6: Salones abandonados
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Salones abandonados
La noche trajo espesas nubes y un viento frío que silbaba al pasar entre las agujas de las torres de Hag Graef. A más de treinta metros por encima de los patios del castillo, una figura cubierta por una capa se inclinó ligeramente fuera del hueco de una puerta y estudió las dos brillantes lunas que relumbraban en el horizonte oriental.
Pasado un momento, una nube gris hierro cubrió las caras de las lunas y sumió la fortaleza en una oscuridad abismal. Sin hacer ruido alguno, la figura salió de un salto de la entrada y se deslizó como un espectro por el estrecho puente de piedra. La siguieron siete figuras similares, también envueltas en capas, aparentemente indiferentes ante el vasto abismo que se abría debajo de ellas. Para cuando la nube volvió a dejar a las lunas al descubierto, la procesión había desaparecido en la torre situada al otro lado del puente.
Una vez dentro de la torre de Nagaira, Malus se echó atrás la capucha de lana y escrutó al pequeño grupo que lo aguardaba en el pasillo que había al otro lado de la entrada. Esa noche, él y sus guardias iban vestidos para la guerra: debajo de las pesadas capas oscuras, cada druchii llevaba un peto articulado y un camisote sobre un kheitan de cuero oscuro. Las espalderas les protegían los hombros y les conferían una silueta voluminosa e impresionante, mientras que llevaban los brazos y las piernas enfundados en avambrazos y grebas articuladas. Cada pieza de la armadura descansaba sobre una capa de fieltro para impedir que tintinearan las junturas y las placas, y para aislar el cuerpo del frío acero. Malus y dos de sus guardias llevaban ballestas de repetición bajo la capa, junto con las espadas habituales.
Los guerreros de Nagaira iban equipados de modo similar y rodeaban a su señora como funestos cuervos. Varios llevaban cortas lanzas arrojadizas de un tipo que Malus no había visto nunca antes, mientras que otros iban armados con pequeñas ballestas de repetición. Observaron con clara suspicacia a los intrusos fuertemente armados, todos menos Dalvar, que hizo rotar uno de sus estiletes sobre la punta de un dedo acorazado y sonrió burlonamente a los recién llegados.
Al igual que Malus, Nagaira llevaba coraza sobre el kheitan y el ropón, e iba armada con dos espadas que pendían a la altura de la cadera. Había desaparecido de ella la timidez de estudiosa, y a Malus le sorprendió ver cuánto se parecía a su temible padre. Le tendió una mano enfundada en un guantelete de la que pendían siete correas de cuero; de cada una colgaba un destellante objeto de plata y cristal del tamaño del pulgar de un druchii.
—Poneos esto de modo que os quede en contacto con la piel —dijo Nagaira con voz seca e imperiosa—. Cuando estemos dentro de la torre, no toquéis nada a menos que yo os lo digan.
Malus cogió los talismanes sin pronunciar palabra, escogió uno para él y pasó el resto a sus compañeros. Al inspeccionarlos de cerca se veía que cada talismán era un pequeño puño de plata que aferraba una bola de cristal. El cristal irregular había sido tallado de tal forma que daba lugar a una compleja espiral en el centro de la piedra. En la plata había grabadas docenas de diminutas runas que impedían una fácil identificación. Cuando Malus intentó enfocar una de ellas, los ojos empezaron a parpadearle y llorarle como si alguien le hubiese arrojado un puñado de arena. Pasado un momento, dejó de intentarlo; se colocó la correa alrededor del cuello y luego lo metió cuidadosamente por el borde del peto. El talismán se hundió contra su pecho, bajo la armadura, y tuvo la sensación de que era un trozo de hielo.
Nagaira observó con detenimiento para asegurarse de que todos los druchii seguían sus instrucciones.
—La entrada a las madrigueras está cerca de aquí —dijo una vez que quedó satisfecha—. Cuando estemos dentro de los túneles, manteneos unos cerca de otros y tened las armas preparadas. Por ahí abajo deambulan nauglirs salvajes y cosas peores. No tardaremos mucho en llegar a los túneles situados debajo de la torre de Urial, pero una vez allí tal vez tengamos que cavar un poco.
La última frase detuvo a Malus en seco.
—¿Podríamos tener que cavar un poco? ¿No conoces a nadie que haya usado antes este acceso?
Nagaira se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé con seguridad que la entrada exista. En teoría, debería existir.
—¿En teoría?
—¿Prefieres irrumpir por la entrada de la planta baja, o escalar la torre a la vista de la mitad de la fortaleza?
La burlona sonrisa de Dalvar se ensanchó. Malus soñaba con arrancarle la piel de la cara mientras el guardia chillaba.
—Abre la marcha —susurró.
Con una media reverencia presumida, Nagaira giró sobre los talones y condujo a la partida de incursión por la larga escalera que descendía hasta la planta baja de la torre. Como sucedía con todas las torres de la fortaleza del drachau, a ésta sólo podía accederse a través de una puerta doble reforzada que daba a un corto corredor que se adentraba más en el complejo del castillo. Cuando llegaron a la puerta, Malus se sorprendió al encontrar a cuatro guardias de Nagaira ataviados con la armadura completa y con la espada desnuda en la mano. Nagaira captó la expresión del rostro del noble y le dedicó una sonrisa lobuna.
—No puedo garantizar que Urial no cuente con agentes infiltrados entre mis servidores —dijo al mismo tiempo que se echaba la capucha sobre la cabeza—; así que Kaltyr y sus hombres van a asegurarse de que nadie salga de la torre hasta el amanecer. —Dicho eso, condujo al grupo al exterior.
A lo largo de centenares de años, la fortaleza del drachau —también llamada Hag por los residentes de la ciudad— había crecido casi como un ser vivo. Los esclavos enanos eran costosos y relativamente escasos, así que podían pasar muchos años antes de que se presentara la oportunidad de hacer las reparaciones y añadidos necesarios.
Cuando una parte del castillo caía en ruinas, se construían otras secciones encima y alrededor de ella, cosa que había originado un laberinto demente de caóticos corredores, torres abandonadas y patios tapiados. Lo que había comenzado como ciudadela relativamente pequeña con una sola muralla octogonal, entonces cubría más de dos kilómetros cuadrados y tenía cuatro murallas defensivas concéntricas, cada una construida para rodear una nueva etapa de expansión. Se decía que nadie conocía la fortaleza en su totalidad; a menudo se enviaban sirvientes nuevos a hacer recados dentro de la extensa ciudadela, y no volvían a ser encontrados hasta pasados varios días, si se los encontraba.
Nagaira condujo a la encapuchada procesión con rapidez y seguridad a través de una serie de patios y terrenos de ejecución, y pronto dejaron atrás las zonas más pobladas de la fortaleza para adentrarse en un área que presentaba signos de abandono progresivo. Cuanto más avanzaban, más desolado y decrépito parecía el entorno. Pasaron por lugares en que las losas del suelo estaban rajadas y cubiertas de enredaderas, y bajo inclinadas pilas de rocas que habían sido muros o torres. En un momento se vieron obligados a trepar por encima de un montón de piedras partidas que eran cuanto quedaba de un puente que había conectado dos antiguas torres. Entre las sombras que los rodeaban huían pequeñas criaturas. En un punto determinado, cuando atravesaban un patio cubierto de maleza, una cosa grande les siseó una advertencia desde un montón de escombros cubierto de enredaderas. Los druchii apuntaron con las ballestas hacia el lugar, pero Nagaira les hizo un impaciente gesto para que continuaran. Pasado un rato, los incursores llegaron a una zona de la fortaleza que claramente había sido abandonada hacía muchas décadas. Al atravesar una entrada manchada de moho, Malus se encontró en un amplio espacio rectangular dominado por lo que parecía ser un hogar enorme. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que estaba en una antigua forja, cuyos fuelles y otras herramientas de madera se habían podrido hasta desaparecer hacía ya mucho.
De repente, se produjo un destello de luz verde azulado; uno de los guardias de Nagaira le dio a su señora una linterna ciega en la que ardía pálido fuego brujo. Ella la sujetó en alto y giró en un rápido círculo para orientarse.
—Allí —dijo al mismo tiempo que señalaba un rincón de la estancia—. Apartad los escombros. Encontraréis una trampilla.
Durante un momento, nadie se movió. Nagaira y sus bribones contemplaban a Malus y su grupo.
—¿Ya estáis cansados? —se burló Malus, impaciente ante aquella despreciable lucha de voluntades—. Muy bien. Virhan, Eirus…, abrid la trampilla.
Los hombres avanzaron de inmediato mientras lanzaban tétricas miradas a sus antiguos aliados. Alumbrados por la linterna de Nagaira, los dos guardias localizaron con rapidez un par de anillas de hierro que había en el suelo. Tras varios minutos de esfuerzo lograron levantar una de las hojas, cuyos goznes oxidados rechinaron. Debajo había un túnel casi perfectamente circular que se adentraba como un pozo en las profundidades de la tierra.
Según la leyenda, las madrigueras habían sido hechas varios siglos antes, cuando se había comenzado a construir el Hag. Un invierno, la tierra tembló bajo el castillo desde el ocaso al amanecer. Las losas del suelo subían y bajaban, y las torres se mecían bajo la luna. Los nobles y esclavos lo bastante valientes para aventurarse por las bodegas del castillo afirmaron haber oído un lento y profundo gemido que reverberaba a través de la tierra y la piedra, y dijeron que a veces se veían nubes de gases nocivos que emanaban a través de las grietas del suelo y envenenaban a los incautos.
El extraño episodio acabó de modo tan brusco como había comenzado, el primer día de primavera; ya avanzado el verano, una cuadrilla de obreros que reconstruía una torre derrumbada descubrió el primero de los túneles. Casi perfectamente redondos y abiertos en la roca sólida, los pasadizos recorrían kilómetros, volviendo sobre sí mismos una y otra vez, como si los hubiese hecho un gusano monstruoso. Nadie encontró nunca a la criatura —o criaturas— que había abierto los túneles, aunque a lo largo de los siglos una multitud de alimañas habían convertido el laberinto en su hogar.
En un lado de la pared del túnel había peldaños de hierro en forma de luna creciente.
—Recordad: permaneced cerca los unos de los otros —dijo Nagaira, que luego, sujetando la linterna, avanzó hasta el borde del agujero y comenzó a descender por los peldaños.
Dalvar avanzó rápidamente tras ella, pero Malus lo inmovilizó con una mirada terrible y entró en su lugar, con la ballesta preparada.
Unos seis metros más adelante el pasadizo comenzó a curvarse hacia la línea horizontal, hasta que los peldaños acabaron y Malus pudo ponerse de pie. Permaneció junto a Nagaira, y ambos aguardaron a que bajara el resto de la partida. Los únicos sonidos que se oían en el resonante espacio eran el raspar de los tacones de las botas sobre el hierro y un eco distante de agua que goteaba. En un momento dado, Malus le echó una furtiva mirada a su hermana, pero no pudo ver la expresión de ésta en las umbrías profundidades de la capucha con que se cubría; apenas distinguió la punta de la barbilla y un fugaz atisbo de la pálida garganta. Por el cuello de Nagaira ascendían los bordes del tatuaje en espiral, que parecía latir y moverse con vida propia.
Cuando la partida de incursión se ordenó en los dos grupos correspondientes, Malus organizó a sus guardias mediante suaves asentimientos de cabeza y gestos para que se mezclaran con los hombres de Nagaira. Si los dos bandos no podían separarse con mucha facilidad, difícilmente podrían sacrificarse el uno al otro ante la primera señal de problemas.
A Malus le resultaba claro que las madrigueras no habían sido hechas por un ser pensante, o al menos no por uno que estuviese cuerdo. Raramente eran del todo horizontales; ascendían y descendían, describían curvas, se cruzaban y volvían a cruzarse una y otra vez sin ningún propósito evidente. El avance era lento, aunque Nagaira parecía saber exactamente hacia dónde iba. Si había algún indicio o señal que indicara el camino, Malus no era capaz de identificarlos. Una lenta marea de inquietud comenzó a corroer los bordes de su acerada resolución, pero la hizo retroceder con una ola de negro odio. «Triunfaré —pensó con enojo—. Mientras tenga la espada y los sentidos alerta, no fracasaré».
La partida de incursión avanzaba por los túneles en silencio, con los nervios tensos y los sentidos aguzados. El aire era húmedo y viciado, y un fango gélido cubría muchas de las curvas paredes. Las botas crujían a menudo sobre pilas de viejos huesos. Malus enseñaba los dientes a cada sonido, pues se preguntaba qué criaturas podrían sentirse tentadas de investigar el ruido.
Había numerosos lugares en que las madrigueras ascendían hacia la superficie y se encontraban con los cimientos de la fortaleza situada en lo alto. En ocasiones, el túnel atravesaba bodegas y mazmorras abandonadas, y en esos casos, Malus veía los restos de barriles, mesas y herrajes aplastados por el peso de quien lo había cavado. Atravesaron varias estancias de ese tipo, cada una tan desierta como la anterior, y el noble comenzó a relajarse un poco. Fue entonces cuando casi cayeron en una trampa mortal.
La partida de incursión había llegado a otra espaciosa cámara, tan grande que al principio Malus pensó que la madriguera atravesaba una caverna natural, hasta que reparó en las losas del suelo. El resplandor de la luz bruja de Nagaira no llegaba hasta las paredes ni el techo del enorme espacio. Las zonas del suelo que Malus podía ver estaban cubiertas de desperdicios que le llegaban casi hasta la rodilla. Vio trozos de hueso y ropa vieja, herramientas oxidadas, objetos de cuero y restos de lo que podría haber sido carne reseca, además de muchos otros objetos irreconocibles.
Con Nagaira en cabeza, el grupo se adentró más en la estancia, pisando con cuidado entre las pilas de desperdicios. Ella se detuvo para orientarse, y en ese momento, Malus oyó el rumor. Era muy leve, casi como las pisadas de muchos pies pequeños, pero en el sonido había algo muy extraño, que el noble no pudo identificar. Alzó una mano a modo de advertencia.
—Que nadie se mueva —susurró—. Aquí hay algo.
Los druchii se detuvieron y volvieron la cabeza a un lado y otro, esforzándose por detectar el más leve movimiento en la oscuridad que los rodeaba. El rumor se oyó de nuevo: el rápido caminar de pies pequeños en algún lugar situado ante ellos. Algo golpeó una pila de desperdicios y desparramó por la estancia lo que por el sonido parecían trozos de loza y rocas sueltas. «Pies pequeños, pero cuerpo grande —pensó Malus—, y está intentando dar un rodeo para situarse detrás de nosotros». Luego, volvió a oírse el sonido de pies, pero desde el otro lado del grupo. «Más de uno —comprendió el noble—. Pero ¿cuántos?»
Los druchii se movían entonces con inquietud, y la precavida expresión de los rostros en sombras sugería que el pensamiento de todos discurría más o menos por los mismos derroteros que el de Malus. Lhunara se acercó un poco más al noble, con las espadas gemelas dispuestas.
Malus volvió a oír el rumor, pero esa vez fue más fuerte y rápido; procedía del techo, directamente de encima de ellos.
Nagaira lanzó un grito, y el globo de luz bruja se avivó de repente como una hoguera y desterró a la oscuridad. Malus entrecerró los ojos ante la fuerte luz, y vio que se encontraban dentro de una espaciosa bodega de casi veinte metros de lado donde se amontonaban restos podridos de barriles, canastas y estantes. Pálidas arañas cavernícolas, peludas, del tamaño de ponis, corretearon entre los desperdicios o se alzaron agresivamente a cuatro patas ante el repentino estallido de luz. Tenían ojos del color de la sangre fresca, y de los largos quelíceros goteaba veneno al volverlas locas de hambre el aroma a carne fresca.
Entre los druchii se alzaron gritos de alarma, y Malus intentó mirar en todas direcciones a la vez mientras se esforzaba por calcular cuántas arañas había. ¿Cinco? ¿Seis? Se movían con mucha rapidez y había demasiadas zonas en sombra para seguirles la pista a todas. El noble alzó la ballesta y apuntó a la más cercana, pero el disparo se perdió en el aire cuando Lhunara lo empujó hacia adelante para apartarlo del camino de la araña que saltó desde el alto techo de la bodega.
Malus rodó hasta quedar de espaldas mientras el resto de las arañas acometían a los druchii. Lhunara había caído bajo el arácnido, y el noble observó cómo los quelíceros de la criatura golpeaban una y otra vez el acorazado cuerpo de la oficial en busca de un punto débil a través del cual inyectar veneno. Soltó la ballesta y desenvainó la espada justo cuando la punta de una de las que empuñaba Lhunara hendía la parte posterior del tórax de la araña. La segunda espada describió un arco corto y cercenó uno de los quelíceros de la araña, de modo que empezó a manar una fuente de veneno verdoso. La araña pareció encogerse en forma de bola, con las patas en torno a la presa, pero Malus avanzó de un salto y le cortó tres extremidades de un tajo. Las espadas de Lhunara volvieron a destellar en la luz bruja, y el cuerpo de la araña, al haber perdido todas las patas, cayó hacia un lado.
El noble tendió una mano y cogió a la oficial por un antebrazo para alzarla con rudeza.
—¿Estás herida?
—No —replicó Lhunara al mismo tiempo que sacudía la cabeza. Por el frente del peto le corrieron gotas de veneno—. Pero ha faltado poco.
Malus volvió la cabeza violentamente de un lado a otro en busca de más arañas. Una vez que los druchii se habían recobrado de la sorpresa inicial, habían reaccionado con su salvajismo habitual. Dos arañas habían caído presas de las lanzas cortas de los guerreros de Nagaira, perforadas de lado a lado a causa del impulso de su propia acometida. Otras dos habían sido rodeadas y cortadas en pedazos, pues sus blandos cuerpos no ofrecían mucha resistencia a las hojas de acero. La quinta araña yacía a los pies de Nagaira, donde se disolvía lentamente en una humeante masa informe mientras la media hermana de Malus tapaba el frasco que había vaciado sobre la criatura y volvía a guardarlo en un bolsillo del cinturón.
El enfrentamiento había durado menos de un minuto y ninguno de los druchii había resultado herido, pero de no haber sido por la potente luz de Nagaira, las cosas realmente podrían haber salido de modo muy distinto. Ella le volvió la espalda a la araña que se disolvía y buscó el túnel que salía de la estancia.
—Por allí —anunció al mismo tiempo que señalaba hacia el otro lado de la bodega, y echó a andar como si no hubiese habido el menor contratiempo.
Malus recogió la ballesta y la recargó.
—Manteneos todos cerca —les dijo a los druchii reunidos—. Y no olvidéis mirar hacia arriba.
Continuaron caminando durante casi una hora más, atravesando cautelosamente otras bodegas y almacenes oscuros y abandonados. Al fin, en la entrada de una nueva cámara, Nagaira se detuvo y alzó una mano a modo de advertencia.
—Ya hemos llegado —anunció en voz baja.
Malus se quitó la capucha y se echó la capa hacia atrás por encima de los hombros. El resto de los incursores hicieron lo mismo, renunciando a la cautela a cambio de la visibilidad y la libertad de movimiento. Las espadas sisearon al salir de las vainas.
Nagaira tendió una mano con la palma hacia fuera en dirección a la entrada y la movió en un círculo cada vez más amplio, como si quisiera hacerse una idea de la forma de una estructura invisible. Lentamente, como si caminara contra un fuerte viento, atravesó el umbral y entró en la estancia. Malus se volvió a mirar a los incursores.
—Recordad, no toquéis nada. Matad en silencio y no dejéis testigos. —Luego, atravesó el umbral.
El noble reprimió un grito ante el frío —y la sensación de profunda inquietud— que lo inundó cuando entró en la estancia. Era como atravesar una membrana de carne viviente, una barrera que cedía ante su voluntad y, sin embargo, parecía viva y consciente.
Cuando recobró la lucidez, se encontró de pie en una habitación que en otros tiempos tenía que haber sido una bodega. Al igual que las otras cámaras, había un rastro de objetos aplastados y trozos de piedra que cubrían el camino del demente cavador, pero por lo demás la habitación estaba vacía. Una escalera de caracol recorría el perímetro de la estancia y acababa en un pequeño descansillo y una puerta de hierro oscuro.
En la sala había algo anómalo que al principio Malus no pudo determinar. Luego, cuando el siguiente druchii entró en ella y lanzó un audible grito de sorpresa, se dio cuenta de qué era: no había eco en la estancia de piedra. Simplemente, algo se tragaba el sonido, como si se hallaran al borde de un abismo sin fondo. Cuando estudió las paredes formadas por enormes bloques de piedra no pudo librarse de la sensación de que, de algún modo, eran porosas, como si pudiera atravesarlas con un dedo y llegar a algo que había al otro lado. No podía alejar la sensación, por muy sólida que la piedra pareciera ante sus ojos.
Uno a uno, los incursores entraron en la sala y cada uno quedó igualmente impresionado. Sólo Nagaira parecía imperturbable.
—Hemos atravesado la primera barrera de protecciones de la torre —susurró mientras comenzaba a ascender la escalera—. Espero encontrar una o dos más a medida que nos aproximemos al sanctasanctórum de Urial. A cada nuevo umbral las cosas estarán más… alteradas… que en el anterior.
Nagaira llegó a la puerta de hierro. Los siglos en desuso habían convertido el tirador y los goznes en masas de óxido apenas reconocibles. La druchii sacó un frasco pequeño de un bolsillo del cinturón y vertió algunas gotas de líquido plateado sobre la superficie de la puerta. Allá donde caían, aparecían manchas rojas, que se extendían rápidamente como grandes heridas en el metal carcomido. Se oyó el tintineo de algo que se quebraba, y de repente, la puerta se derrumbó en una pila de óxido que comenzó a oscurecerse.
Cuando ella devolvía el frasco al bolsillo, Malus pasó ágilmente junto a su hermana y tomó la delantera en el ascenso de la escalera que comenzaba al otro lado de la puerta. Nagaira alzó la cabeza y una severa reprimenda afloró a sus labios, pero Malus le hizo un gesto negativo.
—No podemos permitirnos que tú caigas en una emboscada —declaró con gravedad—. Será mejor que te mantengas en el centro del grupo. —«Y dejes que sea yo quien dé las órdenes», pensó Malus con petulancia—. Dalvar, cuida de tu señora.
Antes de que ella o Dalvar pudieran responder, Malus dio media vuelta y comenzó a subir con cautela. El ascenso duró más de un minuto. El druchii dejó atrás varios descansillos, pues si podía tomarse a Nagaira como ejemplo, esperaba que el sanctasanctórum de Urial estuviera en lo más alto de la torre. Finalmente, la escalera acabó en otra puerta, pero ésta se encontraba en mejores condiciones que la de la bodega.
Justo cuando tendía una mano hacia el aro de hierro, alguien abrió la puerta desde el otro lado.
Un esclavo humano, cuyo enflaquecido rostro estaba cubierto de cicatrices y llagas abiertas, vio a Malus y abrió la boca para gritar. El noble actuó sin pensar; alzó la ballesta y disparó una saeta de lleno a través de los costrosos labios que formaban un «¡oh!» de sorpresa.
Se oyó un crujido cuando la punta de acero de la flecha atravesó la columna vertebral y parte del cráneo del hombre, que se desplomó sin emitir sonido alguno. Detrás del esclavo muerto se oyó una exclamación ahogada, y Malus atisbó a una sirvienta que se llevaba una mano a las salpicaduras de sangre y cerebro que le cubrían la cara. Sin vacilar, el noble accionó la palanca de acero que echaba atrás la potente cuerda de la ballesta y colocaba otra flecha en la ranura. Justo cuando la esclava se recobraba de la conmoción, giraba sobre sí misma para huir y a sus labios afloraba un borboteante grito, Malus apuntó y disparó una saeta de negras plumas, que se clavó entre los omóplatos de la mujer. Al saltar más allá del cadáver de la esclava caída hacia el espacio que se abría al otro lado de la puerta, ya preparaba el disparo siguiente.
Se encontró en una cámara pequeña y tenuemente iluminada, con un suelo de piedra tallado con cráneos e intrincadas runas de nítidos contornos. La iluminación parecía provenir de las propias paredes, un resplandor rojo oscuro, como de brasas cubiertas de cenizas, que le tironeaba de los rabillos de los ojos y subía y bajaba como una marea de sangre dentro de un corazón enorme. Silueteados por la luz sanguinolenta había rostros de suaves facciones hechos con algún metal plateado e incrustados en las paredes. Unos gruñían, otros sonreían lascivamente, incluso algunos exudaban una desalmada calma. Los ojos no eran más que pozos negros, y sin embargo, Malus sentía el peso de su mirada sobre la piel. La sensación hizo que un escalofrío le bajara por la espalda y que los dientes entrechocaran.
Había tres puertas dobles, todas cerradas, y otra escalera que continuaba ascendiendo por la torre. Malus sospechaba que se encontraban en la planta baja, pero se sintió trastornado al descubrir que había perdido el sentido de la dirección. No podía determinar en qué punto de la fortaleza estaba, algo que nunca antes le había sucedido.
Nagaira pasó por encima de los cadáveres de los esclavos y atravesó velozmente la estancia.
—¿Te han visto?
Malus frunció el entrecejo.
—¿Quiénes?
—¡Las caras! ¿Te vieron matar a los esclavos?
—¿Que si me vieron? ¿Cómo voy a saberlo, mujer? —¡Maldita brujería! Ya estaba harto de aquel lugar.
Nagaira contempló con precaución las caras plateadas. Sus ojos iban de una a otra casi como si estuviera siguiendo algo que se movía por detrás de la pared y los espiara a través de las cuencas vacías de los rostros.
—Tenemos que ser muy cuidadosos con el modo en que derramemos sangre en este lugar —susurró Nagaira—. Las protecciones que hay aquí son muy potentes. Si atraemos la atención, los guardianes de la torre podrían ver a través de mis talismanes protectores.
Malus siseó de irritación. Dos de los miembros de la partida de incursión estaban haciendo rodar los cuerpos de los esclavos escalera abajo, pero no había modo de saber cuánto tiempo pasaría antes de que los echaran en falta. La alarma podía darse en cualquier momento. «Me pregunto si Urial puede percibir algo así desde el templo». Reprimió una maldición. Entonces no había tiempo para preocuparse por eso. Malus volvió a cargar la ballesta y avanzó rápidamente hacia la otra escalera.
La escalera ascendía en espiral hacia la oscuridad. Malus apoyó la espalda contra la pared y avanzó sigilosamente, aguzando el oído para percibir indicios de movimiento. La piedra que tenía contra la espalda era tibia como un cuerpo vivo. Lo notaba a través de la capa y el espaldar de la armadura. El noble continuó el ascenso y pasó ante dos descansillos con oscuras puertas reforzadas con bandas de hierro.
Entre el segundo y el tercer descansillo, oyó que se abría una puerta y el sonido de unos pasos que descendían. Cambió la ballesta a la mano izquierda y se quedó inmóvil al mismo tiempo que alzaba la mano derecha para advertir a la columna. Momentos más tarde, por la siguiente curva de la escalera, apareció un esclavo que iba apresuradamente a hacer un recado. Con la rapidez de una serpiente, Malus aferró la manga derecha del esclavo, tiró de ella y derribó al humano. El cuerpo cayó y pasó dando tumbos ante Malus, rebotando en la piedra. El noble oyó los sonidos del acero contra la carne y luego se hizo el silencio. Pasado un momento, continuó adelante.
La escalera acababa en el tercer descansillo. Malus vio que la entrada era más ornamentada que las anteriores, estaba tallada con numerosos sigilos y había tres caras plateadas incrustadas a lo largo de la arcada. Sintió la vacua mirada sobre sí cuando cogió el aro de hierro de la puerta con una mano y tiró de él para abrirla. El espacio que había al otro lado estaba aún más débilmente iluminado que el propio descansillo. Con la ballesta preparada, se deslizó a través de la puerta y de otra protección mágica.
Esa vez, la membrana mágica era más dura de atravesar. Cuando cedió, la transición fue tan brusca que avanzó varios pasos dando traspiés y sintió que la superficie del suelo se hundía ligeramente bajo su peso. El aire estaba viciado y húmedo, pero la humedad no se le adhería a la piel. El hedor a sangre putrefacta flotaba en la penumbra. Le pareció oír gritos distantes, pero cuando intentó concentrarse en ellos no pudo determinar de dónde procedían. Las paredes de un corredor estrecho se cerraban en torno a él, y sin embargo, se sentía como si estuviese al borde de una enorme planicie. Su mente luchaba con esas sensaciones contradictorias y su cuerpo se mecía sobre los pies.
Nagaira fue la siguiente en entrar. Malus advirtió que los pequeños pasos de ella hacían un ruido espeso y chapoteante, como si caminara por un terreno empapado por la lluvia. Parecía no verse afectada por las fuerzas que obraban en torno a ella. La linterna estaba apagada, pero Malus podía verle la cara muy claramente en la oscuridad, como si estuviese separada de las tinieblas que los rodeaban. Los otros druchii entraron dando traspiés, y el noble descubrió que también a ellos los veía con claridad.
—¡Ahora, daos prisa! —les ordenó Nagaira a los aturdidos guardias—. Ya casi hemos llegado.
Nagaira volvió a encabezar la marcha al avanzar por el pasadizo, y Malus descubrió que no tenía la presencia de ánimo para protestar. Experimentó una punzada de enojo y, sorprendentemente, su mente se aclaró un poco. «Muy bien —pensó—. Que el odio sea mi guía».
Malus se concentró en la espalda de Nagaira, que los guiaba a través de la oscuridad. Percibía paredes y entradas, recodos y escaleras que ascendían, pero eran sólo sensaciones vagas. Con cada paso que daba se abstraía aún más, inmerso en sus ancestrales odios, en todos los sufrimientos diferentes que había soñado para la familia por los insultos de que había sido objeto.
Con cada paso soñaba en la gloria a la que tenía derecho. Él sería el vaulkhar, no Bruglir ni Isilvar. «¡Los destruiré a todos y arrancaré el azote de los dedos tiesos de mi padre, y entonces, esta ciudad aprenderá a temerme como no ha temido nunca a nadie!»
Vio que Nagaira pasaba flotando a través de una arcada hecha de desteñidos cráneos manchados de sangre. Malus la siguió al interior de una pequeña habitación octogonal formada por enormes bloques de basalto. Al otro lado de la estancia, había otra puerta doble, cuyo arco ojival encerraba un trío de cruentes caras plateadas. Allí los gritos eran más fuertes, salpicados por un coro de tintineos, como el sonido de acero golpeando hueso. El suelo estaba cubierto de sangre que se coagulaba y se pegaba a las suelas de las botas.
Nagaira atravesó la estancia y cogió la anilla de hierro de la puerta. Se volvió para decirle algo a Malus. De repente, el aire se estremeció con ululantes bramidos, y tres figuras contrahechas emergieron de las negras profundidades de las paredes.