CANTO III
RESALTO I. EXCOMULGADOS
Esperan en el Antepurgatorio treinta veces el tiempo que duró su excomunión. Manfredo.
Si bien aquella fuga repentina
las almas dispersó por la campaña
3hacia el monte en que aflige ley divina,
yo me estreché contra mi fiel compaña:
¿y cómo yo sin él seguir podría?
6¿Quién me habría subido a la montaña?
Sentir remordimiento parecía:
¡oh conciencia dignísima, oh pureza,
9qué amargo un fallo chico te sabía!
Cuando cesó en sus pies la ligereza,
que a toda acción humana hace viciosa,
12mi mente, que estrechaba la torpeza,
ensanchó el pensamiento, deseosa,
y contemplé aquel monte, que se alzaba
15más hacia el cielo de la mar undosa.
El sol, que, rojo, tras de mí flameaba,
delante se rompió de mi figura,
18puesto que en mí sus rayos apoyaba.
Yo me volví hacia un lado con pavura
de ser abandonado, cuando vi
21estar sólo ante mí la tierra oscura;
y mi consuelo «¿Por qué dudas, di?
—comenzó, por completo a mí tornado—,
24¿no crees que, por guiarte, sigo aquí?
Véspero se halla ahora do enterrado
mi cuerpo está, que sombra proyectara:
27a Nápoles de Brindis fue llevado.[17]
Si mi sombra ante ti no se declara,
más no te maravilles que si un cielo
30a un rayo que a otro va no hace mampara.
A tormentos sufrir, calor y hielo,
a tales cuerpos la virtud dispone,
33mas cómo sea cubre con un velo.
Loco es aquel que a la razón supone
capaz de andar por la infinita vía
36que una substancia en tres personas pone.
Contentaos los humanos con el quia[18];
que si mirar pudieseis lo absoluto,
39no era preciso el parto de María;
tú mismo has visto desear sin fruto
a los que hubieran su avidez colmado,
42y eternamente se les da por luto:
por Platón y Aristóteles he hablado,
y muchos otros», e inclinó la frente,
45y más no dijo, y se quedó turbado.
Llegamos de aquel monte a la pendiente:
la roca era escarpada, y tan retuerta
48que el pie se aprestaría vanamente.
La ruina más deshecha y más desierta
entre Lérici y Turbia es una escala,
51al lado de ella, cómoda y abierta.
«¿Quién sabe por qué lado es menos mala
—dijo el maestro, el pie inmovilizando—
54para que suba aquel que va sin ala?»
Y mientras él estaba ponderando,
con el rostro inclinado, la pendiente
57y yo estaba las rocas observando,
a mano izquierda apareció una gente
que se acercaba y no lo parecía,
60pues movían los pies tan lentamente.
«Alza la vista —dije—, amado guía:
ve a quien resolverá nuestro acertijo,
63si tú no lo has resuelto todavía.»
Miró tranquilamente, y luego dijo:
«Vamos allá, que vienen piano piano;
66y tú ten esperanza, dulce hijo».
Tras de mil pasos nuestros, tan lejano
se hallaba el grupo de almas cual pudiera
69marcar de un lanzador la experta mano,
cuando las vimos irse a la ladera
del alto monte y, quietas y apretadas,
71mirar como quien va, duda y espera.
«Almas electas, gentes bien finadas
—Virgilio comenzó—, por la apacible
75vida a la que os conozco destinadas,
decid por dónde el monte es accesible,
que a más saber, tardar más importuna,
78y queremos subirlo, si es posible.»
Como las ovejuelas, una a una,
dos a dos, tres a tres, abandonando
81van el redil, y si se para alguna,
las otras con candor vanse agrupando,
bajos vista y hocico y, sin protesta,
84a la primera imitan, ignorando
el porqué; vi moverse así la testa
del rebaño de gente afortunada:
87púdica era su faz; su marcha, honesta.
Como, ante ellas, la luz del sol quebrada
sobre la tierra, a mi derecha, vieron,
90por mi sombra en la roca proyectada,
se pararon y atrás un paso dieron,
y las que les venían a la zaga,
93ignorando el porqué, lo mismo hicieron.
«Sin que ninguno la pregunta me haga,
confieso que estáis viendo un cuerpo humano
96que en la tierra la luz del sol apaga.
Y no os maravilléis, porque no en vano
a domar la pared aquí ha venido,
99ni sin virtud de la celeste mano.»
Así el maestro; y luego ha respondido
«Volveos y avanzad» la digna gente;
102y el dorso de sus manos signo ha sido.
«Quienquier que seas, vuelve a mí la frente
—uno me habló— mientras hacemos vía,
105y piensa si me has visto anteriormente.»
En su rostro fijé la vista mía:
blondo era y bello, y de talante airoso,
108mas una ceja un golpe le partía.
Cuando le declaré respetuoso
no haberle visto, «Mira —dijo luego,
111y una llaga mostró en el pecho hermoso—.
Yo soy Manfredo[19] —hablóme con sosiego—;
mi abuela fue Constanza[20] emperadora.
114Cuando vuelvas al mundo, yo te ruego
que a mi hija bella, del honor autora
de Aragón y la sícula corona,[21]
117de estas verdades hagas sabedora:
cuando yo sentí rota mi persona
por dos puntas mortales, sollozando
120me volví a quien de grado nos perdona.
Fui pecador, y pecador nefando,
mas la bondad divina siempre abraza
123al que a ella se dirige suspirando.
Si el pastor de Cosenza, que a mi caza
fue puesto por Clemente, visto hubiera
126de este rostro, pensando en Dios, la traza,
los huesos de mi cuerpo yo tuviera
cerca del puente, al pie de Benevento,
129y un majano sobre ellos guardia hiciera.
Lluvia los baña y los empuja el viento
fuera del reino, márgenes del Verde,
132que él los sacó, sin cirios, de su asiento.
Mas por sus maldiciones no se pierde,
para no tornar más, el alto amor,
135si aún luce la esperanza un poco verde.
Cierto es que cuando muere el pecador,
contumaz con la Iglesia, arrepentido,
138de estos riscos espera en derredor
treinta veces el tiempo que ha vivido
en su arrogancia, si es que tal decreto
141no es por ruego eficaz disminuido.
Si hacerme feliz puedes, sé discreto
y que me viste dile a mi Constanza,
144y la espera a que me hallo aquí sujeto;
que acá, por los de allá, mucho se avanza[22]».