11
ZONA FRANCA
Sharp y Harry Amir alquilaron un Audi en el Aeropuerto de Barcelona. A los pocos minutos, tenían el mar a su derecha, más allá de las grandes grúas de color amarillo y las hileras de containers de la zona portuaria. Enfilaron la salida de la Zona Franca y, poco después, Sharp paró frente a un edificio blanco y cuadrado, en medio de un polígono industrial, sin más señas de identidad que el número 47 sobre una puerta metálica gris.
—¿El tipo no puede pagarse una oficina?
—Según mis informes, trabajaba para la CIA —explicó Harry Amir, quitándose los guantes—. Es de suponer que la paranoia forme parte de su naturaleza.
Fuera del coche hacía frío y el cielo gris amenazaba lluvia. No había ni un árbol a la vista, solamente calles perfectamente alineadas con letras en vez de nombres, edificios bajos y de una sencillez absoluta que servían de almacenes para usos industriales, algunos camiones articulados aparcados sobre el cemento, latas vacías rodando hacia las alcantarillas a poco que se levantara el viento y ni un alma a la vista.
—Quizá cobren extra por el ambiente —sugirió Amir, mientras se alzaba el cuello del abrigo de pelo de camello y apretaba el botón del interfono. Se oyó el chirrido de la cerradura al abrirse y empujó la puerta.
Había una pequeña entrada con una escalera que subía hasta la planta de arriba. Hacía frío en el edificio, incluso más que en la calle.
—Aquí arriba —dijo un hombre desde lo alto. Cuando estuvieron arriba, se apartó para dejarlos pasar. Era alto, vestía vaqueros y una gastada cazadora de ante, tenía el cuerpo firme de un atleta y una cara inexpresiva.
El cuarto ocupaba toda la planta, con ventanas sucias y una mesa larga, con unas cuantas sillas plegables alrededor. El hombre sentado en la mesa era medio calvo, tenía el cabello gris y la típica barriga de hombre de mediana edad. Vestía una camisa de lana de cuadros escoceses y un cardigan verde. Cerró el portátil en el que había estado trabajando y lo puso a un lado.
—Encantado de conocerle, señor Corbin —dijo Amir. El hombre de detrás del portátil no parecía que fuese a levantarse, así que optó por no ofrecerle la mano—. Me llamo Harry Amir. Mi socio, el señor Sharp.
—Un placer —contestó el hombre—. Siéntense.
Amir y Sharp tomaron asiento al otro lado de la mesa. El hombre que había abierto la puerta se sentó en el otro extremo.
—¿Beben ustedes cerveza? —preguntó Corbin, echando una mirada a Amir—, ¿o tienen algún reparo religioso en tomarla?
—No. Bebemos cerveza —contestó Amir sonriendo amablemente mientras empezaba a desabrocharse el abrigo. No hacía tanto frío allí, gracias a la estufa eléctrica que había encendida al lado de la mesa.
—Bien —dijo Corbin. Se agachó para abrir una nevera y sacó cuatro latas verdes de cerveza alemana. Pasó las latas por encima de la mesa a los otros tres y las abrieron.
—Tengo entendido que se trata del asunto McAllan, ¿no es así?
—Sí, señor —dijo Amir.
—Adelante.
—Es posible que las cosas no sean lo que parecen.
—¿Qué es lo que cree la policía?
—Tenemos la impresión de que están siendo meticulosos con sus investigaciones. Y hay periodistas haciendo... ruido.
—¿Y ustedes qué buscan?
—Queremos la verdad, señor Corbin —dijo Amir con un gesto de las manos y con una sonrisa que exhibió unos dientes blancos y perfectos.
—Y la verdad les hará libres —siguió Corbin devolviéndole la sonrisa—. Bien. Control de daños. ¿Para quién trabajan ustedes?
—Somos de Cyrus Security —dijo Amir, con una mirada algo sorprendida.
—Eso ya lo sé —dijo Corbin—. Quiero decir, ¿quién paga las facturas?
—Eso es confidencial, señor Corbin —dijo Amir.
—Bueno —dijo Corbin con una sonrisa endeble—. Tenía que preguntarlo, ¿no? Yo trabajo en el negocio de la información, ¿saben ustedes? La gente acude a mí. Ellos me pagan, pero también me suministran, a la vez, más información, que yo, luego, venderé a otro, que a cambio me dará más... y así sucesivamente. Llevo mucho tiempo haciendo esto.
Amir lo miró y se encogió de hombros.
—Me temo que no puedo...
—No se preocupe —dijo Corbin tomando otro sorbito de su cerveza—. McAllan comerciaba con armas.
—Creo que sí.
—Si incluyes dentro de la categoría de armas: aviones de caza, misiles de alcance medio y minucias por el estilo. ¿O me equivoco?
—Creo que es correcto.
—Y finanzas, que evidentemente engloban un gran abanico de pecados. Mucha gente ha debido haberse visto afectada por esa desgracia inesperada, me imagino.
—Al parecer, todavía se siente la marea —asintió Amir.
—Se siente la marea —repitió Corbin con una sonrisa burlona—. Me gusta. Está muy bien. Dicho de otra manera, mucha gente ha perdido dinero.
—Me temo que así ha sido.
—Y algunos también han ganado.
—Es lo que suele pasar —reconoció Amir—, por lo que yo entiendo. No es que sepa mucho de eso.
Corbin le clavó la mirada y optó por dejar pasar la ironía.
—Me temo...
—Sí, ya lo sé —le cortó Corbin—. Igual ustedes saben que se rumorea que los españoles están vendiendo material a ciertas personas de... África Central, que tienen interés en robustecer sus capacidades militares, por decirlo de alguna manera. Por lo que yo tengo entendido, el señor McAllan era básicamente un intermediario, que es una manera suave de decir traficante.
Amir se encogió de hombros.
—Siempre hay alguien que tiene armas que vender —prosiguió Corbin—. Tú tienes diamantes, por ejemplo, y a alguien, en Ámsterdam quizá, encargado de venderlos. Y luego tienes una empresa en Londres que maneja las finanzas, que mueve el dinero de un lugar a otro. Son muy buenos en eso, lo llevan haciendo desde hace siglos. Y McAllan es el tipo que reúne todas esas piezas y procura que todas encajen. Tiene los contactos, tiene el savoir faire.
—Eso cuadra —reconoció Amir
—La gente no quiere ensuciarse las manos. El Ministro de Defensa no quiere que esos pesados de los Derechos Humanos empiecen a hacerle preguntas que no sabría contestar, así que McAllan consigue que los papeles digan que se trata de material destinado a Eslovaquia, por ejemplo, o a Israel, Israel suele ser bueno para ese tipo de operaciones, y desde allí alguien lo envía a otro sitio, algún aeropuerto perdido de la mano de Dios en algún país que la mayoría de la gente ni siquiera sabe cómo se pronuncia, y allí otros se encargan de hacerlo llegar a su destino real. Todo para que la última arma hi-tech, totalmente automática y de última generación, llegue a manos de algún chico negro de diez años que va a conquistar el mundo para beneficio del último gilipollas que encabeza alguna de esas organizaciones que incluyen siempre en su nombre las palabras «libertad» o «liberación».
Corbin hizo una pausa, respiró, bebió un sorbo de cerveza, luego aplastó la lata con la mano, sin esfuerzo aparente, y concluyó:
—¿Por qué vino McAllan a Barcelona? Iba a reunirse con alguien, imagino. ¿Con quién? ¿Y para qué? Amir hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo siento —dijo.
Corbin miró a uno, después al otro, y sonrió.
—No lo saben, ¿verdad? —dijo—. Solo saben lo que ellos les dejan saber. Lo justo para hacer lo que tienen que hacer, a veces ni esto. Ustedes consiguen la información, pero no deben llegar nunca a entender qué cojones significa. Bueno, así es el juego. ¿Están listos ya para otra cerveza?
—Estoy bien así, gracias —contestó Amir.
—Yo tomaría otra —dijo Sharp.
—Muy bien —dijo Corbin girándose para mirarle—. Señor Sharp, ¿correcto?
Sharp asintió con la cabeza. Llevaba la americana de cuero marrón habitual, una camisa a rayas algo arrugada, sin corbata. Corbin le pasó la lata de cerveza por encima de la mesa, observó sus dedos delgados y nerviosos y cómo fumaba, chupando la nicotina hacia los pulmones.
—Debo entender, supongo, que son de la opinión de que no fue un accidente —dijo Corbin.
—Hay cosas que no cuadran —respondió Amir—. Por ejemplo: la puta que estaba con él cuando murió y que resulta que no era la que tenía que estar allí. Y que parece haberse tomado bastantes molestias para poder estar donde no debía.
—¿Qué saben ustedes de ella?
—Americana. Entre un metro sesenta y cinco y metro setenta, aproximadamente. Probablemente no sea tan joven como aparenta. Ojos verdes. O quizá azules. ¿Le suena?
—En principio, no —dijo Corbin abriendo su cerveza.
—Nos han dicho —siguió Amir, con cierta cautela— que la gente para la que usted trabajaba antes ha utilizado a mujeres para este tipo de asuntos en alguna que otra ocasión.
—¿La gente para la que yo trabajaba? —dijo Corbin, divertido.
—Nos dijeron que si alguien conocía lo que nosotros necesitábamos saber, ese era usted.
—No me dé coba, ¿señor...? —dijo Corbin, sonriendo aún.
—Amir. Harry Amir.
—Amir. Bien. De acuerdo. Obviamente, a alguien a quien se está protegiendo de una manera muy... profesional, una mujer con las habilidades necesarias podría tener mejores oportunidades para acercársele. Por supuesto que hay mujeres en el oficio, supongo que siempre las ha habido. Incluso aparece una señora en la Biblia, Judit, creo que se llamaba. Se metió en la cama de un rey asirio de nombre... Holofernes, o algo por el estilo. Le cortó la cabeza con su propia espada. Caravaggio pintó un cuadro. ¿O quizá fuera Rembrandt?
Corbin hizo una pausa para tomar otro sorbo de cerveza, luego se limpió la boca con los dedos.
—A uno le llegan ciertas historias, desde luego. Había un tipo en Beirut, de convicciones islámicas. En una fiesta, al parecer, se animó más de la cuenta y... se murió. Infarto, dijeron. Otro tipo, también predilecto de Mahoma, se ahogó en una piscina en Marbella. Sobredosis de alguna cosa... o de una combinación de cosas. Se habló en ambos casos de una mujer que podría haber estado involucrada, una mujer europea, americana tal vez. Pero ya saben ustedes... lo bonito de este oficio es que, si eres bueno, nadie sabe jamás que ha sucedido algo.
—A excepción de los que han pagado por que sucediera —añadió Amir.
Corbin le lanzó una mirada rápida, puso un paquete de Camel sobre la mesa, cogió un cigarrillo y lo encendió con un mechero de plástico.
—Muy agudo, señor Amir. Muy agudo, de veras. ¿Por qué no plantearlo por el otro lado: mirar a quién podría beneficiar?
—Ya lo hemos hecho —dijo Amir—. Demasiados candidatos.
—Demasiados candidatos —sonrió Corbin—. Y entre ellos, ¿algunos de los que les han contratado a ustedes? Amir se encogió de hombros.
—Eso...
—Sí, ya lo sé —dijo Corbin—. No vayamos a pensar lo impensable.
Echó una nube de humo, suspiró e inclinó la silla hacia atrás.
—La información que ustedes quieren va a ser cara. Tal vez más cara de lo que han supuesto las personas a las que ustedes representan.
—No lo creo —le aseguró Amir.
—Está bien. Es el punto número uno. Tantearé un poco el terreno, veremos lo que puedo conseguir. Puede que confirme que esta mujer existe. Si tenemos suerte, incluso puedo enterarme de algo relacionado con alguna de las operaciones en que haya participado. Y si tenemos mucha, mucha suerte, puede que pille alguna información acerca de para quién trabajó en el pasado. Punto número dos: ¿y qué?
—¿Qué quiere decir?
—Que son sumamente cuidadosos. No dejan pistas. Son como fantasmas. Entran y salen. Ni te enteras de que han estado allí. Aparte de que han dejado atrás algún difunto. Generalmente de muerte natural. En el curso normal de las cosas, tú no los encuentras a ellos. Ellos te encuentran a ti.
Corbin sonrió, metió la mano en la caja y sacó otro par de cervezas.
—¿Está listo para otra? —preguntó a Sharp.
—Gracias.
—¿Usted?
—Sí. Gracias —dijo Amir. Cogió la lata que le dio Corbin, la abrió y tomó un sorbito—. Tenía entendido que nadie, o casi nadie, es realmente invulnerable.
—Correcto —reconoció Corbin—. En teoría. A la gente le gusta creerlo. Como nos gusta creer que todos los malos acaban cayendo al final. ¿Pero sabe usted qué pasa, señor Amir? Que no es verdad. Algunos simplemente acaban muriendo igual que todo el mundo, de viejos, del corazón, de cáncer... No es algo que se diga a menudo, porque la gente prefiere creer lo contrario.
—Ya —asintió Amir.
—Por lo general —siguió Corbin—, esta gente trabaja sola, pero, evidentemente, han de tener alguna manera de contactar con sus clientes. Es allí donde son, como decía usted, vulnerables. Pero eso, ellos lo saben, ¿no?
—Estábamos considerando la posibilidad de intentar contratar sus servicios —dijo Amir.
—Sí, lo podrían probar.
—¿Y cómo cree usted que debemos hacerlo?
—Tendría que hacer algunas averiguaciones. Es posible que en un par de días les pueda dar algún nombre. La persona en que estoy pensando... Ustedes se ponen en contacto con él, consiguen que alguien les avale ante él...
—¿Usted?
—Ni yo ni nadie relacionado conmigo. Yo les doy la información, ustedes hagan lo que quieran con ella. Mi nombre no ha de estar vinculado con este asunto de ninguna manera. Porque si algo va mal, si ustedes la cagan, será fatal para todos los que guarden relación con este asunto. Con esta gente cometes un solo error y estás jodido. Esto tienen que tenerlo muy claro desde el principio.
—Ningún problema —dijo Amir.
—A este hombre lo encontrarán en París, o quizá en la Costa del Sol, no lo sé. Se reúnen con él, le explican su historia, le dicen qué es lo que quieren. Es intocable. A ver si me entienden. Ni se les ocurra intentar presionarle. Hay que tratarlo con respeto. Es mayor. Y no le gustan los jóvenes listillos. Él, su gente, investigarán su historia y tiene que ser impecable. Si no lo es, nunca tendrán noticias de ellos, o tendrán noticias de una forma nada deseable.
—Entendido.
—A partir de ahí las posibilidades son varias —continuó Corbin—. Puede que alguien les llame o envíe un mensaje para concertar otro encuentro. Es muy posible que nunca lleguen a conocer a la persona que vaya a realizar el trabajo. Estarán hablando con otro. Alguien en quien su blanco confía plenamente. Quizá sea allí donde puedan encontrar ese punto flaco, esa vulnerabilidad que están buscando. La confianza es un bien volátil en esta clase de negocio. Pero supongo que ustedes ya lo saben.
—Bueno, sí —asintió Amir.
—Ahí está. Como pueden apreciar, incluso si no cometen ningún error, las perspectivas no son buenas.
Amir levantó las dos manos en un gesto de resignación y sonrió.
—Haremos lo que se pueda.
—Estoy seguro de ello. Déjeme hacerle una pregunta.
—Por supuesto. Adelante.
—En el caso de que la encuentren, ¿qué van a hacer, entonces?
—Creo que le preguntaremos para quién trabaja.
—¿Y si no tiene ganas de decírselo? Amir se encogió de hombros.
—Recibiremos instrucciones, supongo.
—No tiene costumbre de hablar más de la cuenta, ¿verdad, señor Amir?
—He observado que no es aconsejable.
Cuando salieron ya estaba lloviendo y la calle parecía aún más triste y gris que cuando habían llegado.
—Nos ha tratado como a unos mierdas —dijo Sharp al sentarse al volante—. ¿Te has dado cuenta?
—Sí —reconoció Amir —, algo he notado.
—Y tú...
—Mira, Sharp, hay personas que, para conseguir algo de ellas, hay que darles un poco de jabón. Este, seguro que tiene una vida personal que no le aporta más que disgustos y tiene que compensarlo de alguna manera. ¿Y a nosotros, aguantarle, qué nos importa? Por cierto ¿cuántas cervezas te has tomado al final?
—Joder, Harry, que solo era cerveza! —contestó Sharp arrancando el coche.
—Pues confío en que no te haya estropeado el apetito.
—Puedo comer.
—Me alegro. Porque creo que las dietas fueron inventadas precisamente para circunstancias como ésta. ¿Te gusta el bogavante?