CANTO XXXI
POZO DE LOS GIGANTES
Encadenados: Nemrod, Efialte, Briareo, Anteo, Ticio, Tifo.
Esa lengua, al principio mordedora,
que a mis mejillas de rubor teñía,
3 me dio la medicina salvadora:
así he oído que la lanza hería
de Aquiles y su padre, que igualmente
6mala, al principio, y buena ofrenda hacía.[262]
Dimos la espalda a aquel valle doliente,
que cruzamos subiendo la escollera
9que le rodea, silenciosamente.
Menos que día y menos que noche era;
poco me adelantaba mi mirada
12y un alto cuerno oí, que a un trueno hiciera
parecer, al sonar, cosa menguada;
su ruta en contra de él iba buscando,
15en un punto mi vista concentrada.
Tras una derrota dolorosa, cuando
Carlomagno perdió la santa gesta,
18no sonó tan terriblemente Orlando.
A poco de volver allá la testa,
creí estar viendo muchas altas torres
21y «Maestro —exclamé—, ¿qué tierra es ésta?».
Y él a mí: «Natural —ya que recorres
con la vista lo que hállase alejado—
24es que la imagen que percibes borres.
Ya verás, cuando llegues a su lado,
lo que te engaña y ahora ves borroso;
27debes, por ello, andar más apurado».
Mi mano tomó luego cariñoso
y «Antes —dijo— que mucho te adelantes,
30no te sorprenda el hecho prodigioso,
porque torres no son, que son Gigantes,
y del ombligo abajo están hundidos
33del pozo en los escollos circundantes».
Como al ser los vapores esparcidos,
cuando hay niebla, se aclara la figura
36que velaban estando reunidos,
de ese modo, horadando el aura oscura,
del borde, poco a poco, me vi cerca
39y huyó mi error y vino mi pavura,
pues cual Montereggion[263], con una cerca
se defiende, de torres coronada,
42la margen que al profundo pozo cerca
está por medios cuerpos torreada
de Gigantes horribles; todavía
45les conmina de Jove la tronada.[264]
La faz de uno de aquéllos distinguía;
de espalda, pecho y vientre una gran parte,
48y los brazos caídos, le veía.
Que natura olvidara pronto el arte
de hacer tales vivientes fue obra buena,
51pues tales auxiliares quitó a Marte;
y si del elefante y la ballena
no se arrepiente, visto sutilmente
54su discreción excluye la condena,
que donde el argumento de la mente
se unen el mal querer y fuerza fiera
57ningún reparo puede hacer la gente.
Grande su faz como la piña era
de San Pedro de Roma[265], y adecuado
60cada hueso a la enorme calavera;
y, aunque por el ribazo enmandilado
de en medio a abajo, tanto se mostraba
63por cima, que si hubieran alcanzado
tres frisios[266] su melena, cosa brava
fuera, pues yo veía treinta palmos
66de abajo a donde el hombre el manto traba.
«Raphel maí amech zabí aalmos»,[267]
a gritar comenzó la fiera boca,
69en la que no encajaban otros salmos.
Y mi guía le dijo: «¡Ánima loca,
coge el cuerno y tocándolo desfoga
72la furia o la pasión que así te toca!

Búscate el cuello y hallarás la soga
con que está atado, oh ánima confusa,
75y que a tu enorme pecho casi ahoga».
Después me dijo: «A sí mismo se acusa:
éste es Nemrod[268], por cuya idea insana
78en el mundo un lenguaje no se usa.
Déjale, porque hablarle es cosa vana:
que, igual que nadie entiende su lenguaje,
81no comprende ninguna lengua humana».
A un tiro de ballesta —nuestro viaje
nos conducía hacia el cantil siniestro—
84otro hallamos mayor y más salvaje.
No sé decir el nombre del maestro
que le trabó tan bien, pero le ataba
87—delante el otro, atrás el brazo diestro—
una fuerte cadena, que bajaba
del cuello, y lo que estaba descubierto
90hasta con cinco vueltas rodeaba.
«Este soberbio quiso en campo abierto
contra Jove luchar —dijo mi guía—,
93y este premio ganó su desacierto.
Efialte[269] es éste, que la prueba hacía
con los otros que al cielo han asustado:
96ya no mueve los brazos con que hería.».
«¿Es posible —al maestro he preguntado—
de Briareo[270] ver la desmesura
99y adquirir experiencia de su estado?»
«Verás de Anteo[271] —dijo— la figura:
que ha de bajarnos hasta el fondo impío,
102pues habla y está libre de atadura.
El otro está muy lejos, hijo mío,
y está atado como éste y tan furioso,
105salvo que tiene un rostro más bravío.»
No puede un terremoto impetuoso
sacudir a una torre de la suerte
108que Efialte al removerse presuroso.
Más que nunca temí entonces la muerte,
y mi temor no más fuera bastante
111si no le viera la cadena fuerte.
Hacia Anteo seguimos adelante;
y más de doce brazas hacia fuera,
114sin la testa, salía aquel Gigante.
«¡Oh tú que en la comarca placentera
donde Escipión de gloria fue heredero
117cuando Aníbal la espalda le volviera,[272]
mil leones cazaste, y si guerrero
hubieras sido en la sublime guerra
120de los tuyos, se da por verdadero
que vencieran los hijos de la Tierra;
ponnos abajo —no te sea molesto—,
123donde al Cocito la frialdad encierra.
No hagas que a Ticio o Tifo[273] pida esto,
que éste te puede dar lo que aquí se ama;
126inclínate y no tuerzas más el gesto.
Aún en el mundo puede darte fama,
que vive y aún espera larga vida,
129si la Gracia a su lado no le llama.»
Así dijo el maestro, y en seguida
tendió la mano, y agarró a mi guía,
132con la que a Hércules diera la embestida.[274]
Virgilio, que cogido se sentía,
«Ven acá, que te coja», me ha llamado;
135y un haz su cuerpo con el mío hacía.
Como el que a Garisenda[275] ha contemplado,
por do se inclina, al tiempo que pasaba
138una nube, y que cae se ha figurado,
tal parecióme Anteo, pues estaba
mirándole inclinarse, y en tal hora
141un camino distinto deseaba.
Suavemente, en el foso que devora
a Lucifer y Judas nos posó;
144y, enderezado luego sin demora,
cual mástil de una nave se elevó.