a Francesco Colonna -dice Paul-. Francesco estaba esperando la llegada de un barco. El capitán de puerto tomaba notas diariamente acerca de él y de sus hombres. Dónde pasaban la noche, qué hacían…
–Quédatelo durante un día -interrumpe Bill. Se pone de pie y avanza hacia la puerta-. Haz una copia si lo crees necesario. A mano. Haz lo que necesites para terminar tu trabajo, pero tienes que devolvérmelo.
Paul se distrae.
–¿Te vas?
–Tengo que irme.
–¿Nos vemos en la conferencia de Vincent?
–¿Dónde? – Stein se detiene-. No. No puedo.
Sólo verlo tan agitado me está poniendo nervioso.
–Estaré en mi despacho -continúa mientras se pone una bufanda roja de tela escocesa alrededor del cuello-. Recuerda, tienes que devolvérmelo.
–Sí, seguro -dice Paul, acercándose al cuerpo el pequeño atado-. Lo revisaré esta misma noche. Puedo tomar notas.
–Y no se lo digas a Vincent -añade Stein mientras se sube el cierre de la chaqueta-. Que quede entre nosotros.
–Te lo devolveré mañana mismo -dice Paul-. Tengo que entregar la tesina antes de las doce.
–Hasta mañana, entonces -dice Stein, echándose la bufanda sobre el hombro y escabullándose. Sus salidas son tan abruptas que siempre tienen un aire dramático. Ya ha cruzado el umbral que preside la señora Lockhart y ha desaparecido. La vieja bibliotecaria pone una mano mustia sobre una copia ajada de Víctor Hugo como si le acariciara el cuello a un antiguo novio.
–Señora Lockhart -suena la voz de Bill desde un lugar que no podemos ver-, hasta luego.
–¿De verdad es el diario? – pregunto en cuanto Stein se ha ido.
–Tú escucha -dice Paul.
Vuelve a concentrarse en el librito y comienza a leer en voz alta. La traducción avanza entrecortadamente al principio, mientras Paul lucha con el dialecto ligur, la lengua de la Genova de Cristóbal Colón, en la cual menudean palabras perdidas que parecen francesas. Pero poco a poco fluye con mayor facilidad.
–«Anoche, mar alta. Un barco… desguazado en la orilla. La marea ha traído tiburones, uno de ellos muy grande. Los marineros franceses van a los burdeles. Un moro… ¿corsario?…, ha sido visto en aguas próximas.»
Pasa varias páginas, leyendo al azar.
–«Bello día. María se recupera. El médico dice que su orina mejora. ¡Costoso matasanos! El… herborista… dice que puede tratarla por la mitad de precio. ¡Y el doble de rápido!» -Paul se detiene y mira fijamente la página-. «Los excrementos de murciélago» -continúa- «todo lo curan».
Lo interrumpo.
–¿Qué tiene que ver todo esto con la Hypnerotomachia?
Pero él sigue yendo y viniendo por las páginas.
–«Ayer, un capitán veneciano bebió demasiado y comenzó a fanfarronear. Nuestras debilidades en Fornovo. La vieja derrota de Portofino. Los hombres lo trajeron al astillero y lo ataron a un mástil. Todavía sigue allí esta mañana.»
Antes de que pueda repetir la pregunta, los ojos de Paul se abren.
–«El hombre de Roma volvió a venir anoche» -lee-. «Vestido con más lujos que un duque. Nadie sabe qué hace aquí. ¿Por qué ha venido? Les pregunto a los otros. Quienes algo saben se niegan a hablar. Corre el rumor de que un barco suyo se acerca a puerto. Ha venido para asegurarse de que llega sin percances.»
Me yergo sobre la silla. Paul pasa la página y continúa.
–«¿Qué puede ser tan importante como para que un hombre así venga a verlo? ¿Cuál es la carga? Mujeres, dice el borracho del Barbo. Esclavas turcas, un harén. Pero he visto a este hombre, a quien sus sirvientes llaman Señor Colonna y Hermano Colonna sus amigos: es un caballero. Y he visto lo que hay en sus ojos. No es deseo. Es miedo. Parece un lobo que ha visto un tigre.»
Paul se detiene con la mirada fija en las palabras. Curry le ha repetido esa última frase más de una vez. Incluso yo la reconozco. «Un lobo que ha visto un tigre.»
La cubierta se cierra en las manos de Paul, la semilla dura y negra en su cáscara de tela. El aire se llena de un olor salado.
–Chicos -dice una voz que llega de ninguna parte-. Vuestro tiempo se ha acabado.
–Vamos, señora Lockhart.
Paul comienza a moverse mientras cubre el libro con la tela y lo envuelve cuidadosamente.
–¿Y ahora qué? – pregunto.
–Tenemos que mostrárselo a Richard -dice, metiéndose el pequeño atado bajo la camisa que le ha prestado Katie.
–¿Esta noche? – digo.
La señora Lockhart murmura algo cuando salimos, pero no levanta la cara.
–Richard tiene que saber que Bill lo ha encontrado -dice Paul, mirando el reloj.
–¿Dónde está?
–En el museo. Esta noche se celebra una fiesta en honor de los miembros del consejo de administración.
Dudo un instante. Había dado por hecho que Richard Curry había venido para celebrar la entrega de la tesina de Paul.
–Ya lo celebraremos mañana -dice Paul al leer la expresión de mi rostro.
El diario se asoma por la camisa, un atisbo de cuero negro envuelto en vendas. De arriba nos llega el eco de una voz, casi el sonido de una carcajada.
–Goethe -me dice Paul-. Siempre acaba con el Fausto. – Antes de cerrar la puerta tras nosotros, Paul grita-: Buenas noches, señora Lockhart.
Su voz nos llega serpenteando a través de la entrada de la biblioteca.
–Sí -dice-. Es una buena noche.
Su primer encuentro se produjo a última hora, cuando Taft, que se había achispado un poco, derramó un cóctel sobre el hombre de complexión atlética que estaba sentado a su lado. Fue un accidente previsible, me dijo Paul, pues para entonces Taft ya tenía fama de borracho. Al principio, Curry no se ofendió, hasta que se dio cuenta de que Taft no tenía la menor intención de disculparse. Lo siguió hasta la puerta, exigiendo alguna forma de reparación, pero Taft, caminando dando tumbos hacia el ascensor, lo ignoró. Mientras bajaban las diez plantas, Taft le arrojó al apuesto joven un aluvión de insultos y después, mientras hacía eses hacia la puerta de la calle, bramó que su víctima era «pobre, desagradable, bruto y minúsculo».
Para su imaginable sorpresa, el joven sonrió.
–No -replicó Taft con una mueca atropellada, segundos antes de estrellarse contra un poste-, no lo he olvidado. Es sólo que lo de «solitario» me lo reservo para mí. Lo de «pobre», «desagradable», «bruto» y «minúsculo», sin embargo, te lo dejo a ti.
Tras lo cual, dijo Paul, Curry detuvo un taxi, metió a Taft en él y regresaron a su piso, donde Taft permaneció durante las doce horas siguientes en un estado de profundo e intoxicado sopor.
Según el relato, al despertar Taft, confundido y avergonzado, los dos hombres iniciaron una torpe conversación. Curry le explicó a qué se dedicaba, y lo mismo hizo Taft. Parecía que la extrañeza de la situación iba a provocar el fin de la charla cuando, en un momento de inspiración, Curry mencionó la Hypne-rotomachia, un libro que había estudiado en las clases de un profesor muy popular en Princeton: un hombre llamado McBee.
Sólo puedo imaginar la respuesta de Taft. No sólo estaba al tanto del misterio que rodeaba al libro, sino que debió darse cuenta de que a Curry se le encendían los ojos al mencionarlo. Según mi padre, comenzaron a discutir las circunstancias de sus vidas y pronto se dieron cuenta de lo que tenían en común. Taft despreciaba a los demás académicos, cuyo trabajo le parecía miope y trivial, mientras que para Curry sus compañeros de trabajo eran personajillos absolutamente carentes de interés y profundidad. Ambos percibían en los demás falta de nervio, carencia de objetivos. Y tal vez eso explica las concesiones que ambos hicieron para sobreponerse a sus diferencias.
Porque diferencias hubo, y no pequeñas. Taft era una criatura voluble, difícil de conocer y todavía más difícil de amar. Bebía demasiado cuando estaba en compañía, pero también cuando estaba solo. Su inteligencia era implacable y salvaje, un fuego que ni él mismo llegaba a controlar. Ese fuego consumía libros enteros de una sentada y encontraba flaquezas en los argumentos, lagunas en las pruebas, errores en la interpretación, todo en disciplinas muy alejadas de la suya. Según Paul, no tenía una personalidad destructiva, sino una mente destructiva. A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo.
Curry, en cambio, era un creador, no un destructor: un hombre con más potencial que hechos. Tomando la frase de Miguel Ángel, le gustaba decir que la vida era como la escultura: cuestión de ver lo que los demás no podían y de quitar lo que sobrara a golpes de cincel. Para Curry, el viejo libro era tan sólo un bloque de piedra que esperaba su momento para ser tallado. Aunque nadie lo había entendido en quinientos años, ahora había llegado el momento de mirarlo con ojos nuevos, de tocarlo con manos nuevas. Que los huesos del pasado se pudrieran en el infierno.
De manera que, a pesar de todas estas diferencias, Taft y Curry no tardaron demasiado en encontrar puntos en común. Aparte del viejo libro, compartían una inmensa inclinación por las abstracciones. Creían en la noción de grandeza: grandeza de espíritu, de destino, de objetivos. Como espejos gemelos enfrentados, con sus reflejos multiplicados, se habían mirado en serio por primera vez, y habían visto que tenían la fuerza de miles. Una consecuencia extraña pero predecible de su amistad fue el hecho de que ambos se quedaran más solos que al empezar. El rico paisaje humano de sus respectivos mundos -sus colegas y amigos de la universidad, sus hermanas y madres y antiguos amores- se oscureció hasta transformarse en un escenario vacío provisto de un solo reflector. Sus carreras, por supuesto, florecieron. Taft no tardó en ser un historiador de renombre y Curry se convirtió en el propietario de una galería que con el tiempo le valdría una gran reputación.
Pero claro, nunca hay que olvidarse de la locura de los grandes hombres. Ambos llevaban una existencia servil. El único alivio les llegaba en la forma de las reuniones semanales que celebraban los sábados por la noche; entonces se juntaban en el piso de uno o del otro, o en un restaurante vacío, y se divertían juntos gracias al único interés que tenían en común: la Hypnerotomachia.
Aquel año, en pleno invierno, Richard Curry presentó a Taft, finalmente, el único amigo con el que nunca había perdido el contacto, el amigo al que había conocido en Princeton, en la clase del profesor McBee, el hombre que compartía su interés por la Hypnerotomachia.
Me resulta difícil imaginar a mi padre en aquella época. El hombre que veo ya está casado; lo veo marcando la estatura de sus tres hijos en la pared de su despacho, preguntándose cuándo empezará a crecer su único hijo varón, yendo de aquí para allá con sus viejos libros escritos en lenguas muertas mientras el mundo amenaza con caérsele encima. Pero este hombre es una fabricación nuestra -de mi madre, mis hermanas y yo- y no el que Richard Curry conoció. Mi padre, Patrick Sullivan, había sido el mejor amigo de Curry en Princeton. Se consideraban los reyes del campus, e imagino que compartían una amistad que hacía que lo parecieran. En tercero, mi padre jugó en el equipo universitario de baloncesto, aunque no abandonó ni por un instante el banquillo, hasta que Curry, como capitán del equipo de fútbol americano, lo reclutó para el césped, donde mi padre se desenvolvió mejor de lo que todos esperaban. Al año siguiente, compartían habitación, y casi siempre comían juntos; en tercero llegaron a salir con un par de gemelas de Vassar, Molly y Martha Roberts. Aquella relación, que mi padre comparó una vez con una alucinación en una sala de espejos, terminó la primavera siguiente, cuando las hermanas se pusieron vestidos idénticos para ir a un baile y los hombres, tras beber demasiado y prestar poca atención, se insinuaron, cada uno por su lado, a la gemela con la que estaba saliendo el otro.
Ahora me resulta necesario creer que mi padre y Vincent Taft gustaban a Richard Curry por dos motivos distintos. El chico del Medio Oeste, tranquilo, relajado y de mentalidad católica y el intrépido y decidido neoyorquino eran animales diferentes y debieron intuirlo desde el primer saludo, cuando la palma de la mano de mi padre desapareció en medio del apretón de carnicero de Taft.
De los tres, Taft era el más sombrío. Las partes de la Hypnerotomachia que más le gustaban eran las más sangrientas y misteriosas. Esbozó sistemas de interpretación para comprender el significado de los sacrificios que aparecen en el relato -la forma en que se cortaba el cuello a los animales, la forma en que morían los personajes-, para dotar de un sentido a la violencia. Trabajó mucho en las dimensiones de los edificios mencionados en el relato, manipulándolas para encontrar patrones numerológicos, confrontándolas con tablas astrológicas y calendarios de la época de Colonna, con la esperanza de que alguna pieza encajara. Desde su punto de vista, el mejor método de trabajo consistía en hacer frente al libro sin ambages, igualar en astucia al autor y derrotarlo. Según mi padre, Taft siempre había creído que algún día llegaría a vencer a Francesco Colonna. Ese día, por lo que sabíamos, no había llegado.
La estrategia de mi padre no podía ser más distinta. Lo que más lo fascinaba de la Hypnerotomachia era su evidente dimensión sexual. Durante los mojigatos siglos que siguieron a su publicación, los dibujos del libro fueron censurados, borrados o arrancados por completo del mismo modo que, cuando el gusto cambió y se ofendieron sensibilidades, muchos desnudos renacentistas fueron cubiertos con hojas de parra. En el caso de Miguel Ángel, parece justo denunciar ese atropello; pero hay partes de la Hypnerotomachia que aun hoy pueden resultar un poco chocantes.
Los desfiles de hombres y mujeres desnudos son sólo el comienzo. Polifilo se dirige a una fiesta de la primavera detrás de un grupo de ninfas y allí, en mitad de la fiesta, suspendido en el aire, está el enorme pene del dios Príapo, en el centro del dibujo. Antes, Leda, la reina mitológica, es sorprendida en el ardor de la pasión con Zeus, que aparece, bajo el aspecto de un cisne, entre las piernas de la mujer. El texto es todavía más explícito; en él se describen encuentros demasiado estrambóticos para aparecer en los grabados. Cuando Polifilo se siente atraído físicamente por los edificios que ve, admite mantener relaciones sexuales con ellos. Al menos en una ocasión -alega- el placer fue mutuo.
Todo aquello fascinaba a mi padre, cuya visión del libro, comprensiblemente, se parecía muy poco a la de Taft. En lugar de considerarlo un tratado rígido y matemático, mi padre opinaba que la Hypnerotomachia era un homenaje al amor de un hombre por una mujer. Era la única obra de arte por él conocida que imitaba el hermoso caos de este sentimiento. El carácter fantasioso del relato, la implacable confusión de los personajes y el desesperado vagabundeo de un hombre en busca de amor estimulaban su imaginación.


A pesar de las diferencias que había entre su planteamiento y el de Taft, cuando mi padre llegó a Manhattan para investigar durante un año lejos de la Universidad de Chicago, percibió que los dos hombres estaban haciendo grandes avances. Curry insistió en que su viejo amigo se uniera al equipo, y mi padre estuvo de acuerdo. Como tres animales en una misma jaula, los tres intentaron adaptarse a los demás; caminaban en círculos, con desconfianza, hasta que lograron establecer nuevas reglas y consiguieron nuevos equilibrios. Sin embargo, en aquella época el tiempo era su aliado y los tres tenían la misma fe en la Hypnerotomachia. Como un protector cósmico, el viejo Francesco Colonna los vigilaba y los guiaba, ocultando los desacuerdos bajo capas de esperanza. Y al menos durante un tiempo prevaleció el barniz de la unidad.
Durante más de tres meses, Curry, Taft y mi padre trabajaron juntos. Y fue entonces cuando Curry hizo el descubrimiento que sería letal para su trabajo en equipo. En aquel momento, ya se había alejado de las galerías y acercado a las casas de subastas, donde estaban en juego los grandes intereses del mundo del arte; y mientras preparaba su primera licitación, se topó con un cuaderno hecho jirones que había pertenecido a un coleccionista de antigüedades recientemente fallecido.
El cuaderno había pertenecido al capitán de puerto genovés, un viejo de caligrafía apretada que tenía la costumbre de hacer comentarios sobre el clima y sobre sus problemas de salud, pero que también llevaba un registro diario de todo lo sucedido en los muelles durante la primavera y el verano de 1497, incluyendo los peculiares acontecimientos que rodearon la llegada de un hombre llamado Francesco Colonna.
El capitán de puerto -a quien Curry llamaba el Genovés, porque el texto nunca menciona su nombre- recopiló los rumores que circulaban por el muelle acerca de Colonna. Se dedicó a escuchar las conversaciones que Colonna mantenía con sus hombres, y se enteró de que el rico romano había ido a Genova para supervisar la llegada a puerto de un importante barco cuyo cargamento sólo él conocía. El Genovés empezó a acercarse diariamente a los aposentos de Colonna para informarle de los barcos que llegaban, y una vez lo sorprendió tomando unas notas que el romano escondió tan pronto como él entró.
Si la cosa hubiera acabado allí, el diario del capitán de puerto habría arrojado poca luz sobre la Hypnerotomachia. Pero el capitán era un hombre curioso y a medida que se impacientaba esperando la llegada del barco de Colonna, intuyó que la única forma de descubrir las intenciones del noble era ver los documentos de embarque de Francesco, en los cuales se describía el contenido del cargamento. Al final le preguntó a su cuñado, Antonio, un mercader que solía traficar con mercancías robadas, si era posible contratar a un ladrón que penetrara en los aposentos de Colonna y copiara todo lo que allí pudiera encontrar. Antonio se manifestó dispuesto a ayudar a cambio de que el Genovés lo ayudara en cierta intriga marítima.
Antonio descubrió que incluso los hombres más desesperados rechazaban la oferta en cuanto pronunciaba el nombre de Colonna. El único dispuesto a hacerlo fue un ladronzuelo analfabeto. Pero el ladronzuelo hizo bien su trabajo. Copió los tres documentos que Colonna tenía en su poder: el primero era parte de un relato, que el capitán encontró de poco interés y nunca llegó a describir; el segundo era un trozo de cuero con un complicado diagrama, incomprensible para el Genovés; y el tercero era un peculiar mapa consistente en los cuatro puntos cardinales seguidos de un grupo de cifras, que el Genovés se esforzó en vano por descifrar. El capitán comenzaba a lamentarse de haber contratado al ladrón cuando ocurrió algo que inmediatamente le hizo temer por su vida.
Una noche, al regresar a su casa, el Genovés encontró a su esposa llorando. Ella le explicó que Antonio, su hermano, había sido envenenado en su propia casa durante la cena y que su cuerpo había sido descubierto por un recadero. El ladronzuelo analfabeto había sufrido un destino similar: mientras bebía en una taberna, había sido apuñalado en el muslo por un desconocido que pasaba a su lado. Casi antes de que el tabernero se percatara del hecho, el hombre se había desangrado y el desconocido había desaparecido.
El Genovés vivió los días que siguieron carcomido por la angustia, apenas capaz de llevar a cabo sus labores en el puerto. Nunca regresó a los aposentos de Colonna, pero registró en su diario todos los detalles únicos encontrados por el ladrón y esperó nerviosamente la llegada del barco de Colonna con la esperanza de que el noble se marchara con su mercancía. Su preocupación era tan grande que ni siquiera mencionó las idas y venidas de naves mercantes de gran tamaño. Cuando por fin llegó a puerto el barco de Francesco, el Genovés no daba crédito a lo que veía.
«¿Por qué habrá de preocuparse un noble por semejante pedazo de corteza -escribió-, por esta barca que más parece un patito mugriento? ¿Qué puede haber en su interior, para que un hombre de estas cualidades se preocupe en lo más mínimo por ella?»
Y cuando supo que la barca había llegado por Gibraltar, trayendo mercancías del norte, al Genovés casi le dio un ataque. Llenó su librito con obscenas maldiciones, diciendo que Colonna era un loco sifilítico y que sólo un cretino o un lunático creería que algo de valor pudiera venir de un lugar como París.
Según Richard Curry, en el cuaderno sólo había dos entradas más referidas a Colonna. En la primera, Genovés registraba una conversación que había escuchado entre Colonna y un arquitecto florentino, único visitante regular del romano. En ella, Francesco aludía a un libro que estaba escribiendo y en el que daba testimonio de la agitación de los últimos años. El Genovés, muerto de miedo todavía, tomó atenta nota de ello.
La segunda entrada, realizada tres días después, era más críptica, pero me recordaba aun más la carta que encontré con mi padre. En ese momento, el Genovés ya se había convencido de que Colonna estaba completamente loco. El romano se negó a que sus hombres descargaran el barco durante el día, e insistió en que la carga sólo podía ser trasladada sin peligro al anochecer. Muchas de las cajas de madera, observó el capitán, eran tan ligeras que habrían podido cargarlas una mujer o un anciano, y se esforzó en imaginar qué especia o metal podía ser embarcado de esa manera. Poco a poco, el Genovés comenzó a sospechar que los socios de Colonna -el arquitecto y dos hermanos también florentinos- eran secuaces o mercenarios de alguna oscura conspiración. Cuando un rumor pareció confirmar este presentimiento, el Genovés lo consignó con fervor.
«Se dice que Antonio y el ladrón no son las primeras víctimas de este hombre, sino que Colonna ha ordenado la muerte de otros dos para satisfacer sus caprichos. Ignoro quiénes son, y aún no he llegado a escuchar sus nombres, pero tengo la certeza de que están relacionados con este cargamento. Supieron de su contenido; él tuvo miedo de ser traicionado. Ahora estoy seguro de ello: el miedo es lo que lo mueve. Sus ojos lo traicionan aunque no lo hagan sus hombres.»
Según mi padre, para Curry la segunda entrada era menos importante que la primera porque ésta podía hacer referencia a la escritura de la Hypnerotomachia. Si eso era cierto, el relato que el ladrón había descubierto entre las pertenencias de Colonna, cuyos detalles el Genovés nunca se molestó en registrar, podía haber sido uno de los primeros borradores del manuscrito.
Pero Taft, que en aquel momento ya había empezado a estudiar la Hypnerotomachia desde su propio punto de vista, recopilando inmensos catálogos de referencias textuales para hacerlos concordar de manera que cada palabra de Colonna pudiera rastrearse hasta dar con sus orígenes, no concedió la menor relevancia a las notas que el capitán decía haber visto tomar a Colonna. Tan ridícula historia, sostenía, nunca podría iluminar los misterios profundos del gran libro. Pronto trató ese descubrimiento como había tratado los demás libros que había leído sobre el tema: como madera para el fuego.
Su frustración, me parece, no sólo se debía a su opinión sobre el diario. Había visto cómo el equilibrio de poderes se ponía en su contra; la química de su colaboración con Richard Curry se descomponía mientras mi padre lo seducía con nuevos enfoques y posibilidades alternativas.
Y así fue como se inició el enfrentamiento, la batalla de influencias, en la que mi padre y Vincent Taft incubaron el odio recíproco que les duraría hasta el día de la muerte de mi padre. Taft, convencido de que no tenía nada que perder, vilipendió el trabajo de mi padre con la intención de recuperar a Curry. Mi padre, tras sentir que Curry empezaba a ceder ante la presión de Taft, respondió con las mismas armas. En cuestión de un mes, el trabajo de los diez anteriores quedó destruido. Los progresos que los tres hombres habían hecho juntos se desgajaron en tres compartimentos estancos, pues ni Taft ni mi padre querían tener nada que ver con los logros del otro.
Mientras tanto, Curry se mantuvo aferrado al diario del Genovés. Le parecía inconcebible que sus amigos hubieran permitido que sus rencillas insignificantes les hicieran perder el norte. De joven, Curry poseía la misma virtud que más tarde vio y admiró en Paul: compromiso con la verdad y total intransigencia ante las distracciones. De los tres hombres, me parece, fue Curry el que más perdidamente se enamoró del libro de Colonna; fue él quien más ansiaba resolver su misterio. Tal vez el hecho de que mi padre y Taft fuesen investigadores universitarios les hacía ver la Hypnerotomachia desde un punto de vista académico. Sabían que la vida de un erudito podía consagrarse al servicio de un solo libro, y eso amortiguaba su sentido de la urgencia. Sólo Richard Curry, el comerciante de arte, mantuvo ese ritmo frenético. Ya en esa época debía de presentir su futuro. Su vida entre libros sería efímera.
No uno, sino dos sucesos, precipitaron los acontecimientos. El primero ocurrió cuando mi padre volvió a Columbus para aclararse las ideas. Tres días antes de regresar a Nueva York se tropezó -literalmente- con una estudiante de la universidad de Ohio State. Ella y sus hermanas Pi Beta Phi habían emprendido una campaña de colecta de libros y estaban solicitando donaciones en las tiendas para el acto benéfico anual. Sus caminos se cruzaron en la puerta de la librería de mi abuelo antes de que ninguno de los dos pudiera darse cuenta. Después de que un puñado de páginas y libros saltaran por los aires, mi madre y mi padre acabaron en el suelo, y la aguja del destino dio una puntada y siguió con su camino.
Cuando llegó al lugar en el que mantenían las reuniones semanales, sin embargo, dispuesto a darles la noticia, mi padre se vio arrastrado por los efectos de un nuevo terremoto. Una noche, durante su ausencia, Taft y Curry habían discutido, y la siguiente habían llegado a las manos. El viejo capitán de fútbol no pudo competir con el tamaño de oso de Vincent Taft, a quien bastó un puñetazo para romperle la nariz a Curry. Después, la víspera de la llegada de mi padre, Curry salió de su piso, con los ojos morados y la nariz cubierta de vendas, para cenar con una mujer que trabajaba en la galería. Al regresar esa noche, se encontró con que varios documentos de la casa de subastas, al igual que toda su investigación sobre la Hypnerotomachia, habían desaparecido. El objeto que vigilaba con más celo, el diario del capitán de puerto, se había esfumado con lo demás.
Curry no tardó en lanzar acusaciones, pero Taft las negó todas. La policía les informó de una cadena de robos locales y mostró poco interés en la desaparición de unos cuantos libros viejos. Pero mi padre, que llegó en mitad de la tormenta, se puso de inmediato de lado de Curry. Ambos le dijeron a Taft que preferían no volverlo a ver; mi padre explicó que tenía un billete para Columbus, que partiría a la mañana siguiente y que no tenía intenciones de regresar. Richard Curry y él se despidieron mientras Taft los miraba en silencio.
Así terminó la etapa de formación de la vida de mi padre y el año que puso en marcha, por sí solo, toda la relojería de su identidad futura. Cuando pienso en ello, me pregunto si a los demás no nos sucede lo mismo. La madurez es un glaciar que invade silenciosamente la juventud.
Cuando llega, la impronta de la juventud se hiela de repente, y nos congela para siempre en la imagen de nuestro último gesto, la postura en que estábamos cuando comenzó la edad de hielo. Las tres facetas de Patrick Sullivan, cuando el frío comenzó a apoderarse de él, eran las de marido, padre y académico. Las tres lo marcaron hasta el fin de sus días.
Tras el robo del diario del capitán, Taft desapareció de la vida de mi padre, pero con el tiempo resurgió como el tábano de su carrera, pisándole siempre los talones. Curry perdería todo contacto con mi padre durante más de tres años, hasta su boda. La carta que le escribió entonces era un tanto inquietante, porque hablaba, sobre todo, de los días más oscuros de sus vidas. Las primeras palabras felicitaban a los novios; el resto hacía referencia a la Hypnerotomachia.
Pasó el tiempo y sus mundos se fueron alejando. A Taft, gracias al impulso de los primeros años, le concedieron una beca de investigación permanente en el prestigioso Instituto de Estudios Avanzados, donde Einstein había trabajado cuando vivía cerca de Princeton. Era un honor que de seguro mi padre envidiaba, y que liberaba a Taft de todas las obligaciones de un profesor universitario: con la excepción de los consejos que daba a Paul y a Bill Stein, el viejo oso nunca tuvo que soportar a ningún estudiante, nunca tuvo que dar una clase. Curry obtuvo un puesto de importancia en la casa de subastas Skinner's, en Boston, y a partir de entonces no hizo sino escalar hacia el éxito profesional. En la librería de Columbus donde mi padre había aprendido a caminar, ahora había tres niños que lo mantenían lo bastante ocupado como para que olvidara, por un instante, la impresión permanente que le había dejado su experiencia en Nueva York. Los tres hombres, separados por el orgullo y el azar, encontraron formas de reemplazar la Hypnerotomachia, sucedáneos que ocuparon el lugar de una búsqueda incompleta. Una vez más, el reloj generacional completó una vuelta completa y el tiempo convirtió en extraños a quienes habían sido amigos. Francesco Colonna, dueño de la llave que daba cuerda al reloj, debió de creer entonces que su secreto estaba a salvo.
–Hacia el museo de arte -dice, encorvándose para mantener seco el atado de trapos.
«-Si pudieras detener cada átomo en su posición y dirección, dice, y si tu mente fuera capaz de abarcar todas las acciones que quedarían suspendidas en ese momento, y si además fueras bueno para el álgebra, bueno de verdad, podrías escribir la fórmula del futuro.» «-Sí -tartamudea su tutor, exhausto por la forma en que funciona la mente de la niña-. Sí: que yo sepa, eres la primera persona que ha pensado en ello.»
Desde una cierta distancia, la entrada principal al museo de arte parece estar abierta, lo cual, en una noche de día festivo, es un pequeño milagro. Los conservadores del museo son gente rara: la mitad son apocados como un bibliotecario, y la otra mitad son temperamentales como un artista. Uno tiene la impresión de que la mayoría preferirían dejar que un niño manche un Monet antes que permitir la entrada de un estudiante al museo cuando no es estrictamente necesario. El McCormick Hall, sede del departamento de Historia del Arte, está frente al museo. La pared de la entrada es un panel de vidrio; al acercarnos, los guardias de seguridad nos observan desde su pecera. Tal como ocurría en una de las exposiciones de arte vanguardista que Katie me llevó a ver, y que no entendí, aquellos hombres tienen toda la apariencia de ser reales, pero permanecen perfecta, silenciosamente inmóviles. Sobre la puerta hay un cartel que dice reunión del consejo de administración del museo de arte. En letra más pequeña se añade: «El museo está cerrado al público». Dudo un instante, pero Paul entra sin ni siquiera llamar.
–Richard -dice en la sala principal.
Un puñado de patronos se dan la vuelta y nos miran, embobados, pero ningún rostro nos es familiar. Las paredes de la planta principal están salpicadas de lienzos, ventanas de color en mitad de una casa deprimentemente blanca. En la habitación contigua, sobre pilares de un metro de altura, hay varias vasijas griegas reconstruidas.
–Richard -repite Paul, esta vez en voz más alta.
La cabeza calva de Curry se gira sobre su cuello largo y grueso. Curry es alto y enjuto; lleva un traje oscuro de raya diplomática y una corbata roja. Cuando ve a Paul caminar hacia él, sus ojos oscuros se llenan de afecto. Su mujer murió sin descendencia hace unos diez años, y ahora el hombre considera a Paul su único hijo.
–Chicos -dice con calidez extendiendo los brazos, como si fuéramos niños, y enseguida se dirige a Paul-. No esperaba verte tan pronto. Pensé que terminarías mucho más tarde. Qué agradable sorpresa. – Se toquetea los gemelos con los dedos; sus ojos se llenan de placer. Se acerca para estrechar la mano que Paul le ofrece-. ¿Cómo estáis?
Sonreímos. La voz enérgica de Curry contradice su edad, pero por lo demás es evidente que la jauría del tiempo lo acecha. Desde la última vez que lo vi, hace apenas seis meses, han aparecido señas de rigidez en sus movimientos, y tras la piel de su rostro se ha formado un vacío muy leve. Ahora, Richard Curry es dueño de una gran casa de subastas de Nueva York y forma parte del consejo de administración de museos mucho más grandes que éste; pero según Paul, desde que la Hypnerotomachia desapareció de su vida, la carrera que la reemplazó no ha sido más que un oficio lateral, un intento de olvidar el pasado. Nadie parecía más sorprendido de su éxito, y a la vez menos impresionado por él, que el mismo Curry.
–Ah -dice ahora, dándose la vuelta como si fuera a presentarnos a alguien-. ¿Habéis visto las pinturas?
A su espalda hay un lienzo que no he visto antes. Miro alrededor y me doy cuenta de que los cuadros que hay en las paredes no son los que suele haber aquí.
–Estos cuadros no son de la colección de la universidad -dice Paul.
Curry sonríe.
–No, no lo son. Todos los miembros del consejo ha traído algo esta noche. Hicimos una apuesta para ver quién podía dar en préstamo más cuadros.
Curry, el viejo jugador de fútbol americano, conserva en su manera de hablar un residuo de sus tiempos de retos y riesgos y apuestas entre caballeros.
–¿Quién ha ganado? – pregunto.
–El museo -dice Curry, eludiendo la pregunta-. Princeton es el verdadero beneficiario de nuestros esfuerzos.
En el silencio subsiguiente, Curry otea los rostros de los patronos que no han abandonado la gran sala tras nuestra interrupción.
–Iba a mostrarte esto después de la reunión del consejo -le dice a Paul-, pero no hay razón para no hacerlo ahora mismo.
Hace un gesto para que Paul y yo lo sigamos y se dirige hacia una sala que queda a nuestra izquierda. Miro a Paul preguntándome qué querrá decir, pero Paul parece no tener la menor idea.
–George Cárter padre ha traído estos dos -dice Curry mientras nos enseña las obra que hay a lo largo del pasillo. Hay dos pequeños grabados de Durero, en marcos tan viejos que tienen la textura de un madero encontrado en la playa-. Y el Wolgemut del otro lado. – Señala el extremo opuesto de la sala-. Philip Murray y su esposa han traído esos manieristas tan hermosos.
Curry nos conduce a una segunda sala donde los cuadros de la segunda mitad del siglo XX han sido reemplazados por telas impresionistas.
–La familia Wilson ha traído cuatro: un Bonnat, un Manet pequeño, dos de Toulouse-Lautrec. – Nos da un rato para estudiarlas-. Los Marquand han añadido este Gauguin.
Cruzamos el vestíbulo, y en la sala de antigüedades, Curry dice:
–Mary Knight ha traído sólo una obra, pero es un busto romano muy grande y, según dice, podría convertirse en donación permanente. Muy generosa.
–¿Y tú?
Curry nos ha llevado de vuelta a la sala del principio tras trazar un amplio círculo por toda la primera planta.
–Esto es lo mío -dice él, moviendo la mano en el aire.
–¿Cuál?
–Todos.
Paul y Curry intercambian miradas. La sala principal contiene más de una docena de obras.
–Venid por aquí -nos dice Curry, y regresamos a una pared con lienzos próxima al lugar donde lo encontramos-. Éstos eran los que os quería mostrar.
Nos conduce ante todos los lienzos que hay en la pared, de uno en uno, pero no dice nada.
–¿Qué tienen en común? – nos pregunta, después de darnos unos segundos para digerirlo todo.
Yo niego con la cabeza, pero Paul lo comprende enseguida.
–El tema. Todos hablan del relato bíblico de José.
Curry asiente.
–José vendiendo trigo al pueblo -comienza, señalando el primero-. De Bartholomeus Breenbergh, alrededor de 1655. Convencí al instituto Barber de que lo prestara.
Nos da un momento antes de pasar a la segunda pintura.
–José y sus hermanos, de Franz Maulbertsch, 1750. Mirad el obelisco del fondo.
–Me recuerda un grabado de la Hypnerotomachia -digo.
Curry sonríe.
–Al principio yo pensé lo mismo. Desafortunadamente, no parece que haya conexión alguna.
Nos conduce al tercero.
–Pontormo -dice Paul, antes de que Curry tenga tiempo de decir nada.
–Sí. José en Egipto.
–¿Cómo lo has conseguido?
–Londres no permitía que el cuadro viniese directamente a Princeton. Tuve que hacerlo a través del Met.
Curry está a punto de decir algo más cuando Paul ve los dos últimos cuadros de la serie. Son un par de tablas de varios palmos de altura, llenas de colorido. Su voz se llena de emoción.
Richard Curry guarda silencio. Fue él quien puso el dinero para que Paul pasara el verano de nuestro primer curso en Italia, investigando sobre la Hypnerotomachia. Ha sido la única vez que Paul ha salido del país.
–Tengo un amigo en el Palazzo Pitti -dice Curry, cruzándose las manos sobre el pecho-. Se ha portado muy bien conmigo. Los tengo en préstamo durante un mes.
Por un instante, Paul se queda allí, paralizado, mudo. Tiene el pelo pegado a la cabeza y aún húmedo por la nieve, pero una sonrisa se forma en sus labios cuando vuelve a fijarse en la pintura. Al final, tras observar su reacción, se me ocurre que debe haber una razón para que los lienzos se hayan montado en este orden. Forman un crescendo de significado que sólo Paul puede entender. Curry debe haber insistido en esta disposición, y los conservadores del museo deben haberla consentido para satisfacer al patrono que ha traído más obras que todos los demás juntos. La pared que tenemos en frente es un regalo: de Curry para Paul. Una felicitación silenciosa por la finalización de la tesina.
–¿Has leído el poema de Browning sobre Andrea del Sarto? – pregunta Curry, intentando expresarlo en palabras.
Yo lo he leído (en un seminario de literatura), pero Paul dice que no lo ha hecho.
–«Tú haces lo que tantos sueñan durante toda su vida» -dice Curry-. «¿Lo que sueñan? No, lo que intentan, por lo que sufren, en lo que fracasan.»
Finalmente, Paul se da la vuelta y le pone a Curry una mano en el hombro. Da un paso atrás y se saca el atado de trapos de debajo de la camisa.
–¿Qué es esto?
–Algo que Bill acaba de traerme. – Paul está indeciso, y noto que no está seguro de cómo reaccionará Curry. Desenvuelve cuidadosamente el libro-. He pensado que debías verlo.
–Mi diario -dice Curry, dándole vueltas entre las manos-. No puedo creerlo…
–Lo usaré -dice Paul-. Para terminar.
Pero Curry lo ignora; al mirar el libro, su sonrisa desaparece.
–¿De dónde ha salido?
–De Bill.
–Eso ya lo has dicho. ¿Dónde lo ha encontrado él?
Paul titubea. En la voz de Curry ha aparecido un tono extraño.
–En una librería de Nueva York -digo-. Una tienda de antigüedades.
–Imposible -farfulla el hombre-. Lo busqué por todas partes. En cada librería, cada biblioteca, cada tienda de empeño de Nueva York. En las casas de subastas más importantes. Durante treinta años, Paul. Y nada. Desaparecido. – Pasa las páginas, las escruta cuidadosamente con los ojos y las manos-. Sí, mira. Ésta es la sección de la que te hablé. Colonna aparece mencionado aquí. – Pasa a otra entrada del diario, luego a otra-. Y aquí también. – Levanta abruptamente la mirada-. Es imposible que Bill haya tropezado así como así con esto. Es imposible que esto haya ocurrido precisamente esta noche, la víspera de la fecha de entrega de tu tesina.
–¿Qué quieres decir?
–¿Qué me dices del dibujo? ¿También te lo ha dado Bill?
–¿Qué dibujo?
–El pedazo de cuero. – Curry forma un rectángulo de unos treinta centímetros cuadrados con los pulgares y los índices- Estaba metido en el pliegue central del diario. El pedazo de cuero llevaba un dibujo. Un plano.
–Eso no estaba -dice Paul. Curry vuelve a girar el libro entre las manos. Sus ojos se han vuelto fríos y distantes. – Richard, debo devolverle el libro a Bill mañana mismo -dice Paul-. Lo leeré esta noche. Tal vez me ayude a comprender la última sección de la Hypnerotomachia.
Curry vuelve a la realidad.
–¿No has terminado el trabajo?
La voz de Paul se llena de ansiedad.
–La última sección no es como las demás.
–¿Y la fecha de entrega? ¿Qué pasa con la fecha de entrega?
Cuando Paul no responde, Curry pasa una mano por la cubierta del diario y luego renuncia a él.
–Termínalo. No arriesgues todo lo que has ganado. Hay mucho en juego.
–No lo haré. Creo que ya casi lo tengo. Estoy cerca.
–Si necesitas algo, sólo dímelo. Un permiso de excavación. Topógrafos. Si está allí, lo encontraremos.
Miro a Paul. Me pregunto a qué se refiere Curry. Paul sonríe con nerviosismo.
–No necesito nada más. Ahora que tengo el diario, podré encontrarlo por mi cuenta.
–No lo pierdas de vista. Nadie ha hecho nunca algo semejante. Recuerda a Browning: «lo que tantos sueñan toda su vida».
–Señor -dice una voz detrás de nosotros. Nos damos la vuelta y vemos a un conservador del museo que camina en dirección a nosotros.– Señor Curry, la reunión del consejo comenzará en breve. ¿Sería tan amable de dirigirse a la segunda planta?
–Seguiremos hablando más tarde -dice Curry, dándose la vuelta-. No sé cuánto durará la reunión.
Le da a Paul una palmada en el hombro y se dirige a la escalera. Cuando sube, Paul y yo nos encontramos a solas con los guardias.
–No he debido enseñárselo -dice Paul, casi hablando para sí mismo cuando comenzamos a caminar hacia la puerta.
Se detiene para mirar de nuevo la serie de cuadros, tratando de formarse una imagen a la que pueda volver cuando cierre el museo. Luego salimos.
–¿Por qué habría de mentir Bill sobre el lugar donde encontró el diario? – pregunto, una vez hemos regresado a la nieve.
–No creo que lo haya hecho.
–Entonces, ¿a qué se refería Curry?
–Si supiera algo más, nos lo habría dicho.
–Tal vez no haya querido decírtelo en mi presencia.
Paul me ignora. Le gusta fingir que somos iguales a los ojos de Curry.
–¿A qué se refería cuando dijo que podía conseguirte permisos de excavación? – le pregunto.
Paul mira por encima del hombro al estudiante que se nos ha acercado por detrás.
–Aquí no, Tom.
Sé muy bien cuándo no debo presionarlo. Tras un largo silencio, digo:
–¿Puedes decirme por qué todas las pinturas tenían el tema de José?
Su expresión se ilumina.
–Génesis, treinta y siete. – Hace una pausa para recordar el texto-. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.» Tardo un instante en entenderlo. El regalo de los colores. El amor de un padre maduro por su hijo predilecto.
–Está orgulloso de ti -digo. Paul asiente.
–Pero no he terminado. Mi trabajo no ha terminado.
–No se trata de eso -le digo. Paul sonríe con frialdad.
–Claro que sí.
Regresamos a los dormitorios, y noto en el cielo algo inquietante: está oscuro, pero no totalmente negro. Todo el firmamento, desde un horizonte al otro, está salpicado de nubes llenas de nieve de un gris pesado y luminoso. No se ve una sola estrella.
Al llegar a la puerta trasera de Dod, me doy cuenta de que no tenemos cómo entrar. Paul le hace señas a un estudiante de último curso, que nos lanza una mirada curiosa antes de prestarnos su tarjeta de acceso. Un pequeño tablero registra su proximidad con un pitido y enseguida la puerta se abre con el sonido de un rifle al cargarse. En el sótano, dos chicas de tercero están doblando ropa sobre una mesa abierta, vestidas con camisetas y shorts diminutos en el calor sofocante de la lavandería. Nunca falla: pasar por la lavandería en invierno es como entrar en un espejismo en el desierto: aire tembloroso de calor, cuerpos fantásticos. Cuando nieva fuera, la imagen de unos hombros y de unas piernas desnudas calienta la sangre como un trago de whisky. Estamos muy lejos de Holder, pero parece que hubiéramos entrado por accidente a la sala de espera de las Olimpiadas al Desnudo.
–¿Qué hacen? – dice Paul, señalando el fondo del pasillo.
Allí están Charlie y Gil, de pie en mitad del corredor, mirando por la puerta abierta el interior de nuestra habitación, por la que alguien camina. Una segunda mirada me lo dice todo: la policía del campus está aquí. Alguien ha debido vernos saliendo de los túneles.
–¿Qué sucede? – dice Paul, acelerando el paso.
Me apresuro a seguirlo.
La vigilante está observando algo que hay en el suelo de nuestra habitación. Charlie y Gil discuten, pero no alcanzo a entender sus palabras. En el momento preciso en que comienzo a inventar excusas por lo que hemos hecho, Gil nos ve venir y dice:
–Todo está bien. No se han llevado nada.
–¿Qué?
Señala el umbral de la puerta. La habitación, ahora lo veo, está totalmente en desorden. Los cojines del sofá están en el suelo; los libros han sido arrojados fuera de sus estanterías. En el dormitorio que comparto con Paul, los cajones de las cómodas están abiertos.
–Dios mío -susurra Paul, abriéndose paso entre Charlie y yo.
–Alguien ha entrado -explica Gil.
–Y por la puerta -añade Charlie-. No estaba cerrada con llave.
Me doy la vuelta para mirar a Gil, que fue el último en salir. Durante el último mes, Paul nos ha pedido que cerremos la puerta con llave hasta que termine su tesina. Gil es el único que se olvida.
–Mirad -dice en tono defensivo, señalando la ventana del extremo opuesto de la habitación-. Han entrado por ahí. No por la puerta.
Debajo de una ventana, junto a la pared norte del salón, se ha formado un pequeño charco. La ventana de guillotina está abierta de par en par, y la nieve, que llega nadando en el viento, se acumula en el alféizar. En el mosquitero hay tres inmensos cortes.
Entro en mi habitación con Paul. Su mirada recorre el borde de los cajones de su escritorio y se levanta hacia los libros de la biblioteca, que normalmente están en la estantería que Charlie le ha montado. Los libros han desaparecido. Paul mueve la cabeza de aquí para allá, buscándolos. Su respiración se hace sonora. Durante un instante estamos de regreso en los túneles; sólo las voces nos resultan familiares.
–No importa, Charlie. No han entrado por ahí -escuchamos.
–No te importa a ti, claro, porque no se han llevado nada tuyo.
La vigilante sigue caminando por el salón.
–Alguien debía saber… -se dice Paul entre murmullos.
–Mira esto -digo, señalando el colchón inferior de la litera. Paul se gira. Los libros están a salvo. Con manos temblorosas, empieza a revisar los títulos. Yo repaso mis pertenencias y lo encuentro casi todo intacto. Apenas si han tocado nada. Alguien ha revuelto mis cajones, pero sólo han llegado a descolgar de la pared una reproducción enmarcada de la primera página de la Hypnerotomachia que me regaló mi padre. La han abierto; una esquina está doblada, pero el resto está intacto. La sostengo entre las manos. Echo una mirada alrededor y veo el único de mis libros que está fuera de lugar: las galeradas de La carta Belladonna, anteriores a la decisión de mi padre de que El documento Belladonna sonaba mucho mejor.
Gil entra en el vestíbulo que hay entre los dormitorios y dice en voz alta:
–No han tocado nada mío ni de Charlie. ¿Ya vosotros?
Hay una sombra de culpa en su voz, una esperanza de que, a pesar del desorden, nada haya desaparecido. Cuando miro hacia donde está, veo a qué se refiere: la otra habitación está intacta.
–Nada mío -le digo.
–No han encontrado nada -me dice Paul.
Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir con eso, una voz llega desde el vestíbulo y nos interrumpe.
–¿Puedo haceros un par de preguntas?
La vigilante, una mujer de piel curtida y pelo rizado, nos mira detenidamente mientras nos acercamos, empapados de nieve, desde las esquinas de la habitación. La imagen de Paul vestido con el chándal de Katie, de mí mismo vestido con su camiseta de natación sincronizada, le llama la atención. La mujer, identificada como teniente Williams en la chapa que lleva sobre el bolsillo del pecho, saca del abrigo un cuaderno de estenografía.
–¿Sus nombres?
–Tom Sullivan -digo-. Él es Paul Harris.
–¿Se han llevado algo vuestro?
Los ojos de Paul siguen buscando en la habitación, haciendo caso omiso de la vigilante.
–No lo sé -digo.
Levanta la mirada.
–¿Habéis echado un vistazo?
–No hemos notado que falte nada.
–¿Quién ha sido la última persona en salir esta noche?
–¿Por qué?
Williams se aclara la voz.
–Porque sabemos quién ha dejado la puerta sin llave, pero no quién ha dejado la ventana abierta. Se regodea con las palabras «puerta» y «ventana», recordándonos que todo esto es culpa nuestra. Paul se fija en la ventana por primera vez. Palidece.
–Creo que he sido yo. En el dormitorio hacía calor y Tom no quería que abriera la ventana. Así que he venido a trabajar al salón y debo haberme olvidado de cerrarla.
–Mire -le dice Gil a la vigilante al ver que la mujer no está haciendo mucho por ayudarnos-, ¿podemos terminar con este asunto? No creo que haya nada más que ver aquí.
Sin esperar respuesta, cierra la ventana de un golpe y lleva a Paul al sofá. Se sienta a su lado.
La vigilante hace un garabato final sobre el cuaderno.
–Ventana abierta, puerta cerrada. Nada robado. ¿Algo más?
Nadie dice nada.
Williams niega con la cabeza.
–Los robos son difíciles de resolver -dice como si nosotros tuviéramos muchas expectativas-. Informaremos a la policía local. La próxima vez, cerrad con llave antes de salir. Así os ahorraréis problemas. Si descubrimos algo más, nos pondremos en contacto con vosotros.
Camina penosamente hacia la salida y sus botas chirrían a cada paso. La puerta se cierra sola.
Me acerco a la ventana para echar otro vistazo. La nieve derretida en el suelo es absolutamente transparente.
–No moverán un dedo -dice Charlie.
–No importa -dice Gil-. No han robado nada.
Paul está callado, pero sus ojos siguen recorriendo la habitación.
Levanto la guillotina de la ventana y dejo que el viento invada el salón de nuevo. Gil se gira hacia mí, molesto, pero yo sólo me fijo en los cortes del mosquitero, que siguen el borde del marco por tres de los cuatro lados, de tal manera que la red se sacude al viento como una puerta para perros. Vuelvo la mirada al suelo. El único barro que hay es el de mis zapatos.
–Tom -me grita Gil-, cierra la maldita ventana.
Ahora Paul se ha dado la vuelta para mirar también. El postigo está abierto hacia fuera, como si alguien hubiera salido por la ventana. Pero algo falla. La vigilante no se ha molestado en comprobarlo.
–Mirad esto -digo, pasando los dedos sobre las fibras del mosquitero, por el lugar del corte. Al igual que el postigo, todas las incisiones apuntan hacia fuera. Si alguien hubiera cortado el mosquitero para entrar, los bordes apuntarían hacia nosotros.
Charlie ya ha comenzado a revisar la habitación.
–Tampoco hay barro -dice señalando el charco sobre el suelo.
Gil y él intercambian una mirada que Gil parece tomar como acusación. Si el mosquitero se cortó desde dentro, estamos de vuelta al asunto de la puerta cerrada sin llave.
–No tiene lógica -dice Gil-. Si sabían que la puerta estaba abierta, no se habrían ido por la ventana.
–Pero es que no tiene lógica de ninguna manera -le digo-. Si ya estás dentro, puedes salir por la puerta.
–Deberíamos contarles esto a los vigilantes -dice Charlie, dispuesto a plantar cara-. No puedo creer que la mujer ni siquiera se haya fijado en eso.
Paul no dice nada, pero pasa una mano por el diario.
–¿Todavía piensas ir a la conferencia de Taft? – le pregunto.
–Supongo que sí. Falta casi una hora para que empiece.
Charlie está colocando los libros que van en los estantes más altos, a los que sólo llega él.
–Me pasaré por Stanhope -dice-. Para contarles a los vigilantes lo que se han pasado por alto.
–Tal vez sólo haya sido una broma -dice Gil, sin dirigirse a nadie en particular-. Nudistas olímpicos tratando de divertirse un poco.
Después de ordenar las cosas durante un rato, decidimos, todos a la vez, que ya basta. Gil se pone un par de pantalones de lana y mete la camisa de Katie en la bolsa de la lavandería.
–Podríamos comer algo de camino al Ivy.
Paul asiente mientras hojea su ejemplar de El mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Braudel, como si le hubieran podido robar alguna página.
–Quiero echarle un vistazo a las cosas que tengo en el club.
–Y tal vez os queráis cambiar de ropa -nos dice Gil, mirándonos de arriba abajo.
Paul está demasiado preocupado para escucharlo, pero yo sé a qué se refiere, así que regreso a la habitación. Nadie iría al Ivy ataviado así ni por todo el oro del mundo. Sólo Paul, que es una sombra en su propio club, se rige por reglas distintas.
Mientras reviso mis cajones, me doy cuenta de que casi toda mi ropa está sucia. Hurgando en el fondo del armario, encuentro un par de pantalones caqui enrollados y una camisa que lleva doblada tanto tiempo que los dobleces se han vuelto arrugas, y las arrugas, pliegues. Busco mi chaqueta de invierno, y entonces recuerdo que se ha quedado en el túnel, colgada de la mochila de Charlie. Me conformo con el abrigo que mi madre me ha regalado por Navidad y me dirijo al salón, donde Paul sigue sentado junto a la ventana, los ojos fijos en las estanterías, tratando de resolver algún interrogante.
–¿Vas a traer el diario? – le pregunto. Da una palmada sobre el atado de trapos que tiene sobre el regazo y asiente.
–¿Dónde está Charlie? – digo mirando alrededor.
–Ya se ha ido -me dice Gil mientras nos conduce al vestíbulo-. Para hablar con los vigilantes.
Coge las llaves de su Saab y se las mete en el abrigo. Antes de cerrar la puerta, se revisa los bolsillos.
–Llaves de la habitación… llaves del coche… tarjeta de identificación…
Se muestra tan cuidadoso que me irrita. No acostumbra a preocuparse por los detalles. Cuando vuelvo a mirar hacia el salón, veo mis dos cartas, que siguen sobre la mesa. Entonces, Gil cierra la puerta con una precisión infrecuente y hace girar el pomo dos veces para asegurarse de que no cederá. Caminamos hacia su coche en un silencio que se ha vuelto pesado. Mientras se calienta el motor vemos a los vigilantes que van y vienen a lo lejos, sombras entre las sombras. Los observamos durante un instante; enseguida Gil mete la marcha y nos deslizamos hacia la oscuridad.
–¿Contento de haber terminado? – le pregunta Gil a Paul, que de nuevo se ha replegado en sí mismo.
–¿Mi tesina?
Gil mira por el retrovisor.
–No la he terminado todavía -dice Paul.
–Oh, vamos. Si ya está lista. ¿Qué te falta?
El aliento de Paul empaña la ventanilla trasera.
–Me falta bastante -dice.
Al llegar al semáforo giramos por Washington Road y seguimos hacia Prospect Avenue, donde están los clubes. Gil sabe que no debe hacer más preguntas. Intuyo, mientras nos acercamos a Prospect, que sus pensamientos están en otra parte. La noche del sábado será el baile anual del Ivy y le han encargado a él, como presidente del club, supervisar la organización. Como se ha retrasado a causa de la finalización de la tesina, ahora se ha acostumbrado a hacer pequeños viajes al Ivy solo para convencerse de que todo está bajo control. Según Katie, mañana por la noche, cuando lleguemos juntos al baile, apenas podré reconocer el interior del club.
Aparcamos junto a la sede del club, en una plaza que parece reservada para Gil, y cuando él saca la llave del contacto, un silencio frío resuena dentro del coche. El viernes es la calma que precede a la tormenta del fin de semana, la oportunidad de recuperar la sobriedad entre las tradicionales noches de fiesta, la del jueves y la del sábado. La fría nieve sofoca incluso el murmullo de voces que de costumbre flota en el aire cuando los estudiantes de tercero y cuarto regresan al campus para la cena.
Según los administradores, los clubes con servicio de comida de Princeton son una «opción de clase alta». Pero lo cierto es que son la única opción que tenemos. En las primeras épocas de la universidad, cuando los incendios en los refectorios y los huraños posaderos obligaban a los estudiantes a valerse por sí mismos, se comenzaron a formar pequeños grupos que comían bajo un mismo techo. En aquella época, y dada la naturaleza de Princeton, los techos bajo los cuales comían y las sedes que construyeron para soportar esos techos, no eran cualquier csa; algunos son verdaderas casas solariegas. Y hasta el día de hoy, el club sigue siendo una de las instituciones características de Princeton: como las fraternidades, son lugares donde los estudiantes de tercero y cuarto se reúnen para comer y hacer fiestas, pero no para vivir en ellos. Casi ciento cincuenta años después del nacimiento de estas instituciones, la vida social en Princeton es muy fácil de explicar. Está en manos de los clubes. El Ivy se ve triste a esta hora. Así, cubiertas por un manto de oscuridad, las afiladas puntas y la oscura mampostería del edificio resultan poco acogedoras. El Cottage Club vecino, con sus piedras blancas y formas redondeadas, lo supera fácilmente en atractivo. Estos clubes hermanos son más viejos que los diez supervivientes de Prospect Avenue y son los más exclusivos de Princeton. Su rivalidad por llevarse lo mejor de cada clase se remonta a 1886.
Gil mira la hora en su reloj.
–El comedor ya está cerrado. Subiré la comida.
Nos abre la puerta delantera y nos conduce hacia arriba por la escalera principal.
Hacía bastante tiempo que no venía, y las paredes de roble oscuro, con sus retratos de aspecto severo, siempre me reconfortan. A la izquierda está el comedor del Ivy, con sus largas mesas de madera y sus sillas inglesas de hace un siglo; a la derecha, la sala de billar, donde Parker Hassett está jugando solo una partida. En el Ivy, Parker es el tonto del pueblo, un imbécil de familia acomodada que es lo bastante inteligente para darse cuenta de que los demás lo consideran un tonto, y lo bastante tonto para considerar que la culpa la tienen los demás. Juega al billar moviendo el taco con ambas manos, como un actor de vodevil bailando con un bastón. Parker nos mira al vernos pasar, pero no le hago caso y seguimos subiendo la escalera hacia la Sala de Oficiales.
Gil da dos golpes en la puerta y entra sin esperar respuesta. Lo seguimos al interior de la cálida luz de la sala, donde Brooks Franklin, el corpulento vicepresidente, está sentado frente a una larga mesa de caoba que se extiende perpendicular a la puerta. Sobre la mesa hay una lámpara Tiffany y un teléfono. Alrededor, seis sillas.
–Qué alivio que hayáis aparecido -nos dice Brooks a todos, ignorando educadamente el hecho de que Paul lleva ropa de mujer-. Parker me estaba hablando del disfraz que piensa ponerse mañana por la noche y he empezado a sentir que necesitaba refuerzos.
No conozco a Brooks demasiado bien, pero desde segundo, cuando asistimos juntos a una clase de Introducción a la Economía, me trata como a un viejo amigo. Supongo que el disfraz de Parker tiene que ver con el baile del sábado, que es por tradición un baile de disfraces relacionados con Princeton.
–Morirás, Gil -dice Parker, que llega de abajo, sin anunciarse. Ahora lleva un cigarrillo en una mano y una copa de vino en la otra-. Al menos tú tienes sentido del humor.
Le habla directamente a Gil, como si Paul y yo fuéramos invisibles. En el otro extremo de la mesa, Brooks sacude la cabeza.
–He decidido venir disfrazado de JFK -continúa-. Y mi pareja no será Jackie. Será Marilyn Monroe.
Parker ha debido notar mi expresión confundida, porque apaga el cigarrillo en un cenicero y dice:
–Sí, Tom, ya lo sé, Kennedy se graduó en Harvard. Pero estudió un año aquí.
Parker es el último producto de una familia vinícola de California, que durante generaciones ha enviado a sus hijos a Princeton y al Ivy. Si ha conseguido sortear los obstáculos y entrar en ambos lugares, es sólo gracias a lo que Gil, caritativamente, llama la inercia de la familia Hassett. Antes de que pueda contestar, Gil se acerca.
–Mira, Parker, no tengo tiempo para estas cosas. Si quieres venir disfrazado de Kennedy, es tu problema. Sólo te digo que trates de demostrar una pizca de buen gusto.
Parker, que parecía esperar algo mejor, nos lanza una mirada amarga y se va con su vino en la mano.
–Brooks -dice ahora Gil-, ¿puedes bajar y preguntarle a Albert si queda algo de comida? No hemos cenado y tenemos prisa.
Brooks accede. Es el vicepresidente perfecto: servicial, fiel, incansable. Aun cuando los favores que Gil pide suenan como si fueran órdenes, Brooks nunca parece contrariado. Hoy es la única vez que me da la impresión de estar cansado y me pregunto si habrá terminado su tesina.
–Mejor aún -dice Gil levantando la mirada-, subiré dos cenas y yo cenaré en el comedor. Así podremos hablar del pedido de vino para mañana mientras ceno.
–Encantado de veros, chicos -dice Brooks, dirigiéndose a nosotros-. Siento lo de Parker. No sé por qué se pone así a veces.
–¿A veces? – digo en voz baja.
Brooks ha debido oírme, porque sonríe antes de salir.
–La cena estará lista en unos minutos -dice Gil-. Si me necesitáis, estaré abajo. – Enseguida le habla a Paul-. Iremos a la conferencia en cuanto estéis listos.
Una vez se ha marchado, durante un breve instante, no puedo evitar la sensación de que Paul y yo estamos cometiendo una especie de fraude. Aquí estamos, sentados frente a una mesa antigua de caoba en una mansión del siglo XIX, esperando a que alguien nos suba la cena. Si me dieran una moneda por cada vez que me ha sucedido esto desde que llegué a Princeton, ahora tendría… una. Cloister Inn, el club del cual Charlie y yo somos miembros, es una construcción simple y pequeña cuyas paredes de piedra tienen cierto encanto acogedor. Cuando los suelos han sido pulidos y el césped podado, es un sitio respetable para tomarse una cerveza o jugar al billar. Pero en tamaño y gravedad, el Ivy lo deja en ridículo. La prioridad de nuestro chef no es la calidad, sino la cantidad y a diferencia de nuestros amigos del Ivy, allí comemos cuando nos place en lugar de esperar que alguien nos acomode en orden de llegada. La mitad de nuestras sillas son de plástico, toda nuestra cubertería es de usar y tirar, y a veces, cuando hacemos una fiesta demasiado cara, o cuando los grifos de los barriles se han abierto demasiado, al llegar el viernes nos encontramos con un perrito caliente por todo almuerzo. Somos como la mayoría de los clubes. Ivy siempre ha sido la excepción.
–Ven, acompáñame abajo -dice abruptamente Paul.
No sé qué querrá decirme, pero lo sigo. Bajamos junto al vitral que hay a lo largo del rellano sur, luego por otra escalera que lleva al sótano del club. Paul me conduce a través del vestíbulo hacia el Salón Presidencial. Se supone que sólo Gil tiene acceso a él, pero cuando Paul comenzó a quejarse de tener cada vez menos privacidad en la biblioteca, cosa que dificultaba la finalización de su tesina, Gil le prometió una copia de la llave, tratando de convencerlo de que regresara al club. En esa época, obsesionado como estaba con su trabajo, Paul encontraba pocas cosas de interés en el Ivy. Pero el Salón Presidencial, amplio y silencioso y accesible directamente a través de los túneles, era una bendición que Paul no podía rechazar. Otros protestaron, diciendo que Gil había transformado la habitación más exclusiva del club en un hostal, pero Paul desarmó cualquier controversia posible accediendo al salón casi siempre por los túneles. Los grupos ofendidos parecían menos molestos si no tenían que verlo entrar y salir todo el tiempo.
Llegamos frente a la puerta y Paul la abre con su llave. Entro tras él, arrastrando los pies, y me siento sorprendido. Hace semanas que no veo este lugar. Lo primero que recuerdo es el frío que hace dentro. Aquí, en la bodega del club, las temperaturas se acercan demasiado a los cero grados. Exclusiva o no, la habitación parece haber sido golpeada por un huracán. Los libros se amontonan sobre las superficies como montañas de desechos: las enmohecidas estanterías de clásicos europeos y americanos están casi cubiertas por los libros de Paul: actas históricas, mapas náuticos, libros de referencia y algún que otro plano dibujado.
Paul cierra la puerta. A un lado del escritorio hay una elegante chimenea, y el revoltijo de papeles es tan denso que algunos títulos se acercan a ella. Aun así, cuando Paul mira alrededor de la habitación, se muestra satisfecho: todo está tal y como lo dejó. Levanta del suelo La poesía de Miguel Ángel, sacude los restos de pintura que hay sobre la tapa y la deja cuidadosamente en su escritorio. Encuentra un largo fósforo de madera sobre la repisa, lo enciende y lo acerca a la chimenea, donde una llama azulosa da vida a un montón de periódicos viejos cubiertos de leños.
–Has avanzado mucho -le digo mirando uno de los planos más detallados que hay desenrollados sobre su escritorio.
–Eso no es nada -dice Paul frunciendo el ceño-. He hecho una docena como éste, y lo más probable es que estén todos mal. Cuando me entran ganas de darme por vencido, me dedico a eso.
Lo que estoy viendo es el dibujo de un edificio inventado por Paul. Lo ha reconstruido a partir de las ruinas de varias construcciones mencionadas en la Hypnerotomachia: los arcos rotos han sido restaurados, los cimientos perforados han vuelto a ser fuertes; las columnas y los capiteles, que antes estaban hechos pedazos, ahora han sido reparados. Debajo hay todo un montón de planos, cada uno armado de la misma manera, a partir de los cabos sueltos de la imaginación de Colonna, y todos son distintos. Paul ha creado un paisaje para vivir en él mientras está aquí abajo: ha creado su propia Italia. Sobre las paredes hay otros bocetos, pegados con celo; algunos de ellos están ocultos por notas que Paul les ha puesto encima. Las líneas son estudiadamente arquitectónicas en todos y las medidas se dan en unidades que no logro comprender. Las proporciones son tan perfectas, las anotaciones tan meticulosas, que podrían haber sido creadas por ordenador. Pero Paul, que dice desconfiar de los ordenadores, en realidad nunca ha podido permitirse comprar uno, y lo rechazó educadamente cuando Curry le ofreció comprárselo. Todo lo que hay aquí ha sido dibujado a mano.
–¿Qué se supone que son? – pregunto.
–El edificio que Francesco está diseñando.
Casi había olvidado su costumbre de referirse a Colonna en presente y siempre por el nombre de pila.
–¿Qué edificio?
–La cripta de Francesco. La primera mitad de la Hypnerotomachia dice que la está construyendo, ¿lo recuerdas?
–Por supuesto. ¿Crees que seria así? – pregunto, señalando hacia los dibujos.
–No lo sé. Pero voy a averiguarlo.
–¿Cómo? – digo, y recuerdo enseguida lo que Curry dijo en el museo-. ¿Para eso necesitas los topógrafos? ¿Vas a exhumarlo?
–Puede ser.
–¿De manera que has descubierto por qué lo construyó Colonna?
Ésta fue la pregunta fundamental a la que llegamos cuando nuestro trabajo en colaboración se acercaba a su fin. El texto de la Hypnerotomachia aludía misteriosamente a una cripta que Colonna estaba construyendo, pero Paul y yo nunca logramos ponernos de acuerdo sobre su naturaleza. Paul lo veía como un sarcófago renacentista para la familia Colonna, cuya intención, probablemente, era competir con tumbas papales como las que Miguel Ángel estaba diseñando en esa misma época. Esforzándome un poco más por conectar la cripta con El documento Belladonna, llegué a imaginarla como la última morada de las víctimas de Colonna, teoría que explicaba mejor el gran secreto que rodea el diseño de la cripta en la Hypnerotomachia. El hecho de que Colonna nunca hubiera llegado a describir la construcción ni el lugar en el que se la podía encontrar era, en el momento de mi partida, el principal vacío en la obra de Paul.
Antes de que pueda responder a mi pregunta, alguien llama a la puerta.
–Os habéis cambiado de sitio -dice Gil, entrando con el camarero del club.
Se detiene y evalúa la habitación de Paul como un hombre que escudriña el lavabo de una mujer, avergonzado pero curioso. El camarero, tras encontrar espacios libres entre los libros de una mesa, pone dos servicios con servilletas de tela. Entre ambos llevan dos platos de porcelana del Ivy Club, una jarra de agua y una canasta de pan.
–Pan caliente. Del campo -dice el camarero al poner la canasta sobre la mesa.
–Bistec a la pimienta -dice Gil, siguiendo el ejemplo-. ¿Algo más?
Le decimos que no y Gil, tras echar una última mirada a la habitación, regresa arriba. El camarero llena los vasos con agua.
–¿Desean algo más de beber?
Cuando le decimos que no, desaparece también. Paul se sirve con rapidez. Viéndolo comer, pienso en la imitación de Oliver Twist que hizo cuando nos conocimos, el pequeño tazón que formó con las manos. A veces me pregunto si los primeros recuerdos que Paul tiene de su niñez son recuerdos de hambre. En la escuela parroquial donde creció, compartía la mesa con otros seis niños y la comida se servía en orden de llegada hasta que se terminaba. No estoy seguro de que haya superado esa mentalidad. Una noche, en primero, cuando todos comíamos en el comedor de la residencia, Charlie dijo en broma que Paul comía tan rápido que parecía que la comida se estuviera pasando de moda. Esa misma noche, Paul nos explicó la razón. Y ya nadie volvió a bromear al respecto.
Ahora Paul, preso de la alegría de comer, alarga el brazo para coger un pedazo de pan. El aroma de la comida lucha con el olor mohoso de los libros y del humo del fuego; es algo que hubiera disfrutado en otras circunstancias, pero aquí y ahora me hace sentirme incómodo, porque me trae recuerdos desiguales. Como si me pudiera leer la mente, Paul se da cuenta de que tiene el brazo alargado y se avergüenza.
Le acerco la canasta.
–Come -digo, haciendo un gesto sobre la comida.
El fuego chisporrotea detrás de nosotros. En la pared, cerca de la esquina, hay una apertura del tamaño de un montaplatos. Es la entrada a los túneles de vapor, la preferida de Paul.
–No puedo creer que todavía entres arrastrándote por ahí.
Paul baja el tenedor.
–Es mejor que lidiar con la gente de arriba.
–Este sitio parece una mazmorra.
–Antes no te molestaba.
Siento que se aproxima una vieja discusión. Paul se limpia la boca rápidamente con la servilleta.
–Olvídalo -dice, poniendo el diario en la mesa, entre los dos-. Ahora, esto es lo único que importa. – Con dos dedos da un golpecito sobre la tapa y después empuja el librito hacia mí-. Tenemos la oportunidad de terminar lo empezado. Richard cree que la clave puede estar aquí.
Me concentro en frotar una mancha que hay sobre el escritorio.
–Tal vez deberías mostrárselo a Taft.
Paul me mira, boquiabierto.
–Vincent cree que nada de lo que he encontrado contigo tiene el más mínimo valor -dice-. Ha estado presionándome para que le entregue informes sobre mis progresos dos veces por semana, sólo como prueba de que no me he dado por vencido. Estoy harto de conducir hasta el Instituto cada vez que necesito su ayuda, cansado de oírle opinar que mi trabajo carece de originalidad.
–¿De originalidad?
–Y me ha amenazado con decirle a la gente del departamento que me he estancado.
–¿Después de todo lo que hemos encontrado?
–Pero no pasa nada -dice Paul-. No me importa lo que opine Vincent. – Da otro golpecito sobre el libro-. Quiero terminar con esto.
–Pero tienes que entregar la tesina mañana.
–Tú y yo hicimos más en tres meses de lo que yo he hecho solo en tres años. ¿Qué es una noche más? – Entre dientes, añade-: Además, lo importante no es la fecha de entrega.
Me sorprende oírle decir eso, pero el golpe en la mandíbula que me ha dado el desprecio de Taft es lo que acaba contando. Paul debe haber previsto que así sería. El trabajo que hice sobre la Hypnerotomachia me enorgullece más que todo el trabajo que hice para mi tesina.
–Taft está loco -le digo-. Nadie ha encontrado tanto en este libro como nosotros. ¿Por qué no has pedido que te cambien el director?
Sus manos arrancan trozos de pan y empiezan a moverlos entre los dedos para hacer pequeñas bolitas.
–Me he preguntado lo mismo -dice, mirando hacia otra parte-. ¿Sabes cuántas veces se ha jactado conmigo de arruinar la carrera académica de «algún imbécil» con sus críticas o sus recomendaciones para determinados puestos? Nunca mencionó a tu padre, pero ha habido muchos otros. ¿Recuerdas al profesor Mclntyre, el de Clásicas? ¿Recuerdas su libro sobre la «Oda a una urna griega» de Keats?
Asiento. Taft escribió un artículo sobre lo que, según él, era el declive en la calidad de los estudios de las grandes universidades y usó el libro de Mclntyre como principal ejemplo. En tres párrafos, Taft identificó más errores, atribuciones equivocadas y descuidos de los que dos docenas de académicos habían encontrado en sus reseñas. La crítica implícita de Taft parecía dirigirse a los reseñistas, pero fue Mclntyre quien quedó convertido en un hazmerreír tal que la universidad lo degradó de los principales puestos del departamento en la primera redistribución de cargos. Taft admitió después que simplemente quería vengarse del padre de Mclntyre, un historiador del Renacimiento que había reseñado uno de sus libros sin entusiasmo.
–Una vez, Vincent me contó una historia -continúa Paul con voz cada vez más suave-. Sobre un chico que conoció de niño, Rodge Lang. En la escuela, los chicos lo llamaban Epp. Un día un perro extraviado siguió a Epp desde la escuela hasta su casa. Epp le tiró parte de su almuerzo al perro, pero no logró quitárselo de encima. Finalmente trató de ahuyentar al animal con un palo, pero el perro aún lo seguía.
»Después de unos kilómetros, Epp empezó a sentir asombro. Condujo al perro a través de una parcela de brezo. El perro lo siguió. Le tiró una piedra, pero el perro se negaba a irse. Al final, Epp le pegó una patada al perro. El perro no huyó. Epp le pegó una patada tras otra, y el perro ni se movía. Epp le pegó patadas hasta matarlo. Luego lo cogió y lo enterró debajo de su árbol favorito.
Me siento tan atónito que casi no respondo.
–¿Y cuál es la moraleja?
–Según Vincent, Epp supo en ese momento que había encontrado a un perro fiel.
Se produce un instante de silencio.
–¿Y eso le hace gracia a Taft?
Paul niega.
–Vincent me contó muchas historias sobre Epp. Son todas iguales.
–Dios mío. ¿Por qué?
–Se supone que son una especie de parábola, creo.
–¿Parábolas inventadas por él?
–No lo sé. – Paul duda un instante-. Pero Rodge Epp Lang es también un anagrama. Una reorganización de las letras de «doppelganger», el doble fantasmal de una persona. Me siento enfermo.
–¿Crees que Taft hizo todas esas cosas?
–¿Al perro? Quién sabe. Puede que sí. Pero lo que Taft quiere decir es que él y yo mantenemos la misma relación. Yo soy el perro.
–Y entonces ¿por qué diablos sigues trabajando con él?
Paul empieza de nuevo a juguetear con el pan.
–He tomado una decisión. Quedarme con Vincent era la única manera de terminar la tesina. Escúchame bien, Tom, estoy convencido de que esto es mucho más grande de lo que pensamos. La cripta de Francesco está así de cerca. Nadie ha hecho un descubrimiento semejante en muchos años. Y después de tu padre, nadie había trabajado en la Hypnerotomachia más que Vincent. Yo lo necesitaba. – Paul deja caer la corteza sobre el plato-. Y él lo sabía.
Gil aparece en la puerta.
–He terminado con lo de arriba -dice, como si lo hubiéramos estado esperando-. Ya podemos irnos.
Paul parece alegrarse de dar por terminada la conversación. El comportamiento de Taft es un reproche. Me levanto y empiezo a recoger mis platos.
–No te preocupes por eso -dice Gil, moviendo las manos-. Ya mandarán a alguien.
Paul se limpia las manos con fuerza. Le han quedado en la palma hilachas de pan, y Paul se las quita como si fueran piel muerta.
Seguimos a Gil y salimos del club.
La nieve cae con más fuerza que antes, tan gruesa que me parece estar viendo el mundo a través de manchas de estática. Mientras Gil conduce el Saab hacia el oeste, en dirección al auditorio, miro a Paul por el retrovisor lateral y me pregunto durante cuánto tiempo se ha guardado todo esto. Cruzamos la oscuridad bajo el alumbrado público, y hay momentos breves en que no puedo verlo, en que su cara no es más que una sombra.
De hecho, Paul siempre nos ha ocultado cosas. Durante años nos ocultó la verdad acerca de su niñez, los detalles de su pesadilla en la escuela parroquial. Ahora ha estado escondiendo la verdad sobre la naturaleza de su relación con Taft. A pesar de que seamos íntimos amigos, ahora hay entre nosotros una cierta distancia, una sensación de que, si bien es cierto que tenemos mucho en común, no lo es menos que los buenos vecinos necesitan también buenas vallas. Leonardo escribió que los pintores deberían comenzar todos los cuadros con una capa de negro, porque todas las cosas de la naturaleza son oscuras salvo cuando son expuestas a la luz. La mayoría de los pintores hacen lo opuesto: empiezan blanqueando el lienzo y añaden las sombras en último lugar. Pero Paul, que conoce a Leonardo tan bien que uno podría creer que el viejo duerme en la cama de abajo de nuestra litera, entiende perfectamente el valor de comenzar con las sombras. Lo único que la gente puede saber de ti es lo que decides dejarles ver.
El significado de esta idea se me hubiera podido escapar, pero hace unos años, antes de que nosotros llegáramos, sucedió en el campus algo interesante que nos llamó la atención. Un ladrón de bicicletas de veintinueve años de edad llamado James Hogue entró en Princeton haciéndose pasar por otra persona: un peón de rancho de dieciocho años procedente de Utah. Hogue dijo que había aprendido a leer a Platón bajo las estrellas y que había conseguido correr un kilómetro y medio en poco más de cuatro minutos. Cuando el equipo de atletismo lo trajo al campus para ficharlo, dijo que era la primera vez en una década que dormía bajo techo. El funcionario de admisiones se sintió tan cautivado con él que lo aceptó enseguida. Cuando dijo que se ausentaría durante un año, nadie pensó nada raro. Hogue dijo que estaba en Suiza, atendiendo a su madre enferma; en realidad, estaba cumpliendo condena en la cárcel.
Lo que hacía que el engaño fuera tan intrigante era que, si bien la mitad de lo que Hogue decía era una vulgar mentira, la otra mitad era más o menos cierta. Hogue era tan buen corredor como decía ser, y durante sus dos años en Princeton fue la estrella del equipo. También fue la estrella de su clase, pues tomó una carga lectiva que yo no aceptaría ni aunque me pagaran, y para colmo sacaba Sobresaliente en todo. Era una persona tan encantadora, que el Ivy intentó hacerlo miembro en la primavera de su segundo año. Es casi una lástima que su carrera terminara como terminó. En un campeonato de atletismo, un espectador lo reconoció por accidente y lo identificó como alguien de otro mundo. Cuando corrió el rumor, Princeton realizó una investigación e hizo que lo arrestaran en mitad de una clase en el laboratorio. Hogue fue acusado y se declaró culpable de fraude. En cuestión de meses había regresado a prisión, donde se sumió lentamente en el olvido.
Para mí, la historia de Hogue fue la gran noticia de ese verano; lo único que podía hacerle competencia fue mi descubrimiento de que la primavera anterior Playboy había sacado una edición llamada Mujeres de la Ivy League. Para Paul, sin embargo, fue mucho más que eso. Paul, que insistió siempre en recubrir su propia vida con un barniz ficticio, fingiendo que había comido suficiente cuando no era cierto, fingiendo que no tenía ordenador porque los ordenadores no le gustaban, se identificó con un hombre que se sentía acosado por la verdad. Una de las pocas ventajas de venir de la nada, como en el caso de Paul y James Hogue, es gozar de la libertad de reinventarse a uno mismo. De hecho, cuanto más conocí a Paul, mejor entendí que no se trataba de una libertad, sino de una obligación.
Los cuatro nos conocimos una fría noche de otoño, en segundo. Paul y yo habíamos empezado ya a pasar mucho tiempo juntos, y Charlie -que el primer día de clases había irrumpido en la habitación de Paul ofreciéndose para ayudarle a deshacer las maletas-, vivía en una habitación sencilla, al fondo del pasillo. Convencido de que no hay nada peor que estar solo, Charlie se mantenía siempre al acecho de nuevos amigos.
De inmediato, Paul sintió cierto recelo hacia aquel personaje imponente y desenfrenado que cada dos por tres llamaba a la puerta con una nueva aventura en mente. La constitución atlética de Charlie parecía infundirle miedo, como si de niño hubiera sido torturado por un matón de aspecto similar. Por mi parte, me sorprendió ver que Charlie no se cansaba de nosotros y de nuestro carácter reposado. Pasé la mayor parte de ese primer semestre convencido de que Charlie nos abandonaría por compañeros más parecidos a él. Le había puesto la etiqueta de niño deportista de familia rica, una de esas personas cuya madre es neurocirujana y cuyo padre es ejecutivo, que pasa por el instituto sin mayores problemas y llega a Princeton con la sola intención de divertirse y graduarse con unas calificaciones medias.
Ahora, todo eso me hace gracia. La verdad era que Charlie había crecido en el corazón de Filadelfia, recorriendo los barrios más peligrosos de la ciudad en ambulancia con un grupo de voluntarios. Era un chico de clase media de una escuela pública; su padre era representante regional de ventas de una empresa química de la Costa Este, y su madre enseñaba ciencias en séptimo grado. Cuando cursó la petición de acceso a la universidad, sus padres le explicaron claramente que cualquier matrícula que sobrepasara los costes de una universidad estatal correría por su cuenta. El día en que Charlie llegó al campus, había pedido tantos préstamos estudiantiles que debía más dinero del que deberíamos el resto el día de nuestra graduación. Paul, de origen más humilde, había recibido una beca que cubría sus muchas necesidades.
Tal vez por eso -con la excepción de Paul durante el mes de insomnio que precedió a la fecha de entrega de su tesina- ninguno de nosotros trabajaba tanto y dormía tan poco como Charlie. Esperaba que el dinero le permitiera llegar a la cumbre, y para justificar sus sacrificios, se sacrificaba todavía más. No era tarea fácil mantener cierto sentido de la identidad en una universidad en la que sólo uno de cada quince estudiantes es negro y sólo la mitad de ellos son hombres. Pero la identidad de Charlie, en cualquier caso, distaba mucho de ser convencional. Tenía una personalidad arrolladora y una extraordinaria ambición, y desde el principio me pareció que nosotros vivíamos en su mundo, no él en el nuestro.
Por supuesto que nada de esto lo sabíamos aquella noche de octubre, sólo seis semanas después de conocerlo, cuando se presentó en la puerta de Paul con el plan más arriesgado hasta la fecha. Desde la Guerra de Secesión, más o menos, los estudiantes de Princeton habían adquirido la costumbre de robar el badajo de la campana de Nassau Hall, el edificio más antiguo del campus. La idea original era que si la campana no podía anunciar el comienzo del nuevo año académico, el nuevo año académico no podría comenzar. Ignoro si alguien ha llegado a creerlo, pero sí sé que el robo del badajo se volvió una tradición y que los estudiantes lo intentaban todo para llevarlo a cabo, desde abrir candados hasta escalar paredes. Después de más de cien años, la administración estaba tan harta del asunto, y tan preocupada por la posibilidad de una demanda, que finalmente anunció que el badajo había sido retirado. Pero Charlie tenía información que indicaba lo contrario. La noticia era una patraña, dijo; el badajo estaba intacto. Y esa noche, con nuestra ayuda, él lo robaría.
No es necesario explicar que entrar subrepticiamente en un monumento histórico con llaves robadas, para luego huir de los vigilantes corriendo con mi pierna mala, y todo eso por un badajo sin valor y un cuarto de hora de fama universitaria, no me parecía la mejor idea del mundo. Pero cuanto más exponía Charlie su caso, más fácil era entender sus razones: si los de tercero y cuarto tienen sus trabajos de investigación y sus tesinas, y los de segundo escogen sus itinerarios académicos y sus clubes, lo único que les queda a los de primero es correr riesgos o que los cojan en el intento. Los decanos de la universidad nunca iban a ser tan indulgentes como en ese momento, sostenía Charlie. Y cuando insistió en que eran necesarias tres personas, ni una menos, decidimos que la única manera justa de resolver las cosas era votar. En lo que resultó ser una reconfortante prueba de democracia, los dos derrotamos a Paul por una leve diferencia, y Paul, a quien nunca le ha gustado dar demasiado la lata, se dio por vencido. Aceptamos vigilar mientras Charlie entraba y, tras planear el ataque, reunimos tanta ropa negra como pudimos y a medianoche partimos hacia Nassau Hall.
Ahora bien, antes he dicho que el nuevo Tom -el que sobrevivió al terrible accidente y vivió para seguir luchando- estaba hecho de un material más valiente y aventurero que el viejo Tom, aquel hombrecillo tímido y modesto. Pero aclaremos algo. Viejo o nuevo, lo único cierto es que no soy ningún héroe. Durante la hora siguiente a nuestra llegada a Nassau Hall, permanecí en mi puesto empapado en sudor; cada sombra me asustaba, cada ruido me estremecía. Y luego, poco después de la una de la noche, sucedió. Cuando los primeros clubes comenzaban a cerrar sus bares, se produjo una migración de estudiantes y agentes de seguridad hacia el campus. Charlie había prometido que en ese momento ya estaríamos lejos de Nassau Hall, pero no se le veía por ningún lado.
Me giré hacia Paul y le dije:
–¿Por qué tarda tanto?
Pero no hubo respuesta. Di un paso hacia la oscuridad y volví a llamarlo, escudriñando entre las sombras.
–¿Qué está haciendo allá arriba?
Pero cuando me asomé, no había ni rastro de Paul. La puerta principal del edificio estaba entreabierta. Corrí hacia la entrada. Al asomarme alcancé a distinguir a Paul y a Charlie, hablando al fondo del lugar.
–No está -decía Charlie.
–¡De prisa! – dije-. Se acercan.
De repente surgió una voz de la oscuridad.
–¡Policía del campus! ¡Quietos!
Me di la vuelta, aterrorizado. La voz de Charlie se hundió en el silencio. Me pareció que Paul soltaba un taco, pero debí escuchar mal.
–Las manos en la cintura -dijo la voz.
La mente se me nubló. Vi periodos de prueba; advertencias de los decanos; expulsiones.
–Las manos en la cintura -repitió la voz, esta vez más fuerte. Obedecí.
Durante un instante, todo quedó en silencio. Intenté distinguir al vigilante en la oscuridad, pero no pude ver nada. Lo siguiente que oí fue una carcajada.
–Ahora muévelo. Baila.
La figura que salió de las sombras era un estudiante. Volvió a reír y se acercó haciendo un alegre paso de rumba. Era más alto que yo pero menos que Charlie, y el pelo moreno le caía sobre la cara. Llevaba un blazer negro sobre una camisa blanca y almidonada con demasiados botones desabrochados.
Charlie y Paul salieron del edificio, moviéndose con cautela y con las manos vacías. El joven se les acercó sonriendo.
–Entonces ¿es cierto? – dijo.
–¿Qué? – gruñó Charlie, dedicándome una mirada fulminante.
–El badajo. ¿Lo han quitado de verdad?
Charlie no dijo nada, pero Paul, aún bajo la influencia de la aventura, asintió. Nuestro nuevo amigo reflexionó un segundo.
–Pero ¿habéis subido?
Empecé a ver adonde nos estaba llevando todo aquello.
–Pues no os podéis marchar así como así -dijo.
En sus ojos había una expresión traviesa. A Charlie le gustaba más a cada segundo. Un instante más tarde me encontré de vuelta en mi puesto de observación, vigilando la puerta este, mientras los tres desaparecían en el interior del edificio. Cuando regresaron, quince minutos más tarde, no llevaban pantalones.
–Pero ¿qué hacéis? – dije. Se me acercaron cogidos del brazo y bailando en calzoncillos. Al mirar hacia arriba, hacia la cúpula, distinguí seis perneras aleteando en la veleta.
Dije tartamudeando que ya era hora de regresar, pero ellos se miraron entre sí y me abuchearon. El desconocido insistió en que fuéramos a celebrarlo a algún club. «Vayamos a hacer un brindis en el Ivy», dijo, consciente de que a esa hora, en Prospect Avenue, los pantalones no eran imprescindibles. Y Charlie estuvo de acuerdo.
–Pero -añadió, y lo recuerdo hasta el día de hoy- llamadme Gil.
Gil era distinto de nosotros, por supuesto. Al recordarlo pienso que Gil llegó a Princeton tan acostumbrado a la abundancia de Exeter que los lujos y distinciones de los que se rodeaba se habían vuelto invisibles para él. A sus ojos, la personalidad era la única vara con la que se podía medir a la gente, y tal vez fue por eso que, durante el primer semestre, Gil se sintió inmediatamente atraído por Charlie y, a través de Charlie, por nosotros. Su encanto parecía limar las diferencias y yo no podía evitar sentir que estar con Gil era estar donde estaba la acción.
En las comidas y en las fiestas siempre reservaba un lugar para nosotros, y, aunque Paul y Charlie decidieron rápidamente que su idea de vida social no era la misma que la suya, yo me di cuenta de que disfrutaba más la compañía de Gil cuando estábamos sentados alrededor de una mesa o en la barra del Ivy Club, ya fuera solos o con amigos. Si Paul se sentía como en casa en una clase o con un libro, y Charlie dentro de una ambulancia, Gil estaba más a gusto dondequiera que pudiera encontrar una buena conversación, y al diablo con el resto del mundo. Muchas de las mejores noches que recuerdo en Princeton las pasé con él.
Al final de la primavera del segundo curso llegó el momento en que debíamos escoger y ser escogidos por nuestro club. La mayoría de los clubes hacían la selección por sorteo: los candidatos ponían sus nombres en una lista abierta, y la nueva sección del club se escogía al azar. Pero unos pocos mantenían el sistema antiguo, conocido como bicker. Este sistema se parece a los procesos de selección de las fraternidades; estos clubes escogen a sus miembros por sus méritos, no al azar. Y, como sucede en las fraternidades, su idea de qué es un mérito no suele ser la que uno encontraría en un diccionario. Charlie y yo pusimos nuestros nombres en el sorteo del Cloister Inn, donde se reunían nuestros amigos. Gil, por supuesto, decidió participar en el proceso de selección. Y Paul, bajo la influencia de Richard Curry antiguo miembro del Ivy, dejó la prudencia a un lado e hizo lo mismo.
Gil tuvo un pie dentro del Ivy desde el principio. Cumplía con todos los criterios de admisión imaginables, desde ser hijo de un antiguo miembro del club hasta ser un conocido miembro de los mejores círculos del campus. Era bien parecido, pero de un modo natural: siempre elegante pero nunca ostentoso; gallardo pero caballeroso; inteligente, pero no demasiado libresco. El hecho de que su padre fuera un acaudalado corredor de bolsa que le pasaba a su hijo una paga escandalosa no sería, desde luego, un obstáculo. Su admisión en el Ivy aquella primavera no nos sorprendió más que su elección como presidente un año después.
La admisión de Paul fue resultado de una lógica distinta, me parece. Le ayudó el que Gil y, desde más lejos Richard Curry, estuvieran de su lado y le defendieran ante personas a las que Paul nunca se acercaría. Pero su éxito no se debió sólo a estos contactos. Para entonces, Paul era considerado uno de los lumbreras de nuestra clase. A diferencia de los ratones de biblioteca que no osaban salir de Firestone, a Paul lo impulsaba una curiosidad que lo hacía agradable y buen conversador. A los burgueses del Ivy parecía encantarles el chico de segundo que no tenía talento alguno para enfrentarse a las bromas pesadas del proceso de selección, pero que en cambio se refería a escritores ya fallecidos por sus nombres de pila y parecía conocerlos íntimamente. Ni siquiera le sorprendió que lo escogieran. Cuando regresó, aquella noche de primavera, bañado en el champán de la celebración, pensé que había encontrado un nuevo hogar.
De hecho, Charlie y yo pasamos un cierto tiempo preocupados por la posibilidad de que el magnetismo de ese club nos alejara de nuestros dos amigos. Y no ayudaba el hecho de que ya en ese momento Richard Curry se hubiera convertido en una poderosa influencia en la vida de Paul. Se habían conocido a principios de primero, cuando accedí a cenar con Curry en el transcurso de un infrecuente viaje a Nueva York. La forma en que se interesaba por mí tras la muerte de mi padre siempre me había parecido extraña y egoísta -nunca supe saber cuál de nosotros era el sustituto, el padre sin hijos o el hijo sin padre-, de manera que le pedí a Paul que nos acompañara a cenar con la intención de utilizarlo como parachoques. Funcionó mejor de lo esperado. La conexión fue instantánea: la idea que Curry siempre pareció tener de mi potencial – idea que compartía con mi padre, según decía-, quedó inmediatamente encarnada en Paul. El interés de Paul en la Hypnerotomachia revivió en Curry los recuerdos de los días de gloria en que había trabajado en el libro con mi padre y Vincent Taft, y sólo un semestre más tarde se ofreció a enviar a Paul a Italia para que pasara el verano investigando. En aquel momento, la intensidad del apoyo que le prestaba a Paul había comenzado a preocuparme.
Charlie y yo temíamos perder a nuestros dos amigos, pero no tardamos en tranquilizarnos. Al final de tercero, Gil sugirió que los cuatro viviéramos juntos el curso siguiente, lo cual significaba que estaba dispuesto a renunciar al Salón Presidencial del Ivy para tenernos como compañeros de habitación en el campus. Paul estuvo de acuerdo de inmediato. Y así, tras el mediocre resultado del sorteo de residencias, nos encontramos en una de las habitaciones cuádruples del extremo norte de Dod. Charlie alegó que vivir en una cuarta planta nos obligaría a hacer más ejercicio, pero la conveniencia y la sensatez prevalecieron, y la suite de la planta baja, bien amueblada gracias a Gil, fue nuestro hogar para lo que sería el último año en Princeton.
Ahora que Gil, Paul y yo nos acercamos al patio que hay entre la capilla de la universidad y la sala de conferencias, una extraña imagen nos da la bienvenida. Más de una docena de carpas se levantan sobre la nieve y debajo de cada una de ellas hay una larga mesa de comida. Comprendo inmediatamente lo que esto significa; es sólo que no lo puedo creer. Los organizadores de la conferencia se proponen servir el refrigerio al aire libre.
–¿Están de broma? – dice Gil mientras aparcamos. Salimos del coche y se dirige a la sala de conferencias, deteniéndose para revisar los postes que sostienen la carpa más cercana. Toda la estructura se sacude-. Esperad a que Charlie vea esto.
Como si lo hubieran llamado, Charlie aparece en la puerta de la sala de conferencias. Por alguna razón está preparándose para irse.
–Hola, Chuck -le digo al acercarnos, señalando el patio-. ¿Qué te parece todo esto?
Pero Charlie tiene otras cosas en mente.
–¿Cómo querías que entrara al auditorio? – le dice bruscamente a Gil-. Tú y tus idiotas han puesto a no sé qué chica en la entrada, y se niega a dejarme pasar.
Gil abre la puerta para que entremos los demás. Sabe que Charlie, con ese «idiotas», se refiere a los miembros de Ivy. En su calidad de copresidentas del grupo cristiano más importantes del campus, tres miembros del club son las encargadas de coordinar las ceremonias de Semana Santa.
–Cálmate -dice Gil-. Han pensado que los de Cottage tratarían de preparar alguna broma. Sólo intentan cortar el problema de raíz.
Charlie se coge de forma bastante expresiva.
–¿Sí? Pues he estado a punto de enseñarles la raíz de este problema.
–Muy bonito -digo, dirigiéndome, con los zapatos ya empapados, a la calidez de la sala de conferencias-. ¿Podemos entrar?
En el descansillo, una estudiante con el pelo rubio teñido y bronceado de esquiadora está sentada detrás de una mesa larga, y ya ha comenzado a llevarse las manos a la cabeza. Pero todo cambia cuando Gil sube la escalera, detrás de nosotros.
La estudiante mira tímidamente a Charlie.
–No sabía que estuvieras con Gil… -empieza.
Del interior nos llega la voz de la profesora Henderson, del departamento de Literatura Comparada, que presenta a Taft a la audiencia.
–Olvídalo -dice Charlie, pasando frente a la mesa y dirigiéndose a la entrada. Los demás lo seguimos.
El auditorio está completamente lleno. A lo largo de las paredes y junto a la entrada, en la parte posterior del salón, los que no pudieron encontrar lugar permanecen de pie. Veo a Katie en una de las últimas filas junto a otras dos alumnas del Ivy, pero antes de que pueda llamarle la atención Gil me empuja hacia delante, buscando un lugar donde quepamos los cuatro. Se lleva un dedo a los labios y señala el escenario. Taft camina hacia el podio.
La conferencia del Viernes Santo es una tradición muy arraigada en Princeton, la primera de las tres celebraciones de Pascua que se han convertido en acontecimientos ineludibles en la vida social de muchos estudiantes, sean cristianos o no. Dice la leyenda que estas celebraciones fueron inauguradas en la primavera de 1758 por Jonathan Edwards, el fogoso clérigo de Nueva Inglaterra que en sus ratos libres hacía de tercer presidente de Princeton. La noche del Viernes Santo, Edwards pronunciaba un sermón frente a los estudiantes, seguido de una cena religiosa la noche del sábado y una misa a medianoche, justo al empezar el Domingo de Pascua. De alguna manera, estos rituales han pervivido hasta el día de hoy, gracias a esa inmunidad al tiempo y a la fortuna que la universidad, como un viejo pozo de brea, confiere a cualquier cosa que involuntariamente caiga en ella y muera.
Una de esas cosas fue el mismo Jonathan Edwards. Poco después de su llegada a Princeton, Edwards recibió una potente inoculación contra la viruela, y el resultado fue que en cuestión de tres meses el viejo había muerto. A pesar del hecho de que probablemente Edwards era un hombre demasiado débil para inventar las ceremonias que se le han atribuido, las autoridades de la universidad recrean las tres, año tras año, en lo que eufemísticamente ha dado en llamarse «un contexto moderno».
Sospecho que Jonathan Edwards nunca tuvo muy alta opinión de los eufemismos ni de los contextos modernos. Considerando que su más famosa metáfora de la vida humana incluía una araña balanceándose sobre el infierno, colgada allí por un Dios iracundo, cada primavera el viejo debe revolverse en la tumba. El sermón del Viernes Santo ya no es más que una conferencia pronunciada por un miembro de la Facultad de Humanidades en la que lo único que se menciona menos veces que Dios es el infierno. La cena religiosa, que era austera y calvinista en su concepción original, es ahora un banquete en el más bello de los comedores estudiantiles. Y la misa de medianoche, que en otra época seguramente hacía temblar las paredes, es ahora una celebración aconfesional de la fe, en la cual ni siquiera ateos y agnósticos se sienten fuera de lugar. Tal vez por eso, a las festividades de Pascua asisten estudiantes de todas las extracciones posibles, y todos parten después alegremente, con sus expectativas confirmadas y sus sensibilidades respetadas.
Taft está en el podio, gordo y desaliñado como siempre. Al verlo pienso en Procusto, el mitológico bandolero que torturaba a sus víctimas estirándolas sobre una cama si eran demasiado bajitas o cortándolas si eran demasiado altas. Cada vez que lo veo pienso en lo contrahecho que es, en que su cabeza es demasiado grande y su tripa demasiado redonda, en que la grasa le cuelga de los brazos como si le hubieran arrancado la carne de los huesos. Aun así, el papel que Taft asume sobre el escenario tiene cierta cualidad operística. Vestido con su camisa blanca y arrugada y su raído abrigo de tweed, Taft es más imponente de lo que su aspecto haría pensar, un cerebro que presiona desde dentro y amenaza con reventar las costuras. La profesora Henderson se acerca a él, tratando de ajustar el micrófono sobre su solapa, y Taft se queda quieto, como un cocodrilo cuando un pájaro le limpia los dientes. Éste es el gigante que le sirve las lentejas a Paul. Al recordar la historia de Epp Lang y el perro, el estómago se me revuelve de nuevo.
Cuando encontramos un espacio en la parte posterior del auditorio, Taft ha empezado a hablar, y de inmediato se desmarca de las habituales bobadas de Viernes Santo. Ha traído una presentación de diapositivas, y sobre la blanca y ancha pantalla de proyección aparece una serie de imágenes, cada una más terrible que la anterior. Santos torturados. Mártires asesinados. Taft está diciendo que es más fácil dar la fe que la vida, pero más difícil de quitar. Ha traído ejemplos para probar lo que dice.
–San Denis -dice su voz, latiendo a través de los altavoces colocados encima del escenario-, fue sometido al martirio de la decapitación. Según la leyenda, su cuerpo se levantó y se llevó consigo su propia cabeza.
Sobre el atril aparece la pintura de un hombre ciego con la cabeza sobre un tajo. El verdugo blande un hacha enorme.
–San Quintín -continúa, avanzando a la imagen siguiente-. Pintado por Jacob Jordaens, 1650. Fue llevado al potro de tortura y luego azotado. Rogó a Dios que le diera fuerza, y sobrevivió, pero después fue llevado a juicio por brujería. Volvió al potro, volvió a ser azotado, y le perforaron la piel con cables de hierro de los hombros a los muslos. Le clavaron clavos de hierro en los dedos, en el cráneo, en el cuerpo. Al final, fue decapitado.
Charlie, incapaz de ver adonde puede conducir todo aquello, o simplemente inmune a las imágenes tras los horrores que ha visto con el equipo de ambulancias, se da la vuelta hacia mí.
–¿Y qué quería Stein? – pregunta. En la pantalla aparece la imagen oscura de un hombre desnudo (salvo por un taparrabos) a quien obligan a acostarse sobre una superficie de metal. Debajo de él han encendido un fuego.
–San Lorenzo -continúa Taft, tan familiarizado con los detalles que no necesita recurrir a ningún apunte-. Sufrió el martirio en el 258. Fue quemado vivo sobre unas parrillas.
–Ha encontrado un libro que Paul necesita para su tesina -digo. Charlie señala el atado que Paul lleva en la mano.
–Debe ser importante -dice.
Me quedo esperando una agudeza, un recordatorio de la forma en que Stein interrumpió nuestro juego, pero Charlie ha hablado con respeto. Tanto él como Gil siguen equivocándose cinco de cada diez veces al pronunciar el título de la Hypnerotomachia, pero Charlie, al menos, sabe lo duro que Paul ha trabajado, cuánto significa esta investigación para él. Taft aprieta de nuevo un botón detrás del atril y aparece una imagen aun más extraña. Un hombre yace sobre un tablón de madera con un hoyo en el costado de su abdomen. Dos hombres, uno a cada lado del cuerpo, van sacando del hoyo una cuerda y la enrollan sobre un asador.
–San Erasmo -dice Taft-. También conocido como Elmo. Fue torturado por el emperador Diocleciano. Aunque lo azotaron con látigos y palos, sobrevivió. Aunque lo cubrieron de alquitrán y le prendieron fuego, sobrevivió. Después de ser encarcelado, escapó. Fue capturado de nuevo y le obligaron a sentarse en una silla de hierro candente. Finalmente lo mataron abriéndole el estómago y enrollando sus intestinos en un cabrestante.
Gil se gira hacia mí.
–Esto es toda una novedad.
Una cara de la última fila se gira para pedirnos que nos callemos, pero al ver a Charlie parece pensárselo dos veces.
–Los vigilantes ni siquiera quisieron escuchar lo del mosquitero -le dice Charlie a Gil en susurros, aún buscando conversación.
Gil vuelve a fijarse en el escenario. No está dispuesto a volver al tema.
–San Pedro -continua Taft-, por Miguel Ángel, alrededor de 1550. Pedro sufrió el martirio en la época de Nerón; fue crucificado cabeza abajo a petición propia. Era demasiado humilde para ser crucificado como Cristo.
Sobre el escenario, la profesora Henderson parece incómoda, y se toquetea nerviosamente un lunar de la manga. Sin ningún hilo argumental que conecte una diapositiva con la siguiente, la presentación de Taft comienza a parecer menos una conferencia que el espectáculo voyeurista de un sádico. El acostumbrado murmullo que suele haber en el auditorio de los Viernes Santos se ha transformado en un silencio excitado.
–Oye -dice Gil, llamando a Paul con un golpecito en la manga-, ¿Taft siempre habla de esto?
Paul asiente.
–Es un poco raro, ¿ no? – susurra Charlie.
Los dos, que han pasado mucho tiempo alejados de la vida académica de Paul, se dan cuenta de ello por primera vez.
Paul asiente de nuevo, pero no dice nada.
–Y así llegamos -dice Taft- al Renacimiento. Hogar del hombre que adoptó el lenguaje de la violencia que he tratado de transmitiros. Lo que quiero compartir con vosotros esta noche no es una historia que ese hombre creara con su muerte, sino una parte de la misteriosa historia que creó mientras vivió. El hombre era un aristócrata de Roma llamado Francesco Colonna. Escribió uno de los libros más extraños jamás impresos: la Hypnerotomachia Poliphili.
Los ojos de Paul -las pupilas dilatadas en la oscuridad- están fijos enTaft.
–¿De Roma? – susurro.
Paul me mira, incrédulo. Antes de que pueda contestarme, sin embargo, hay un escándalo detrás de nosotros, en la entrada del auditorio. Una discusión repentina y violenta ha estallado entre la chica de la puerta y un hombre corpulento que todavía está en la sombra. Sus voces inundan la sala de conferencias.
Para mi sorpresa, cuando el hombre se asoma a la luz, lo reconozco de inmediato.
–Este libro -continúa Taft al fondo, totalmente ajeno a la conmoción- es quizás el más grande misterio de la impresión occidental.
De todas partes surgen miradas incómodas que escrutan al intruso. El aspecto de Curry es desordenado: la corbata suelta, la americana en la mano, la mirada dislocada en sus ojos. Paul comienza a abrirse paso a través de una pequeña multitud de estudiantes.
–Fue publicado por la imprenta más famosa de toda la Italia renacentista, pero incluso la identidad de su autor sigue debatiéndose fuertemente.
–¿Qué hace ese tipo? – susurra Charlie.
Gil sacude la cabeza.
–¿No es Richard Curry?
Ahora Paul está en la fila posterior, tratando de llamar la atención de Curry.
–Muchos lo consideran no sólo el libro más malinterpretado del mundo, sino también, acaso superado sólo por la Biblia de Gutenberg, el más valioso.
Paul se detiene junto al hombre. Le pone una mano sobre la espalda, casi con cautela, y le dice algo en voz baja, pero el viejo niega.
–He venido -dice Curry, en voz tan alta que la gente de la primera fila se da la vuelta para echar un vistazo- para dar mi opinión.
Taft ha dejado de hablar. Todos los espectadores miran al extraño. Curry se pasa una mano por el pelo. Mirando desafiante a Taft, vuelve a hablar.
–¿El lenguaje de la violencia? – dice con voz aguda y desconocida-. Yo ya he escuchado esta conferencia. Hace treinta años, Vincent, cuando me tenías por un espectador. – Se gira hacia el público y abre los brazos, dirigiéndose a todos los presentes-. ¿Os ha hablado de san Lorenzo? ¿De san Quintín? ¿De san Elmo y el cabrestante? ¿Es que no ha cambiado nada desde hace treinta años, Vincent?
Los murmullos recorren la sala de butacas a medida que la gente conoce la burla de Curry. En una esquina, alguien ríe.
–Este hombre, amigos míos -dice Curry, señalando el escenario-, es un pirata. Un estúpido y un ladrón. – Se gira para concentrarse en Taft-. Hasta un charlatán puede engañar dos veces a la misma persona, Vincent. Pero ¿tú? Tú te aprovechas de los inocentes. – Se lleva los dedos a la boca y da un beso-. Bravissimo, il Fraudolento! – Con los brazos levantados, anima al público a que se ponga de pie-. Por favor, amigos míos, una ovación. Tres hurras por san Vicente, santo patrón de los ladrones.
Taft se enfrenta a la intrusión con tono forzado.
–¿Por qué has venido, Richard?
–¿Se conocen? – susurra Charlie.
Paul intenta distraer a Curry diciéndole que se detenga, pero Curry continúa.
–¿Por qué has venido tú, viejo? ¿Qué es todo esto, un montaje o una conferencia erudita? ¿Qué robarás esta vez, ahora que el libro del capitán se te ha ido de las manos?
Ante esto, Taft se inclina hacia delante y grita:
–No sigas. Pero ¿qué haces?
Pero a Curry se le escapa la voz como un espíritu exorcizado.
–¿Dónde has puesto el pedazo de cuero del diario, Vincent? Dímelo y me iré. Podrás seguir adelante con esta farsa.
Las sombras de la sala de conferencias se reflejan angustiosamente en el rostro de Curry. Al fin, la profesora Henderson se incorpora de un salto y ruge:
–¡Que alguien llame a los de Seguridad!
Un vigilante llega a tener a Curry al alcance de la mano, pero Taft le hace la señal de que se aleje. Ha recuperado el dominio de sí mismo.
–No -gruñe el ogro-. Dejad que se marche. Se irá solo, ¿no es así, Richard? ¿Antes de que se te lleven a rastras?
Curry permanece incólume.
–Míranos, Vincent. Veinticinco años y todavía estamos librando la misma guerra. Dime dónde está el plano y no volverás a verme. Nada más hay entre nosotros. El resto -el brazo de Curry barre el auditorio, abarcándolo todo- no vale nada.
–Vete, Richard -dice Taft.
–Ambos lo hemos intentado y ambos hemos fracasado -continúa Curry-. ¿Cómo lo dicen los italianos? «No hay peor ladrón que un mal libro». Portémonos como hombres y quitémonos de en medio. ¿Dónde está el plano?
Hay susurros por todas partes. El vigilante se coloca entre Paul y Curry pero, para mi sorpresa, éste baja repentinamente la cabeza y comienza a caminar hacia el pasillo del extremo opuesto. El vigor ha desaparecido de su rostro.
–Viejo estúpido -dice, dirigiéndose a Taft aunque le esté dando la espalda al escenario-. Sigue actuando.
Los estudiantes que están apoyados en la pared se abren paso hacia el frente del auditorio, manteniendo la distancia. Paul se queda clavado en el suelo mientras observa cómo se marcha su amigo.
–Vete, Richard -ordena Taft desde el podio-. Y no vuelvas.
Todos seguimos el lento avance de Curry hacia la salida. La estudiante de la puerta lo observa con ojos grandes y asustados. Al cabo de unos pocos segundos, ha cruzado el umbral, ha entrado en el vestíbulo y se ha perdido de vista.
En cuanto desaparece, un murmullo intenso se adueña de la sala de conferencias.
–¿Qué diablos ha sido eso? – pregunto con la mirada fija en la entrada. En nuestra esquina, Gil se ha acercado a Paul.
–¿Te encuentras bien?
–No lo entiendo… -titubea Paul.
Gil le pone una mano en el hombro.
–¿Qué le has dicho?
–Nada -dice Paul-. Tengo que ir a buscarlo. – Las manos le tiemblan; todavía lleva el diario entre ellas-. Necesito hablar con él.
Charlie empieza a protestar, pero Paul está demasiado alterado para discutir. Antes de que podamos insistir en lo contrario, se da la vuelta y se dirige a la puerta.
–Iré con él -le digo a Charlie.
Asiente. Al fondo, la voz de Taft ha comenzado a retumbar de nuevo; cuando me vuelvo hacia el escenario, el gigante parece estar mirándome directamente. Desde su silla, Katie me hace señas. Mueve los labios; es una pregunta sobre Paul, pero no logro entender lo que me dice. Me subo la cremallera de la chaqueta y salgo del auditorio.
En el patio, las carpas se tambalean como esqueletos en la oscuridad, balanceándose sobre las clavijas. El viento ha cesado, pero la nieve continúa, más fuerte que antes. Al doblar la esquina escucho la voz de Paul.
–¿Te encuentras bien? – pregunta. Al asomarme, veo a Richard Curry, a menos de tres metros, con su chaqueta sacudiéndose al viento.
–¿Qué ocurre? – pregunta Paul.
–Vuelve adentro -dice Curry.
Me acerco para oír más, pero la nieve cruje bajo mis pies. Curry me mira y la conversación se detiene. Espero que dé muestras de haberme reconocido, pero es en vano. Tras poner una mano en el hombro de Paul, Curry se aleja lentamente.
–¡Richard! ¿No podemos ir a hablar a algún sitio?
Pero el viejo se aleja más rápido ahora, metiendo los brazos en la americana. No contesta. Tardo un segundo en recuperarme y acercarme a Paul. Juntos vemos cómo Curry desaparece bajo la sombra de la capilla.
–Necesito averiguar dónde encontró Bill el diario -dice.
–¿Ahora mismo?
Paul asiente.
–¿Dónde está Bill?
–En el despacho de Taft, en el Instituto.
Miro hacia el extremo opuesto del patio. El único medio de transporte que tiene Paul es un viejo Datsun que compró con el estipendio de Curry. El Instituto queda lejos de aquí.
–¿Por qué has salido de la conferencia?
–He pensado que necesitarías ayuda.
Me tiembla el labio inferior. La nieve se acumula en el pelo de Paul.
–Estaré bien -dice.
Pero no lleva abrigo.
–Ven. Podemos ir juntos.
–Tengo que hablar con él a solas -dice Paul, mirándose los zapatos.
–¿Seguro?
Asiente.
–Al menos coge esto -le ofrezco, al tiempo que me quito el abrigo.
–Gracias -dice sonriendo.
–Llámanos si necesitas algo.
Paul se pone el abrigo y se mete el diario bajo el brazo. Después de un instante comienza a alejarse, caminando entre la nieve.
–¿Seguro que no necesitas ayuda? – le grito antes de que esté demasiado lejos para oírme. Él se da la vuelta y se limita a asentir-. Buena suerte -digo, hablando casi para mí mismo. Y sé, mientras el frío penetra por el cuello de mi camisa, que no hay nada que hacer. Cuando Paul desaparece en la distancia, decido volver a entrar.
De camino al auditorio paso junto a la rubia sin decir palabra y veo que Gil y Charlie no se han movido de su sitio en la parte posterior de la sala de conferencias. No me hacen ningún caso; Taft ha acaparado su atención. Su voz es hipnótica.
–¿Todo bien? – susurra Gil. Le digo que sí. No quiero entrar en detalles.
–Algunos intérpretes modernos -está diciendo Taft- se han contentado con aceptar que el libro responde a muchas de las convenciones de un viejo género renacentista, el romance bucólico. Pero si la Hypnerotomachia es tan sólo una historia de amor convencional, ¿por qué hay sólo treinta páginas dedicadas al romance entre Polifilo y Polia? ¿Por qué las otras trescientas cuarenta páginas forman un laberinto de tramas subsidiarias, extraños encuentros con figuras mitológicas, disertaciones sobre temas esotéricos? Si tan sólo una de cada diez palabras se refiere al romance, ¿cómo explicamos el otro noventa por ciento del libro?
Charlie se gira nuevamente hacia mí.
–¿Tú sabes todo esto?
–Sí. – Oí la misma conferencia docenas de veces en el comedor de casa.
–En resumen, esto no es una simple historia de amor. La «búsqueda de amor en medio de un sueño» de Polifilo (es así como la define el título en latín) es mucho más compleja que un simple chico-conoce-chica. Durante quinientos años, los estudiosos han aplicado sobre este libro las más poderosas herramientas interpretativas de su época, y ninguno de ellos ha encontrado la salida del laberinto.
»¿Hasta qué punto es difícil la Hypnerotomachia? Considerad la suerte que han corrido sus traductores. El primer traductor francés condensó la primera frase del libro, que tenía originalmente más de setenta palabras, en menos de una docena. Robert Dallington, un contemporáneo de Shakespeare que intentó una traducción más fiel, simplemente perdió toda esperanza.
»¿Por qué, entonces, resulta el libro tan difícil de entender? Porque está escrito no sólo en latín e italiano, sino en griego, hebreo, árabe, caldeo, y además en jeroglíficos egipcios. El autor escribió en varios de estos idiomas al mismo tiempo, y a veces de forma intercambiable.
»Cuando estas lenguas no eran suficientes, se inventaba sus propias palabras.
»Además, el libro está rodeado de misterios. Para empezar, hasta hace muy poco nadie sabía quién lo había escrito. El secreto de la identidad del autor estaba tan celosamente guardado que ni siquiera el gran Aldus, el impresor, supo quién había compuesto su libro más célebre. Uno de los editores de la Hypnerotomachia escribió una introducción para el libro en la que pide a las Musas que le revelen el nombre del autor. Las Musas se niegan. Le explican que "mejor es ser cauteloso, para evitar que cosas divinas sean devoradas por celos vengativos".
»La pregunta que os hago, entonces, es la siguiente: ¿por qué habría decidido el autor pasar por todo esto si no tenía otra intención que escribir un romance bucólico? ¿Por qué tantas lenguas? ¿Por qué doscientas páginas sobre arquitectura? ¿Por qué dieciocho páginas sobre un templo de Venus, o doce sobre un laberinto submarino? ¿Por qué cincuenta páginas sobre una pirámide? ¿O esas otras ciento cuarenta páginas sobre gemas y metales, ballet y música, comidas y cubiertos, flora y fauna?
»Y lo que tal vez sea más importante: ¿qué ciudadano romano podía saber tanto de tantos temas, dominar tantas lenguas y convencer al mayor impresor de Italia de que publicara su misterioso libro sin ni siquiera mencionar su nombre?
»Sobre todo, ¿cuáles eran esas "cosas divinas" a las que se alude en la introducción y que las Musas se negaron a revelar? ¿Cuáles eran los celos vengativos que temían que esas cosas inspiraran?
»La respuesta es que esto no es un romance. La intención del autor debió ser muy distinta: una intención que nosotros, los especialistas, no hemos logrado entender. Pero ¿dónde comenzar a buscarla?
»No pretendo responder esta pregunta aquí. Pero os plantearé una adivinanza, para que meditéis sobre ella. Resolvedla, y estaréis un paso más cerca de entender lo que la Hypnerotomachia significa.
Al terminar, Taft acciona el proyector de diapositivas golpeando el mando a distancia con la palma de la mano. En la pantalla aparecen tres maravillosas imágenes en blanco y negro.
–Se trata de tres grabados de la Hypnerotomachia que describen una pesadilla que sufre Polia al final del relato. Mientras Polia narra la pesadilla, el primer grabado muestra un niño que entra en un bosque montado en una carroza de fuego tirada por dos mujeres a las que azota como bestias. Polia lo observa todo escondida entre los árboles.
»El segundo grabado muestra al niño liberando a las mujeres, cortando las cadenas al rojo vivo con una espada de hierro. Enseguida las atraviesa con la espada y una vez que están muertas, las desmiembra.
»En el último grabado, el niño ha arrancado los corazones aún latientes de los cadáveres de las mujeres y se los ofrece a unas aves de presa. Las entrañas se las da a las águilas. Luego, tras descuartizar los cuerpos, echa el resto a los perros, lobos y leones que se han acercado.
»Cuando Polia despierta de su sueño, su nodriza le explica que el niño es Cupido, y las mujeres son jóvenes doncellas que lo ofendieron negándose a aceptar los afectos de sus pretendientes. Polia deduce que se ha equivocado al rechazar a Polifilo.
