13: Campos de desesperación
13
Campos de desesperación
La cabeza del fantasmal príncipe, cubierta por el casco, giró para contemplar a Malus, y los abrasadores ojos cayeron sobre el noble como el golpe de una espada. Sintió vértigo ante la funesta mirada del caballero muerto, que pareció congelarle el corazón. A su alrededor apenas podía percibir a los miembros de la partida de guerra, que se detenían con un fuerte tirón de riendas debido a la conmoción y el miedo. Uno de los hombres lanzó un gemido de terror, y las filas de fantasmas avanzaron medio paso al oírlo, como si ansiaran lanzarse contra un enemigo que sangraría y moriría bajo el filo de sus armas.
Antes de que Malus lograra mover la lengua para replicar a las aterradoras apariciones, Beg inspiró mesuradamente y habló con voz potente y tensa.
—¡No somos más que viajeros del camino, poderoso príncipe! Perdónanos por la intrusión y te honraremos con reverencia… y sacrificios.
«¡Sacrificio!» La mente de Malus funcionaba a toda velocidad. Las intenciones del urhan resultaban entonces demasiado claras.
El príncipe avanzó un paso más hacia la horrorizada partida de guerra, y se oyó un rechinar y crujir de correas y acero antiguo.
—¡Sacrificio! —susurró con voracidad el muerto—. ¿Quién subirá sobre mi frío féretro de piedra y entibiará mis huesos con una libación de sangre caliente?
Con un grito de desesperada furia, Malus apartó los ojos de la paralizante mirada del príncipe y desenvainó la espada. Antes de que Beg pudiera responder, el noble se puso de pie en la silla de montar y alzó el arma en alto.
—¡Cabalgad! —les gritó a sus hombres—. ¡Cabalgad a tumba abierta, guerreros de Hag Graef! ¡Cabalgad!
El noble golpeó con las espuelas los flancos de Rencor, y el nauglir cargó hacia la fantasmal horda con un rugido atronador. Un segundo después, el aire sobrenatural resonó con los bramidos de guerra de Hag Graef, cuando los jinetes de gélidos desnudaron su acero y cargaron hacia la aterradora hueste de acuerdo con la orden del señor.
El aire se estremeció con los alaridos de los condenados al cargar la hueste fantasmal para enfrentarse con el enemigo. Cuando las dos fuerzas chocaron se produjo un brutal estruendo ensordecedor, y Malus perdió de vista al príncipe que llevaba el estandarte en medio de una multitud de muertos que aullaban. Los gélidos, que acometieron al ejército élfico en formación de cuña, hicieron pedazos los cuerpos antiguos y regaron a los compañeros que iban detrás con una macabra lluvia de esquirlas de armadura y hueso.
Las espadas destellaban al abrir surcos en las frenéticas filas de los muertos, atravesando extremidades, torsos y cráneos. La piel y los cartílagos marchitos se separaban en blancas nubes de podredumbre; los descoloridos huesos eran reducidos a polvo bajo las patas de los gélidos. Una hueste de mortales se habría sentido conmocionada por la absoluta ferocidad de la partida de guerra que cargaba contra ella, pero los aullantes muertos rodeaban a los druchii como una marea. Cada condenado hecho pedazos era inmediatamente reemplazado por otro, y todos ellos atacaban a los acorazados guerreros con espadas, lanzas, hachas y garras.
—¡Avanzad! —rugió Malus en medio del estruendo, mientras le asestaba tajos a diestro y siniestro a la frenética horda.
Rencor sacudía la cabeza y lanzaba dentelladas a los atacantes, y los restos de los putrefactos cadáveres que partía en dos con los dientes salían volando por el aire en amplios arcos. El noble espoleó a la bestia para que avanzara; el gélido cargó contra otro grupo de vociferantes muertos y, al caer sobre ellos, se oyó un sonido de madera que se partía.
El nauglir lanzó un furioso bramido cuando una o más armas enemigas se le clavaron profundamente en la escamosa piel. La corroída punta de una lanza golpeó de soslayo la espaldera izquierda de Malus y le dejó una línea sanguinolenta en la nuca. Había manos que toqueteaban la lisa armadura que le protegía brazos y piernas e intentaban derribarlo de la montura. Con un rugido, descargó la espada y atravesó muñecas y antebrazos; la malla oxidada estalló en brillantes nubes de eslabones partidos.
Y luego, el príncipe cayó sobre Malus. La relumbrante espada destelló al salir disparada hacia el noble como la lengua de una víbora.
El druchii giró en la silla de montar y trazó un arco con la espada en un intento desesperado de bloquear la estocada del príncipe, que le resbaló sobre el acorazado muslo. Malus descargó un tajo sobre el brazo con que el príncipe sujetaba la espada, pero el caballero muerto interceptó el golpe a una velocidad sobrenatural. La hoja encantada de ithilmar salió disparada otra vez, y Malus lanzó un grito cuando la punta le trazó una línea de gélido dolor en una mejilla. La sangre le bajó por la cara desde los helados bordes de la herida.
El ímpetu de la carga de la partida de guerra ya se había agotado y los guerreros estaban rodeados por una marea de muertos hambrientos; entonces, Malus oía otros gritos a su alrededor. Se inclinó hacia adelante y lanzó un tajo hacia los ojos del príncipe, pero el muerto ya no temía a la idea de quedarse ciego. En lugar de echarse atrás, el esquelético guerrero se agachó lo bastante como para recibir el golpe sobre el casco y lanzar un tajo a la pantorrilla del noble. La espada encantada abrió una pulcra línea a través del acero, y Malus lanzó una exclamación ahogada cuando la parte inferior de la pierna se le entumeció.
«¡Piensa! —se enfurecía mentalmente el noble—. ¡No puedes vencerlo espada contra espada! ¡Piensa algo con rapidez o estás muerto!»
El noble gritó un desafío y lanzó otro tajo contra la cara del príncipe. El caballero muerto se inclinó apenas hacia atrás, justo fuera del alcance de la espada, y luego saltó hacia adelante al mismo tiempo que trazaba con el arma un brutal arco dirigido hacia la articulación de la rodillera del noble.
Pero el ataque de Malus no era más que una finta; anticipándose a la respuesta del príncipe, sacó la bota del estribo y le asestó un taconazo a la muñeca del caballero muerto. Con un bramido que helaba la sangre, Malus descargó la espada sobre la coronilla del príncipe y partió en dos el casco de ithilmar.
El príncipe retrocedió con paso tambaleante; tenía la cabeza envuelta en agitadas llamas azules y la esquelética boca abierta de furia.
Malus le gruñó a modo de respuesta y tiró de las riendas para que Rencor se desplazara a la izquierda. La musculosa cola del nauglir barrió bruscamente el aire con la fuerza de un ariete y se estrelló contra el pecho del príncipe. El cuerpo del caballero muerto explotó en una nube de polvo y armadura hecha esquirlas, y la espada rúnica salió girando por el aire.
El noble dispuso de apenas un segundo para saborear su triunfo antes de que un muerto clavara la lanza profundamente en una paletilla de Rencor, y el gélido respingara y retrocediera a causa de la herida. El repentino cambio de movimiento pilló a Malus por sorpresa. Durante un vertiginoso segundo la entumecida pierna buscó desesperadamente el estribo, y luego unas manos como garras lo aferraron por los hombros y lo arrastraron fuera de la silla de montar. Cayó de espaldas sobre las losas de piedra del camino, con una frenética turba de muertos alrededor.
Los golpes llovieron sobre su armadura como el tamborileo de una granizada. La punta de una lanza halló una brecha en el avambrazo izquierdo y penetró profundamente haciendo que Malus siseara de dolor. El golpe de un hacha impactó contra la rodillera izquierda; la armadura resistió, pero la articulación de debajo sufrió la conmoción del impacto. La punta de una espada mellada le pasó por su frente e hizo manar una cortina de sangre que le bajó por las sienes.
Malus rugía como un poseso y estrellaba la espada contra las piernas de los enemigos. Caballeros muertos acorazados caían sobre él y le arañaban la cara y el cuello con las frías manos. Rencor rugió, y la multitud que lo rodeaba fue lanzada momentáneamente hacia atrás cuando el gélido la apartó con un barrido de la acorazada cabeza.
El noble se alzó convulsivamente para quitarse de encima a los enemigos e hizo pedazos el cráneo de uno de los caballeros muertos con un corto tajo de la espada. Se puso en pie de un salto, impulsado por el frenesí de la batalla mientras su mente luchaba contra una creciente ola de pánico. Sin previo aviso, la rodilla maltrecha cedió, y él cayó hacia adelante contra el ensangrentado flanco de Rencor. Se aferró con la mano libre a una de las alforjas, pero el gastado cuero se rajó a causa del peso.
Fue a parar al suelo, y un cráneo relumbrante cayó sobre él.
Una mano de Malus se cerró por reflejo sobre la reliquia envuelta en alambre, a pesar de las ardientes líneas de fuego azul que trazaban arcos y crepitaban a lo largo del hilo de plata. En las vacías cuencas oculares del cráneo, antes negros pozos de sombra, hervían entonces esferas de luz ardiente. Cuando la reliquia se posó sobre la mano del noble, lo recorrió una sacudida que bajó por el brazo e hizo que el corazón se le encogiera de dolor. Todo su cuerpo se estremeció…, y las palabras salieron a borbotones por su garganta y atravesaron sus labios.
No entendía qué estaba diciendo, ni siquiera podía oír las palabras, sino sólo un salvaje zumbido que hendía el aire. No obstante, sentía cómo las frases le salían de la boca y adoptaban formas dentadas y duras. Saboreó sangre y sintió que se le rajaba la piel de los labios a causa de la presión. Con un gemido terrible, los muertos huyeron de él y cayeron unos sobre otros al mismo tiempo que se llevaban las marchitas manos a la cabeza. Cuando los muertos retrocedieron, la ardiente energía del cráneo comenzó a disminuir, pero Malus se puso en pie de un salto y volvió a avivar ese fuego mediante su propia voluntad, concentrando su cólera en la incandescente reliquia. Las terribles palabras se le arremolinaban y retorcían dentro de la mente como un ser vivo que se resistiera a sus órdenes. «Arde intensamente, vil objeto —se enfureció Malus—. ¡Arde, o te haré pedazos!»
En ese momento, las palabras volvieron a fluir por él como un torrente que le lastimaba la garganta con afiladas aristas y calor abrasador. Los muertos retrocedieron aún más para huir del sonido de aquella voz. El estruendo de la batalla cesó, y quedó reducido a un silencio pasmado ante el colérico idioma que hablaba el noble.
Malus volvió a subir a la silla de montar. Le dolía el pecho. Era como si le hubieran reemplazado el corazón por un carbón encendido cuyo calor le resecara los pulmones. El noble alzó la reliquia en alto y pasó una mirada despiadada por la horda de condenados. Luego, se puso de pie sobre la silla de montar.
—¡Nuestra sangre no es para los que son como vosotros! —les rugió a los muertos—. ¡Si alzáis una mano contra nosotros, os arrancaré el espíritu de los indignos huesos y lo arrojaré a la Oscuridad Exterior! ¡Huid ante mi cólera, desdichados hijos de Aenarion! ¡La Madre Oscura espera, y si me hostigáis, le ofreceré a ella vuestras almas!
Los muertos bramaron de miedo y dolor, y alzaron las manos con gesto de súplica. Malus miró el camino y vio que los espectros se habían atrevido a quedarse para contemplar la muerte de los urbanitas. El noble miró al urhan Beg a los ojos y saboreó la expresión de terror del semblante del jefe.
Malus señaló con la espada a los tres autarii.
—Saciad vuestra sed con ellos, inmundos muertos, con esos que querían privaros de lo que merecéis.
Beg gritó, y las cabezas de los malevolentes muertos se volvieron al oír el sonido. Entonces el aire se estremeció con aullidos espantosos mientras los autarii se volvían para echar a correr y los esqueléticos guerreros emprendían la persecución.
El fuego volvía a disminuir. Malus intentó reavivarlo una vez más, pero descubrió que su furia era insuficiente. Se sentía como si lo hubiesen retorcido y desgarrado por dentro. Le chorreaba sangre por una comisura de la boca y le caía sobre el muslo. La espada que tenía sujeta se le cayó.
A su alrededor, los druchii de la partida de guerra se dejaron caer cansadamente sobre la silla de montar o se recostaron contra los flancos de las monturas, que subían y bajaban con fuerza a causa de los jadeos. La sangre que les manchaba la cara y las armaduras era la suya propia. Dos de los caballeros yacían cerca de los cadáveres de sus gélidos: uno, atravesado por lanzas y con tajos de espada, y el otro, tendido en ensangrentados trozos retorcidos, con las entrañas arrugadas y ennegrecidas por la escarcha.
Rencor se estremecía debajo de él. El nauglir tenía una veintena de heridas desde la cabeza hasta la cola. Ninguno de los supervivientes había salido ileso del enfrentamiento.
Los druchii miraron a su líder con semblantes demacrados y pálidos. En torno a ellos se extendía un panorama de huesos partidos y armaduras abolladas, lanzas rotas y escudos hechos pedazos. Todos ellos, incluso Lhunara, contemplaron a su señor con expresión de profundo miedo.
Un alarido hendió la oscuridad, y luego otro. Las voces de los condenados aullaron una respuesta.
Malus envainó la espada y cogió las riendas de Rencor.
—Continuamos adelante —gruñó, y cada palabra le causó una intensa punzada de dolor—. Dejad a los muertos con su banquete.
Dicho eso, hizo girar al gélido y comenzó a avanzar por el camino, donde los huesos crujían bajo las patas de Rencor.
Malus despertó con el hueco gemido del viento. Lentamente, dolorido, abrió los ojos. Yacía de espaldas bajo un cielo gris hierro, con los brazos abiertos. El viento agitaba las altas hierbas sobre las que estaba tendido.
Algo grande se removió detrás de él. El noble se alzó y se apoyó en un codo, y sintió el cuerpo pesado y palpitante de dolor. A pocos pasos de distancia, Rencor cambió de postura sobre las ancas y contempló a su amo con un ojo rojo sangre.
Los flancos del gélido estaban sucios de polvo sepulcral y salpicados de icor.
Se hallaba tendido sobre una colina herbosa, de cara a unas erosionadas montañas situadas a un kilómetro y medio de distancia, más o menos. Malus veía la entrada de un valle que serpenteaba entre dos escabrosos picos. ¿Sería el final del Santuario de los Caballeros Muertos? El noble frunció el entrecejo mientras intentaba pensar. «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?» Los recuerdos lo eludían, se deslizaban como sombras hacia los confines de su mente. Tenía la impresión de haber cabalgado durante una eternidad, siempre en la oscuridad, perseguido por las voces de los muertos. Recordaba que, cuando al fin había llegado el alba, había caído de la silla de montar y una oscuridad aún más densa había corrido a su encuentro.
Malus intentó ponerse de pie y reprimió un siseo de dolor al descargar peso sobre la rodilla lesionada. Su armadura, al igual que Rencor, estaba casi blanca de polvo de sepultura que se veía oscurecido en algunas zonas por salpicones de sangre. Tenía cortes en la cara, el cuello y la frente, y las mejillas acartonadas con sangre seca. La herida del brazo le palpitaba dolorosamente, una sensación que se veía agravada por un trozo de metal de la lanza del muerto, doblado por la punta, que se le había clavado en la piel. También le dolía el corte de la pantorrilla, pero agradecía sentir dolor.
Aún sujetaba el cráneo con la mano izquierda; tenía los dedos agarrotados como los de un muerto en torno a la caja craneana. Parecía que las vacías y oscuras cuencas oculares estaban evaluándolo.
Pasado un momento, el noble reparó en otros furtivos sonidos de movimiento en medio de las onduladas pasturas; eran gemidos y susurros transportados por el viento. Un gélido lanzó un grito de dolor cuando alguien le arrancó la punta de una arma enemiga y la arrojó lejos haciendo silbar el fino acero por el aire.
Lhunara apareció cojeando; el viento le retorcía mechones sueltos del pelo trenzado. Su cara era una máscara de polvo y sangre, y en las mejillas y el mentón había oscuras líneas de cortes recientes. Tenía los ojos hundidos y con expresión obsesiva, rodeados por oscuros círculos de fatiga. Llevaba un pellejo de agua en una mano y una espada desnuda en la otra, y miraba a su alrededor para inspeccionar el terreno con la experta soltura del veterano. Avanzó hasta Malus y se acuclilló; hizo una mueca de dolor cuando las rodillas le crujieron sonoramente.
—¿Estás herido, mi señor? —preguntó la oficial, algo jadeante.
—La maldita rodilla…
Las palabras salieron como un horrendo graznido y se disolvieron en un ataque de tos convulsa. Tenía la garganta sucia y seca, y los labios, resecos y agarrotados. Lhunara le pasó el pellejo de agua, y él bebió ansiosamente, a pesar del dolor que le causaba tragar.
—La maldita rodilla —dijo con un susurro ronco—. Es lo peor, creo.
La oficial recobró el pellejo de agua y lo tapó. En los movimientos de Lhunara había un cansancio que Malus jamás había visto antes. Miró la reliquia.
—¿Aún sujetas eso?
Malus bajó la mirada hacia el cráneo y, con un esfuerzo, abrió la mano. El metal rechinó y la reliquia cayó sobre la hierba. Al instante, los nudillos empezaron a palpitarle y dolerle.
Lhunara pareció relajarse un poco.
—¿Qué te ocurrió allá, en el valle? ¿Qué palabras eran ésas que pronunciaste?
El noble negó con la cabeza.
—No lo sé. Fue…, fue el cráneo. De algún modo, me puso esas palabras dentro de la cabeza. —Inesperadamente, lo dicho por su hermana le resonó en la mente: «No es, de hecho, una fuente de poder…, no al menos en ningún sentido que tú puedas entender»—. No sé por qué.
—Bueno, nos salvó. Supongo que es lo único que importa —dijo Lhunara—. Pero hemos perdido a Hularc y Savann a manos de los caballeros muertos. Ahora sólo quedamos Vanhir y yo, de los seis que trajiste de tu casa. El resto son hombres de tu hermana. —Bajó la voz—. Y se habla de volver atrás.
Malus se sentó sin reparar en los dolores.
—¿Volver atrás? Apenas hemos empezado.
Lhunara negó con la cabeza.
—Yo tendría reparos en decir cosas semejantes, mi señor. La cabalgada de anoche conmocionó a los hombres hasta el tuétano. Si los presionas demasiado se quebrantarán, y no podemos permitirnos perder ninguno más. —Con gesto cansado, volvió la vista hacia el sur, en dirección a las montañas de las que acababan de salir—. Como has dicho, acabamos de empezar.
El noble reprimió el enojo que sentía. Una parte de él quería conocer los nombres de los que cuestionaban su autoridad, pero Lhunara tenía razón. ¿Qué podía hacer? Necesitaba todas las espadas con las que pudiese contar. Sólo podía limitarse a conducirlos y encargarse del motín cuando por fin surgiera.
—¿Dalvar y Vanhir cargaron junto con los demás cuando estábamos en el valle?
Lhunara asintió.
—Lo hicieron.
Malus gruñó. La noticia lo desconcertaba.
—No va a tener una oportunidad mejor que ésa para traicionarme —murmuró—. Es extraño.
Lhunara se encogió de hombros.
—Estás suponiendo que Dalvar conspira contra ti. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo diría que lo más probable es que espere hasta que hayas descubierto el templo, y entonces, te clave un cuchillo entre las costillas.
—A menos que sepa que no vamos a llegar al templo y que simplemente tenga orden de asegurarse de mi muerte.
La oficial le dirigió una mirada penetrante.
—¿Por qué dices eso?
«Porque estoy empezando a pensar que mi hermana me engañó», iba a decir Malus, pero luego lo pensó mejor.
—No importa. Estoy demasiado suspicaz —replicó, en cambio.
Con esfuerzo, se puso lentamente de pie. Cada parte del cuerpo le dolía de un modo u otro, como al día siguiente a una gran batalla. Avanzó cojeando hasta Rencor y metió el cráneo dentro de la alforja que le quedaba, momento en que miró por encima del lomo del gélido y vio kilómetros de onduladas planicies cubiertas por un mar de pasturas pardas.
Más allá se extendía una franja de bosque verde oscuro y, al otro lado, encumbrándose a gran altura en el horizonte occidental, la oscura mole triangular de una montaña enorme, cuya cumbre estaba envuelta en nieve y nubes. Una grieta bien definida, como el tajo de una hacha descomunal, hendía la montaña en un ángulo obtuso, hasta una profundidad equivalente a dos tercios del largo, ancha en la base. El noble se reclinó contra la silla de montar mientras intentaba calcular la distancia. «Parece estar tan cerca… —pensó—. ¿Unos pocos días, tal vez? Entonces, veremos con exactitud cuánto sabía Nagaira realmente».
Malus apoyó la frente contra la silla de cuero durante un momento para reunir fuerzas. Luego, con una profunda inspiración, subió, dolorido, a la cabalgadura. Rencor gruñó con disgusto, pero, obediente, se sentó.
—Di a los hombres que monten —ordenó el noble mientras estudiaba el cielo—. Ya casi ha pasado el mediodía. Quiero recorrer unos cuantos kilómetros más antes de que oscurezca.
Lhunara lo miró fijamente.
—Pero, mi señor, los hombres están cansados y heridos…
—No vamos a acampar aquí —la interrumpió Malus—. Será mejor llegar a la linde de esos bosques, donde podremos recoger un poco de leña para el fuego.
«Y darles a los hombres algo en lo que pensar, aparte de conspirar para amotinarse», pensó. La moral baja era como una infección. No podía permitirse que siguiera su curso y se enconara.
La teniente se disponía a protestar, pero no tardó en recobrar la autodisciplina.
—Sí, mi señor —replicó, y se puso a gritarles órdenes al resto de los guerreros.
Mientras los guardias comprobaban el estado de los gélidos y montaban, Malus presionó a Rencor con las rodillas para que girara hasta quedar de cara a la montaña. Observó con cuidado las planicies y el bosque del otro lado. «Así que éstos son los Desiertos del Caos —pensó—. No es tan radicalmente diferente de nuestro territorio. Había esperado algo mucho peor».
Al cambiar el viento y agitar el mar de pasturas muertas, se oyó un gemido sobre las llanuras. No vio qué podía provocar un sonido tan hueco y fúnebre.
Cuando cayó la noche, no se encontraban más cerca de la distante línea de árboles. El cielo continuaba nublado, pero las auroras procedentes del horizonte norte ofrecían un espectáculo sobrenatural de luz azul, verde y amarilla sobre las espesas nubes en movimiento que proyectaban un tumulto de sombras danzantes en las pasturas agitadas por el viento y engañaban los ojos de los miembros de la partida de guerra, que permanecían alerta a posibles depredadores nocturnos. Mientras hubo luz suficiente para avanzar, Malus hizo que la columna continuara adelante. De vez en cuando, se daba cuenta de que se le inclinaba la cabeza y la barbilla le tocaba el pecho. La fatiga y el hambre comenzaban a debilitarlo.
Se oyó un sonido procedente de más adelante. Malus se tensó y se esforzó para oír por encima del incesante viento. Justo cuando ya pensaba que lo había imaginado, volvió a oír el sonido; era como un débil alarido de cólera o de dolor. El noble extendió un brazo hacia atrás y cogió la ballesta que colgaba de la silla de montar.
Momentos después, volvió a oírlo. Era, con total claridad, un alarido de cólera, como un grito de guerra druchii. Se les acercaba, pero lo único que podía ver eran las danzantes sombras y las agitadas ondas de la hierba silueteadas contra el horizonte oscuro. Alzó una mano, enfundada en el guantelete, y le hizo un gesto de avance a la partida de guerra.
Los guerreros se desplegaron a su lado; los cansados semblantes se veían tensos.
—Armaos —dijo Malus—. Algo viene hacia aquí.
Lhunara se situó junto a él.
—¿Qué…?
Entonces, volvió a oírse el alarido, y esa vez se le unieron dos más. El sonido hizo que los nauglirs alzaran la cabeza.
Malus manipuló el mecanismo de la ballesta para armarla. Estaba en mitad del proceso cuando los monstruos salieron de entre las pasturas en medio de la partida de guerra.
Parecían enormes leones de Lustria, pero tenían los suaves flancos empapados de rojo y las anchas caras eran casi humanas. Los gélidos rugieron, desafiantes, y los grandes gatos respondieron con un chillido horripilante, como el de un hombre al que le pusieran un hierro candente contra la piel. Las ballestas restallaron y las flechas de negras plumas se clavaron en los flancos de los leones, pero esto sólo los puso más furiosos. Una de las bestias se agazapó para saltar hacia Rencor, y se estrelló contra la paletilla del nauglir, al que derribó de costado. Malus intentó saltar de la silla cuando las anchas fauces del león se cerraron en torno al cuello del gélido, pero se le atascó el pie izquierdo en el estribo, y el nauglir le atrapó la pierna al rodar de lado.
Tenía la cara del león a menos de treinta centímetros de distancia, y los extraños ojos verdes ya estudiaban a Malus mientras las mandíbulas se cerraban sobre el escamoso cuello de Rencor. El noble, frenético, intentaba impulsarse con la pierna libre para sacar la otra de debajo del nauglir, sin lograrlo. Sólo la armadura había impedido que el peso de la montura le aplastara la pierna; sin embargo, si el nauglir volvía a rodar sobre sí mismo, nada lo salvaría.
Malus se puso a recargar frenéticamente la ballesta mientras Rencor se debatía y le lanzaba mordiscos al león. Las mandíbulas del gélido se cerraron sobre las costillas del animal, y éste lo atacó con las zarpas, que abrieron profundos surcos en la paletilla del nauglir a escasos centímetros de la pierna libre del noble. Malus sentía que el gélido se contorsionaba para intentar rodar sobre el lomo. De repente, la cuerda de la ballesta encajó en su sitio con un chasquido autoritario, y una saeta salió y se colocó en la ranura. Malus se afianzó con el pie libre y disparó la flecha directamente a un ojo del león.
El monstruo saltó de encima del nauglir con un grito estrangulado mientras volvía la cabeza de un lado a otro a causa del dolor. La descomunal criatura giró sobre sí misma, aullando de dolor, y luego se le doblaron las patas y se desplomó entre contracciones.
Rencor rodó hasta ponerse de pie mientras le siseaba de cólera al cadáver de la criatura, y Malus sacó del estribo el pie atrapado. Miró frenéticamente a su alrededor mientras volvía a cargar la ballesta, pero los otros leones habían desaparecido.
—¿Adónde han ido? —preguntó a nadie en particular, gritando.
Le respondió la voz de Dalvar.
—¡Pasaron de largo!
Malus se puso en pie de un salto, con la ballesta preparada.
—Pero ¿por qué…?
Miró hacia el norte, y de repente lo comprendió.
La oscuridad que él había creído que era el horizonte se les echó encima como una manta, y de pronto el aullido del viento ascendió hasta ser un rugido terrible. Una lluvia caliente le azotó el rostro y le corrió cuello abajo. Apenas podía ver a medio metro de distancia.
—¡Formad un círculo! —gritó por encima del viento—. ¡Los gélidos por fuera, los hombres dentro! ¡Deprisa!
Cuando cogió las riendas de Rencor, vio las oscuras siluetas de otros gélidos que lo rodeaban. Se trataba de una maniobra que se les enseñaba a todos los caballeros antes de que salieran de campaña, como modo de protegerse de una ventisca. Al cabo de pocos minutos, las grandes bestias estaban dispuestas en círculo y los druchii se dejaron caer contra sus flancos, bastante protegidos del viento.
Hasta que no se hubo acurrucado contra el flanco de Rencor, que subía y bajaba agitadamente, no se dio cuenta de que el gélido estaba cubierto de rojo. Regueros de sangre le bajaban por los costados y se encharcaban en la hierba.
El noble extendió una mano y escuchó el sonido de la lluvia al caer sobre la palma. Luego, se la llevó a los labios.
Estaba lloviendo sangre.
Malus intentó ver a través de la oscura lluvia y distinguió apenas a los hombres, envueltos en las capas, acurrucados contra los flancos de las monturas. Parecían exhaustos más allá de lo imaginable. Si se habían percatado de la extraña naturaleza de la tormenta, no daban señales de ello.
El noble se ajustó la capa en torno a los hombros y se echó la capucha sobre la cabeza. Las gotas de sangre tamborileaban sobre la tela.
«Sin duda, estamos en los Desiertos del Caos», pensó, ceñudo, y cayó en un sueño inquieto.