4: Pactos de medianoche

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Pactos de medianoche

Malus Darkblade se reclinó en la silla de fresno ennegrecido con una pierna pasada por encima de uno de los reposabrazos curvos, y estudió la pulposa figura que se estremecía colgada de ganchos en el centro de la pequeña estancia. Cada convulsión hacía tintinear suavemente las cadenas de hierro, un sonido sedante tras la acalorada actividad de las horas previas. Al sentir que el ímpetu del señor se había agotado, una media docena de esclavos se deslizó silenciosamente fuera de las sombras que rodeaban el perímetro de la estancia y se detuvo a respetuosa distancia de su amo.

—Bañadlo en ungüentos y cosedlo, luego dadle vino y hushalta, y llevadlo de vuelta a sus aposentos —dijo Malus con la voz enronquecida de tanto gritar.

Habían desaparecido la debilidad y el delirio que había experimentado tras la penosa prueba a que lo había sometido el drachau, reemplazados por una oscura y plácida calma. En el pasado, los horrores de la prueba siempre se habían desvanecido con rapidez y habían resurgido luego sólo en pesadillas o en momentos de gran pasión; esa vez había sido algo diferente. Se había superado a sí mismo con Fuerlan. ¡Qué exquisito tapiz de dolor!, ¡qué horror!, ¡qué oscuridad! Había averiguado muchas cosas, había alcanzado muchas visiones internas que nunca antes había conocido. Y también Fuerlan. Malus lo veía en sus ojos. Sólo el tiempo diría si el vistazo echado al abismo le había proporcionado sabiduría o locura, pero a él le importaba muy poco.

Había averiguado todo lo que necesitaba saber. Eso, y mucho más por añadidura.

Detrás de él sonaron los pasos de alguien que atravesaba la habitación. Un alto druchii, que llevaba peto y grebas de acero pulido, se detuvo junto a Malus. Era joven, apuesto, carecía de cicatrices y lucía el hadrilkar de la casa de Malus. Su rostro manifestó contrariedad al estudiar la artística ruina que era entonces el cuerpo de Fuerlan.

—Eso ha sido imprudente —dijo al mismo tiempo que le ofrecía a Malus una copa de vino humeante.

Malus aceptó la copa, agradecido. Tenía las manos y los brazos cubiertos de rojo hasta los codos, y regueros de sangre brillaban sobre los duros músculos de su pecho desnudo.

—He tenido cuidado, Silar. Vivirá, más o menos. —Sonrió cruelmente mientras bebía un sorbo de vino—. Nada hay en el tratado que diga que mis huéspedes no pueden… divertirme… de vez en cuando.

—Él no es tu huésped, Malus. Fuerlan pertenece al drachau, que quiere que acabe la hostilidad con Naggor. Tomarse eso a la ligera es peligroso, especialmente ahora.

Malus le dirigió a Silar una penetrante mirada. La mayoría de los guardias nunca se habrían atrevido a hablarle con tanta franqueza a su señor, ya que hacerlo era una buena manera de acabar colgando de unas cadenas como Fuerlan, o algo peor. Pero Silar Sangre de Espinas era un druchii de considerables habilidades y, aunque resultara desconcertante, de poca ambición, por lo que Malus le daba un poco más de libertad que a la mayoría.

—¿Por qué llevas la armadura puesta?

—Atrapamos a un asesino en la torre mientras estabas en la corte.

Los ojos del noble se entrecerraron.

—¿Dónde?

—En tus aposentos. —Silar se movió con incomodidad, mirando al suelo—. Aún no sabemos cómo entró. Las… precauciones… que tu media hermana puso en tu dormitorio nos advirtieron de su presencia, pero aun así logró matar a dos hombres antes de que pudiéramos acorralarlo.

—¿Lo habéis atrapado con vida?

Silar pareció entonces aún más incómodo.

—No, mi señor. Se arrojó al fuego de la chimenea del dormitorio cuando lo acorralamos. Naturalmente, me hago plenamente responsable.

Malus agitó una mano para quitar importancia al hecho.

—Él está muerto y yo no. Da la impresión de que era excepcionalmente diestro.

Silar miró al señor a los ojos y captó el pleno significado de las palabras del noble.

—Era del templo; de eso, estoy seguro.

En Naggaroth no había asesinos más mortíferos que los acólitos del templo de Khaine. Malus bebió pensativamente un sorbo de vino.

—Mis antiguos inversionistas tienen más contactos… y más bolsas de dinero… de lo que yo imaginaba, a menos que…

—¿A menos que…?

Malus frunció los labios, meditabundo.

—Fuerlan, para gran sorpresa mía, tenía unas cuantas cosas interesantes que decir. Algunas incluso podrían ser verdad. Y en tal caso… —De modo súbito, la vaga noción de un plan comenzó a tomar forma en su mente.

«¿Me atreveré? Pero… había un asesino del templo en mis aposentos. ¿Qué tengo que perder a estas alturas? ¡Vacilar es morir!»

El noble, sediento, vació la copa a grandes tragos y se levantó de un salto de la silla.

—Envíame dos guardias —ordenó al mismo tiempo que le devolvía la copa a Silar—. Voy a visitar a Nagaira.

Los ojos de Silar se abrieron aún más mientras Malus atravesaba con decisión la estancia componiéndose la ropa y ajustándose el cinturón.

—¿No quieres antes asearte un poco? —preguntó el guardia.

Malus rió fríamente.

—Las conspiraciones medran con la sangre derramada, Silar. Es algo que tiende a concentrar la propia mente en los asuntos más inmediatos.

La ciudad de Hag Graef se extendía por el fondo de un estrecho valle como un nauglir agazapado sobre la presa. Las anchas calles que contribuían a la industria pesada que constituía la principal fuente de riqueza de la ciudad radiaban desde la enorme plaza de la Conquista, que se extendía al pie de la fortaleza del drachau. La fortaleza, una sólida colección de torres rematadas por agujas, patios y mortales callejones sin salida, y rodeada por un perímetro interior y otro exterior de altas murallas, contenía no sólo las casas de varios señores y damas druchii de alto rango, sino también el convento de brujas de la ciudad y los establos de los gélidos de la guardia.

Las dependencias del vaulkhar y sus hijos ocupaban todo un conjunto de torres situadas en el ala oriental del enorme castillo y dominaban las tres entradas de montaña a la Fundición Oriental y la ancha avenida de carbonilla molida que corría hacia el norte, hasta las cavernas del Mundo Subterráneo.

Muchas de las torres pertenecientes a los hijos de Lurhan estaban conectadas mediante estrechos puentes, cosa que permitía que los nobles fueran y vinieran sin molestarse en realizar los largos descensos hasta los niveles públicos del castillo para luego subir otra vez. Ésa era la teoría; en la práctica, los hijos del vaulkhar consideraban los puentes como una invitación al asesinato y los evitaban de modo escrupuloso.

Salvo por las noches. Malus avanzó con rapidez por el puente de delicado aspecto que conectaba su torre y la de Nagaira; la capa ondulaba agitada por el racheado viento como alas de ébano. Se habían apagado las auroras que llegaban desde los Desiertos del Caos, situados en el remoto norte, y habían dejado jirones de nubes que corrían rápidamente ante la cara de la única luna que había en el cielo. Arleth Vann avanzaba varios metros por delante de él, y Lhunara, varios por detrás. Esta última llevaba una ballesta preparada y observaba las torres próximas, mientras que el primero ponía a prueba la solidez del puente con cada pesado paso.

Los tres druchii tardaron diez minutos en atravesar el arqueado puente. Al otro extremo había una puerta dentro de un hueco, alumbrada desde lo alto por un oscilante globo de luz bruja. Arleth Vann se detuvo, y Malus se sorprendió al encontrarse con que un centinela los esperaba, cobijado en el pequeño hueco de la puerta. Era uno de los bribones de confianza de Nagaira, y observó al trío, oculto en la sombra, mientras jugaba a limpiarse las uñas con un estilete de aspecto terrible.

—Si tienes el asesinato en mente, manos rojas, no hallarás un buen recibimiento aquí —declaró el bribón, arrastrando las palabras y dedicándole una sonrisa socarrona. No obstante, nada había de frívolo en la postura de sus hombros ni en los cuidadosos y precisos movimientos del cuchillo.

—Si mi intención hubiese sido asesinarte, Dalvar, habría hecho que Lhunara te sacara un ojo desde detrás cuando estábamos en el otro extremo del puente —siseó Malus—. Ahora, abre esa puerta, matón de medio pelo. Pretendo hablar con mi querida hermana antes de morir congelado.

—Tu querida media hermana —lo corrigió Dalvar, señalándolo con la punta del cuchillo para subrayar la observación—. Y eso no está en mí poder, tanto si tienes los dedos ensangrentados como si no. Esperarás aquí a placer de mi señora.

—¿Supón que hago que Arleth Vann te corte en pedazos y se los damos de comer a los halcones nocturnos?

—Eso no hará que la puerta se abra antes.

—No, pero será una agradable distracción mientras esperamos.

—Casi tan agradable como un cuchillo en el ojo, sospecho.

Ambos concedieron a regañadientes que el otro tenía razón, y luego se dispusieron a esperar.

Nagaira mantuvo a Malus en el puente durante el tiempo suficiente para que el frío se le metiera en los huesos. Malus tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para impedir que los dientes le castañetearan y el cuerpo le temblara. Dalvar continuaba limpiándose las uñas, al parecer insensible a la temperatura. Finalmente, se oyó el amortiguado roce de los cerrojos al ser descorridos, y la puerta se abrió apenas una rendija tan ancha como un dedo. Dalvar se inclinó hacia atrás para hablar en susurros con quienquiera que estuviera en el interior, y luego le hizo una profunda reverencia a Malus. El estilete había desaparecido como por arte de magia.

—Mi señora te recibirá ahora, temido señor —dijo con una ancha sonrisa—. Te ruego que me acompañes, pero deja en el umbral toda mala intención…

—¿Contra Nagaira o contra ti?

—… porque entre estos muros hay espíritus que se tomarían a mal ese tipo de cosas —concluyó Dalvar, cuyos ojos danzaban con negro regocijo.

El guardia condujo al trío al interior, donde pasaron ante un sirviente inclinado y bajaron por un corto pasillo hasta una pequeña sala. En torno a una mesa circular, había sentados cuatro guardias ataviados con la armadura completa, que tomaban una comida tardía compuesta de pan y anguilas en escabeche, y que miraron a Malus con aire de indiferente amenaza. En los tederos de la pared oscilaba fuego brujo dentro de globos, e hileras de lanzas y ballestas colocadas en sujeciones estaban listas para repeler un ataque procedente del puente o de los niveles inferiores. Una escalera de caracol ascendía y descendía a lo largo de la curva pared exterior de la habitación, y había una sólida puerta de roble en la pared opuesta al pasillo.

Malus conocía el camino tan bien o mejor que Dalvar. El noble apartó a un lado al guardia, que protestó de modo simbólico, pasó ante él, y luego giró a la derecha y ascendió con saltos ligeros por la escalera de la torre. Subió y subió, y a cada paso sintió el leve toque de fuerzas invisibles que le acariciaban el rostro y se le demoraban en las manos bañadas de sangre. Entraban y salían a través de la respiración y le tocaban el corazón con dedos gélidos. Le había quitado importancia a la advertencia de Dalvar, pero sabía demasiado bien que no se trataba de un farol. Nagaira no podía sufrir a los huéspedes que no habían sido invitados.

La escalera acabó, por fin, en un pequeño descansillo oscuro. El viento helado silbaba a través de numerosas troneras abiertas en los gruesos muros de piedra. Dos guardias ataviados con brillante malla y recio ropón, sobre los que destellaba la escarcha, estaban de pie a ambos lados de una puerta doble, y alta y de roble. Lo observaron con frialdad desde detrás de la caedlin o máscara nocturna de oro con forma de gruñente rostro de mantícora. Las manos enfundadas en guanteletes descansaban tranquilamente sobre las empuñaduras de espadones desenvainados, pero no hicieron ningún movimiento para detener a Malus cuando éste empujó la doble puerta hasta abrirla y entró en el sanctasanctórum de Nagaira tan precipitadamente como el viento.

Según la ley del Rey Brujo, a los druchii les estaba prohibida la magia, salvo a un selecto grupo de mujeres que le consagraban su existencia y pasaban la vida en los conventos que había en todas las ciudades y ciudadelas de Naggaroth. Las Novias Oscuras de Malekith, o las brujas, como las llamaban vulgarmente, servían al señor supremo de los druchii según las necesidades, pero en última instancia sólo respondían ante el propio Rey Brujo. Cualquier otro druchii, especialmente un varón, que fuese sorprendido practicando las artes oscuras era envuelto en cadenas al rojo vivo, transportado hasta la fortaleza del Rey Brujo en Naggarond, y nunca volvía a vérsele.

Naturalmente, había excepciones. Los hechiceros menores que hacían encantamientos de protección, los que echaban maldiciones y los creadores de sombras discretos aceptaban el dinero de los plebeyos a cambio de sus insignificantes servicios. Las sacerdotisas y brujas del templo de Khaine y los hierofantes del templo de Slaanesh guardaban tradiciones mágicas que eran antiguas cuando la perdida Nagarythe era joven, rituales con los que ni siquiera Malekith se atrevía a jugar. Y luego estaba Balneth Calamidad, el autodenominado Rey Brujo de Naggor, que había fomentado los estudios de su hermana, Eldire, y los había mantenido en secreto con la esperanza de sacar provecho propio. Pero había recibido de Malekith una sangrienta reprimenda bajo la forma del vaulkhar Lurhan y el ejército de Hag Graef, que derrotaron al ejército de Naggor y convirtieron a Calamidad y su pueblo en vasallos del Abismo.

De igual modo, constituía un secreto a voces que Nagaira, segunda hija del temible Lurhan, era una erudita de los senderos oscuros; no necesariamente una practicante, pero sí alguien que estudiaba los caminos antiguos y la sabiduría arcana por razones personales. Nadie la había visto jamás hacer un hechizo ni someter a un espíritu a su voluntad, ni nadie había logrado nunca probar con éxito haber sido víctima de sus encantamientos. Así, ella se mantenía en equilibrio sobre el filo de una navaja, sumergida en conocimientos prohibidos que le proporcionaban poder e influencia sin permitir que fuesen su perdición.

Dicho esto, Malus sospechaba que el sanctasanctórum de Nagaira contenía el tipo de libro arcano, el envejecido pergamino, el veneno, el ídolo y el artefacto por cuya posesión cualquier brujo vendería los restos de su maltrecha alma. El noble advirtió que la estancia era misericordiosamente cálida. En el centro se alzaba un pequeño hogar circular en el que ardían llamas verdes y azules que convertían los curvos muros en un claroscuro de danzantes sombras amenazadoras. Una sinuosa criatura escamosa, con alas correosas plegadas apretadamente contra el cuerpo, huyó hacia las sombras ante la repentina entrada de Malus, y siseó amenazadoramente desde detrás de las sobrecargadas librerías.

Por lo que Malus sabía, él era el único miembro de la familia al que Nagaira permitía entrar en la habitación.

Su media hermana alzó los ojos desde un diván situado cerca del fuego. Junto al diván, en una mesa baja, había un gran libro cubierto de polvo sobre un atril pequeño y un curioso trípode de alambre de cobre que sostenía medio cráneo humano. La cabeza había sido cortada limpiamente, justo por debajo de la nariz, y el espeluznante trofeo descansaba sobre el trípode con la abierta tapa de los sesos dirigida hacia el techo.

Nagaira tenía subida la manga izquierda del ropón de lana y a la vista quedaba el suave y pálido antebrazo cubierto por un intrincado tatuaje de bucles y espirales apretadamente entretejidos que se extendía desde las yemas de los dedos hasta el codo. Mientras Malus la miraba, cogió un fino pincel de mango de latón y lo hundió cuidadosamente en la caja craneal, para luego lanzarle una mirada al noble. Malus no estaba seguro de si se trataba de un truco de la cambiante luz, pero los ojos de ella parecían ser de un vivido azul pálido. Nagaira miró significativamente las manos de su hermano.

—¿Ese es el concepto que tienes tú de los tatuajes? —preguntó mientras retocaba una de las líneas de su brazo con el pincel—. Si es así, creo que soy mejor que tú en este arte.

—He cogido frío esperando en el puente, así que me calenté las manos con el corazón palpitante de Dalvar —gruñó Malus.

—Mentiroso —replicó ella con una ancha sonrisa socarrona—. Ese hombre tiene la sangre más helada que el Mar Frío. ¿Por qué otro motivo iba a tomarlo a mi servicio? —Una vez hubo acabado, lamió la punta del pincel con su delicada lengua rosada y lo dejó dentro de una caja forrada de fieltro. Se reclinó con gracilidad en el diván y admiró ostentosamente su obra—. Estoy muy descontenta contigo, Malus —comentó con tono ligero—; mira que escaparte en tu pequeña incursión sin advertírmelo. Mientras estuviste ausente, ese gusano de Urial intentó practicar sus encantos conmigo, como si eso pudiera poner celosa a Yasmir. Tuve que rechazar sus repugnantes avances durante meses enteros.

Al mencionar el nombre del hermano, el semblante de Nagaira se oscureció. Las líneas del brazo parecieron hacerse más definidas y luego moverse como serpientes que se enroscaran. Malus se encontró con que no podía apartar los ojos de ellas, a pesar de que su vista le hacía latir con fuerza el corazón y le provocaba espasmos fríos en las entrañas.

—Es…, estoy seguro de que lo decepcionaste en todas las ocasiones —tartamudeó, y luego apretó los dientes al darse cuenta de que había demostrado debilidad.

—Le dije que reservaba mi corazón para otro —explicó ella con una voz tan suave y fría como acero bruñido—. Creo que eso lo enojó mucho. La retorcida criaturilla parece pensar que tiene derecho a aliviar sus frustraciones conmigo. —Nagaira bajó el brazo y le dirigió una mirada feroz a Malus—. Al menos podrías tener la decencia de aparentar que estás celoso.

Con un esfuerzo, Malus atravesó la habitación y se sentó en el diván junto a ella.

—Tuve que escabullirme, querida hermana. Tú, Bruglir y el resto no me dejasteis más alternativa. Estoy seguro de que no esperabas que me quedara sentado en mi torre aguardando a que un noble me clavara un cuchillo.

Nagaira suspiró.

—Es la ley de los lobos, Malus. El lobezno más grande es el que consigue más leche, y así sucesivamente hasta el más pequeño. Bruglir se queda con la parte más grande, y los demás tenemos que luchar por lo que resta. Yo apenas consigo lo suficiente para sobrevivir y, naturalmente, me aseguro de que Urial reciba la porción más pequeña posible. —Se encogió de hombros, pero sus fríos ojos tenían una expresión decidida—. Por desgracia, el templo cuida de los suyos, incluso de los rechazados como él. Si quieres culpar a alguien, cúlpalo a él por quedarse con la parte que legítimamente te corresponde.

Malus observó a su hermana durante un momento mientras consideraba el siguiente movimiento. Tras la fachada tímida de ella, percibía una curiosidad insaciable. Lo que no sabía era hasta qué punto la malicia de Nagaira hacia él era inactiva, ni hasta qué profundidad llegaba. Si estaba realmente disgustada por su ausencia, había muchas probabilidades de que no saliera con vida del sanctasanctórum.

—Resulta que tengo algo más que mi patética porción de oro —dijo— para estar resentido con el querido y deforme Urial.

—¿Ah, sí? —dijo Nagaira al mismo tiempo que alzaba una delgada ceja. Sus ojos se habían oscurecido hasta un gris tormentoso, en cuyas profundidades se enroscaban leves líneas y espirales.

—¿Conoces a Fuerlan? ¿El rehén de Naggor? Ese cobarde y pequeño saco de piel tiene una exagerada noción de su propio valor.

—Tengo entendido que ése es un defecto corriente entre los naggoritas, ¿sabes? Una debilidad de la sangre, tal vez —respondió ella con una sonrisa cargada de dulce veneno.

Malus hizo caso omiso de la mofa.

—Fuerlan y yo mantuvimos una larga y activa conversación esta tarde —dijo—. Había estado jugando con la falsa ilusión de hacer una alianza conmigo.

—¿Una alianza? ¿Contra quién?

—¿Importa eso? Sin embargo, estaba de lo más ansioso por lograr tal objetivo. Envió una carta por mensajero especial para que me la entregaran cuando bajara del barco en Ciar Karond.

Nagaira frunció el entrecejo.

—¿Ciar Karond? Pero ¿cómo?

—¿Cómo sabía que no había desembarcado en la Torre de los Esclavos? Ningún jinete podría haber hecho el viaje desde Karond Kar a más velocidad que mi barco, así que eso nos deja…

—La brujería —dijo ella.

—Exactamente —asintió Malus—. El mismo tipo de conocimiento que le permitió a alguien preparar una pequeña y astuta emboscada en el Camino de los Esclavistas. —Se inclinó hacia Nagaira, y su voz descendió hasta un sedoso susurro—. Y luego me entero de que mi amada hermana ha estado usando mi nombre para mortificar al único mago de Hag Graef que no está encerrado en el convento local. —Su mano salió disparada y se cerró en torno a la garganta de Nagaira—. Así pues, que ahora soy yo el que está de lo más descontento.

La respiración se atascó en la garganta de Nagaira al sentir el pegajoso y húmedo contacto de la mano de Malus, pero luego sonrió y comenzó a reír. El sonido era grave y sedoso, burlón y seductor.

—Inteligente, inteligente hermanito menor —jadeó—. Pero ¿por qué Urial el Rechazado iba a tener tratos con personajes como Fuerlan?

—Ese pequeño sapo, sin duda, se arrastró para obtener una audiencia —dijo Malus—, del mismo modo que se arrastró ante cada uno de vosotros por turno. Estoy seguro de que Urial consintió en verlo para descubrir si había averiguado algo de interés sobre ti o los demás. —El noble apretó apenas un poco más el cuello y sintió el caliente latir de la sangre de su media hermana—. Fuerlan, al parecer, creía que Urial poseía algún tipo de reliquia mágica, supuestamente una fuente de terrible poder.

—¿Una reliquia? ¿Dónde habrá oído Fuerlan algo semejante?

Malus atrajo a Nagaira hacia sí y sus finos labios quedaron a pocos centímetros de los de ella.

—Pues, lo oyó de ti, dulce hermana. Al principio no lo creí, fiero Fuerlan se tomó dolorosas molestias para convencerme.

Nagaira guardó silencio durante un momento. Malus sentía la tibia y fragante respiración de ella sobre la piel. Luego, la hermana sonrió.

—Lo confieso. Tenía la esperanza de que Urial se comiera el corazón del pequeño rehén, y entonces ni siquiera el templo podría protegerlo. El drachau lo habría desmembrado nervio a nervio, y yo habría saboreado cada momento. —Frunció el entrecejo—. Desgraciadamente, parece que el Rechazado es repulsivo, pero no estúpido.

—En efecto.

Malus rozó una mejilla de ella con los labios. La respiración se le atascó a Nagaira en la garganta, y por un instante, la mente de él se llenó de gusanos, formas de oscuridad que describían espirales y se retorcían entrando y saliendo se su cerebro, donde dejaban largos túneles que se llenaban de negrísimas sombras. Se estremeció y se reclinó en el diván al mismo tiempo que retiraba bruscamente la mano del cuello de ella como si lo hubiese picado un aguijón. Nagaira lo miró con negros ojos carentes de profundidad.

—¿Es cierto, entonces? —preguntó Malus—. ¿Tiene Urial una reliquia semejante?

Nagaira sonrió y también ella se reclinó en el diván, aumentando la distancia que los separaba. Se dio unos pensativos golpecitos con un tatuado dedo en el labio inferior.

—Eso se me ha inducido a creer —replicó—. Mis espías dicen que Urial ha estado buscándolo durante cierto tiempo, y que lo consiguió recientemente a un elevado precio y tras numerosas expediciones fracasadas. ¿Por qué lo preguntas?

Malus inspiró profundamente.

—Porque me encuentro necesitado de poder y rodeado de enemigos. Si la reliquia le resulta útil a él, ¿por qué no a mí?

—Urial es un brujo, Malus, y tú no lo eres.

—El gran poder encuentra un modo de hacerse sentir, hermana. Brujo o no, puedo someterlo a mi voluntad.

Nagaira rió, y pareció que las sombras de los muros danzaban al ritmo de su risa.

—Eres un estúpido, Malus Darkblade —dijo ella, al fin—. Pero confieso que a veces los estúpidos tienen éxito donde otros mortales fracasan.

—Bien, ¿y qué hay de esa reliquia?

—No es, de hecho, una fuente de poder…, no al menos en ningún sentido que tú puedas entender. Es una llave que, según la leyenda, abre un templo antiguo que está oculto en las profundidades de los Desiertos del Caos. El poder que tú necesitas se encuentra dentro de ese templo.

—¿Qué es?

Nagaira sacudió la cabeza.

—Nadie lo sabe con seguridad. Fue encerrado allí en los tiempos en que Malekith luchaba junto al inmundo Aenarion en la Primera Guerra contra el Caos —explicó—, hace miles y más miles de años. Es posible que el templo ya no exista siquiera, o que se encuentre en el fondo de un mar de hirviente ácido.

Algo despertó en el interior de Malus, como una chispa que prende sobre leña seca.

—Pero si el templo y su tesoro estuviesen fuera del alcance, la magia de la llave se vería afectada, ¿no es cierto?

La mujer druchii sonrió con aprobación.

—En efecto. Eres más astuto de lo que pensaba, hermano querido.

—Así que el templo y su tesoro —concluyó Malus— podrían estar a mi alcance si tuviera un modo de robarle la llave a Urial y buscar yo mismo el emplazamiento.

—¿Deseas enfrentarte al Rechazado dentro de su cubil? Tu estupidez linda con el impulso suicida.

—Urial no pasa todas las horas de vigilia dentro de su torre. De hecho, el templo tiene rituales propios que deben ser observados después del Hanil Khar. Estará en la ciudad cada noche durante los próximos días, ¿verdad?

—Verdad —asintió Nagaira—. Pero están los sirvientes, los guardias y, algo más importante, una red de hechizos protectores y trampas.

Malus se inclinó hacia delante y posó suavemente la punta de un dedo en la depresión de la garganta de ella.

—Estoy seguro de que tienes formas de pasar a través de sus muchos encantamientos.

Nagaira rió entre dientes.

—¿Y por qué tengo que ayudarte?

—Para perjudicar a Urial, por supuesto. Y para compartir el poder cuando lo haya sacado de los Desiertos del Caos.

Ella sonrió.

—Por supuesto.

—¿Puedes meternos a mí y un pequeño grupo de mis guardias dentro de la torre?

Los ojos de Nagaira vagaron por las abarrotadas librerías que rodeaban la habitación, como si hiciera inventario mental.

—Puedo hacer que entre un grupo pequeño en la torre —dijo después de pensarlo un momento—. Pero tendré que acompañaros. Me parece que habrá trampas que requerirán más que un amuleto protector para escabullirse a través de ellas.

Malus se quedó pensativo. No le gustaba la idea, pero no veía qué alternativa tenía. Con ella a su lado, al menos podría estar seguro de que haría todo lo que estuviera en su poder para salir con vida.

—Muy bien.

—¿Y compartiremos cualquier poder que saques de los Desiertos del Caos?

—Por supuesto —replicó él, y la mentira se deslizó impecablemente por su lengua.

Su media hermana sonrió y se reclinó con languidez en el diván.

—En ese caso, quédate aquí conmigo un rato, querido hermano —dijo—. Ha pasado largo tiempo desde que nos vimos por última vez, y tenemos que ponernos al día en muchas cosas.