Taft hace una pausa y por un instante le da la espalda al auditorio mientras contempla las enormes imágenes, que parecen flotar en el aire.

–¿Pero qué ocurre si suponemos que el significado explícito no es el significado real? – dice, todavía dándonos la espalda, con una voz incorpórea que resuena a través del micrófono del pecho-. ¿Y si la interpretación que da la nodriza del sueño no fuera, en realidad, la correcta? ¿Y si usáramos el castigo infligido a estas dos mujeres para descifrar cuál fue el crimen que en verdad cometieron?

»Consideremos un castigo legal por alta traición que existió en ciertas naciones europeas siglos antes y después de la redacción de la Hypnerotomachia. Un criminal condenado por alta traición era, en primer lugar, arrastrado, es decir, atado a la cola de un caballo que lo llevaba a rastras por toda la ciudad. De esta forma, el criminal era llevado a la horca, donde era ahorcado, no hasta su muerte, sino hasta que estuviera medio muerto. Entonces el verdugo le abría el cuerpo, le sacaba las entrañas y las quemaba frente a él. Le sacaba el corazón, que después se exhibía ante la multitud presente. Enseguida el verdugo decapitaba el cadáver, descuartizaba los restos y exponía las partes sobre picas colocadas en lugares públicos, para que sirvieran como disuasión a los futuros traidores.

Al decir esto, Taft vuelve a fijarse en los espectadores para ver su reacción. Ahora regresa a las diapositivas.

–Con esto en mente, volvamos a nuestras imágenes. Vemos que muchos de los detalles corresponden al castigo que acabo de describir. Las víctimas han sido arrastradas al lugar de su muerte, o mejor, de manera un tanto irónica, son ellas mismas quienes arrastran el carro del verdugo. Aparecen desmembradas y sus extremidades expuestas ante la multitud presente, que en este caso está compuesta de animales salvajes.

»En lugar de ahorcarlas, sin embargo, a las mujeres se las mata con una espada. ¿Cómo debemos interpretar esto? Una explicación posible es que la decapitación, con hacha o con espada, era un castigo reservado a ciudadanos de alto rango, para los cuales la horca era considerada demasiado innoble. Quizás, pues, podamos inferir que éstas eran damas distinguidas.

»Finalmente, los animales que aparecen entre la multitud os traerán a la memoria las tres bestias del primer canto del Inferno de Dante, o del sexto verso de Jeremías.

La mirada de Taft recorre la sala de conferencias.

–Estaba a punto de decir exactamente eso -susurra Gil con una sonrisa.

Para mi sorpresa, Charlie le indica que se calle.

–El león significa el pecado del orgullo -continúa Taft-. Y el lobo representa la codicia. Éstos son los vicios de la alta traición, la de un Satán o un Judas, tal como parece sugerir el castigo. Pero aquí la Hypnerotomachia se desmarca, pues la tercera bestia de Dante es un leopardo, que representa la lujuria. En cambio Francesco Colonna hace aparecer un perro en lugar de un leopardo, sugiriendo que la lujuria no es uno de los pecados por los cuales las dos mujeres han sido castigadas. – Taft hace una pausa, permitiendo que el público digiera lo que acaba de decir-. Así pues -comienza de nuevo-, lo que estamos empezando a leer es el vocabulario de la crueldad. A pesar de lo que muchos de vosotros podáis pensar, no se trata de un lenguaje puramente primitivo. Como todos nuestros rituales, está lleno de significado. Simplemente tenemos que aprender a leerlo. En ese sentido, os ofreceré una información adicional que podéis utilizar para interpretar la imagen. Enseguida formularé una pregunta y os dejaré el resto a vosotros.

»La última pista que os daré es un hecho que probablemente conocéis pero habéis pasado por alto. Es éste: podemos darnos cuenta de que Polia se ha equivocado al identificar al niño simplemente advirtiendo el arma que éste lleva. Pues si el niño de la pesadilla hubiera sido en realidad Cupido, como afirma Polia, su arma no habría sido la espada. Habría sido el arco y la flecha. – Hay murmullos de asentimiento en el público, cientos de estudiantes que comienzan a ver el día de San Valentín con otros ojos-. Por lo tanto os pregunto: ¿quién es este niño que blande una espada, obliga a unas mujeres a arrastrar su carro de guerra a través de un bosque agreste y luego las masacra como si fueran culpables de traición?

Espera un instante, como si se preparara para dar la respuesta, pero en cambio dice:

–Resolved esto y empezaréis a comprender la verdad oculta de la Hypnerotomachia. Tal vez también empecéis a comprender el significado no sólo de la muerte, sino de la forma que la muerte adopta cuando llega. Todos nosotros, los que tenemos fe y los que carecemos de ella, nos hemos acostumbrado demasiado al signo de la cruz para comprender el verdadero significado del crucifijo. Pero la religión en general, y el cristianismo en particular, ha sido siempre la historia de la muerte en vida, de los sacrificios y los martirios. Esta noche, esta noche en especial, mientras conmemoramos el sacrificio del más famoso de esos mártires, éste es un hecho que debemos resistirnos a olvidar.

Tras quitarse las gafas y doblarlas para guardárselas en el bolsillo del pecho, Taft inclina la cabeza y dice:

–Esto es lo que os confío. Pongo mi fe en vosotros. – Da un paso lento y pesado hacia atrás y añade-: Gracias a todos y buenas noches.

Los aplausos estallan en cada esquina del salón, al principio forzados, pero luego elevándose en un fuerte crescendo. A pesar de la interrupción, el público se ha sentido seducido por este hombre extraño, cautivado por su fusión de intelecto y entrañas.

Taft hace pequeñas venias y se dirige arrastrando los pies a la mesa que hay junto al podio, con la intención de sentarse, pero el aplauso continúa. Algunos asistentes se ponen de pie y siguen aplaudiendo.

–Gracias -dice Taft de nuevo, todavía de pie, las manos apoyadas en el espaldar de la silla. En ese mismo instante, la vieja sonrisa regresa a sus facciones. Es como si hubiera sido él quien observara al público durante todo este tiempo, y no al revés.

La profesora Henderson se levanta y camina hacia el atril, acallando el aplauso.

–Como es tradición -dice-, esta noche ofreceremos un refrigerio en el patio que hay entre este auditorio y la capilla. Me parece que los equipos de mantenimiento han colocado un cierto número de calentadores bajo las mesas. Por favor, acompañadnos. – Entonces se dirige a Taft, y añade-: Dicho lo cual, permitidme darle las gracias al doctor Taft por esta memorable conferencia. Nos ha causado usted una fuerte impresión.

Sonríe, pero guardando una cierta compostura. El público aplaude de nuevo y luego, lentamente, comienza a filtrarse a través de la salida. Taft observa la salida del público; yo, a mi vez, lo observo a él. Vive tan recluido que ésta es una de las pocas veces que le he visto. Ahora comprendo por fin por qué le resulta tan magnético a Paul. Aunque sepas que está jugando contigo, te es imposible quitarle los ojos de encima.

Lentamente comienza a cruzar el escenario, pesado como una mole. La pantalla blanca se repliega mecánicamente en el interior de una ranura del techo, y en ese momento las tres diapositivas se transforman en un vago rumor gris sobre las pizarras de la pared. Apenas puedo distinguir los animales salvajes que devoran los restos de las mujeres, el niño que se va flotando en el aire.

–¿Vienes? – pregunta Charlie, que se ha entretenido un instante detrás de Gil, junto a la salida.

Me doy prisa para alcanzarlos.

Capítulo 11

–¿No has podido encontrar a Paul? – me pregunta Charlie cuando los alcanzo.

–No ha querido que le ayudara.

Pero cuando menciono lo que he escuchado afuera, Charlie me mira como si hubiera sido mejor que no lo dejara marcharse. Alguien se detiene junto a nosotros para saludar a Gil y Charlie se vuelve hacia mí.

–¿Se ha ido detrás de Curry?

Le digo que no.

–Bill Stein.

–¿Vais a venir a la recepción? – dice Gil, intuyendo una huida rápida-. Necesitamos que haya gente.

–Claro -digo, y Gil parece quedarse más tranquilo. Tiene la cabeza en otra parte: estamos volviendo a ella.

–Habrá que evitar a Jack Parlow y a Kelly. Sólo quieren hablar del baile -dice volviendo a nuestro lado-. Pero el resto no tiene por qué estar mal.

Nos conduce escaleras abajo hacia el patio azul pálido, donde los claros que Paul y Curry han dejado en la nieve ya están cubiertos de nuevo. Las carpas están repletas de estudiantes, y casi de inmediato recuerdo lo fútil que es intentar evitar a alguien estando con Gil. Caminamos a través de la nieve hacia una carpa ubicada casi al pie de la capilla, pero Gil ejerce una especie de fuerza de gravedad social a la que no puede escapar.

La primera en llegar es la rubia de la puerta.

–Tara, ¿qué tal? – dice Gil con elegancia cuando la ve llegar bajo el techo de lona-. Más movimiento del que esperabas, ¿eh?

A Charlie le interesa poco la compañía de esta chica y, para evitar hacer una escena, se concentra en la mesa, donde los dispensadores de plata calientan poco a poco el chocolate recién hecho.

–Tara -dice Gil-, recuerdas a Tom, ¿no?

Tara encuentra una manera educada de decir que no.

–Ah, claro -dice Gil de forma casual-. Son de clases distintas.

Tardo un instante en darme cuenta de que se refiere a cursos académicos.

–Tom, te presento a Tara Pierson, miembro de la sección del 2001 -continúa al ver que Charlie nos está evitando-. Tara, te presento a Tom Sullivan, gran amigo mío.

La presentación sólo sirve para avergonzarnos. En cuanto Gil ha terminado de hablar, Tara encuentra el modo de que hablemos sin que Gil nos vea y señala a Charlie.

–Lo siento tanto… Lo que le dije a vuestro amigo -empieza-. No tenía ni idea de quiénes erais…

Y sigue hablando. Su principal argumento parece ser que nosotros merecemos mejor trato que los demás don nadies a los que no conoce y eso por el simple hecho de que Gil y yo nos cepillamos los dientes en el mismo lavabo. Cuanto más habla, más me pregunto cómo ha logrado que no la excluyeran entre risas del Ivy. Existe una leyenda -ignoro si verdadera o no- según la cual las chicas como Tara, que no tienen otra virtud que su físico, logran a veces conseguir el ingreso gracias a un proceso especial llamado «tercera planta». Se las invita a la tercera planta del club, que es un lugar reservado, y se les dice que no serán admitidas sin una demostración especial de buena voluntad de su parte. Sólo puedo imaginar la exacta naturaleza de esa demostración de buena voluntad y Gil, como es evidente, niega la existencia del proceso.

Pero supongo que ésa es la magia de la «tercera planta»: cuanto menos se habla de ella, más inefable se vuelve.

Tal vez Tara adivina lo que pienso, o quizás simplemente se da cuenta de que he dejado de prestarle atención, porque acaba inventando una excusa y se marcha, caminando con afectación sobre la nieve. Tanto mejor, pienso mientras la veo escabullirse bajo otra carpa con el pelo flotando en el aire.

En ese momento veo a Katie. Está al otro lado del patio, junto a la carpa, y parece cansada de hablar. La taza de chocolate caliente que sostiene en la mano humea todavía, y de su cuello cuelga una cámara como si fuera un amuleto. Tardo un instante en comprender adonde está mirando. Hace uno o dos meses habría sospechado lo peor, y habría comenzado a buscar al hombre esquivo, el otro de su vida, el que encontraba tiempo para estar con ella mientras yo pasaba noches enteras con la Hypnerotomachia. Ahora nada de eso ocurre. En su mirada no hay más que una capilla, que se levanta como un acantilado junto a un mar blanco: el sueño de todo fotógrafo.

La atracción tiene algo curioso, algo que apenas comienzo a comprender. Cuando conocí a Katie, me pareció una de esas chicas que paran el tráfico. No todos estuvieron de acuerdo (Charlie, que prefiere mujeres más enjundiosas, apreciaba más el aire resuelto de Katie que su físico), pero yo quedé prendado para siempre. Ambos nos mostramos nuestra mejor cara -nuestras mejores ropas, nuestros mejores modales, nuestras mejores anécdotas- hasta que llegué a la conclusión de que eran los dos años que le llevaba, junto a mi amistad con el presidente de su club, lo que me otorgaba el poco misterio que tenía y me permitía aferrarme a una mujer como ella. En esa época, la mera idea de tocar su mano, de oler su pelo, bastaba para ponerme a sudar y mandarme a una ducha fría. Éramos como un trofeo para el otro y pasábamos los días subidos a nuestros respectivos pedestales.

Pero ya la he bajado de la repisa. Ahora discutimos porque subo demasiado la calefacción de mi cuarto; discutimos porque ella duerme con la ventana abierta; me censura por repetir de postre, porque incluso a los hombres, dice, les llega el día en que pagan las pequeñas transgresiones. Gil dice en broma que me han domesticado, suponiendo con sarcasmo que alguna vez fui salvaje. La verdad es que estoy hecho para la vida marital. Subo el termostato cuando no tengo frío, como postres cuando no tengo hambre, porque en la sombra de cada reprimenda está la insinuación de que en el futuro Katie no tolerará estas cosas, la insinuación, por lo tanto, de que habrá un futuro. Las fantasías que solía tener, propulsadas por la electricidad que siempre se produce entre desconocidos, se han debilitado ahora. Katie me gusta más así como está ahora, en este patio.

Hay tensión en sus ojos, síntoma de que un largo día está a punto de acabar. Lleva el pelo suelto y las ráfagas de viento juguetean con sus bucles. Me podría quedar así, mirándola desde lejos, empapándome de su imagen. Pero cuando doy un paso adelante, acercándome a ella, Katie me ve y me hace gestos de que vaya a su lado.

–¿Qué ha sido todo eso? – me pregunta-. ¿Quién era el tipo de la conferencia?

–Richard Curry.

–¿Curry? – Katie toma mi mano entre las suyas al tiempo que se muerde el labio-. ¿Y Paul está bien?

–Creo que sí.

Observamos la multitud en un instante de silencio. Hombres vestidos con anoraks de lona ceden sus chaquetas a sus novias desabrigadas. Tara, la rubia de la mesa, ha logrado que un desconocido le preste la suya.

Katie hace un gesto hacia el auditorio.

–¿Qué te ha parecido?

–¿La conferencia?

Katie asiente mientras empieza a recogerse el pelo en un moño.

–Un poco sangrienta. – No seré yo quien elogie al ogro.

–Pero más interesante que de costumbre -dice ella, alargándome su taza de chocolate-. ¿Me la sostienes?

Se hace un nudo en el pelo y lo atraviesa con dos prendedores alargados que se saca de un bolsillo. La fácil destreza de sus manos al darle forma a algo que no puede ver me hace pensar en la forma en que mi madre se ponía detrás de mi padre para arreglarle la corbata.

–¿Qué ocurre? – dice, leyéndome el rostro.

–Nada. Estoy pensando en Paul, eso es todo.

–¿Crees que terminará a tiempo?

La fecha de entrega. Incluso ahora, Katie sigue pensando en la Hypnerotomachia. Mañana por la noche podrá, por fin, dar sepultura a mi antigua amante.

–Eso espero.

Sigue otro silencio, pero éste resulta menos agradable. Y justo cuando estoy intentando pensar en algo para cambiar de tema -algo relacionado con su cumpleaños, con el regalo que la espera en la habitación- llega un golpe de mala suerte en la forma de Charlie. Después de dar veinte vueltas alrededor de la mesa donde está la comida, decide acercarse a nosotros.

–Llego tarde -anuncia-. ¿Recapitulamos?

De todas las cosas curiosas de Charlie, la más curiosa es cómo puede comportarse como un gladiador temerario entre hombres, pero como un perfecto zopenco entre mujeres.

–¿Recapitulamos? – dice Katie, entretenida. Charlie se mete una galletita en la boca, luego otra, recorriendo con la mirada la multitud en busca de perspectivas.

–Ya sabéis. Cómo van las clases. Quién está saliendo con quién. Qué haces el año que viene. Lo de siempre.

Katie sonríe.

–Las clases van bien, Charlie. Tom y yo estamos saliendo todavía. – Le dedica una mirada de reprobación-. Y el año que viene haré tercero. O sea, que seguiré aquí.

–Ah -dice Charlie, porque nunca ha sido capaz de recordar su edad. Saca una galleta de entre sus manos de gigante y busca el registro idiomático apropiado entre un estudiante de cuarto y otra de segundo-. Tercero es tal vez el año más difícil -dice, optando por el peor registro: los consejos-. Dos trabajos. Los prerrequisitos de la especialización. Y hablar por conferencia con este tío -dice, señalándome con una mano y comiendo con la otra-. No, no será fácil. – Se pasa la lengua por el interior de la mejilla, saboreando todo lo que se ha metido a la boca y al mismo tiempo rumiando nuestro futuro-. No puedo decir que esté celoso.

Hace una pausa para que lo asimilemos. Es un verdadero milagro de economía verbal: Charlie ha empeorado las cosas con menos de veinte palabras.

–¿Te hubiera gustado correr esta noche? – dice ahora.

Katie, buscándole el lado bueno a la situación, espera que Charlie se explique. Pero yo estoy más acostumbrado a la forma en que funciona su cerebro.

–Las Olimpiadas al Desnudo -dice, tras ignorar las señas que le hago para que cambie de tema-. ¿No te hubiera gustado correr?

La pregunta es un tiro de gracia. Lo veo venir, pero soy incapaz de defenderme. Para demostrar que ha comprendido bien el hecho de que Katie esté en segundo, y acaso también el hecho de que vive en Holder, Charlie le ha preguntado a mi novia si no se ha sentido desilusionada por no poder desfilar desnuda frente al resto del campus. El piropo subyacente, me parece, es que una mujer con los atractivos de Katie debería estar muriéndose de ganas de enseñarlos. Charlie parece no ser consciente de las mil formas en que esta conversación puede acabar mal.

El rostro de Katie se tensa: ha seguido el hilo del razonamiento perfectamente.

–¿Por qué? ¿Debería?

–Es sólo que no conozco demasiados estudiantes de segundo que dejen pasar esta oportunidad -dice. A juzgar por su tono, más diplomático, se ha dado cuenta de que ha metido la pata.

–¿Y de qué oportunidad se trata?

Trato de ayudar a Charlie, buscando eufemismos para hablar de un estado de desnudez ebria, pero mi cabeza es una bandada de palomas que levanta el vuelo. Las ideas que se me ocurren no son más que mierda y plumas.

–La de quitarse la ropa por lo menos una vez en cuatro años.

Katie nos mira a ambos, lentamente. Tras evaluar el atuendo de túnel de vapor que lleva Charlie, y mi traje de fondo de armario, decide no gastar más palabras de las necesarias.

–Pues entonces creo que estamos en paz. Porque no hay demasiados estudiantes de último año que dejen pasar la oportunidad de cambiarse de ropa por lo menos una vez en cuatro años.

Reprimo el impulso de alisarme las arrugas de la camisa. Charlie interpreta los signos correctamente y decide darse otra vuelta por la mesa. Su trabajo aquí ha terminado.

–Qué par de tíos tan carismáticos que sois -dice Katie-. ¿Sabes qué?

Trata de parecer divertida, pero algo le pesa y no puede ocultarlo. Me pasa los dedos por el pelo, tratando de cambiar las cosas, pero en ese instante una chica del Ivy se presenta ante nosotros del brazo de Gil. Comprendo, por la expresión de disculpa que veo en el rostro de mi amigo, que ésta es la Kelly que nos había aconsejado evitar.

–Tom, conoces a Kelly Danner, ¿no es cierto?

Antes de que pueda decir que no, la cara de Kelly se llena de ira. Su atención está fija en algo que sucede al otro lado del patio.

–Esos mierdas -maldice, tirando al suelo su vaso de papel-. Sabía que tratarían de hacer algo así esta noche. Todos nos damos la vuelta.

Una troupe de hombres vestidos con túnicas y togas camina hacia nosotros procedente de los clubes. Charlie silba y se acerca a nosotros para tener mejor vista.

–Decidles que se larguen de aquí -dice Kelly sin dirigirse a nadie en particular.

El grupo avanza por la nieve hasta que lo podemos distinguir con claridad. Ahora está claro que se trata exactamente de lo que Kelly temía: una gran broma coreografiada. Cada toga lleva sobre el pecho una serie de letras escritas en dos líneas distintas. Aunque todavía no puedo distinguir la línea inferior, la superior se compone de dos letras: «T. I».

T. I. es la abreviatura más común de Tiger Inn, el tercer club más antiguo y el único lugar del campus donde los locos están al mando del manicomio. El Ivy nunca parece tan vulnerable como cuando el T. I. concibe una nueva broma que gastarle a su venerable hermano. Esta noche es la oportunidad perfecta.

En el patio hay risas aisladas, pero no logro ver por qué hasta que entrecierro los ojos. El grupo entero se ha disfrazado con barbas y pelucas largas y grises; a nuestro alrededor, las carpas más cercanas se inundan de estudiantes ansiosos por ver.

Tras un breve abrazo, los hombres del T.I. se despliegan formando una larga fila india. En ese momento logro identificar la segunda línea de palabras escritas sobre las togas. Se trata, en todos los casos, de una sola palabra: un nombre. El nombre que lleva el más alto, el que ocupa el puesto central de la fila, es Jesús. A su izquierda y a su derecha están los doce apóstoles, seis a cada lado.

Las risas y las ovaciones ya se han vuelto más sonoras. Kelly aprieta la mandíbula. La expresión de Gil no permite saber si está intentando reprimir su regocijo para no ofenderla, o tratando de dar la impresión de que todo esto lo divierte aunque no sea así. La figura de Jesús da un paso adelante y levanta los brazos para acallar a la audiencia. Cuando el patio está en silencio, vuelve atrás, da una orden, y la fila se rompe para adoptar la disposición de un coro. Jesús dirige el coro desde un costado. Se saca una flauta de la toga y toca una nota solitaria para dar el tono. La fila sentada responde tarareando con la boca cerrada. La fila que está de rodillas se une con una tercera perfecta. Finalmente, justo cuando las dos filas parecen estar quedándose sin aliento, los apóstoles que están de pie contribuyen con una quinta.

La multitud, impresionada por la preparación que el espectáculo debe haber requerido, aplaude y vuelve a ovacionarlos.

–¡Bonita toga! – grita alguien desde una tienda cercana.

Jesús vuelve la cabeza, levanta una ceja en la dirección del sonido, y sigue dirigiendo. Finalmente, tras alzar la batuta tres veces en el aire con un giro de la muñeca, echa los brazos hacia atrás de manera teatral, los vuelca otra vez hacia delante, y el coro rompe a cantar. Sus voces llenan el patio con la música del Himno de Batalla de la República.

Os contaríamos la historia de la escuela del Señor,

Mas las uvas de la ira han fermentado en el alcohol.

Así pues, si estamos ebrios, perdonadnos, por favor.

Los santos son así.

Gloria, Gloria, somos fósiles,

De Nazaret los apóstoles,

Sin Cristo, estaríamos aún

Pescando en Cafarnaún.

Nuestra historia se canta así.

Jesús era un varón americano muy normal.

Asistió a la escuela pública, pero tenía su Santo Grial:

Yale o Harvard, para él, eran epítomes del mal.

La opción era una sola.

Gloria, Gloria, Dios lo convenció

Y Él en Princeton se inscribió.

Tomó la mejor decisión

Al graduarse en Religión,

Lo demás es pura historia.

En el otoño del 18 comenzó Cristo a estudiar,

Y en el campus no había nadie tan admirado y popular.

Los del Ivy nos tuvieron que envidiar

Cuando Cristo fue al T. I.

Ahora dos apóstoles de la primera fila se ponen de pie y dan un paso adelante. El primero despliega un rollo que pone «Ivy» y el segundo uno que pone «Cottage». Se hacen mutuamente una mueca de desprecio y se pavonean con aire arrogante alrededor de Jesús y luego continúa la canción.

Coro: Gloria, Gloria, Jesús se presentaba,

Los infieles estirados se burlaban. Ivy:

Un judío no es lo que espero. Cottage:

Yo no quiero un carpintero.

Coro: Y el Señor se unió al T. I.

Kelly aprieta los puños con tanta fuerza que parece querer hacerse sangre. Ahora los doce apóstoles emergen de la formación coral y forman una línea de baile y con Jesús en el centro, se cogen de los brazos, levantan con destreza las piernas en el aire y concluyen:

Jesús, somos tu apostolado.

Gracias a Ti somos graduados.

No hay nada tan divino

Como cambiar agua por vino,

Tu verdad avanza así.

Tras lo cual, los trece hombres se dan la vuelta y con precisión coreográfica, se levantan la parte trasera de las togas para revelar un mensaje escrito en sus traseros a razón de una letra por nalga:

Feliz Semana Santa del T. I.

Sigue una combinación bulliciosa de aplausos desenfrenados, ovaciones escandalosas y abucheos aislados. Enseguida, justo cuando los trece hombres se disponen a marcharse, un ruido fuerte como un estallido cruza el patio, seguido del estrépito de cristales al romperse.

Las cabezas giran en dirección al sonido. En el último piso de Dickinson, el edificio del departamento de Historia, una luz se enciende y se apaga enseguida. Uno de los cristales se ha roto. En medio de la oscuridad se alcanza a ver un movimiento.

Un apóstol del T. I. comienza a lanzar fuertes aclamaciones.

–¿Qué sucede? – pregunto. Cerca del cristal roto se distingue la figura de una persona.

–Esto no tiene gracia -le gruñe Kelly a Judas, que está cerca de nosotros y la oye.

Judas piensa un instante.

–Va a mear. – Ríe achispadamente y luego repite-: Va a mear por la ventana.

Kelly se dirige, enfurecida, a la figura de Jesús.

–¿Qué coño pasa, Derek? – dice.

La figura de la oficina aparece y desaparece enseguida. Sus movimientos entrecortados me hacen pensar que quizás esté borracho. En cierto momento parece estar pasando la mano sobre los cristales rotos y luego desaparece.

–Creo que hay alguien más allá arriba -dice Charlie.

De repente, se hace visible todo el cuerpo del hombre. Está apoyado en los cristales emplomados de la ventana.

–Va a mear -repite Judas.

Los demás apóstoles se unen en un grito disparejo:

–¡Salta! ¡Salta!

Kelly se enfrenta a ellos.

–¡Callaos, maldita sea! ¡Bajadlo de ahí!

El hombre desaparece de nuevo.

–No creo que sea del T. I. – dice Charlie preocupado-. Creo que es algún borracho de las Olimpiadas al Desnudo.

Pero el hombre está vestido. Escruto la oscuridad, tratando de distinguir las formas, pero el hombre no regresa esta vez.

A mi lado, los apóstoles borrachos lo abuchean.

–¡Largaos de aquí! – les ordena Kelly.

–Cálmate, nena -dice Derek, y comienza a reagrupar a los discípulos que se han dispersado.

Gil observa todo esto con la misma mirada inescrutable y divertida que tenía antes, cuando los hombres llegaron al patio. Se mira el reloj y dice:

–Bueno, pues parece que en esta fiesta se ha acabado la div…

–¡Mierda! – grita Charlie.

Su voz llega casi a ahogar el eco del segundo estallido. Esta vez escucho la detonación claramente. Es un disparo.

Gil y yo nos damos la vuelta justo a tiempo para verlo. El hombre es propulsado hacia atrás, a través del cristal, y durante unos segundos lo vemos detenido en plena caída libre. Su cuerpo golpea la nieve con un ruido sordo y el impacto absorbe todo el sonido, toda la conmoción que hay en el patio.

Y luego no hay nada.

Lo primero que recuerdo es el sonido de los pies de Charlie al correr hacia el cuerpo. Luego lo sigue una gran multitud, que se agolpa alrededor de la escena y obstaculiza mi campo visual.

–Dios mío -susurra Gil.

–¿Se encuentra bien? – gritan las voces de la gente apiñada. Pero no hay señales de movimiento.

Finalmente oigo la voz de Charlie.

–Que alguien llame a una ambulancia. Decidles que tenemos a un hombre inconsciente en el patio de la capilla.

Gil saca su teléfono del bolsillo, pero antes de que marque, dos policías llegan a la escena. Uno de ellos se abre paso a empellones entre la multitud. El otro comienza a pedirle a los espectadores que retrocedan. Durante un instante veo a Charlie agachado junto al hombre, masajeándole el pecho: el movimiento es perfecto, como el de un par de pistones. Qué extraño es ver, de repente, lo que hace todas las noches.

–¡La ambulancia está en camino!

A lo lejos, apenas perceptible, se oye la sirena.

Las piernas me comienzan a temblar. Tengo la creciente sensación de que algo aciago planea sobre nuestras cabezas.

Llega la ambulancia. Las puertas traseras se abren, dos enfermeros bajan, ponen al hombre en una camilla y aseguran su cuerpo con correas. Hay movimientos bruscos y espectadores que entran y salen de mi vista. Cuando las puertas se han cerrado, veo claramente la huella que el cuerpo ha dejado al caer. El trozo de losa tiene algo indecoroso, como un rasguño en la piel de una princesa de cuento. Comienzo a ver más claramente lo que en el momento del impacto he tomado por una salpicadura de barro. El negro es rojo; el barro es sangre. Arriba, en el despacho, todo está oscuro.

La ambulancia se aleja, y sus luces y sirenas se apagan a medida que avanza hacia Nassau Street. Vuelvo a mirar la huella, deforme como la silueta quebrada de un ángel sobre la nieve. El viento silba y me cruzo de brazos para protegerme. Sólo cuando la multitud del patio empieza a dispersarse me percato de que Charlie no está. Se ha ido con la ambulancia, y un silencio desagradable se produce allí donde yo esperaba encontrar su voz.

Los estudiantes abandonan el patio lentamente, entre voces sofocadas.

–Espero que esté bien -dice Gil, poniéndome una mano en el hombro. Durante un segundo creo que se refiere a Charlie-. Vamos a casa. Te llevo.

Agradezco la calidez de su mano, pero me quedo allí, mirando absorto. Vuelvo a ver al hombre cayendo y estrellándose contra el suelo. La secuencia se fragmenta, y escucho cómo estalla el cristal y luego el disparo.

Se me revuelve el estómago.

–Vamos -dice Gil-. Larguémonos de aquí.

El viento se levanta de nuevo y entonces acepto. Katie ha desaparecido en medio de la confusión de la ambulancia, y una amiga suya me dice que ha vuelto a Holder con sus compañeras de cuarto. Decido llamarla cuando llegue.

Gil me pone una mano amable en la espalda y me conduce al Saab, que espera bajo la nieve, cerca de la entrada del auditorio. Siguiendo su instinto infalible para hacer siempre lo mejor, Gil pone la calefacción a la temperatura adecuada, ajusta el volumen de una vieja balada de Frank Sinatra hasta que el viento no es más que un recuerdo, y emprende el camino hacia el campus con un breve acelerón que me confirma nuestra impunidad frente a los elementos. A nuestra espalda, todo se funde gradualmente con la nieve.

–¿Qué crees que ha sucedido allá arriba? – pregunta en voz baja cuando estamos ya en camino.

–Ha sonado como un disparo.

–Charlie ha dicho que había alguien más arriba.

–¿Y qué hacía?

–No estoy seguro.

–Me ha parecido ver que trataba de salir -le digo.

Gil tiene el rostro lívido.

–Nunca había visto nada semejante. ¿Crees que ha sido un accidente?

–No me lo ha parecido.

–¿Has reconocido a la persona que ha caído?

–No he podido ver nada.

–¿Crees que ha sido…? – Gil se acomoda en su asiento.

–¿Que ha sido quién?

–¿Crees que deberíamos llamar a Paul y asegurarnos de que está bien?

Gil me pasa su móvil, pero no hay cobertura.

–Seguro que está bien -dice.

–Seguro que sí -digo yo, jugueteando con el aparato.

Nos quedamos así, en el silencio del interior del coche, durante unos minutos, intentando alejar de nuestras mentes esa posibilidad. Al final, Gil desvía la conversación hacia otro tema.

–Cuéntame de tu viaje -dice. A principios de semana, fui a Columbus para celebrar la entrega de mi tesina-. ¿Cómo te ha ido en casa?

Logramos mantener una conversación fragmentaria, saltando de tema en tema, intentando sobreponernos a la corriente de nuestros pensamientos. Le cuento las últimas noticias de mis hermanas mayores -una veterinaria; la otra, a punto de comenzar un doctorado en empresariales- y Gil me pregunta por mi madre, cuyo aniversario acaba de recordar. Me dice que, a pesar del tiempo que ha dedicado a planear el baile, se las arregló para terminar su tesina mientras yo no estaba, pocos días antes de la fecha de entrega impuesta por el departamento de Economía. Poco a poco llegamos a preguntarnos en voz alta en qué facultad de medicina habrán aceptado a Charlie e intentamos adivinar adonde tiene intención de ir, puesto que acerca de estos asuntos Charlie guarda un silencio modesto, incluso con nosotros.

Nos dirigimos al sur. En la oscuridad de la noche, los dormitorios parecen estar acuclillados a ambos lados de la calle. La noticia de lo ocurrido en la capilla debe de estar propagándose por el campus, porque no hay peatones y los únicos coches que vemos, aparte del nuestro, duermen silenciosamente sobre el arcén. El trayecto hacia el aparcamiento, a un kilómetro de Dod, me parece casi tan largo como el lento camino a pie. A Paul no se le ve por ningún lado.

Capítulo 12

Entre los estudiosos de Frankenstein, hay un viejo dicho según el cual el monstruo es una metáfora de la novela. Mary Shelley, que tenía diecinueve años cuando empezó a escribirla, alentó esa interpretación al llamarla su «horrorosa progenie», como si fuera un ser muerto con vida propia. Teniendo en cuenta que Mary Shelley perdió un hijo a los diecisiete y causó la muerte de su madre al nacer, puede pensarse que sabía de qué estaba hablando.

Durante un tiempo pensé que Mary Shelley era lo único que mi tesina tenía en común con la de Paul. Mary hacía una hermosa pareja con Francesco Colonna (que según algunos académicos tenía apenas catorce cuando escribió la Hypnerotomachia): dos adolescentes más sabios de lo que su edad sugería. Antes de que conociera a Katie, Mary y Francesco eran para mí amantes contrariados, igualmente jóvenes, pero en épocas distintas. Para Paul, obligado a enfrentarse de igual a igual con los eruditos de la generación de mi padre, eran un emblema del poder de la juventud contra la obstinada inercia de la edad.

Paradójicamente, fue al sostener que Francesco Colonna era un hombre de edad, no un joven, cuando Paul logró su primer gran progreso con la Hypnerotomachia. Había llegado a la clase de Taft como un simple novato y el ogro alcanzó a oler en él la influencia de mi padre. Aunque sostuviera que había abandonado el estudio del libro, Taft se mostró muy dispuesto a demostrarle a Paul la insensatez de las teorías de mi padre. Todavía se inclinaba por la hipótesis de un Colonna veneciano, y a partir de ella explicó la prueba más fuerte que había a favor del Pretendiente.

La Hypnerotomachia fue publicada en 1499, dijo Taft, cuando el Colonna romano tenía cuarenta y dos años de edad. Hasta ahí, ningún problema. Pero la última página de la historia, que compuso el propio Colonna, afirma que el libro fue escrito en 1467, cuando el Francesco de mi padre habría tenido tan sólo catorce años. Por muy improbable que fuera la posibilidad de que el autor de la Hypnerotomachia fuera un monje criminal, la de que lo fuera un adolescente era francamente imposible.

Y así, como el rey canoso[31] que inventaba nuevos trabajos para el joven Hércules, Taft dejó la carga de la prueba en manos de Paul. Hasta que su nuevo protegido pudiera sacarse de encima el problema de la edad de Colonna, Taft se negaría a asesorar cualquier investigación que tuviera como premisa la autoría del romano.

La manera en que Paul se negó a doblegarse bajo la lógica de esos datos desafía toda explicación. El reto de Taft lo inspiró, pero también lo hizo el propio Taft: aunque Paul rechazara la rígida interpretación que hacía aquel hombre de la Hypnerotomachia, decidió ser igual de implacable con sus fuentes. Si mi padre se había permitido seguir su intuición e inspiración, investigando sobre todo en lugares exóticos como monasterios y bibliotecas papales, Paul adoptó los métodos de Taft, mucho más exhaustivos. Ningún libro era demasiado humilde; ningún lugar, demasiado aburrido. Empezó a registrar el sistema bibliotecario de Princeton de arriba a abajo. Y lentamente, su antigua concepción de los libros, como la concepción del agua que tiene un niño que ha pasado toda su vida junto a una laguna, quedó destronada por aquel repentino encuentro con el océano. El día en que entró a la universidad, su colección de libros contaba con poco menos de seiscientos ejemplares. La de Princeton, que sólo en la Biblioteca Firestone incluía más de ochenta kilómetros de estanterías, contaba con más de seis millones.

Al principio, aquella experiencia intimidó a Paul. La imagen pintoresca que mi padre había trazado -en la que uno se topaba por accidente con documentos importantes- quedó desmentida de inmediato. Más doloroso, imagino, fue el cuestionamiento al que le obligó a enfrentarse, la introspección y la duda que le hicieron preguntarse si su genio no era más que un talento provinciano, una estrella débil en la esquina más oscura del cielo. Que los estudiantes de cuarto con los que compartía clases admitieran la ventaja que les llevaba, y que sus profesores le tuvieran un aprecio casi mesiánico, no significaba nada para Paul si no era capaz de progresar con la Hypnerotomachia.

Durante aquel verano en Italia, todo cambió. Paul descubrió el trabajo de los académicos italianos, en cuyos textos pudo penetrar gracias a cuatro años de latín. Tras excavar en la biografía definitiva del Pretendiente veneciano, supo que ciertos elementos de la Hypnerotomachia se debían a un libro llamado Cornucopiae, publicado en 1489. Como simple detalle en la vida del Pretendiente, ese hecho no parecía importante; pero Paul, que se había aproximado al problema con el Francesco romano en mente, supo ver en él mucho más. Más allá de la fecha en que Colonna afirmara haber escrito el libro, ahora había una prueba de que la composición era posterior a 1489. En ese momento el Francesco romano tendría al menos treinta y seis años, no catorce. Y aunque Paul ignoraba por qué Colonna había mentido acerca del año de redacción de la Hypnerotomachia, se dio cuenta de que había respondido al reto de Taft. Para bien o para mal, había entrado en el mundo de mi padre.

Lo que siguió fue un periodo de inmensa confianza en sí mismo. Armado con cuatro idiomas (el quinto, el inglés, era inútil excepto para fuentes secundarias) y un extenso conocimiento de la vida y la época de Colonna, Paul llevó a cabo el asalto al texto. Cada día se dedicaba más al proyecto, tomando frente a la Hypnerotomachia una posición que me pareció incómodamente familiar: las páginas eran campos de batalla donde Colonna y él medían fuerzas; el ganador se lo llevaba todo. La influencia de Vincent Taft, que en los meses previos al viaje había permanecido inactiva, regresó entonces. A medida que el interés de Paul fue tomando tonos de obsesión, Taft y Stein adquirieron una mayor importancia en su vida. Si no hubiera sido por la intervención de un hombre, creo que habríamos perdido irremediablemente a Paul.

Ese hombre fue Francesco Colonna, y su libro no resultó ser la mujer fácil que Paul había esperado. Por más que flexionara el músculo de su mente, se dio cuenta de que la montaña se negaba a moverse. A medida que sus progresos se hacían más y más lentos, y que el otoño del tercer año se convertía en invierno, Paul se volvió irritable, presto a comentarios hirientes y gestos groseros que sólo podía haber aprendido de Taft. Según me contaba Gil, los miembros del Ivy habían empezado a burlarse de Paul cada vez que lo veían sentado solo en la mesa del comedor, rodeado por pilas de libros, sin hablar con nadie. Cuanto más veía cómo flaqueaba su confianza en sí mismo, más comprendía algo que mi padre había dicho alguna vez: la Hypnerotomachia es una sirena: en la playa distante es un canto atractivo, y en persona es toda garras. Si decides cortejarla, lo haces bajo tu responsabilidad.

El tiempo pasó. Llegó la primavera; bajo la ventana de Paul chicas con camisetas de tirantes jugaban al frisbee; en las ramas de los árboles se acumulaban las flores y las ardillas; el eco de las bolas de tenis llenaba el aire; y Paul seguía en su habitación, solo, con las persianas bajadas, la puerta cerrada con llave y un letrero en su tablero de anuncios que decía no molestar. Todo lo que a mí me encantaba de la nueva estación, a él le parecía una distracción: los olores y los sonidos, la impaciencia tras un invierno largo y libresco. Me di cuenta de que yo mismo me convertía, para él, en una distracción. Todo lo que me contaba empezaba a sonar como el pronóstico del tiempo de una ciudad extranjera. Nos veíamos con poca frecuencia.

Pero el verano lo transformó. A principios de septiembre del último curso, después de pasar tres meses en un campus desierto, nos dio la bienvenida y nos ayudó a instalarnos. De repente estaba abierto a cualquier interrupción, dispuesto a pasar tiempo con los amigos, menos obsesionado con el pasado. Durante los primeros meses de ese semestre, disfrutamos de un renacimiento de nuestra amistad mucho mejor de lo que yo hubiera podido esperar. Paul hizo caso omiso de los curiosos del Ivy, gente que lo escuchaba con atención, esperando oír de su boca algo escandaloso; pasaba cada vez menos tiempo con Taft y Stein; saboreaba las comidas y disfrutaba de los paseos entre clases. Incluso le veía la gracia a la forma en que todos los martes, a las siete de la mañana, los basureros vaciaban los contenedores bajo nuestra ventana. Me pareció que estaba mejor. Más aún: me pareció que había vuelto a nacer.

Pero más tarde, cuando Paul vino a verme en octubre, a altas horas de la noche y después de los exámenes parciales de otoño, comprendí el otro aspecto que nuestras tesinas tenían en común: ambas eran sobre muertos que se negaban a ser enterrados.

–¿Hay alguna forma de convencerte de que vuelvas a trabajar en la Hypnerotomachia?. – me preguntó aquella noche. Por la tensión de su rostro supe que había encontrado algo importante.

–No -dije, en parte porque era cierto, y en parte para obligarlo a mostrar sus cartas.

–Creo que he descubierto algo. Pero necesito tu ayuda para entenderlo.

–Cuéntame -dije.

Ahora no importa cómo empezó mi padre, qué despertó su curiosidad por la Hypnerotomachia; así es cómo empecé yo. Lo que Paul me explicó aquella noche le dio nueva vida al mortecino libro de Colonna.

–El año pasado, cuando vio que yo estaba cada vez más frustrado, Vincent me presentó a Steven Gelbman, de Brown -empezó Paul-. Gelbman investiga en el campo de las matemáticas, la criptografía y la religión, todo junto. Es un experto en el análisis matemático de la Torá. ¿Has oído hablar de eso?

–Suena a cábala.

–Exacto. No hay que limitarse a estudiar lo que dicen las Escrituras; hay que estudiar lo que dicen los números. Cada letra del alfabeto hebreo tiene un número asignado. A través del orden de las letras se pueden buscar patrones matemáticos en el texto.

»Pues bien, al principio yo no estaba muy seguro. Ni siquiera después de diez horas de clases sobre las correspondencias sefiróticas[32] logré creérmelo. Simplemente me parecía que aquello no guardaba ninguna relación con Colonna. Cuando llegó el verano, ya había terminado de estudiar las fuentes secundarias de la Hypnerotomachia, y empecé a trabajar en el libro en sí. Fue imposible. Si trataba de imponerle una interpretación, el libro me la arrojaba a la cara. Cuando pensaba que ciertas páginas se movían en una dirección determinada, con una determinada estructura, con una determinada intención, de repente la frase se acababa, y en la siguiente todo había cambiado.

»Estuve cinco semanas tratando de entender el primer laberinto que Francesco describe. Estudié a Vitruvio para entender los términos arquitectónicos. Busqué todos y cada uno de los laberintos antiguos que conocía: el de la Ciudad de los Cocodrilos, en Egipto, y los de Lemnos y Clusio y Creta, y media docena más. Entonces me percaté de que había cuatro laberintos distintos en la Hypnerotomachia: uno en un templo, uno en el agua, uno en un jardín y otro bajo tierra. Cuando creí que empezaba a dominar un cierto nivel de complejidad, éste se cuadruplicaba. Incluso Polifilo se pierde al principio del libro y dice: «Mi único recurso era rogar piedad a la Ariadna de Creta, que dio el hilo a Teseo para que éste escapara del difícil laberinto». Es como si el libro supiera lo que me estaba haciendo.

»Al final me di cuenta de que lo único que definitivamente funcionaba era el acróstico formado por la primera letra de cada capítulo. Así que hice lo que el libro me pedía que hiciera. Rogué piedad a la Ariadna de Creta, que era tal vez la única persona capaz de resolver el laberinto.

–Regresaste a Gelbman.

Paul asintió.

–Tuve que tragarme mis palabras. Estaba desesperado. En julio, Gelbman me permitió quedarme con él en Providence después de que Vincent insistiera en que estaba haciendo progresos con el método. Se pasó el fin de semana enseñándome las técnicas de decodificación más sofisticadas, y fue entonces cuando las cosas empezaron a marchar mejor.

Recuerdo que mientras Paul hablaba yo miraba por encima de su hombro, a través de la ventana, y sentía que el paisaje estaba transformándose. Estábamos en nuestra habitación, en Dod, solos, un viernes por la noche; Charlie y Gil estaban debajo de nosotros, bajo tierra, jugando a paintball en los túneles de vapor con un grupo de amigos del Ivy y del equipo de emergencias médicas. Al día siguiente, yo tenía que escribir un ensayo y estudiar para un examen. Una semana más tarde, conocería a Katie. Pero en ese momento Paul acaparaba por completo mi atención.

–El concepto más complicado que me enseñó -continuó Paul- era cómo decodificar un libro con la ayuda de algoritmos o claves sacadas del texto mismo. En esos casos, la clave está escondida en la narración. Buscas la clave, que es como una ecuación o un librito de instrucciones, y luego la utilizas para descifrar el texto. El libro se interpreta a sí mismo.

Sonreí.

–Esa idea es capaz de provocar la bancarrota del departamento de Literatura.

–Sí, yo también era escéptico -dijo Paul-. Pero resulta que tiene una larga tradición. Los intelectuales de la Ilustración escribían tratados enteros con este método para divertirse. Los textos parecían relatos normales, novelas epistolares, ese tipo de cosas. Pero si conocías la técnica adecuada (tal vez reconocer erratas que resultaban ser intencionadas, o resolver puzzles incluidos en las ilustraciones), podías encontrar la clave. Algo así: «Usa sólo números primos y cuadrados perfectos, y las letras que tengan en común cada décima palabra; excluye las palabras de lord Kinkaid y cualquier pregunta hecha por la criada». Si seguías las instrucciones, al final te encontrabas con un mensaje. La mayoría de las veces era un poema humorístico o un chiste de mal gusto. Pero uno de esos tíos llegó a escribir su testamento así. Quien pudiera descifrarlo, heredaría todas sus propiedades.

De entre las páginas de un libro, Paul sacó una hoja de papel. En ella, en dos párrafos distintos, había reproducido el texto de un pasaje escrito en clave y debajo, el mensaje decodificado, mucho más breve. Pero no logré entender cómo el primero se había convertido en el segundo.

–Al cabo del tiempo empecé a pensar que tal vez funcionara. Quizás el acróstico con las letras capitulares de la Hypnerotomachia fuera una pista. Tal vez su función fuera indicar cuál era la interpretación adecuada del resto del libro. A muchos humanistas les interesaba la cábala, y la idea de hacer juegos con el lenguaje y símbolos fue muy popular durante el Renacimiento. Tal vez Francesco había utilizado algún tipo de cifrado en la Hypnerotomachia.

»El problema fue que ignoraba por completo dónde buscar el algoritmo. Empecé a inventarme mis propias claves, sólo para ver si alguna funcionaba. Me enfrentaba al problema un día tras otro. Encontraba algo, luego me pasaba una semana escarbando en la sala de Libros Raros y Antiguos, buscando una respuesta… y al final descubría que ese algo no tenía sentido, o que era una trampa, o un callejón sin salida.

»Luego, a finales de agosto, me dediqué a un solo pasaje durante tres semanas. Aparece en el momento del relato en el que Polifilo está examinando las ruinas de un templo y encuentra un mensaje en un jeroglífico tallado en un obelisco. «Al divino y siempre augusto Julio César, gobernador del mundo» es la primera frase. Nunca la olvidaré, porque estuvo a punto de volverme loco. Las mismas páginas, un día tras otro. Pero lo había encontrado.

Abrió una carpeta que había en el escritorio. En el interior había reproducciones de todas las páginas de la Hypnerotomachia. Buscó el apéndice que había creado y me mostró una página en la que había pegado la primera letra de cada capítulo, formando lo que parecía una nota de secuestro. Las letras formaban el famoso mensaje sobre Fra Francesco Colonna. Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit.

–Partí de una premisa muy simple: el acróstico no podía ser tan sólo un truco, una forma barata de identificar al autor. Tenía que tener una función más amplia: las primeras letras no solo decodificaban ese mensaje inicial, sino todo el libro.

»Así que lo intenté. El pasaje que había estado estudiando comienza, en uno de los dibujos, con un jeroglífico: un ojo. Pasó varias páginas hasta que al fin lo encontró.

–Pensé que, al ser el primer símbolo del grabado, debía ser importante. El problema es que no me sirvió de nada. La definición del símbolo que da Polifilo (el ojo hace referencia a Dios, o la divinidad) no me conducía a ninguna parte.

»En ese momento tuve un golpe de suerte. Una mañana estaba trabajando en el centro de estudios, y no había dormido demasiado, así que decidí comprarme un refresco. El problema era que la máquina me devolvía el dinero una y otra vez. Estaba tan cansado que no lograba entender por qué, hasta que me di cuenta de que estaba metiendo mal el billete. Lo estaba metiendo con el reverso hacia arriba. Estaba a punto de darle la vuelta e intentarlo de nuevo cuando lo vi. Justo frente a mí, en el reverso del billete.

–El ojo -le dije-. Encima de la pirámide.

–Exactamente. Es parte del gran sello. Y entonces me di cuenta. En el Renacimiento había un famoso humanista que utilizaba el ojo como símbolo personal. Incluso lo hacía imprimir en monedas y medallas.

Esperó como si yo supiera la respuesta.

–Alberti. – Paul señaló un pequeño volumen que había al otro lado de la estantería. En el lomo se leía: De re aedificatoria[33]-. Eso es lo que Colonna quería decir. Estaba a punto de tomar prestada una idea del libro de Alberti, y quería que el lector lo supiera. Sólo tenías que descubrir de qué se trataba, y el resto encajaría perfectamente.

»En su tratado, Alberti crea equivalentes en latín para vocablos arquitectónicos derivados del griego. Francesco hace la misma sustitución a lo largo de toda la Hypnerotomachia, excepto en un lugar. Yo lo había notado la primera vez que traduje esa sección, porque empecé a encontrarme con términos vitruvianos que no había visto en mucho tiempo. Pero nunca pensé que fueran significativos.

»El truco, descubrí, consistía en que debías encontrar todos los términos arquitectónicos griegos y sustituirlos por sus equivalentes en latín, tal y como aparecen en el resto del texto. Si lo hacías, y utilizabas la regla del acróstico -leer la primera letra de cada palabra, del mismo modo que lees la primera letra de cada capítulo- el puzzle se resolvía y dabas con un mensaje en latín. El problema es que si cometes un solo error traduciendo del griego al latín, el mensaje se hace pedazos. Si sustituyes entasi por ventris diametrum en lugar de simplemente venter, la D que te queda al principio de diametrum lo cambia todo.

Buscó otra página, hablando más rápido.

–Por supuesto que cometí errores. Por suerte, no fueron tan graves como para impedirme hacer encajar la frase en latín. Me tomó tres semanas; terminé justo el día antes de que vosotros regresarais al campus. Finalmente lo descubrí. ¿Sabes qué dice? – Se rascó algo que tenía en la cara nerviosamente-. Dice: «¿Quién le puso los cuernos a Moisés?».

Soltó una risa hueca.

–Te lo juro por Dios, casi puedo oír a Francesco riéndose de mí. Tengo la sensación de que todo el libro se reduce a una gran broma que alguien me ha gastado. En serio, lo digo de verdad. «¿Quién le puso los cuernos a Moisés?»

–No lo entiendo.

–En otras palabras, ¿quién traicionó a Moisés?

–Ya, ya sé qué es poner los cuernos.

–La verdad es que literalmente dice: «¿Quién le dio cuernos a Moisés?». Los cuernos, desde Artemidorus[34], se emplean para sugerir la infidelidad. Vienen de…

–Pero ¿qué tiene que ver esto con la Hypnerotomachia?

Esperé a que me lo explicara, o que dijera que había leído mal el acertijo. Pero cuando Paul se levantó y empezó a caminar de un lado al otro, supe que el asunto era más complicado.

–No lo sé. No logro descubrir cómo encaja con el resto del libro. Pero lo extraño es esto: creo que he resuelto el acertijo.

–¿Alguien le puso los cuernos a Moisés?

–Bueno, más o menos. Al principio pensé que podía tratarse de un error. Moisés es una figura demasiado importante en el Antiguo Testamento como para que alguien la asocie a la infidelidad. Por lo que sé, tenía esposa, una midianita llamada Zipora, pero ella apenas aparece en el Éxodo, y no pude encontrar ninguna referencia al hecho de que le fuera infiel.

»Pero luego, en Números 12:1, sucede algo inusual. El hermano y la hermana de Moisés se pronuncian en su contra por haberse casado con una mujer cushita. Los detalles no se explican nunca, pero algunos expertos sugieren que al ser Midian y Cush áreas geográficas completamente distintas, Moisés debió tener dos mujeres. El nombre de la mujer cushita nunca aparece en la Biblia, pero un historiador del siglo primero, Flavio Josefo, escribe su propia versión de la vida de Moisés, y sostiene que el nombre de la mujer cushita, o etíope, era Tarbis.

Los detalles estaban empezando a abrumarme.

–¿Así que ella le puso los cuernos?

–No. Al tomar una segunda mujer, Moisés le puso los cuernos a ella, o a Zipora, dependiendo de con cuál se casara primero. La cronología es difícil de establecer, pero en algunos casos, los cuernos aparecen en la cabeza del infiel, no sólo de su pareja. A eso debe de referirse el acertijo. La respuesta es Zipora o Tarbis.

–¿Y qué hacemos con eso?

Su excitación pareció disiparse.

–Ahí es donde me he topado con un muro. He intentado utilizar Zipora y Tarbis como soluciones de todas las formas posibles, aplicándolas como claves para descifrar el resto del libro. Pero nada funciona.

Esperó, como si creyera que yo iba a darle alguna idea.

–Vincent no lo sabe. Cree que estoy perdiendo el tiempo. En cuanto decidió que las técnicas de Gelbman no me estaban permitiendo hacer grandes avances, me dijo que debía volver a seguir su pista. Concentrarme más en las fuentes primarias venecianas.

–¿No vas a hablarle de esto?

Paul me miró como si no lo entendiera.

–Te estoy hablando de esto a ti -me dijo.

–Pero yo no tengo ni la menor idea.

–Tom, algo tan grande no puede ser una coincidencia. Esto es lo que tu padre estaba buscando. Debemos descubrir de qué se trata. Quiero que me ayudes.

–¿Por qué?

En aquel momento, me habló con una certidumbre curiosa, como si hubiera entendido algo de la Hypnerotomachia que antes había pasado por alto.

–El libro recompensa distintas formas de pensar. Algunas veces funciona la paciencia, la atención al detalle. Pero en otras ocasiones, lo que se requiere es instinto e inventiva. He leído algunas de tus conclusiones sobre Frankenstein. Son buenas. Son originales. Y no has tenido que hacer el menor esfuerzo para llegar a ellas. Sólo piénsatelo. Piensa en el acertijo. Tal vez se te ocurra algo. Eso es todo lo que te pido.

Aquella noche rechacé la oferta de Paul por una razón muy simple. En el paisaje de mi niñez, el libro de Colonna fue una mansión desierta sobre una colina, una sombra que cubría de presagios cada pensamiento situado en sus aledaños. Todos los desagradables misterios de mi juventud parecían tener su origen en aquellas páginas ilegibles: la inexplicable ausencia de mi padre en la mesa del comedor, todas las noches que se pasaba trabajando en su escritorio; las viejas peleas en que se enzarzaban él y mi madre, como santos caídos en pecado; incluso la inhóspita excentricidad de Richard Curry, que fue seducido por el libro de Colonna como ningún otro hombre y nunca llegó a recuperarse. Yo no lograba entender el poder que la Hypnerotomachia ejercía sobre quienes la leían, pero me parecía que ese poder siempre acababa obrando de la peor manera. Ver a Paul trabajar en él durante tres años, aunque su trabajo se viera culminado por estos descubrimientos, me había ayudado a mantener la distancia.

Si bien puede resultar sorprendente que cambiara de opinión a la mañana siguiente y me uniera a Paul en su trabajo, puedo excusarme atribuyendo el cambio a un sueño que tuve la noche en que me habló del acertijo. Hay en la Hypnerotomachia un grabado que permanecerá para siempre entre mis recuerdos de mi más temprana niñez y con el cual me topé muchas veces tras entrar a hurtadillas en el despacho de mi padre para investigar qué estaba estudiando. No todos los días un niño ve a una mujer desnuda y reclinada bajo un árbol; una mujer que lo mira mientras él la está mirando. Y supongo que nadie, fuera del círculo de estudiosos de la Hypnerotomachia, puede decir que ha visto a un sátiro desnudo a los pies de dicha mujer, con el pene en forma de cuerno enhiesto apuntándola como la aguja de una brújula. Yo tenía doce años cuando vi esa ilustración por primera vez; estaba solo en el despacho de mi padre, y de repente imaginé por qué a veces llegaba tarde a cenar. Fuera lo que fuese aquello, era extraño y maravilloso, y el estofado familiar no podía hacerle competencia.

Aquella noche, soñé con el grabado de mi niñez -la mujer reclinada, el sátiro al acecho, el miembro rampante-, y debí moverme mucho en mi litera, porque Paul se asomó desde la suya y me preguntó:

–¿Estás bien, Tom?

Al volver en mí, me levanté y empecé a registrar los libros que había sobre su mesa. Ese pene, ese cuerno en el lugar equivocado, me recordaban algo. Había una conexión en alguna parte. Colonna sabía lo que decía. Alguien le había puesto los cuernos a Moisés. Encontré la respuesta en la Historia del arte del Renacimiento, de Hartt. Había visto esa imagen antes, pero nunca la había entendido.

–¿Qué es eso? – le pregunté a Paul, poniendo el libro sobre su litera y señalando la página con el dedo.

Él entrecerró los ojos.

–La estatua de Moisés, de Miguel Ángel -dijo, mirándome como si me hubiera vuelto loco-. ¿Qué ocurre, Tom?

Enseguida, aun antes de que yo tuviera que explicárselo, se detuvo y encendió la lámpara de cabecera.

–Claro… -susurró-. Dios mío, claro.

En la foto de la estatua que le había mostrado, había dos pequeñas protuberancias que le salían de la parte superior de la cabeza, como cuernos de sátiro. Paul bajó de su litera de un salto, tan ruidosamente que creí que Charlie y Gil aparecerían en cualquier momento.

–Lo has conseguido -me dijo con los ojos como platos-. Tiene que ser esto. Continuó así durante un instante, hasta que comencé a tener la incómoda sensación de estar fuera de lugar; me preguntaba cómo habría podido Colonna poner la respuesta de su acertijo en una escultura de Miguel Ángel.

–¿Y por qué están allí? – pregunté finalmente.

Pero Paul ya se me había adelantado. De un tirón bajó el libro de su litera y me enseñó la explicación que aparecía en el texto.

–Los cuernos no tienen nada que ver con la infidelidad. El acertijo era literal: «¿Quién le puso cuernos[35] a Moisés?». Todo viene de una traducción equivocada de la Biblia. Cuando Moisés baja del Monte Sinaí, dice el Éxodo, su cara brilla con rayos de luz. Pero la palabra hebrea «rayos» puede también traducirse como «cuernos»: karan o keren. Cuando san Jerónimo tradujo el Antiguo Testamento al latín, pensó que nadie salvo Cristo debía brillar con rayos de luz. Así que escogió la acepción secundaria. Y así fue como Miguel Ángel talló a su Moisés. Con cuernos.

En medio de toda aquella excitación, no creo que me percatara de lo que estaba ocurriendo. La Hypnerotomachia había regresado a mi vida, entrado en ella a hurtadillas, y me llevaba por un río que nunca había sido mi intención atravesar. Sólo nos faltaba descubrir la trascendencia de san Jerónimo, que había aplicado la palabra latina cornuta a Moisés, otorgándole así un par de cuernos. Pero durante la semana siguiente, aquélla fue una tarea que Paul asumió de buena gana. A partir de aquella noche, y a lo largo de cierto tiempo, fui tan sólo un mercenario contratado, su último recurso contra la Hypnerotomachia. Pensé que podría mantener esa posición, que podría conservar aquella distancia con el libro, dejando al mismo tiempo que Paul hiciera el papel de intermediario. Y así, mientras Paul regresaba a Firestone, embargado por las posibilidades de nuestro hallazgo, yo llevé a cabo mi propio descubrimiento. Todavía me estaba poniendo medallas por mi encuentro con Francesco Colonna, y apenas alcanzo a imaginar la impresión que causé en ella.

Nos conocimos en un lugar en el que ambos éramos extraños pero en el cual ambos nos sentíamos a gusto: el Ivy. Por mi parte, puedo decir que había pasado allí tantos fines de semana como en mi propio club. En cuanto a ella, ya para entonces se había vuelto una de las favoritas de Gil (esto era meses antes de que comenzaran los procesos de selección en su clase), y lo primero que se le ocurrió fue presentarnos.

–Katie -dijo, tras propiciar que ambos fuéramos al club la misma noche de sábado-, te presento a Tom, compartimos habitación.

Le mostré una sonrisa perezosa, convencido de que no era necesario mover demasiado los músculos para cautivar a una estudiante de segundo.

Enseguida habló. Y, como una mosca en un panal, que busca miel y encuentra la muerte, descubrí quién estaba cazando a quién.

–Así que tú eres Tom -dijo, como si yo cumpliera con la descripción de un convicto colgada en la pared de una oficina de correos-. Charlie me ha hablado de ti.

Lo mejor de que alguien sepa de ti a través de Charlie es que a partir de entonces las cosas sólo pueden mejorar. Al parecer, él y Katie se habían conocido en el Ivy varias noches atrás y al darse cuenta de que Gil tenía intenciones de hacer de Celestino, Charlie aportó detalles de su cosecha.

–¿Qué te dijo? – pregunté, intentando no parecer demasiado preocupado.

Pensó un instante, mientras hallaba las palabras precisas.

–Algo sobre astronomía. Sobre las estrellas.

–Enano blanco -le dije-. Es una broma para científicos.

Katie frunció el ceño.

–Yo tampoco la entiendo -admití, tratando de reparar la primera impresión-. No me gustan demasiado ese tipo de cosas.

–¿Eres de Literatura? – preguntó como si se notara.

Asentí. Gil me había dicho que a ella le gustaba la filosofía.

Katie me miró con suspicacia.

–¿Quién es tu escritor favorito?

–Pregunta imposible. ¿Quién es tu filósofo favorito?

–Camus -dijo, aunque mis intenciones fueran retóricas-. Y mi escritor favorito es H. A. Rey[36].

Las palabras me llegaron como un examen. Nunca había oído hablar de Rey; sonaba como un modernista, un T. S. Eliot más oscuro, como e.e. cummings pero en mayúsculas.

–¿Escribía poesía? – aventuré, porque podía imaginármela leyendo a escritores franceses a la luz de una vela. Katie parpadeó. Luego, por primera vez desde que nos habíamos conocido, sonrió.

–Escribió George el curioso -dijo, y soltó una carcajada cuando traté de no sonrojarme.

Ésa, creo, era la receta de nuestra relación. Nos dábamos lo que nunca esperábamos encontrar en el otro. Durante mis primeros días en Princeton, yo había aprendido a no hablar de cosas serias con las chicas; incluso la poesía puede matar la relación, me había enseñado Gil, si se la confunde con la conversación. Pero Katie había aprendido la misma lección, y a ninguno nos gustaba. En primero, ella había salido con un jugador de lacrosse a quien yo conocí en uno de mis seminarios de literatura. Era un tío inteligente, interesado en Pynchon[37] y en DeLillo[38] de un modo en el que yo nunca lo estuve, pero se negaba a hablar de ellos fuera del aula. A Katie la sacaban de quicio esas fronteras que él trazaba en su vida, los muros que levantaba entre el trabajo y el placer. La noche del Ivy, ambos vimos, en veinte minutos de conversación, algo que nos gustaba, una voluntad de no levantar muros, o de no dejar que los muros ya levantados se tuvieran en pie. A Gil le satisfacía haber formado una pareja tan buena. Al cabo de poco, ansiaba la llegada del fin de semana, esperaba encontrarme con ella entre dos clases, pensaba en ella antes de acostarme, o en la ducha, o en medio de un examen. En cuestión de un mes estábamos saliendo juntos.

Durante un tiempo pensé que, siendo el mayor de los dos, debía aplicar la sabiduría de mi experiencia a todo lo que hacíamos. Me aseguré de que nos limitáramos a lugares conocidos y a multitudes amistosas, porque había aprendido de otras relaciones que la familiaridad siempre llega después del amor: dos personas que se creen enamoradas pueden darse cuenta, al quedarse solas, de lo poco que saben del otro. Así que insistí en sitios públicos -los fines de semana en los clubes, las noches de entre semana en el centro estudiantil- y aceptaba que nos viéramos en los dormitorios o en los rincones de las bibliotecas sólo cuando creía detectar algo distinto en la voz de Katie, los registros «ven a mí» que me jactaba de ser capaz de distinguir.

Como de costumbre, fue Katie quien tuvo que resolverme los problemas.

–Ven -me dijo una noche-. Vamos a cenar juntos.

–¿A qué club? – pregunté.

–A un restaurante. Tú eliges.

Llevábamos menos de dos semanas saliendo; aún había demasiadas cosas que no sabía de ella. Una larga cena solos era demasiado arriesgada.

–¿Quieres invitar a Karen o a Trish? – pregunté.

Sus dos compañeras de habitación de Holder habían sido hasta entonces nuestras carabinas. Trish, en especial, parecía no comer nunca, y se podía confiar en ella para que hablara durante toda la cena. Katie me estaba dando la espalda.

–Podríamos decírselo también a Gil -dijo.

–Vale.-Me pareció una combinación curiosa. A más gente, más seguridad.

–¿Y Charlie? – preguntó-. Él siempre tiene hambre.

Al final me di cuenta de que estaba siendo sarcástica.

–¿Cuál es el problema, Tom? – me dijo, dándose la vuelta-. ¿Tienes miedo de que otra gente nos vea solos?

–No.

–¿Te aburro?

–Claro que no.

–Entonces ¿qué? ¿Crees que vamos a darnos cuenta de que no nos conocemos lo suficiente?

Dudé un instante.

–Sí.

A Katie pareció sorprenderla que lo dijera en serio.

–¿Cómo se llama mi hermana? – me dijo al fin.

–No lo sé.

–¿Soy una persona religiosa?

–No estoy seguro.

–¿Robo dinero de la jarra de las propinas cuando me hace falta suelto?

–Probablemente.

Katie se inclinó hacia mí, sonriendo.

–Pues ahí lo tienes. No ha pasado nada.

Nunca había estado con una chica que se enfrentara con tanta seguridad al hecho de conocerme. Parecía no dudar nunca de que las piezas encajarían bien.

–Ahora vamos a cenar -dijo, tirándome de la mano. Nunca miramos hacia atrás.

Ocho días después de mi sueño con el sátiro, Paul vino a verme. Traía noticias.

–Tenía razón -dijo con orgullo-. Algunas partes del libro están escritas en clave.

–¿ Cómo lo has descubierto?

Cornuta, la palabra que usó Jeremías para darle cuernos a Moisés, es la respuesta que Francesco quería. Pero la mayor parte de las técnicas normales para usar una palabra en clave no funcionan en la Hypnerotomachia. Mira…

Me enseñó una hoja de papel que había preparado, en la cual había dos líneas de letras paralelas.

a b c d e f g h i j k l m n o p q r s t u v w x y z

C O R N U T A B D E F G H I J K L M P Q S V W X Y Z

–Éste es un alfabeto cifrado muy básico -dijo-. La fila superior es lo que llamamos «texto simple», la inferior el «texto cifrado». ¿Ves que el texto cifrado comienza con nuestra palabra clave, cornuta? Después, no es más que un alfabeto normal, sin las letras de cornuta, para que no se repitan.

–¿Cómo funciona?

Paul cogió un lápiz de su escritorio y comenzó a dibujar círculos alrededor de las letras.

–Digamos que quieres escribir «hola» usando la clave cornuta. Comenzarías con el alfabeto de texto simple y encontrarías la H, y luego buscarías su equivalente en el texto cifrado. En este caso, la H corresponde a la B. Haces lo mismo con el resto de las letras, y «hola» se transforma en «bjqc».

–¿Y es así como Colonna usó la cornuta?

–No. En los siglos quince y dieciséis, las cortes italianas ya tenían sistemas mucho más sofisticados. Alberti, el autor del tratado de arquitectura que te mostré la semana pasada, también inventó la criptografía polialfabética. El alfabeto cifrado cambia cada cierto número de palabras. Es mucho más difícil.

Señalé su hoja de papel.

–Pero Colonna no pudo utilizar algo así. Esto sólo forma palabras incoherentes. El libro entero estaría lleno de palabras como «bjqc».

Sus ojos se iluminaron.

–Exacto. Los métodos de cifrado complejos no producen textos legibles. Pero la Hypnerotomachia es distinta. Su texto cifrado se lee como un libro.

–De manera que Colonna usó acertijos en vez de cifrado. Asintió.

–Se llama esteganografía. Como cuando escribes un mensaje en tinta invisible: la idea es que nadie sepa que el mensaje existe. Francesco combinó la criptografía con la esteganografía. Escondió acertijos en una historia aparentemente normal en la cual no se percibieran. Luego usó los acertijos para crear técnicas de descifrado, y de esa manera hacer aun más difícil la comprensión del mensaje. En este caso, todo lo que hay que hacer es contar el número de letras que hay en cornuta, es decir siete, y luego unir cada séptima letra del texto. El método no es muy distinto al de usar la primera letra de cada capítulo. Es sólo cuestión de saber cuál es el intervalo adecuado.

–¿Y te ha funcionado así? ¿Con cada séptima letra del libro?

Paul negó con la cabeza.

–No para todo el libro. Sólo para una parte. Y no, al principio no funcionó. Todo el tiempo me salían cosas sin sentido. El problema es descubrir por dónde empezar. Si escoges cada séptima letra comenzando por la primera, el resultado es muy distinto de si escoges cada séptima letra comenzando por la segunda. Ahí es cuando la respuesta del acertijo vuelve a entrar en juego.

Sacó otra página de su montón, una fotocopia de una página original de la Hypnerotomachia.

–Aquí, en medio de este capítulo, aparece la palabra cornuta, escrita en el texto del libro. Si empiezas con la C de cornuta y sacas cada séptima letra durante los tres capítulos siguientes, llegas al texto simple de Francesco. El original estaba en latín, pero lo he traducido. – Me entregó otra hoja-. Mira.

Buen lector, el año último ha sido el más difícil que me ha tocado soportar. Separado como estoy de mi familia, no he tenido más que la bondad humana como apoyo, y tras recorrer los mares he visto las carencias que tal bondad acusa. Si es verdad, como dijo Pico, que el hombre lleva el germen de todas las posibilidades, que el hombre es un gran milagro, como pudo asegurarlo Hermes Trismegisto, ¿qué pruebas tenemos de ello? Me rodean, por un costado, los codiciosos y los ignorantes, que desean beneficiarse del hecho de seguirme, y, por el otro, los celosos y los falsos píos, que desean beneficiarse de mi destrucción.

Pero tú, lector, eres fiel a mis creencias; de otro modo, no habrías encontrado aquello que aquí he escondido. No estás entre quienes destruyen en nombre de Dios, pues mi texto es su enemigo, y ellos son los míos. Mucho he viajado en busca de una nave que transportase mi secreto, una forma de preservarlo contra el paso del tiempo. Romano de nacimiento, crecí en una ciudad construida para la eternidad. Los muros y los puentes de los emperadores permanecen tras mil años, y las palabras de mis antiguos compatriotas se han multiplicado, reimpresas hoy por las imprentas de Aldus y sus colegas. Inspirado en aquellas criaturas del viejo mundo, he escogido parejas naves: un libro y una gran obra de piedra. Juntos darán acogida a aquello que te daré, lector, si capaz eres de entender mi mensaje.

Para saber lo que deseo decirte, debes conocer el mundo tal como lo hemos conocido nosotros, que lo hemos estudiado más que ningún otro en nuestro tiempo. Habrás de probar tu amor por la sabiduría, por el potencial humano, y sabré así que no eres mi enemigo. Pues afuera existe el mal, y aun nosotros, los príncipes de nuestro tiempo, le tememos.

Continúa, pues, lector. Invierte sabios esfuerzos en buscar mi mensaje. El viaje de Polifilo se hace más difícil, tal como el mío, pero aún tengo mucho por contar.

Le di la vuelta a la página.

–¿Dónde está el resto?

–Eso es todo -dijo Paul-. Para conseguir más, hay que resolver más.

Miré la página y luego, sorprendido, lo miré a él. Desde el fondo de mi cerebro, desde una esquina de pensamientos agitados, me llegó un tamborileo, el ruido que mi padre hacía siempre que estaba excitado. Sus dedos marcaban el ritmo del Concertó de Navidad de Corelli sobre cualquier superficie que pudiera encontrar y al doble de la velocidad de un movimiento allegro.

–¿Qué harás ahora? – pregunté, tratando de permanecer a flote en el presente.

Pero aun así, me llegó una idea que devolvió el descubrimiento a sus justas dimensiones: Arcangelo Corelli terminó su concertó en los primeros días de la música clásica, más de cien años antes de la Novena Sinfonía de Beethoven. Ya en tiempos de Corelli, pensé, el mensaje de Colonna llevaba esperando más de dos siglos a su primer lector.

–Lo mismo que tú -dijo Paul-. Vamos a encontrar el siguiente acertijo de Francesco.

Capítulo 13

Cuando Gil y yo regresamos a la habitación entumecidos por la larga caminata desde el aparcamiento, todos los pasillos de Dod están desiertos. Un silencio etéreo domina el edificio. Entre las Olimpiadas al Desnudo y las festividades de Pascua, todas las almas han recibido su merecido.

Enciendo el televisor, buscando noticias de lo que acaba de ocurrir. Las cadenas locales dan cuenta de las Olimpiadas al Desnudo en el telediario de la noche. Ha habido tiempo de editar las secuencias, y los corredores de Holder flotan de un lado al otro de la pantalla en un borrón de blancos, encendiéndose y apagándose bajo el cristal como luciérnagas atrapadas en una jarra.

Finalmente, la presentadora regresa a la pantalla.

–Tenemos información de última hora sobre nuestra noticia principal.

Gil emerge de su habitación para escuchar.

–A primera hora de la noche les informamos de un incidente que podía estar relacionado. El hecho ha ocurrido en la universidad de Princeton. En estos instantes, el accidente de Dickinson Hall, que algunos testigos describen como una simple broma de fraternidad que ha salido mal, ha tomado un giro trágico. Las autoridades del Centro Médico de Princeton confirman que el hombre, que según los informes era un estudiante universitario, ha muerto. En una declaración preparada al efecto, el jefe de la Policía del Distrito, Daniel Stout, ha repetido que los investigadores continuarían examinando la posibilidad de que, cito, «factores no accidentales hubiesen intervenido». Entretanto, los administradores de la universidad piden a los estudiantes que permanezcan en sus habitaciones, o que vayan en grupos si necesitan salir esta noche.

En el estudio, la presentadora se dirige a su compañero.

–Se trata, claramente, de una situación difícil, dado lo que hemos visto antes en Holder Hall. – Hablando de nuevo hacia la cámara, añade-: Más tarde volveremos a esta noticia.

–¿Ha muerto? – repite Gil, incapaz de creérselo-. Pero pensaba que Charlie… -Y deja que la idea se desvanezca.

–Un estudiante -digo.

Gil me mira después de un largo silencio.

–No pienses esas cosas, Tom. Charlie habría llamado.

En la pared está la foto enmarcada que le he comprado a Katie, inclinada en un ángulo incómodo. Llamo al despacho de Taft justo cuando Gil regresa de su habitación trayéndome una botella de vino.

–¿Qué es esto? – pregunto. El teléfono del Instituto suena una y otra vez. Nada. Gil se dirige al bar improvisado que mantiene en una esquina de la habitación y coge dos copas y un sacacorchos.

–Necesito relajarme.

Aún no hay respuesta en el despacho de Taft, de manera que cuelgo el teléfono, a regañadientes. Estoy a punto de decirle a Gil lo mal que me siento cuando me doy cuenta, al mirarlo, de que su aspecto es aún peor.

–¿Qué ocurre? – pregunto.

Llena los vasos hasta arriba. Coge uno, lo levanta hacia mí y bebe un sorbo.

–Bebe un poco -dice-. Está bueno.

–Vale -digo, preguntándome si tan sólo quiere alguien con quien beber.

Pero la idea de una copa de vino ahora me revuelve el estómago. Gil se queda esperando, así que tomo un traguito. El borgoña me arde al bajar, pero tiene el efecto contrario sobre Gil. Cuanto más bebe, mejor es su aspecto. Dejo la copa. A lo lejos, la nieve se extiende como una piscina de luz desde el pie de las farolas. Gil ha vaciado su segunda copa.

–Tranquilo, jefe -digo, tratando de sonar amable-. No querrás estar resacoso en pleno baile.

–Sí, es cierto -dice él-. Tengo que ir a ver a los encargados de la comida mañana a las nueve. Debería haberles dicho que no me levanto a esa hora ni para ir a clase.

Las palabras salen demasiado bruscas, y Gil parece contenerse. Recogiendo del suelo el mando a distancia, dice:

–Veamos si dan algo más en la tele.

Hay tres cadenas diferentes transmitiendo desde algún lugar del campus, pero no parece haber nuevas informaciones. Gil se levanta y pone una película.

–Vacaciones en Roma -dice, volviendo a sentarse.

Una calma distante se adueña de su rostro. Otra vez Audrey Hep-burn. Gil suelta la botella de vino. Cuanto más dura la película, más siento que Gil está en lo cierto. No importa lo pesarosos que sean mis pensamientos: tarde o temprano, mi mente regresa a Audrey. No puedo quitarle los ojos de encima.

Después de un rato, la mirada de Gil parece nublarse un poco. El vino, supongo. Pero cuando se frota la frente y se concentra un instante más de lo normal sobre sus manos, presiento que se trata de algo más. Tal vez piensa en Anna, que rompió con él mientras yo estaba en casa. La entrega de la tesina más la organización del baile fueron, según Charlie, responsables de la tragedia, pero Gil nunca ha querido hablarme del asunto. Desde el principio, Anna fue un misterio para nosotros; Gil no la traía casi nunca a la habitación, aunque en el Ivy, según los rumores, no se separaban ni un instante. Entre sus novias, Anna fue la única incapaz de reconocer quién contestaba el teléfono, la única que olvidaba a veces el nombre de Paul, y nunca pasaba por la habitación si sabía que Gil estaba ausente.

–¿Sabes quién se parece un poco a Audrey Hepburn? – pregunta Gil de repente, cogiéndome desprevenido.

–¿Quién? – digo mientras llamo nuevamente al despacho de Taft. Gil me sorprende.

–Katie.

–¿Qué te ha hecho pensar en eso?

–No lo sé. Esta noche os he estado observando. Hacéis buena pareja.

Lo dice como si tratara de recordar la existencia de algo fiable. Quiero decirle que también Katie y yo hemos tenido nuestros altibajos, que él no es el único que ha tenido que luchar en una relación, pero no sería lo más adecuado.

–Es tu tipo, Tom -continúa-. Es una chica inteligente. Ni siquiera yo entiendo la mayor parte de las cosas que dice.

Cuelgo el teléfono cuando nadie contesta.

–¿Dónde está?

–Ya llamará. – Gil respira hondo, intentando ignorar las posibilidades-. ¿Cuánto tiempo llevas con Katie?

–Cuatro meses el próximo miércoles.

Gil mueve la cabeza. Él, en cambio, ha roto tres veces desde que Katie y yo nos conocimos.

–¿Te has preguntado si es la definitiva?

Es la primera vez que alguien formula esa pregunta.

–A veces. Me gustaría que pasáramos más tiempo juntos. Me preocupa el año que viene.

–Tendrías que oírla hablar de ti. Es como si os conocierais desde niños.

–¿A qué te refieres?

–Una vez me la encontré en el Ivy. Estaba grabándote un partido de baloncesto en el televisor de arriba. Dijo que era porque tú y tu padre siempre ibais juntos al partido entre Michigan y Ohio State.

Ni siquiera le había pedido que lo hiciera. Hasta que nos conocimos, a Katie nunca le había interesado el baloncesto.

–Tienes suerte -me dice.

Asiento en señal de acuerdo. Hablamos un poco más de Katie, y luego Gil regresa a Audrey. Su expresión se hace leve, pero al cabo de un rato veo que los viejos pensamientos están de vuelta. Paul. Anna. El baile. En poco tiempo ha retomado la botella. Estoy a punto de sugerir que ya ha bebido suficiente cuando llega del vestíbulo un sonido de arrastre. La puerta se abre y aparece Charlie, de pie en la luz amarillenta del vestíbulo. Tiene mal aspecto. Y en los puños de su chaqueta hay manchas del color de la sangre.

–¿Estás bien? – pregunta Gil, poniéndose de pie.

–Tenemos que hablar -dice Charlie en tono amenazador.

Gil silencia el televisor. Charlie se dirige a la nevera y saca una botella de agua. Se bebe la mitad, luego se echa un poco sobre las manos para mojarse la cara. Tiene la mirada inestable. Al final, se sienta y dice:

–El hombre que se cayó de Dickinson era Bill Stein.

–Dios mío -susurra Gil. Sus palabras me paralizan.

–¿ Qué dices?

–No lo entiendo -dice Gil.

Charlie lo confirma con la expresión de su rostro.

–¿Estás seguro? – es todo lo que consigo preguntar.

–Estaba en su despacho del departamento de Historia. Alguien ha entrado y le ha disparado.

–¿Quién?

–No se sabe.

–¿Qué quieres decir con «no se sabe»?

Hay un instante de silencio. Charlie concentra su mirada en mí.

–¿Qué ha pasado con lo del mensaje del busca? ¿Para qué quería Bill Stein hablar con Paul?

–Ya te lo he dicho. Quería darle a Paul un libro que había encontrado. No lo puedo creer, Charlie.

–¿No ha dicho nada más? ¿Adónde iba? ¿A quién iba a ver?

Niego con la cabeza. Luego, poco a poco, recuerdo todo aquello que equivocadamente interpreté como paranoia: las llamadas que Bill había recibido, los libros que alguien más estaba sacando de la biblioteca. Cuando se lo explico, una ola de miedo desciende sobre mí.

–Mierda -gruñe Charlie. Coge el teléfono.

–¿Qué haces? – pregunta Gil.

–La policía querrá hablar contigo -me dice Charlie-. ¿Dónde está Paul?

–Dios mío. No lo sé, pero tenemos que encontrarlo. He estado tratando de comunicarme con el despacho de Taft en el Instituto. No contestan.

Charlie nos mira con impaciencia.

–Paul está bien -dice Gil, pero es obvio que es el vino el que habla-. Calmaos.

–No te estaba hablando a ti -dice bruscamente Charlie.

–Tal vez está en casa de Taft -sugiero-. O en el despacho de Taft en el campus.

–Los polis lo encontrarán cuando sea necesario -dice Gil, con el rostro endurecido-. Nosotros deberíamos mantenernos al margen de este asunto.

–Pues dos de nosotros ya estamos dentro.

Gil hace una mueca burlona.

–No me jodas, Charlie. ¿Desde cuándo estás tú en esto?

–Yo no, pedazo de borracho, yo no. Tom y Paul. En nosotros no estás sólo tú, ¿sabes?

–No te pongas moralista conmigo. Estoy harto de que te metas en los problemas de los demás.

–¿De qué coño hablas? Bill Stein ha sido asesinado. ¿Dónde diablos tienes la cabeza?

–¿Por qué no piensas menos en mis errores y más en cómo puedes ayudar a Paul?

Charlie se inclina, levanta la botella y la arroja a la basura.

–Ya has bebido suficiente.

En ese instante temo que el vino lleve a Gil a decir algo que todos lamentaremos. Pero, tras mirar fijamente a Charlie, se levanta del sofá.

–Dios mío -dice-. Me voy a la cama.

Lo veo retroceder hacia la habitación sin decir una palabra más. Un segundo después, la luz bajo la puerta se oscurece. Pasan los minutos, pero parecen horas. Llamo nuevamente al Instituto, sin suerte, así que Charlie y yo nos sentamos a esperar en el salón.

Ninguno habla. Mi mente está demasiado acelerada como para que pueda organizar las ideas. Miro por la ventana, y la voz de Stein me vuelve a la cabeza. «He recibido ciertas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan.» Finalmente, Charlie se pone de pie. Encuentra una toalla en el armario y empieza a organizar su neceser. En calzoncillos y sin decir palabra, se dirige a la puerta. El baño de los hombres está al fondo del corredor; entre el baño y nuestra habitación viven media docena de mujeres de cuarto, pero Charlie sale de todas formas, con la toalla alrededor del cuello como una yunta y con el neceser en la mano.

Me recuesto en el sofá y cojo el Daily Princetonian. Paso las páginas para distraerme, buscando algún crédito fotográfico de Katie en las esquinas inferiores del diario, allí donde van a parar los colaboradores marginados. Sus fotos siempre me causan curiosidad: los nuevos temas que escoge, los que le parecen demasiado banales para plasmarlos. Después de salir con alguien durante cierto tiempo, empiezas a creer que esa persona lo ve todo igual que tú. Las fotos de Katie son un correctivo, un vistazo a lo que es el mundo a través de sus ojos.

Pronto me llega un sonido desde la puerta; es Charlie, que regresa de la ducha. Pero cuando escucho una llave golpear sobre la cerradura, me doy cuenta de que es otra persona. La puerta se abre y es Paul quien entra. Está pálido y tiene los labios morados de frío.

–¿Estás bien? – es lo único que consigo preguntar. Charlie llega justo a tiempo.

–¿Y tú dónde te habías metido? – pregunta en tono exigente. Considerando su estado, es normal que tardemos quince minutos en sacarle los detalles.

Después de la conferencia, Paul fue al Instituto y buscó a Bill Stein en la sala de ordenadores. Una hora después, como Stein no se presentó, Paul decidió regresar al dormitorio. Comenzó en el coche, pero al llegar a un semáforo, a un par de kilómetros del campus, el coche se averió; así que tuvo que volver caminando bajo la nieve.

El resto de la noche, dice, es una masa borrosa. Llegó al norte del campus y encontró los coches de la policía cerca del despacho de Bill, en Dickinson. Después de hacerle las preguntas necesarias, fue llevado al centro médico, donde le pidieron que identificara el cadáver. Poco después se presentó Taft e hizo una segunda identificación, pero antes de que Paul y él pudieran hablar, la policía los separó para interrogarlos. La policía quería saber acerca de su relación con Stein y Taft, acerca de la última vez que había visto a Bill, quería saber dónde estaba Paul a la hora del crimen. Paul cooperó en mitad del aturdimiento. Cuando por fin lo soltaron, le pidieron que no saliera del campus y le dijeron que estarían en contacto. Al final pudo llegar a Dod, pero se quedó un rato en las escaleras exteriores. Simplemente quería estar solo.

Finalmente hablamos de la conversación que tuvimos con Stein en la sala de Libros Raros y Antiguos, de la cual, dice Paul, la policía tomó atenta nota. Mientras habla de Bill, de lo agitado que estaba en la biblioteca, del amigo que acaba de perder, Paul muestra escasas señales de emoción. Aún no se ha recuperado del impacto.

–Tom -dice al final, cuando estamos ya en nuestra habitación-, necesito un favor.

–Por supuesto -digo-. Lo que sea.

–Necesito que vengas conmigo.

Dudo un instante.

–¿Adónde?

–Al museo de arte -dice mientras se pone ropa seca.

–¿Ahora mismo? ¿Por qué?

Paul se frota la frente como aliviando un dolor.

–Te lo explicaré por el camino.

Cuando regresamos al salón, Charlie nos mira como si hubiéramos perdido la cabeza.

–¿A estas horas? – dice-. El museo está cerrado.

–Sé lo que hago -dice Paul, dirigiéndose ya al pasillo. Charlie me lanza una mirada intensa, pero no dice nada, y yo salgo detrás de Paul.

Cruzando el patio desde Dod, el museo de arte se erige como un viejo palacio mediterráneo. Desde el frente, por donde hemos entrado hace apenas unas horas, parece un edificio achaparrado y moderno con una escultura de Picasso en el jardín delantero que parece una pileta con pretensiones. Cuando uno se aproxima desde el costado, sin embargo, los nuevos elementos ceden su espacio a los más antiguos, bellas ventanas bajo pequeños arcos románicos, tejas rojas que esta noche se asoman bajo una cubierta de nieve. En circunstancias diferentes, sería una foto que a Katie le gustaría tomar.

–¿Qué estamos haciendo? – pregunto.

Delante de mí, Paul camina arrastrando los pies, abriéndose paso con sus viejas botas de obrero.

–He encontrado lo que Richard pensaba que estaba en el diario.

Suena como el medio de una idea cuyo comienzo Paul se ha guardado para sí mismo.

–¿ El plano?

Niega con la cabeza.

–Te lo mostraré adentro.

Ahora camino poniendo los pies en sus huellas para evitar que la nieve me moje los bajos. Los ojos se me van una y otra vez hacia sus botas. Durante el verano del primer curso, Paul trabajó en la zona de carga del museo, trasladando las exposiciones entrantes y las salientes entre el camión y el edificio. En ese momento las botas eran una necesidad, pero esta noche dejan rastros sucios en el blanco lunar del patio. Paul parece un chico con zapatos de hombre.

Llegamos a una puerta del lado oeste del museo. Junto a la puerta hay un teclado diminuto. Paul teclea su contraseña de auxiliar docente y espera a ver si funciona. Solía dar visitas guiadas en el museo de arte, pero finalmente tuvo que aceptar un empleo en la biblioteca de diapositivas, porque a los auxiliares no se les pagaba.

Para mi sorpresa, la puerta se abre con un bip y un clic débiles como un susurro. Estoy tan acostumbrado al sonido medieval de los pasadores que hay en las puertas de los dormitorios, que casi no lo oigo. Paul me conduce a una pequeña antecámara, una habitación de seguridad supervisada por un guardia detrás de una ventana de vidrio blindado, y de repente me siento preso. Tras firmar un impreso de visita sobre una carpeta con sujetapapeles, y de mostrar nuestras identificaciones universitarias a través del cristal, se nos permite entrar a la biblioteca de auxiliares que hay al otro lado de la puerta siguiente.

–¿Eso es todo? – digo, porque esperaba algo más de control a estas horas.

Paul señala una cámara que hay en la pared, pero no dice nada.

La biblioteca de auxiliares es más bien mediocre -algunas estanterías de libros de historia del arte donados por otros guías como ayuda para la preparación de las visitas guiadas- pero Paul continúa hacia el ascensor de la esquina. Sobre las puertas metálicas hay un gran cartel que dice sólo facultad, PERSONAL Y SEGURIDAD. ACCESO PROHIBIDO A ESTUDIANTES Y auxiliares sin acompañantes. Las palabras estudiantes y auxiliares han sido subrayadas en rojo.

Paul mira hacia otra parte. Saca un llavero del bolsillo y mete una de las llaves en una ranura que hay en la pared. Cuando la hace girar, las puertas de metal se abren.

–¿Dónde has conseguido eso?

Me conduce al ascensor y presiona un botón.

–Es mi trabajo -dice.

La biblioteca de diapositivas le permite el acceso a los archivos del museo. Paul es tan cuidadoso con su trabajo que se ha ganado la confianza de casi todo el mundo.

–¿Adónde vamos? – digo.

–A la sala de imágenes. Donde Vincent guarda algunos de sus carretes de diapositivas.

El ascensor nos deja en la planta principal del museo. Paul me guía ignorando los cuadros que antes me ha señalado una docena de veces: el inmenso Rubens con su Júpiter[39] de ceño oscuro, la inacabada Muerte de Sócrates con el viejo filósofo alargando una mano hacia su copa de cicuta[40]. Sus ojos sólo recorren las paredes de la sala cuando pasamos junto a los cuadros que Curry ha traído para la exposición de los miembros del consejo.

Llegamos frente a la puerta de la biblioteca de diapositivas, y Paul saca de nuevo las llaves. Una de ellas entra calladamente en su sitio; ingresamos en la oscuridad.

–Por aquí -dice Paul, apuntando hacia un pasillo de estanterías llenas de cajas polvorientas. Cada caja contiene un carrete de diapositivas. Tras otra puerta cerrada con llave, en una amplia habitación en la que sólo he estado una vez, está la mayor parte de la colección universitaria de diapositivas de arte.

Paul encuentra el grupo de cajas que ha estado buscando, saca una del montón y la deja delante suyo, en la estantería. Una nota pegada con celo al costado, escrita con letra descuidada, dice mapas: roma. Paul la destapa y la lleva al pequeño espacio abierto de la entrada. De otra estantería saca un proyector y lo conecta a un enchufe que hay en la pared, cerca del suelo. Finalmente, con sólo apretar un botón, una imagen borrosa aparece en el muro de enfrente. Paul ajusta el enfoque hasta que cobra nitidez.

–Vale -digo-. Ahora dime qué hacemos aquí.

–¿Y si Richard tuviera razón? – dice Paul-. ¿Y si Vincent le hubiera robado el diario hace treinta años?

–Probablemente lo hizo. ¿Qué importa eso ahora?

Paul me pone al tanto.

–Imagina que estás en la posición de Vincent. Richard te dice una y otra vez que el diario es la única forma de entender la Hypnerotomachia. Te parece que sólo está fanfarroneando, que no es más que un muchachito graduado en Historia del Arte. Y en ese momento se presenta otra persona. Otro experto.

Paul lo dice con un cierto respeto. Comprendo que se refiere a mi padre.

–De repente, eres tú el que está en el alero. Ambos dicen que el diario es la respuesta. Pero tú te has puesto en evidencia. Le has dicho a Richard que el diario es inútil, que el capitán de puerto era un charlatán. Y más que nada, detestas estar equivocado. ¿Qué haces ahora?

Paul trata de convencerme de una posibilidad que nunca he tenido ningún problema en aceptar: que Vincent Taft sea un ladrón.

–Entendido -digo-. Continúa.

–Así que robas el diario. Pero no logras sacarle nada en claro, porque has estado leyendo la Hypnerotomachia de forma equivocada. Sin los mensajes cifrados de Francesco, no sabes qué hacer con el diario. ¿Entonces qué?

–No lo sé.

–No vas a tirarlo -dice, ignorándome-, sólo porque no lo entiendes.

Asiento en señal de acuerdo.

–Así que lo conservas -dice Paul-. En algún lugar seguro. Tal vez en la caja fuerte de tu despacho.

–O en tu casa.

–Correcto. Luego, años después, aparece este chico, y él y su amigo comienzan a hacer progresos con la Hypnerotomachia. Más de lo que te esperabas. En realidad, más de los que tú hiciste en tus mejores días. El chico empieza a encontrar los mensajes de Francesco.

–Y tú empiezas a pensar que tal vez el diario sea útil, después de todo.

–Exacto.

–Y no le dices nada al chico, porque entonces éste sabría que lo has robado.

–Pero -continúa Paul, llegando a la conclusión-, supon que algún día llega alguien y lo encuentra.

–Bill.

Paul asiente.

–Bill estaba siempre en el despacho de Vincent, en casa de Vincent, ayudándole con todos los pequeños proyectos que Vincent le obligaba a hacer. Y él sabía lo que el diario significaba. Si se lo hubiera encontrado, no se habría limitado a volverlo a poner en su sitio.

–Te lo habría traído.

–Correcto. Y nosotros fuimos a mostrárselo a Richard. Y Richard se enfrentó a Vincent en la conferencia.

Yo no estoy muy seguro.

–Pero ¿no es más lógico pensar que Taft se habría dado cuenta de que el diario había desaparecido antes de la conferencia?

–Claro. Debía saber que Bill se lo había llevado. Pero ¿cuál crees que fue su reacción cuando se dio cuenta de que también Richard lo sabía? Lo primero que se le habría ocurrido en ese caso hubiera sido ir a buscar a Bill.

Ahora lo entiendo.

–¿ Crees que fue a buscar a Stein después de la conferencia?

–¿Estaba Vincent en la recepción?

La tomo como una pregunta retórica hasta que recuerdo que Paul no estaba allí; ya se había ido a buscar a Stein.

–No, yo no lo vi.

–Hay un pasillo que conecta Dickinson con el auditorio -dice-. Vincent ni siquiera hubiera tenido que salir del edificio para llegar allí.

Paul deja que digiera esa información. La hipótesis vagabundea torpemente por mis pensamientos, amarrada a otros mil detalles.

–¿De verdad crees que Taft lo ha matado? – pregunto. En las sombras de la habitación se forma una extraña silueta, Epp Lang enterrando a un perro debajo de un árbol. Paul fija la mirada en los contornos negros proyectados sobre la pared.

–Creo que es capaz de hacerlo.

–¿Por ira?

–No lo sé. – Pero ya parece haber repasado todos los escenarios posibles-. Escucha -dice-, mientras esperaba a Bill en el Instituto, comencé a leer el diario con más cuidado, buscando todas las menciones a Francesco.

Lo abre. En el interior de la tapa delantera hay una página de notas con el membrete del Instituto.

–Encontré la entrada en la que el capitán de puerto anota las indicaciones que el ladrón copió de los papeles de Francesco. Genovés dice que estaban escritas en un pedazo de papel, y debían formar algún tipo de ruta náutica, algo relacionado con el rumbo que siguió el barco de Francesco. El capitán trató de descubrir de dónde podía venir el cargamento siguiendo el rastro en dirección inversa, partiendo desde Genova.

Cuando Paul desdobla la página, veo un grupo de flechas dibujado junto a una brújula.

–Éstas son las indicaciones. Están en latín. Dicen: Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Luego dicen De Stadio.

–¿Qué es De Stadio?

Paul sonríe.

–Creo que ésta es la clave. El capitán se la llevó a su primo, que le explicó que De Stadio era la escala que iba con las indicaciones.

Quiere decir que las indicaciones deben medirse en estadios.

–No lo entiendo.

–El estadio es una unidad de medida del mundo antiguo basada en la longitud de una carrera de los Juegos Olímpicos griegos. De ahí viene la palabra moderna. Un estadio son, más o menos, ciento ochenta metros, de manera que en un kilómetro hay entre cinco y seis estadios.

–Así que cuatro sur quiere decir cuatro estadios hacia el sur.

–Luego diez al este, dos al norte y seis al oeste. Son cuatro indicaciones. ¿Te recuerda algo?

Sí: en su acertijo final, Colonna se refería a lo que llamaba la Regla o el Enigma del Cuatro, un sistema que llevaría a los lectores directamente a su cripta secreta. Pero abandonamos la búsqueda cuando el texto mismo se negó a proporcionarnos nada remotamente geográfico.

–¿Crees que es eso? ¿Estas cuatro indicaciones?

Paul asiente.

–Pero el capitán buscaba algo a una escala mucho más grande, un viaje de cientos y cientos de kilómetros. Si las indicaciones de Francesco están en estadios, el barco no podía haber partido de Francia o de Holanda. Debió de comenzar su viaje a menos de un kilómetro al sureste de Genova. El capitán sabía que eso no podía ser correcto.

Noto la emoción de Paul al pensar que ha superado en astucia al capitán.

–Dices que las indicaciones están ahí por otra alguna otra razón.

Apenas si hace una pausa.

–De Stadio no sólo significa «en estadios». De también puede significar «desde».

Me mira, expectante, pero la belleza de esta nueva traducción me pasa desapercibida.

–Tal vez las medidas no son sólo de estadios, tal vez no se han medido sólo en esas unidades -dice-. Tal vez se han tomado también desde un estadio. Un estadio puede ser el punto de partida. De Stadio puede tener un significado doble: se siguen las indicaciones desde un estadio, un edificio físico, y se siguen en estadios, en esas unidades.

El mapa de Roma proyectado en la pared empieza a estar mejor enfocado. La ciudad está cubierta de antiguos estadios. Colonna la debió conocer mejor que cualquier otra ciudad del mundo.

–Esto resuelve el problema de escalas que tenía el capitán -continúa Paul-. Uno no puede medir la distancia entre países en unos pocos estadios. Pero sí que puedes medir así la distancia en el interior de una ciudad. Plinio dice que la circunferencia de las murallas de Roma en el año 75 d.C. era de cerca de veintiún kilómetros. Entre un extremo y otro de la ciudad debía haber veinticinco o treinta estadios.

–¿Crees que eso nos llevará a la cripta?

–Francesco habla de construir donde nadie pueda verla. No quiere que nadie sepa lo que hay dentro. Ésta puede ser la única forma de encontrar la ubicación.

En un instante, me vienen a la memoria meses de especulaciones. Paul y yo pasamos varias noches preguntándonos por qué Colonna construiría su cripta en los bosques romanos, lejos de su familia y sus amigos, pero nunca nos pusimos de acuerdo en nuestras conclusiones.

–¿Y si la cripta fuera más de lo que creemos? – dice-. ¿Y si la ubicación fuera el secreto?

–En ese caso, ¿qué habría dentro? – digo, recuperando la pregunta.

Todo su porte se transforma en frustración.

–No lo sé, Tom. Aún no lo he descubierto.

–Sólo pregunto si no crees que Colonna habría…

–¿Dicho lo que había en la cripta? Claro que sí. Pero la segunda mitad del libro depende de la última clave, y no logro resolverla. No puedo hacerlo sólo. Así que este diario es la respuesta. ¿De acuerdo?

Dejo de insistir.

–De manera que lo único que tenemos que hacer -continúa Paul- es echar un vistazo a algunos de estos mapas. Empezamos en las zonas de los principales estadios, el Coliseo, el Circo Máximo, etcétera, y nos movemos cuatro estadios al sur, diez al este, dos al norte y seis al oeste. Si cualquiera de esos lugares queda en lo que en tiempos de Colonna era un bosque, lo marcamos.

–Bien -digo.

Paul presiona el botón de avance pasando por una serie de mapas de los siglos XV y XVI. Tienen la calidad de una caricatura arquitectónica, edificios dibujados sin guardar ninguna proporción con sus alrededores, cada uno apiñado contra los demás de manera que los espacios entre ellos son imposibles de juzgar.

–¿Cómo mediremos las distancias entre ellos?

Me responde dándole al mando varias veces más. Después de tres o cuatro mapas renacentistas, aparece uno moderno. La ciudad se parece más a la que recuerdo a partir de las guías que me dio mi padre antes de nuestro viaje al Vaticano. La muralla de Aurelio al norte, al este y al sur, y el río Tíber al oeste, crean el perfil de una cabeza de mujer anciana mirando al resto de Italia. La iglesia de San Lorenzo, donde Colonna mandó matar a los dos hombres, flota como una mosca justo delante del puente de la nariz de la anciana.

–Éste tiene la escala apropiada -dice Paul, señalando las medidas de la esquina superior izquierda. En una línea con la leyenda antigua milla romana hay marcados ocho estadios.

Camina hacia la imagen de la pared y pone la mano junto a la escala. Los ocho estadios equivalen a la distancia que hay entre la base de su palma y la punta del dedo corazón.

–Comencemos con el Coliseo. – Se pone de rodillas en el suelo y pone la mano junto a un óvalo oscuro del centro del mapa, cerca de la mejilla de la anciana-. Cuatro sur -dice, desplazándose hacia abajo la longitud de media mano- y diez este. – Se mueve un palmo en esa dirección y añade medio dedo índice-. Luego dos norte y seis oeste.

Cuando termina, su mano señala en el mapa un punto llamado M.CELIUS.

–¿Crees que está ahí?

–Ahí no -dice, deprimido. Señalando un círculo oscuro sobre el mapa, a muy poca distancia hacia el suroeste del punto de llegada, añade-: Aquí hay una iglesia. San Stefano Rotondo. – Desplaza el dedo hacia el nordeste-. Aquí hay otra, Santi Quattro Coronati. Y aquí -mueve el dedo hacia el sureste- está San Juan Laterano, donde vivieron los Papas hasta el siglo catorce. Si Francesco hubiera construido aquí su cripta, lo habría hecho a menos de medio kilómetro de tres iglesias distintas. Es imposible.

Comienza de nuevo.

–El Circus Flaminius -dice-. Este mapa es viejo. Creo que Gatti lo ubicó más cerca de aquí.

Acerca el dedo al río, y luego repite las indicaciones.

–¿Bien o mal? – digo, mirando fijamente la ubicación: cae en alguna parte de la cima del Monte Palatino.

Paul frunce el ceño.

–Mal. Esto está casi en la mitad de San Teodoro.

–¿Otra iglesia?

Asiente.

–¿Estás seguro de que Colonna no la construyó cerca de una iglesia?

Me mira como si hubiera olvidado la regla de oro.

–Todos sus mensajes hablan del miedo que tiene de que lo sorprendan los fanáticos. Los «hombres de Dios». ¿Cómo interpretas tú eso?

A punto de perder la paciencia, intenta dos posibilidades más: el Circo de Adriano y el viejo Circo de Nerón, sobre el cual se construyó el Vaticano. Pero en ambos casos, el rectángulo de veintidós estadios aterriza casi en medio del río Tíber.

–Hay un estadio en cada esquina de este mapa -le digo-. ¿Por qué no pensamos dónde podría estar la cripta, y luego hacemos el proceso a la inversa para ver si hay algún estadio cerca?

Paul reflexiona un instante.

–Tendría que revisar mis otros atlas en el Ivy.

–Podemos regresar mañana.

Paul, cuya reserva de optimismo está disminuyendo, mira el mapa un momento y luego asiente. Colonna lo ha derrotado de nuevo. Incluso el capitán espía fue burlado.

–¿Y ahora qué? – pregunto.

Se abrocha el abrigo y apaga el proyector.

–Quiero revisar el escritorio de Bill. En la biblioteca de abajo.

Vuelve a poner la máquina en la estantería, tratando de dejarlo todo como estaba.

–¿Para qué?

–Para ver si hay algo más del diario. Richard insiste en que había un plano doblado en el interior.

Abre la puerta y me la sostiene. Echa una mirada a la habitación antes de cerrar.

–¿Tienes una llave de la biblioteca?

Paul niega.

–Bill me dio el código de la escalera.

Regresamos a la oscuridad del vestíbulo y Paul me guía por el pasillo. En la oscuridad parpadean luces de seguridad de color naranja, como aviones cruzando la noche. Llegamos a una puerta que da a una escalera. Bajo el pomo hay una caja con cinco botones numerados. Paul piensa un instante y luego marca los números de una breve secuencia. El pomo gira en su mano y en ese momento nos quedamos paralizados. En el silencio, alcanzamos a oír un ruido de pies que se arrastran.

Capítulo 14

–Vámonos -le digo, moviendo la boca sin hablar, mientras lo empujo hacia la puerta de la biblioteca.

Una lámina de cristal de seguridad hace las veces de pequeña ventana en el panel. Nos asomamos a la oscuridad de la habitación. Hay una sombra moviéndose en una de las mesas privadas. El rayo de luz de una linterna flota sobre la superficie. Alcanzo a distinguir una mano que se pierde en uno de los cajones.

–Ése es el escritorio de Bill -susurra Paul. Su voz se desplaza por el hueco de la escalera. La trayectoria de la luz de la linterna se paraliza y enseguida se mueve en nuestra dirección. Empujo a Paul y nos agachamos debajo de la ventana.

–¿Quién es? – pregunto.

–No he podido verlo.

Escuchamos el ruido de pasos. Cuando oigo que se alejan, me asomo de nuevo a la ventana. La habitación está vacía. Paul empuja la puerta. El área entera está sumida en las largas sombras de los anaqueles. La luz de la luna se refleja en los cristales de las ventanas que dan al norte. Los cajones del escritorio de Stein siguen abiertos.

–¿Hay otra salida? – digo en susurros mientras nos acercamos. Paul asiente y señala un punto detrás de una serie de estanterías que se alzan hasta el techo. De repente, ahí están de nuevo los pasos, arrastrándose en dirección a la salida, seguidos de un clic. El pestillo de la puerta se cierra suavemente. Me muevo hacia el sonido.

–¿Qué haces? – susurra Paul.

Me hace señas de que vuelva a su lado, junto al escritorio. Escudriño el hueco de la escalera a través del cristal de seguridad, pero no logro distinguir nada. Paul ya ha empezado a hurgar en los papeles de Stein, esparciendo la luz de su linterna de bolsillo sobre un amasijo de notas y cartas.

Señala con el dedo un cajón cerrado con llave que ha sido forzado. Los archivos que contenía están fuera, desparramados sobre el escritorio y los bordes de los papeles se doblan como hierba descuidada. Parece haber una carpeta para cada profesor del departamento de Historia.

recomendación: presidente worthington

rec (a-m): baum, cárter, godfrey, li

rec (n-z): newman, rossini, sackler, worthington (antes de presidencia)

rec (otros departamentos): conner, delfosse, lutke, masón, quinn correspondencia antigua: hargrave/williams, OXFORD CORRESPONDENCIA ANTIGUA: APPLETON, HARVARD

Para mí, aquello no tiene significado alguno, pero Paul no puede quitarle los ojos de encima.

–¿Pasa algo?

Paul recorre la superficie del escritorio con su linterna.

–¿Para qué necesita todas estas recomendaciones?

Hay otros dos archivos abiertos. Uno se titula rec/correspondencia: taft. El otro es influencias/posibilidades. La carta de Taft ha sido relegada a una esquina. Paul se cubre los dedos con la manga de la camisa y empuja el papel hasta que queda a la vista.

William Stein es un joven competente. Ha trabajado bajo mi supervisión durante cinco años, y me ha sido de utilidad sobre todo en cuestiones administrativas y de oficina. Estoy seguro de que podrá realizar trabajos similares dondequiera que vaya.

–Dios mío -susurra Paul-, Vincent lo traicionó. – Lee la carta de nuevo-. Bill parece un secretario.

Cuando desdobla la esquina de la página, encontramos una fecha del mes pasado. Levanta la carta y vemos una posdata manuscrita.

Bill: escribo esto para ti a pesar de todo. Mereces menos todavía. – Vincent.

–Hijo de puta -susurra Paul-. Bill estaba intentando alejarse de ti.

Con la luz de la linterna recorre la carpeta influencias/posibilidades. Lo primero es una serie de borradores de una carta de Stein, cada uno escrito con un bolígrafo distinto. Hay líneas interpoladas y eliminadas, de manera que es difícil seguir el texto. Mientras Paul lo lee, veo que la linterna empieza a temblarle en la mano.

Profesor Hargrave [comienza la carta]:

Me place informarle de que mi investigación sobre la Hypnerotomachia Poliphili está terminada se aproxima a su finalización. Tendré los resultados disponibles para finales de abril, o acaso antes. Le aseguro que la espera ha valido la pena. Ya que no he tenido noticias suyas ni del profesor Williams desde mi carta del 17 de enero, por favor confirme que la cátedra el empleo del que hablamos continúa disponible. Mi corazón está en Oxford, pero puede que me sea imposible descartar otras universidades cuando mi artículo se publique y tenga otras ofertas.

Paul pasa a la página siguiente. Ahora oigo su respiración.

Presidente Appleton: Le escribo con buenas noticias. Mi trabajo en la Hypnerotomachia se acerca satisfactoriamente a su fin. Como le he prometido; Los resultados opacarán cualquier otra cosa en el campo de los estudios sobre el Renacimiento -o sobre cualquier otra época histórica- durante este año y el siguiente. Antes de publicar mis resultados, quiero confirmar que el puesto de profesor asistente sigue disponible. Mi corazón está en Harvard, pero puede que me sea imposible descartar otras tentaciones cuando mi artículo se publique y tenga otras ofertas.

Paul la lee por segunda vez, luego por tercera.

–Iba a tratar de robármelo -susurra débilmente, apartándose del escritorio para apoyarse en la pared.

–Pero ¿cómo es posible?

–Tal vez pensó que nadie creería que era el trabajo de un estudiante.

Vuelvo a concentrarme en la carta.

–¿Cuándo se ofreció a mecanografiar tu tesina?

–El mes pasado.

–¿Y durante todo este tiempo su intención ha sido robártela?

Paul me mira intensamente y mueve la mano por el escritorio.

–Por supuesto. Ha estado escribiéndole a esta gente desde enero.

Cuando deja las cartas sobre el escritorio, asoma una última página debajo de las cartas a Oxford y Harvard. Al ver un extremo de la hoja, Paul la saca de un tirón.

Richard [comienza]:

Espero que esta carta te encuentre bien. Tal vez hayas tenido mejor suerte en Italia que en Nueva York. Si no ha sido así, ambos sabemos en qué situación te encuentras. Ambos, también, conocemos a Vincent. Creo que podemos decir que Vincent tiene sus propios planes con respecto a todo lo que salga de esto. Por lo tanto, tengo una propuesta que hacerte. Aquí hay más que suficiente para satisfacernos a ambos y he diseñado una división del trabajo que creo te parecerá justa. Por favor contáctame pronto para discutirlo. Déjame tu número de teléfono en Florencia y también en Roma: el correo allá es poco fiable, y prefiero arreglar esto tan pronto como sea posible. – B.

La respuesta, en otra tinta y otra caligrafía, está escrita en la parte inferior de la misma carta. Hay dos números de teléfono, uno precedido de la letra F, el otro de la R. Después se añade una nota final:

Solicitud atendida. Llama después del trabajo, hora italiana. ¿Y de Paul qué? – Richard.

Paul se ha quedado sin habla. Escarba nuevamente entre los papeles, pero no hay nada más. Cuando trato de consolarlo, me indica que me aparte.

–Deberíamos explicárselo al Decano -le digo al fin.

–¿Explicarle qué? ¿Que hemos estado husmeando en las cosas de Bill?

De repente, un reflejo luminoso traza una curva en la pared de enfrente, seguido de luces de colores que relampaguean a través de las láminas de cristal de las ventanas. Un coche de policía ha llegado con la sirena apagada al patio que hay frente al museo. Dos agentes salen de él. Las luces rojas y azules se apagan justo cuando llega un segundo coche y aparecen otros dos agentes.

–Alguien ha debido decirles que estábamos aquí -digo.

La nota de Curry se agita en la mano de Paul, que se ha quedado clavado en el suelo, observando las formas oscuras que se apresuran hacia la entrada principal.

–Vamos. – Tiro de él hacia las estanterías de la salida trasera.

En ese instante, la puerta principal de la biblioteca se abre y la luz de una linterna cruza la habitación. Nos escondemos en una esquina.

Entran dos agentes.

–Allí -dice el primero, haciendo un gesto en dirección a donde estamos.

Cojo el pomo y abro la puerta trasera. A gachas, Paul sale al vestíbulo, justo cuando el primer policía se acerca. Mientras tanto, yo salgo caminando de cuclillas, y luego logro ponerme de pie. Nos deslizamos con la espalda pegada a la pared; corriendo, Paul me conduce a la escalera que da a la planta baja. Cuando regresamos al espacio abierto del vestíbulo principal, veo una luz de linterna bordeando una pared cercana.

–Abajo -dice Paul-. Hay un ascensor de servicio.

Entramos en el ala asiática del museo. Hay esculturas y vasijas detrás de fantasmales paredes de vidrio. Hay rollos chinos que yacen en sus vitrinas, desenrollados y montados junto a figuras mortuorias. La sala es de un opaco tono verde.

–Por aquí -me urge Paul mientras se acercan los pasos.

Me guía, tras doblar una esquina, a un callejón cuya única salida son las grandes puertas metálicas del ascensor de servicio. Las voces se hacen más fuertes. Al pie de la escalera, dos policías tratan de avanzar en la oscuridad. De repente la planta entera se ilumina.

–Hay luz. – Nos llega la voz de un tercero. Paul mete la llave en la ranura de la pared. Cuando las puertas se abren, me mete de un tirón en el ascensor. Enseguida nos llega un aluvión de pasos que se mueven en nuestra dirección.

–Vamos, vamos…

Las puertas permanecen abiertas. Durante un instante creo que le han cortado la corriente al ascensor. En ese momento, justo cuando el primer agente dobla la esquina, las puertas metálicas se cierran de un golpe. Una mano golpea las puertas, pero el ruido se desvanece a medida que se mueve la cabina.

–¿Adónde vamos? – pregunto.

–A la zona de carga.

Salimos a una especie de área de almacenamiento, y Paul abre a la fuerza una puerta que da a una habitación inmensa y fría. Espero a que mis ojos se acostumbren a la luz. Ante nosotros se levantan las puertas de garaje de la plataforma de carga. El viento de afuera pasa tan cerca que hace temblar los paneles metálicos. Imagino pasos que corren hacia nosotros bajando la escalera, pero nada puede oírse a través de aquella gruesa puerta.

Paul se apresura, hace girar el pomo de un interruptor, y un motor se despierta y la puerta retráctil comienza a moverse.

–Con eso basta -digo cuando la apertura es lo bastante grande para dejarnos pasar a ambos. Pero Paul niega con la cabeza y la puerta sigue levantándose.

–¿Qué haces?

El espacio entre el suelo y el borde inferior de la puerta se ensancha hasta permitirnos una vista completa del campus sur. Durante un segundo, me quedo paralizado por lo bello, lo desierto que se ve. De repente Paul hace girar el botón del motor en la dirección opuesta y la puerta empieza a cerrarse.

–¡Vamos! – grita.

Se lanza como una flecha desde la pared hacia la plataforma, y yo intento torpemente rodar sobre mi espalda. Paul ya está delante de mí. Pasa rodando por debajo de la puerta, y luego tira de mí justo antes de que el metal conecte con el suelo. Me incorporo tratando de recobrar el aliento. Cuando empiezo a moverme en dirección a Dod, Paul me da otro tirón.

–Nos verán desde arriba. – Señala las ventanas del extremo oeste del edificio. Tras escudriñar el camino que se dirige al este, dice-: Por aquí.

–¿Te encuentras bien? – le pregunto mientras lo sigo. Paul inclina la cabeza mientras avanzamos en mitad de la noche, alejándonos de nuestro dormitorio y también del campo visual de los policías.

El viento se mete bajo el cuello de mi abrigo y me enfría el sudor de la nuca. Cuando miro hacia atrás, Dod y Brown Hall se ven casi totalmente oscuros, al igual que todos los dormitorios que se ven en la distancia. La noche ha llegado a todos los rincones del campus. Sólo las ventanas del museo de arte están inyectadas de luz.

Seguimos hacia el este a través de Prospect Gardens, un paraíso botánico ubicado en el corazón del campus. Las diminutas plantas primaverales están salpicadas de blanco y resultan casi invisibles, pero el haya americana y el cedro libanés se alzan como ángeles guardianes con las alas extendidas para protegerlas de la nieve. Un coche de la policía patrulla por una de las calles laterales, y Paul y yo aceleramos el paso.

La cabeza me da vueltas mientras me esfuerzo por entender lo que hemos visto. Tal vez el hombre que vimos en el escritorio de Stein era Taft, que revolvía sus papeles para hacer desaparecer toda conexión entre ellos. Tal vez ha sido él quién ha llamado a la policía. Miro a Paul y me pregunto si se le habrá pasado por la cabeza la misma idea, pero tiene una expresión vacía.

A lo lejos, aparece el nuevo departamento.

–Podemos entrar un rato -sugiero.

–¿Dónde?

–A las salas de ensayo del sótano. Hasta que haya desaparecido el peligro.

Al acercarnos oímos notas perdidas flotando en el aire: músicos noctámbulos que vienen a Woolworth para ensayar en privado. Vemos pasar otro coche de policía en dirección a Prospect que salpica barro y sal sobre el bordillo. Me obligo a caminar más rápido. La construcción de Woolworth ha terminado muy recientemente, y el edificio que emergió de los andamios es muy curioso: visto de fuera parece una fortaleza, pero el interior es inerte y frágil. El atrio se curva como un río a través de la biblioteca de música y las aulas de la planta baja y se levanta tres plantas hasta las claraboyas del techo. A su alrededor, el viento aulla celosamente. Paul abre la puerta de entrada con su carnet, y sostiene la puerta para que yo pase.

–¿Por dónde? – pregunta.

Lo guío a la escalera más próxima. Gil y yo hemos venido dos veces desde la inauguración del edificio, en ambas ocasiones en aburridas noches de sábado, después de tomarnos unas copas. La segunda esposa de su padre se empeñó en que Gil aprendiera a tocar algo de Duke Ellington[41] del mismo modo en que mi padre insistió para que yo aprendiera algo de Arcangelo Corelli. Entre los dos hemos recibido no menos de ocho años de clases de música, pero no tenemos con qué demostrarlo. Azotando un piano de media cola, Gil echó a perder ´A´ Train, yo destrocé La follia, y ambos fingimos seguir un ritmo que ninguno de los dos había interiorizado jamás.

Paul y yo caminamos sin hacer ruido por el vestíbulo del sótano y nos encontramos con que sólo un piano está siendo utilizado. Alguien está tocando Rapsody in Blue[42] en una remota sala de ensayo. Entramos en un estudio pequeño e insonorizado, y Paul se desliza cuidadosamente frente al piano alto y se sienta en el banco. Observa las teclas, que le resultan misteriosas como las de un ordenador, pero no las toca. La luz del techo chisporrotea un instante y después se extingue. Da igual.

–No lo puedo creer -dice al fin, respirando hondo.

–¿Por qué iban a hacerlo? – pregunto.

Paul pasa el dedo índice sobre una tecla, acariciando el ébano. Cuando me doy cuenta de que no ha escuchado la pregunta, se la repito.

–¿Qué quieres que te diga, Tom?

–Tal vez por eso Stein quería ayudarte.

–¿Cuándo? ¿Esta noche, con lo del diario?

–No. Desde hace meses.

–¿Desde que tú dejaste de trabajar en la Hypnerotomachia?

La cronología es un puñetazo en la mandíbula: el recuerdo de que yo soy el responsable último de la aparición de Stein.

–¿Crees que todo esto es culpa mía?

–No -dice Paul en voz baja-. Claro que no.

Pero la acusación flota en el aire. El mapa de Roma, al igual que el diario, me han recordado todo lo que abandoné, todos los progresos que hicimos antes de mi marcha y cuánto disfruté. Me miro las manos; las tengo enroscadas entre las piernas. Fue mi padre quien dijo que tenía las manos perezosas. Cinco años de clases de música no lograron producir una sonata de Corelli más o menos presentable. Entonces, mi padre optó por el baloncesto.

«Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes

–¿Qué me dices de la nota de Curry? – le pregunto. Al mismo tiempo, me fijo en la parte posterior del piano. El lado que da a la pared está sin barnizar. Es una extraña noción de la economía, como si un profesor no se peinara el pelo del cogote porque no se lo ve en el espejo. Mi padre lo hacía. Siempre pensé que se trataba de un defecto de perspectiva: el error de alguien que sólo ve el mundo desde un ángulo. Sus estudiantes debieron notarlo con la misma frecuencia que yo: cada vez que les daba la espalda.

–Richard nunca trataría de robarme -dice Paul, mordiéndose una uña-. Se nos ha debido escapar algo.

Se produce un silencio. La sala de ensayo es cálida, y cuando nos quedamos callados no se oye ningún sonido salvo un tarareo ocasional procedente del vestíbulo, donde Gershwin ha sido reemplazado por una sonata de Beethoven que resuena a lo lejos. El ambiente me hacer recordar los días en que, de niño, esperaba que pasara una tormenta de verano. Se ha ido la luz, la casa está en silencio, y no se oye nada salvo el rugido de un trueno remoto. Mi madre me lee a la luz de una vela -Bartholomew Cubbins[43] o un Sherlock Holmes ilustrado- y lo único que se me ocurre es que las mejores historias son siempre las de hombres que llevan sombreros graciosos.

–Creo que el que estaba allí era Vincent -dice Paul-. En la comisaría mintió acerca de su relación con Bill. Dijo que Bill había sido el mejor estudiante de posgrado que había tenido en muchos años. Ambos conocemos a Vincent -decía la carta de Stein-. Creo que podemos decir que tiene sus propios planes con respecto a todo lo que salga de esto.

–¿Crees que Taft lo quiere para él? – le pregunto-. Hace muchos años que no publica nada sobre la Hypnerotomachia.

–No se trata de publicar, Tom.

–¿De qué se trata, entonces?

Paul se queda un momento callado, y luego dice:

–Ya has escuchado lo que dijo Vincent esta noche. Nunca antes había admitido que Francesco fuera romano. – Paul baja la mirada hacia los pedales del piano, que asoman bajo el marco de madera como si fueran unos zapatitos de oro-. Trata de robármelo.

–¿Robarte qué?

Paul vacila de nuevo.

–No importa. Olvídalo.

–¿Y si fuera Curry el que estaba en el museo? – le sugiero cuando se da la vuelta. La carta de Stein a Curry ha enturbiado la imagen que tengo de este hombre. Me ha recordado el hecho de que nadie ha estado más obsesionado con la Hypnerotomachia que él.

–Él no está metido en esto, Tom.

–Pero ya has visto cómo ha reaccionado cuando le has mostrado el diario. Curry todavía pensaba que le pertenecía.

–No. Yo lo conozco, Tom. ¿Vale? Tú no.

–Y eso ¿qué significa?

–Tú nunca confiaste en Richard. Ni siquiera cuando trató de ayudarte.

–No necesitaba su ayuda.

–Y sólo odias a Vincent por lo de tu padre.

Me doy la vuelta hacia él, sorprendido.

–Él llevó a mi padre a…

–¿A qué? ¿A salirse de la carretera?

–No. A la distracción. Pero ¿qué diablos te pasa?

–Escribió una reseña, Tom.

–Arruinó su vida.

–Arruinó su carrera. Es distinto.

–¿Por qué lo defiendes?

–No lo defiendo. Defiendo a Richard. Pero a ti Vincent nunca te ha hecho nada.

Estoy a punto de responderle cuando veo el efecto que nuestra conversación tiene en él. Se pasa la palma de la mano por las mejillas, secándoselas. En ese momento sólo veo faros en una carretera. Oigo el estruendo de una bocina.

–Richard siempre ha sido muy bueno conmigo -dice Paul.

No recuerdo que mi padre hiciera el menor ruido. Ni durante el trayecto, ni cuando derrapamos y nos salimos de la carretera.

–No los conoces -dice-. A ninguno de los dos.

No sé con certeza cuándo comenzó a llover: cuando íbamos a la feria del libro a ver a mi madre, o de camino al hospital, cuando yo estaba ya en la ambulancia.

–Una vez encontré una reseña del primer libro importante de Vincent -continúa Paul-. Un recorte que había en su casa. Era de principios de los años setenta, cuando Vincent era el personaje de moda en Columbia, antes de que llegara al Instituto y su carrera se viniera abajo. Era un texto brillante, el tipo de reseña que los profesores sueñan. Al final decía: «Vincent Taft ya ha emprendido su próximo proyecto: una historia definitiva del Renacimiento italiano. A juzgar por su obra existente, será ciertamente un opus magnum; uno de esos raros logros en los cuales escribir sobre historia se transforma en hacer historia». Lo recuerdo palabra por palabra. Lo encontré en la primavera de segundo, antes de conocerlo realmente. En ese momento comprendí por primera vez quién era.

Una reseña. Como la que le mandó a mi padre, sólo para asegurarse de que la viera. La patraña Belladonna, por Vincent Taft.

–Era una estrella, Tom. Tú lo sabes. Tenía más ideas que toda la facultad junta. Pero se vino abajo. No se quemó, simplemente se vino abajo.

Las palabras ganan impulso, acumulándose en el aire como si pudiera lograrse un equilibrio entre la presión que Paul lleva dentro y el silencio que reina afuera. Me siento como si intentara nadar, como si agitara brazos y piernas mientras me arrastra la marea. Paul comienza de nuevo a hablar de Taft y Curry y me digo que no son más que personajes de otro libro, hombres con sombreros, producto de una imaginación agotada. Pero cuanto más habla Paul, más los veo como él los ve.

Tras la debacle que rodeó al diario del capitán de puerto, Taft abandonó Manhattan y se instaló en una casa de listones de madera blanca perteneciente al Instituto, a poco más de un kilómetro al suroeste del campus de Princeton. Tal vez lo afectó la soledad, la ausencia de colegas contra los cuales probar su fuerza, pero en cuestión de meses comenzaron a circular en la comunidad académica rumores acerca de sus problemas con la bebida. La historia definitiva que había planeado expiró silenciosamente. Su pasión, su dominio sobre su propio talento, se derrumbó.

Tres años después, con motivo de su siguiente publicación -un delgado volumen sobre el papel de los jeroglíficos en el arte del Renacimiento- resultó evidente que la carrera de Taft se había estancado. Siete años después, cuando se publicó su siguiente artículo en una revista menor, un reseñista dijo que su decadencia era una tragedia. Según Paul, la pérdida de lo que Taft tuvo con mi padre y con Curry siguió persiguiéndolo. En los veinticinco años que pasaron entre su llegada al Instituto y su encuentro con Paul, Vincent Taft publicó sólo en cuatro ocasiones; prefirió pasar el tiempo escribiendo crítica sobre las obras de los otros, y en particular de mi padre. Ni una sola vez recuperó el fogoso genio que había tenido en su juventud.

Debió de ser la entrada de Paul en su vida, en la primavera de nuestro primer curso, lo que le llevó de vuelta a la Hypnerotomachia. Poco después de que Taft y Stein empezaran a colaborar en su tesina, Paul me habló de los sorprendentes momentos de brillantez que tenía su mentor. El viejo oso trabajó varias noches a su lado, recitando largos pasajes de herméticos textos primarios cuando Paul no lograba encontrarlos en la biblioteca.

–Ese fue el verano en que Richard me pagó el viaje a Italia -dice Paul, frotando una mano contra el borde del taburete-. Estábamos tan emocionados… Incluso Vincent. Él y Richard seguían sin hablarse, pero sabían que yo me acercaba a algo importante. Empezaba a comprender algunas cosas.

»Me alojé en un piso de Richard, la última planta de un viejo palacio renacentista. Era un lugar fantástico, muy hermoso. Había pinturas en las paredes, en el techo, en todas partes. En hornacinas, sobre las escaleras. Tintorettos, Caraccis, Peruginos. Era como estar en el paraíso, Tom. Era tan bello que te dejaba sin aliento. Y él se levantaba por la mañana y decía, con aires de hombre de negocios: «Paul, hoy tengo que trabajar un poco». Luego comenzábamos a conversar, y media hora después se quitaba la corbata y decía: «Qué diablos. Tomémonos el día libre». Terminábamos caminando por las plazas, simplemente hablando, los dos solos, horas y horas caminando y hablando.

»Fue entonces cuando empezó a hablarme de sus días en Princeton, del Ivy, de las aventuras que había vivido, las locuras que había hecho, la gente que había conocido. De tu padre, sobre todo. Su relato era tan vivo, tan vivido… Quiero decir que era algo muy distinto de lo que Princeton había sido siempre para mí. Me sentía completamente hipnotizado. Era como vivir un sueño, un sueño perfecto. Richard llegó incluso a llamarlo así. Durante todo el tiempo que pasamos en Italia parecía vivir entre las nubes. Empezó a salir con una escultora veneciana, y llegó a hablar de pedirle que se casara con él. Después de ese verano, pensé que trataría incluso de reconciliarse con Vincent.

–Pero nunca se reconciliaron.

–No. Cuando volvimos a Estados Unidos, todo volvió a ser como antes. Vincent y él no volvieron a hablar. La mujer con la que salía rompió con él. Richard empezó a venir al campus, tratando de recordar la pasión de la época en que tu padre y él estudiaban con McBee. Desde entonces vive cada vez más sumido en el pasado. Vincent trató de que me alejara de él, pero este año de quien me he alejado es de Vincent: he tratado de evitar el Instituto, de trabajar en el Ivy cuando me es posible. No quería hablarle de lo que habíamos encontrado hasta que fuera necesario.

»Y entonces Vincent me obligó a que le mostrara mis conclusiones y me exigió un informe semanal de mis progresos. Tal vez creyó que era su única oportunidad de recuperar la Hypnerotomachia. – Paul se pasa una mano por el pelo-. Tendría que haberlo previsto. Debería haber escrito una tesina de notable y luego haberme largado de aquí. "Son las casas más grandes y los árboles más altos los que derriban los dioses con sus rayos y truenos. Pues a los dioses les agrada frustrar lo que es más grande que el resto. No soportan el orgullo ajeno, tan sólo el propio." Esto lo escribió Herodoto. Debo haber leído cincuenta veces estas líneas, y nunca me detuve ni un instante en ellas. Vincent me hizo percatarme de su sentido. Él sabía muy bien lo que significaban.

–¿En serio piensas eso?

–Ya no sé lo que pienso. Debería haber vigilado más de cerca a Vincent y a Bill. Si no hubiera estado tan pendiente de mí mismo, habría podido anticipar todo esto.

Miro la luz que sale por debajo de la puerta. El piano del pasillo se ha quedado en silencio.

Paul se levanta y se dirige hacia la entrada.

–Vamonos de aquí -dice.

Capítulo 15

Apenas si hablamos mientras nos alejamos de Woolworth. Paul camina un par de pasos por delante, a suficiente distancia para que cada uno piense por su cuenta. A lo lejos alcanzo a distinguir la torre de la capilla. A sus pies, los coches de la policía se acuclillan como sapos que esperan bajo un roble a que pase la tormenta. Las cintas de la policía se sacuden en el viento moribundo. El ángel de nieve de Bill Stein debe haber desaparecido: tal vez ya no quede ni un claro en la nevada.

Cuando llegamos a Dod, Charlie está despierto aún, pero se está preparando para acostarse de nuevo. Ha estado limpiando el salón, ordenando papeles sueltos y poniendo el correo en montones, tratando así de liberarse de lo que ha visto en la ambulancia. Tras mirar el reloj, nos lanza una mirada de desaprobación, pero está demasiado cansado para hacer preguntas. Me hago a un lado y me limito a escuchar mientras Paul le cuenta lo que hemos visto en el museo, consciente de que Charlie insistirá en que llamemos a la policía. Sin embargo, cuando le explico que mientras estábamos registrando las pertenencias de Stein encontramos las cartas, incluso Charlie parece pensárselo dos veces.

Paul y yo nos retiramos a nuestra habitación y nos desvestimos sin mediar palabra, y enseguida nos vamos cada uno a su litera. Ya acostado, recuerdo la emoción que había en su voz mientras describía a Curry, y se me ocurre algo que nunca antes había comprendido. Aunque breve, la relación entre ellos dos llegó a tener una sosegada perfección: Curry no había logrado entender la Hypnerotomachia hasta que Paul entró en su vida y resolvió lo que él no había logrado resolver, de manera que pudieron compartirlo. Paul, por su parte, siempre había sido muy ambicioso, hasta que Curry entró en su vida y le mostró todo lo que hasta entonces le había faltado, de manera que pudieron compartirlo. Como Della y James en el viejo cuento de O. Henry -James, que vendió su reloj de oro para comprarle a Della peinetas para el pelo, y Della que vendió su pelo para comprarle a James una cadena para su reloj-, sus dones y sus sacrificios encajan perfectamente. Pero esta vez con final feliz. Lo único que ambos podían ofrecer era precisamente lo que al otro le faltaba.

No puedo reprocharle a Paul que haya tenido esta suerte. Si alguien la merece, sin duda es él. Paul nunca tuvo familia, un rostro enmarcado, una voz al otro lado de la línea. Aun después de la muerte de mi padre, yo he tenido esas cosas, por muy imperfectas que hayan sido. Y sin embargo, aquí hay en juego algo más grande. El diario del capitán de puerto puede probar que mi padre tenía razón sobre la Hypnerotomachia: que la vio como lo que era en realidad, a través del polvo y el tiempo, a través del bosque de lenguas muertas, de los grabados. Yo no le creí; pensé que la idea misma de que hubiera algo especial en un libro tan viejo y aburrido era ridicula y vana y miope. Y durante todo ese tiempo, mientras acusaba a mi padre de un error de perspectiva, resultaba que el único error de perspectiva era el mío.

–No te hagas esto, Tom -dice Paul desde arriba, inesperadamente, en voz tan baja que apenas alcanzo a escucharlo.

–¿El qué?

–No te compadezcas.

–Estaba pensando en papá.

–Lo sé. Trata de pensar en otra cosa.

–¿Cómo qué?

–No lo sé. En nosotros, por ejemplo.

–No te entiendo.

–En los cuatro. Trata de dar las gracias por lo que tenemos. – Titubea un instante-. ¿Qué hay del año que viene? ¿Qué has decidido?

–No lo sé aún.

–¿Texas?

–Tal vez. Pero Katie seguirá aquí.

Al cambiar de posición en la cama, sus sábanas crujen.

–¿Y si te dijera que yo quizás voy a Chicago?

–¿Qué quieres decir?

–Para hacer un doctorado. Recibí la carta un día después que tú.

Me quedo atónito.

–¿Adonde creías que iría el año que viene? – pregunta.

–A trabajar con Pinto en Yale. ¿Por qué Chicago?

–Pinto se jubila este año. Y además, el programa de Chicago es mejor. Melotti sigue ahí.

Melotti. Uno de los pocos estudiosos de la Hypnerotomachia que recuerdo haber oído en boca a mi padre.

–Además -añade Paul-, si a tu padre le fue bien, a mí también puede irme bien, ¿no?

La misma idea se me ocurrió antes de presentar mi solicitud, pero lo que yo quise decir fue: si aceptaron a mi padre, también me aceptarán a mí.

–Supongo que sí.

–Entonces ¿qué opinas?

–¿De ir a Chicago?

Titubea de nuevo. Me he perdido de algo.

–De ir a Chicago juntos.

El techo cruje, pero el sonido nos llega como si fuera de otro mundo.

–¿Por qué no me lo habías dicho?

–No sabía cómo te lo tomarías -dice.

–Y seguirías el mismo programa que él.

–En la medida de lo posible.

No estoy seguro de que pueda soportar que mi padre me persiga cinco años más. Lo vería en la sombra de Paul aun más de lo que lo veo ahora.

–¿Es tu primera opción?

Tarda un largo rato en responder.

–Sólo quedan Taft y Melotti.

Se refiere a estudiosos de la Hypnerotomachia.

–Podría trabajar aquí, en el campus, con alguien que no sea especialista -dice-. Batali o Todesco. Pero escribir una tesis doctoral sobre la Hypnerotomachia para un no especialista sería como escribir música para sordos.

–Deberías ir a Chicago -le digo, tratando de sonar como si lo sintiera de corazón. Y tal vez sea así.

–¿ Quieres decir que tú irás a Texas?

–No lo he decidido aún.

–No todo tiene que ver con él.

–Lo sé.

–Bien -dice Paul, que ha decidido no presionarme más-. Supongo que tenemos la misma fecha límite.

Los dos sobres están donde los dejé, el uno al lado del otro, en el escritorio de Paul. El escritorio -pienso ahora- en el cual Paul empezó a descifrar la Hypnerotomachia. Durante un instante imagino a mi padre flotando encima como un ángel guardián, guiando a Paul hacia la verdad cada noche desde que todo comenzó. Es curioso pensar que yo estaba aquí mismo, a un par de metros, y dormido la mayor parte del tiempo.

–Descansa un poco -dice Paul, y oigo cómo se da la vuelta sobre su litera con un largo y trabajoso suspiro. La fuerza de lo que ha ocurrido empieza a regresar.

–¿Qué harás por la mañana? – le pregunto, sin saber si quiere hablar del tema.

–Tengo que preguntarle a Richard sobre esas cartas.

–¿Quieres que vaya contigo?

–Prefiero ir solo.

Esa noche no volvemos a hablar.

A juzgar por su respiración, Paul se queda rápidamente dormido. Ojalá pudiera hacer lo mismo, pero tengo la cabeza demasiado atestada. Me pregunto qué habría pensado mi padre al saber que hemos encontrado el diario del capitán después de todos estos años. Tal vez esto hubiera aligerado la soledad que siempre supuse que sentía, la soledad de trabajar tanto en algo que significaba tan poco para tan pocos. Tal vez saber que su hijo lo ha logrado finalmente hubiera cambiado las cosas.

–¿Por qué has llegado tarde? – le pregunté una noche, después de que se presentara durante el descanso al último partido de baloncesto que jugué en mi vida.

–Lo siento -dijo-. He tardado más de lo que esperaba.

Caminaba hacia el coche delante de mí, íbamos a regresar a casa. Me fijé en el mechón de pelo que siempre olvidaba peinarse, el que no se veía en el espejo. Era mediados de noviembre, pero mi padre había venido al partido con una chaqueta de primavera; estaba tan distraído en su trabajo que había cogido del armario la chaqueta equivocada.

–¿En qué? – presioné-. ¿Tu trabajo?

«Trabajo» era el eufemismo que yo solía usar para evitar el título que tanto me avergonzaba frente a mis amigos.

–No -dijo él en voz baja-. El tráfico.

En el camino de regreso mi padre mantuvo el velocímetro dos o tres kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, igual que siempre. Aquella diminuta desobediencia, su manera de no dejarse encasillar por las reglas, unida a su incapacidad de quebrarlas, me irritaba todavía más una vez me hube sacado el carnet de conducir.

–Has jugado bien -dijo girando la cabeza hacia el puesto del copiloto para mirarme-. Has encestado los dos tiros libres que he visto.

–En la primera mitad he hecho cero de cinco. Le he dicho al entrenador Ames que no quiero seguir jugando.

Mi padre no hizo pausa alguna, y eso me demostró que ya lo había previsto.

–¿Lo dejas? ¿Por qué?

–Los astutos se aprovechan de los fuertes -dije, consciente de que ésta sería su próxima frase-. Pero los altos se aprovechan de los bajos.

Desde entonces, mi padre pareció culparse por mi decisión, como si el baloncesto hubiera sido el último vínculo entre ambos. Dos semanas más tarde, cuando regresé de la escuela, el tablero y el aro de nuestro garaje ya no estaban: mi padre los había regalado a una organización benéfica local. Mi madre dijo no saber por qué lo había hecho. Lo único que dijo fue: «quizás pensó que eso te facilitaría las cosas».

Con esto en mente, trato de imaginar el regalo más grande que hubiera podido hacerle a mi padre. Y mientras el sueño me envuelve, la respuesta parece extrañamente clara: tener fe en sus ídolos. Eso fue lo que quiso siempre: sentir que algo permanente nos unía, saber que mientras creyéramos en las mismas cosas, nunca nos separaríamos. La verdad es que tuve éxito en mi empeño por que eso nunca ocurriera. La Hypnerotomachia no se diferenciaba en nada de las clases de piano o del baloncesto o de la forma en que mi padre se peinaba: todo era culpa suya. Luego, tal y como él debió de prever, tan pronto como perdí la fe en el libro comenzamos a distanciarnos más y más, siempre sentados alrededor de la misma mesa. Él había hecho su mejor esfuerzo para atarnos con un nudo sólido, y yo me las arreglé para deshacerlo.

La esperanza -me dijo Paul en alguna oportunidad-, que habló desde la caja de Pandora sólo cuando las demás plagas y tristezas hubieron salido, es el mejor y el último de los sentimientos. Sin ella, no hay más que tiempo. Y el tiempo nos empuja por la espalda con una fuerza centrífuga, alejándonos hacia fuera hasta lanzarnos de un empujón al olvido. Ésta, creo, es la única explicación para lo que nos sucedió a mi padre y a mí, igual que a Taft y a Curry igual que nos sucederá a los cuatro que estamos aquí, en Dod, a pesar de lo inseparables que parecemos ahora. Es una ley del movimiento, un hecho físico cuyo nombre Charlie nos podría decir, y que no es para nada distinto de las enanas blancas y las gigantes rojas. Como todas las cosas del universo, estamos destinados a divergir desde nuestro nacimiento. El tiempo no es más que la medida de esa separación. Si somos partículas en un océano de distancia, si somos el resultado de la explosión de un todo original, es posible decir que existe una ciencia de nuestra soledad. Estamos solos en proporción a nuestros años de vida.