6
EL SUEÑO AMERICANO
Elso Bari estaba cruzando el hall de un hotel en Reno, Nevada, cuando el abogado le devolvió la llamada. Era tarde, estaba oscureciendo y había mucha gente circulando por el hotel, gente de todo tipo, desde mujeres con vestidos ajustados y zapatos de tacón de aguja hasta hombres con sombreros Stetson y camisas a cuadros; unas cuantas parejas de aspecto despistado que habían venido a Nevada de vacaciones a pasárselo bien y ahora no tenían muy claro cómo hacerlo.
—¡Hola! —dijo Elso al contestar—. He encontrado al tipo que buscaba.
—Muy bien. Usted trabaja rápido, desde luego.
—Ya —prosiguió Elso—, pero hay... complicaciones.
—¿Complicaciones?
—Que está muerto. Y a eso yo lo llamo complicaciones.
—No le oigo bien —dijo Holland—. ¿Qué es ese ruido de fondo?
—El ruido ambiente. Esto es Nevada, letrado, y el ruido ambiente es el ruido de un montón de insensatos metiendo monedas en máquinas tragaperras. ¿No conoce lo del sueño americano?
—Es que no le oigo —gritó el abogado.
—Da igual —dijo Elso. Encontró una butaca a una cierta distancia de las máquinas e intentó hablar de nuevo.
—O'Donnell está muerto.
—¡Joder! —exclamó Holland—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé todavía. Los hoteles, especialmente los hoteles con casino, son bastante reacios a hablar de los huéspedes que se les mueren. He intentado engrasarles repartiendo un poco de dinero, pero no he conseguido gran cosa. Y no he hablado con la poli, porque, lo que pasa cuando haces preguntas a los polis es que son ellos los que empiezan a hacerte preguntas a ti.
De repente, sonó una especie de alarma, seguida de campanas y pitidos, y se oyó un grito. Elso intuyó que alguien acababa de ganar el bote.
—Voy a suponer que nuestro cliente quiere saber de qué va —dijo Elso—. ¿Le parece?
—La verdad es que no lo sé —dudó Holland.
—Espero —dijo Elso—, espero sinceramente que no me estén jodiendo aquí.
—¿Qué quiere decir?
—Prefiero no ser muy preciso por teléfono, si no le importa. Piénselo, letrado; se supone que usted es un tipo listo.
—No entiendo...
—Da igual. Mire, tengo el nombre de un poli aquí en Reno, amigo de un amigo. Le he llamado y vamos a vernos dentro de un rato. A ver qué puedo sonsacarle. Ya le diré algo.
Elso se metió el teléfono en el bolsillo y atravesó el corredor, entre filas de máquinas tragaperras, hasta llegar al bar. Era espacioso, decorado al estilo del Oeste pero sin pasarse, con un par de ruedas de carromato que parecían auténticas, colgadas de las paredes y una vieja guadaña con la hoja de hierro oxidado. Había unos grandes ventanales, un riachuelo que discurría rápidamente entre las rocas y, a lo lejos, unas montañas que parecían sacadas de una serie de televisión de los años sesenta.
Tomó asiento en una mesa al lado del ventanal y le pidió un J amp;B con soda a una camarera pelirroja con camisa a cuadros y vaqueros ajustados. Dos o tres minutos después sonó el teléfono y contestó sin mirar la pantalla. Pensó que sería Holland de nuevo.
—¡Hola Elso! —dijo una voz de mujer—, ¿qué estás haciendo?
—¡Hola Louise!
—¿Qué estás haciendo en Reno, Elso?
—Negocios. Ya te lo dije.
—OK —dijo la mujer, no demasiado convencida—. Es donde la gente va a divorciarse, ¿verdad?
—Eso era hace años —dijo Elso—. Creo que ya no es así.
—Debe haber un montón de mujeres divorciadas buscando a un macho a quien poderle contar sus penas.
—No he visto a ninguna.
—¿Y quién está llevando el restaurante mientras?
—Sandy. Por un par de días.
—¿La del vestido largo super ceñido?
—Es su uniforme de trabajo, Louise. Tiene que recibir a la gente en la puerta, llevarlos a su mesa...
—Te la estás tirando, ¿verdad?
Elso respiró hondo y miró el agua brincando entre las rocas, riachuelo abajo. Al otro lado, había una especie de jardín con una glorieta en medio. Hacía frío fuera, estaba cayendo la noche y no había nadie.
—Dices que me quieres, Elso —prosiguió Louise con una voz suave—. Si me quieres, me dirás la verdad.
—Bueno —dijo Elso—, fue algo... puramente sexual. Nada personal.
—¡Nada personal! Tendrías que escucharte a ti mismo.
—Louise, que no es para tanto.
Elso la imaginaba sentada en el sofá de la sala de estar, probablemente en ropa interior. A Louise le gustaba hablar por teléfono en ropa interior.
—¿Te acuerdas, cuando empezamos a salir, de que a veces, al pasar por alguna que otra calle, mirabas arriba, hacia una ventana, y decías, «antes salía con una chica que vivía allí»? ¿Y que era una broma que nos hacíamos? Pues, ¿sabes qué?, ahora ya no me hace gracia.
—Estas cosas pasan, Louise.
—¿Me odias por hablarte así?
—No, no te odio.
—¿Ves? Es lo que te quiero decir. El odio es una emoción humana, normal, y eso es lo que tú no tienes.
—O sea, que quieres que te odie.
—Eres tan cool, Elso —continuó Louise—, eres tan imperturbable que me pones enferma. No te das cuenta de que tienes un problema. Existe un nombre para ello, ¿lo sabías? Se llama adicción al sexo. Tú, lo que necesitas, Elso, es terapia.
—Mira, Louise, estoy aquí por trabajo. He quedado con un tío, es importante y debe estar a punto de llegar.
—Esta conversación también es importante, Elso.
—Bien, pero no puedo tenerla por teléfono. Lo hablamos cuando vuelva, ¿vale?
—Sí, ya, como siempre —siguió Louise—. Iremos a algún restaurante de estos que tú conoces, cenaremos divinamente, tomaremos el vino perfecto. Y, luego, iremos a tu casa o a la mía y haremos el amor, y después me sentiré tan bien que no querré estropearlo. Y así seguiremos, Elso. Y ya estoy harta.
Elso levantó la vista y vio entrar al hombre que estaba esperando. Nunca lo había visto en persona, pero no tardó ni cinco segundos en saber que era él. Tenía esa expresión que adquieren los polis después de muchos años de oficio, una manera especial de tensar la mandíbula, como si esperara a que alguien le insultase.
—Tengo que irme, Louise. Tengo que hablar con este tipo.
—Qué oportuno, ¿no?
—Te llamo mañana.
Elso se puso de pie, devolvió el teléfono al bolsillo de la americana, y el poli, al verlo, se acercó a la mesa con la mano extendida.
—Granger —dijo.
—Un placer — contestó Elso dándole la mano—. ¿Qué quieres beber?
—Tomaré una Coors —dijo el poli mientras se sentaba. Era corpulento, probablemente había jugado a fútbol americano en su juventud. Hombros anchos que empezaban a hundirse, una barriga incipiente donde antes había habido un vientre plano y firme. Aún vestía como si tuviese veinte años: americana de pana de color chocolate, camisa azul y vaqueros desteñidos y ajustados sobre unas botas de color marrón lustradas.
Elso le pidió a la camarera una Coors, le preguntó si tenían pistachos.
—Creo que no —ella le dijo—. Lo que tenemos es un surtido de frutos secos.
—¿De los que vienen en esas bolsitas de plástico? ¿Cómo los que te dan de aperitivo en el avión?
—Sí, supongo que sí —dijo ella, mirándole mientras ladeaba la cabeza—. ¿Lo quieren?
—¿Quieres el surtido de frutos secos? —Le preguntó Elso a Granger.
—No, gracias.
—¿Siempre haces esto? —le preguntó Granger mientras la miraban marchar.
—¿Qué?
—Flirtear con la camarera. —¿Estaba flirteando con ella?
—A mí me lo ha parecido. Y a ella también. Así que si tú crees que no, estás en minoría.
—Bueno —dijo Elso—. No me había dado cuenta.
—Sí, ya —respondió el otro con una media sonrisa—. ¿Cómo está nuestro amigo?
—El teniente Reardon está bien —dijo Elso—. Sigue quejándose. Ya sabes, en Chicago el crimen nunca descansa. O eso dicen. Por cierto, te manda saludos.
—Los de Chicago se creen que en el resto del mundo nadie trabaja. Aquí tampoco está tan tranquilo como parece.
—Ya me imagino —dijo Elso—. Reardon me dice que hace casi veinticinco años que trabajas en esto y estás pensando en el sector privado.
—Sí —respondió el poli—, me lo estoy planteando.
—Te podría echar una mano —ofreció Elso—, ya que soy del gremio.
—Estaría bien. Te lo agradecería.
—¿Tendrías problemas en mudarte a otra parte del país?
—Estoy divorciado —dijo el poli— y los chicos están en la universidad. No me echarían mucho de menos si estuviera lejos.
—Hablaré con algunos amigos. A ver qué puedo hacer.
La camarera trajo la Coors y él le dijo que no necesitaba copa. Tomó un trago largo y miró cómo movía las caderas mientras se alejaba.
—Entonces, ¿qué es lo que te trae por aquí? —preguntó Granger—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Mickey O'Donnell.
Granger se rió. Levantó la botella de Coors y tomó un trago. Seguía riéndose después de dejar la botella encima de la mesa.
—¿Es gracioso? —preguntó Elso.
—Hombre, ya lo creo.
—¿Por qué?
—Mickey O'Donnell es como el helado del mes.
—¿Y eso?
Granger le dirigió una rápida mirada, como si una alarma acabara de sonar en su cabeza.
—¿Por qué quieres saber cosas sobre ese tío?
Elso tomó un sorbo de whisky y apoyó los codos en la mesa.
—Podemos dar por sentado, supongo, que esto es una conversación privada, ¿no?
El policía asintió con la cabeza.
—Hace cuatro días me contrataron para encontrarlo y cuando lo encuentro, va y resulta que está muerto. Y por lo que he podido averiguar, las circunstancias de su defunción son algo... curiosas. A la gente que me ha contratado le gustaría enterarse de lo sucedido.
—La gente que te ha contratado —repitió Granger—. Supongo que prefieres no decirme quién es. Elso le sonrió.
—No creo que venga al caso.
—No —dijo Granger con una sonrisa torcida—, supongo que no. Mira, lo que pasó es que el tipo se estranguló mientras se estaba haciendo una paja en la habitación del hotel con el canal porno puesto.
Granger seguía con la sonrisa clavada mientras Elso lo digería.
—¿Has oído hablar de asfixia autoerótica? —le preguntó. —Puede que sí. No lo sé.
—También se conoce como «scarfing», puesto que muchos utilizan un pañuelo para hacerlo.
Elso hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es sexo, puro y duro. Cuanto menos oxígeno llega al cerebro, más intenso es el orgasmo. El riesgo, especialmente si estás solo, es que pierdas la conciencia. Ese tipo, O'Donnell —ahora generalmente conocido en el Departamento de Policía de Reno como Mickey el Masturbador—, tenía un pañuelo atado a su cuello con un nudo corredizo. Lo había pasado por el cuello de la lámpara de encima de la cama y tenía el otro extremo atado a su mano izquierda. El pañuelo hacía presión sobre la yugular. Así que cuando perdió el conocimiento, el peso de la mano... Tuve un caso similar hace bastantes años, un chico. Normalmente son chicos. Se calcula que hay entre quinientas y mil muertes al año. En todo el país, quiero decir. Se suelen mantener en secreto, obviamente. Imagínate, un chico de diecisiete años que se encuentra en la ducha con la polla en la mano. Y luego tienes a su padre en la funeraria, explicándoselo a la gente: bueno, ya sabes, el chico se mató mientras se hacía una paja. Al menos, murió feliz.
—Divertidísimo —dijo Elso.
—En este oficio, amigo —dijo Granger—, se agradece un poco de humor de vez en cuando.