7
Sirviéndose de la luz del teléfono de Sandra, se pusieron a buscar el punto donde el desconocido había excavado.
—Aquí es —anunció Marcus.
Ambos se inclinaron sobre un pequeño montón de tierra recién removida.
El penitenciario sacó del bolsillo de la americana un guante de látex y se lo puso. A continuación empezó a apartar la tierra, lentamente y con cuidado. Sandra observaba la operación con impaciencia, iluminando el sitio con el móvil. Poco después, Marcus se detuvo.
—Y bien, ¿por qué no sigues? —preguntó la policía.
—Aquí no hay nada.
—Pero habías dicho que…
—Lo sé —la interrumpió con calma—. No lo entiendo: la tierra está removida, tú también lo has visto.
Se pusieron de pie y se quedaron en silencio. Marcus temía que Sandra volviera a preguntarle qué estaba haciendo allí. Para no levantar sospechas, se obligó a dejar a un lado esos pensamientos.
—¿Qué sabes de este asunto?
Pareció que ella dudaba un momento, pensando en lo que tenía que hacer.
—No estás obligada a decírmelo. Pero quizá pueda echarte una mano.
—¿De qué manera? —preguntó, suspicaz.
—Intercambio de información.
Sandra sopesó la propuesta. Había visto al penitenciario en acción dos años atrás, sabía que era bueno y que veía las cosas de manera distinta a un policía. No era capaz de «fotografiar el vacío» como ella con su réflex, pero podía detectar el rastro invisible que el mal dejaba en las cosas. De modo que decidió confiar en él y empezó a hablarle de los dos chicos y del increíble epílogo de esa mañana, con Diana Delgaudio todavía viva a pesar de la profunda herida y del frío de la noche invernal.
—¿Puedo ver las fotos? —preguntó Marcus.
Una vez más, Sandra se puso tensa.
—Si quieres saber lo que ha ocurrido esta noche y qué estaba haciendo aquí ese tipo, tienes que mostrarme las imágenes de la escena del crimen.
Poco después, Sandra regresó de su coche con un par de linternas y una tableta. Marcus extendió la mano. Pero ella, antes de entregársela, quiso dejar las cosas claras.
—Estoy violando el reglamento, y también la ley.
Seguidamente le pasó la tableta junto con una linterna.
El penitenciario miró las primeras fotos. Aparecía el árbol donde el asesino se había apostado.
—Los estuvo espiando desde ahí —dijo ella.
—Enséñame el sitio.
Lo acompañó. En el suelo todavía era visible la zona limpia de pinaza. Sandra no sabía lo que iba a ocurrir. Era una metodología completamente nueva comparada con la de los especialistas de la policía.
Marcus miró primero hacia abajo, luego levantó la mirada y se puso a observar lo que tenía en frente.
—Muy bien, empecemos.
Lo primero que hizo el penitenciario fue santiguarse, pero no al revés como había hecho el desconocido un rato antes. Sandra notó que el rostro de Marcus cambiaba. Eran transformaciones imperceptibles. Las arrugas en torno a los ojos se relajaban, la respiración se hacía más profunda. No estaba simplemente concentrado, algo estaba emergiendo en él.
—¿Durante cuánto tiempo he estado aquí? —se preguntó, empezando a identificarse con el monstruo—. ¿Diez, quince minutos? Los observo con atención y disfruto del momento antes de entrar en acción.
«Sé lo que sentiste», se dijo Marcus. «La adrenalina subiendo, esa sensación de alerta en la tripa. Excitación mezclada con inquietud. Como cuando de pequeño jugabas al escondite. Ese cosquilleo detrás de la nuca, el escalofrío eléctrico que hace poner de punta el vello de los brazos».
Sandra empezaba a comprender lo que estaba sucediendo: nadie podía entrar en la psique de un asesino, pero el penitenciario era capaz de evocar el mal que aquel llevaba dentro. Decidió acompañarlo en la simulación y se dirigió a él como si fuera realmente el homicida.
—¿Los has seguido hasta aquí? —preguntó—. A lo mejor conocías a la chica, te gustaba y la seguiste.
—No. Los estaba esperando. No los conozco. No he elegido a las víctimas, sólo el terreno de caza: lo examino y mientras tanto me preparo.
El pinar de Ostia se convertía en el refugio de los enamorados, especialmente en verano. En invierno, en cambio, sólo unos pocos se aventuraban a ese lugar. A saber cuántos días hacía que el monstruo batía el bosque a la espera de una oportunidad. Al final, había recibido su recompensa.
—¿Por qué has limpiado el suelo?
Marcus bajó la mirada.
—Llevo una bolsa, tal vez una mochila: no quiero que se ensucie con la pinaza. Me gusta mucho, porque dentro es donde guardo mis trucos, mis juegos de prestidigitador. Porque soy como un mago.
«Escoge el mejor momento y se acerca lentamente a las víctimas», reflexionó. «Cuenta con el factor sorpresa: forma parte del número de magia».
Marcus se apartó del árbol y empezó a avanzar hacia el centro del escenario del crimen. Sandra lo seguía a breve distancia, sorprendida por cómo se estaba desarrollando la reconstrucción de lo sucedido.
—He llegado hasta el coche sin que me vieran. —Marcus hizo un repaso de las fotos siguientes. Las víctimas desnudas.
—¿Ya estaban desnudos o los obligaste a quitarse la ropa? ¿Habían consumado el acto o estaban aún en los preliminares?
—Elijo a parejas porque no consigo relacionarme con los demás. No puedo tener una relación afectiva o sexual. Tengo algo que aleja a la gente. Actúo por envidia. Sí, los envidio… Por eso me gusta mirar. Y luego los mato, para castigar su felicidad.
Lo dijo con una impasibilidad que dejó a Sandra helada. De repente, tuvo miedo de los ojos inexpresivos del penitenciario.
No había rabia en él, sólo una lúcida distancia. Marcus no estaba simplemente identificándose con el asesino.
Se había convertido en el monstruo.
La policía tuvo un sentimiento de desconcierto.
—Soy sexualmente inmaduro —continuó diciendo el penitenciario—. Tengo entre veinticinco y cuarenta y cinco años. —Por lo general, en ese lapso era cuando estallaba la frustración acumulada durante una vida sexual insatisfactoria—. No abuso de mis víctimas.
De hecho, no se había producido agresión sexual, recordó Sandra.
El penitenciario observó la foto del coche y se situó a la altura del capó.
—He aparecido de la nada y he apuntado la pistola hacia ellos para impedirles que pusieran el coche en marcha y escaparan. ¿Qué objetos llevo conmigo?
—Una pistola, un cuchillo de caza y una cuerda de escalada —recapituló Sandra.
—Le he dado la cuerda al chico y lo he «convencido» para que atara a su amiga en el asiento.
—Querrás decir que lo has obligado.
—No es una amenaza. Yo no levanto nunca la voz, digo las cosas amablemente: soy un seductor. —Ni siquiera tuvo que hacer un disparo de advertencia, aunque sólo fuera para demostrar que iba en serio. Le bastó con hacer creer al chico que tenía una posibilidad de salvarse. Que, si obedecía y se portaba bien, al final recibiría un premio—. El chico, obviamente, ha hecho lo que le he dicho. Presencié la operación para asegurarme de que la ataba bien.
El penitenciario tenía razón, reflexionó Sandra. La gente suele ignorar el poder de persuasión de un arma de fuego. A saber por qué todo el mundo cree que puede controlar una situación así.
Pasando las fotos, Marcus llegó a la de la chica con el cuchillo clavado en el esternón.
—La has apuñalado, pero ha tenido suerte —afirmó Sandra, arrepintiéndose de haber utilizado esa palabra—. La hemorragia se detuvo porque dejaste el arma donde estaba. Si la hubieras sacado para llevártela, probablemente no se habría salvado.
Marcus sacudió la cabeza.
—No he sido yo quien la ha matado. Por eso he dejado el cuchillo. Para vosotros, para que lo sepáis.
Sandra se mostraba incrédula.
—Le propuse un cambio: su vida a cambio de la de ella.
La policía parecía desconcertada.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Verás, en el mango del cuchillo encontraréis las huellas dactilares del chico, no las mías. —«Quiso envilecer lo que sentían el uno por el otro», pensó—. Es una prueba de amor.
—Pero, si te ha obedecido, ¿por qué luego lo has matado también a él? Es decir, lo has hecho bajar del coche y le has disparado a bocajarro en la nuca. Ha sido una ejecución.
—Porque mis promesas son mentiras, exactamente como el amor que las parejas dicen sentir el uno por el otro. Y si demuestro que otro ser humano es capaz de matar por puro egoísmo, entonces mis acciones también quedarán absueltas de toda culpa.
El viento aumentó, sacudiendo los árboles. Un único, intenso escalofrío que atravesó el bosque para perderse luego en la oscuridad. Pero a Sandra le pareció que ese viento sin vida procedía de Marcus.
El penitenciario se fijó en su turbación y, aunque su mente no estuviera allí en ese momento, de repente se vio transportado al pasado. Al percibir el miedo en los ojos de la mujer, sintió vergüenza. Hubiera querido que ella no lo mirara así. La vio retroceder un paso instintivamente, como si quisiera interponer una distancia de seguridad.
Sandra apartó la mirada, incómoda. Pero, al mismo tiempo, después de todo lo que acaba de ver, no podía esconder su propia desazón. Para salir del impasse, le cogió la tableta de las manos.
—Quiero mostrarte una cosa.
Fue pasando las fotos hasta llegar a un primer plano de Diana Delgaudio.
—La chica trabajaba en una perfumería —dijo—. El maquillaje que lleva en la cara, donde no se ha corrido con las lágrimas, está aplicado con cuidado. También el pintalabios.
Marcus observó la imagen. Todavía estaba agitado, tal vez por eso no comprendió enseguida el sentido de esa apreciación.
Sandra intentó explicarse mejor.
—Cuando saqué la fotografía me pareció extraño. Había algo que no cuadraba, pero hasta más tarde no supe qué era. Hace un momento has afirmado que nos encontramos frente a un asesino con tendencia al voyerismo: espera a que empiece el acto sexual para manifestarse. Pero si Diana y su chico se estaban abrazando con efusión, ¿por qué ella todavía tiene pintalabios en los labios?
Marcus cayó en la cuenta.
—Se lo puso él, después.
Sandra asintió.
—Creo que le hizo fotos. Es más, estoy segura de ello.
El penitenciario registró con interés la información. Todavía no sabía dónde situarla en el modus operandi del homicida, pero estaba convencido de que ocupaba un lugar concreto en el ritual.
—El mal es esa anomalía que está delante de los ojos de todo el mundo pero que nadie consigue ver —dijo casi para sí mismo.
—¿A qué te refieres?
Marcus volvió a mirarla.
—Todas las respuestas están aquí, y aquí es donde debes buscarlas. —Era como en el cuadro del Martirio de San Mateo, en San Luis de los Franceses, sólo había que saber observar—. El asesino todavía está aquí, aunque no lo veamos. Tenemos que cazarlo en este lugar, en ningún otro sitio.
La policía lo comprendió.
—Estás hablando del hombre que hemos visto hace un rato. Tú no crees que fuera el monstruo.
—¿Qué sentido tiene volver aquí horas después? —admitió Marcus—. A un asesino se le acaba el ansia morbosa y destructiva con la muerte y la humillación de las víctimas. Su instinto está satisfecho. Es un seductor, ¿recuerdas? Él ya está mirando a su próxima conquista.
Sandra estaba convencida de que eso no era todo, de que Marcus le escondía la verdadera razón. Se trataba de una motivación racional, pero por la turbación del penitenciario intuyó que había otra cosa.
—Es porque se ha santiguado, ¿no es cierto?
Esa señal de la cruz hecha al revés, efectivamente, también había impresionado a Marcus.
—Entonces, ¿quién era, según tú? —insistió Sandra.
—Busca la anomalía, agente Vega, no te detengas en los detalles. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Sandra volvió con la mente a cuanto había presenciado.
—Se ha arrodillado en el suelo, ha hecho un agujero. Pero no había nada dentro…
—Exacto —afirmó Marcus—. No ha enterrado nada. Lo ha desenterrado.