8
Una gran luna espiaba entre los callejones del centro.
Moro había llegado andando hasta el palacio del siglo XVII en el que constaba que residía el manco. Su vivienda estaba en la planta baja, la ocupaba con el cargo de vigilante. El vicequestore no quería actuar enseguida, por eso decidió esperar y estudiar la situación. No estaba seguro de que el hombre estuviera en casa, pero mientras tanto había localizado exactamente el objetivo y al día siguiente estaría listo para hacer un registro por sorpresa.
Se había vuelto para regresar al coche cuando lo detuvo un extraño movimiento que se estaba produciendo en el callejón situado al lado del palacio. Alguien había abierto de par en par unas enormes hojas de madera oscura. Al cabo de poco, de donde tiempo atrás se encontraban las caballerizas con las cuadras de los caballos y donde se guardaban las carrozas, salió una ranchera.
Cuando pasó frente a él, Moro vio que conducía un hombre al que le faltaba el brazo derecho: llevaba un algodón manchado de sangre metido en la nariz, que también estaba tumefacta. Junto a él iba sentada una mujer que pasaba de los cincuenta, de pelo corto con reflejos de color caoba.
El vicequestore no se preguntó adónde se dirigían a esas horas tan tardías: lo que había visto le bastó para echarse a correr, cortando por los callejones, directo a su coche, esperando anticiparse y situarse a la espalda de la ranchera antes de que saliera del laberinto del casco antiguo.
Mientras avanzaban, el coche iba dando botes sobre los adoquines. Para Marcus, atado y amordazado en el maletero, por leves que fueran, esos trompicones equivalían a martillazos en las sienes. Estaba acurrucado en posición fetal, con las manos sujetas detrás de la espalda y los tobillos atados. El pañuelo que le habían metido en la garganta le impedía respirar bien y, además, Fernando, antes de cargarlo en el coche con la ayuda de Olga, le había asestado un puñetazo en la nariz para vengarse de parte de los golpes recibidos.
El penitenciario estaba aturdido por la droga que lo había hecho caer directamente al suelo, pero por su posición podía captar parte del diálogo entre los dos exenfermeros del instituto Hamelín.
—¿Así qué, he hecho un buen trabajo? —preguntó el falso manco.
—Claro —contestó la mujer pelirroja—. El profesor lo ha oído todo y está muy satisfecho contigo.
¿Se refería a Kropp? Entonces estaba en el palacio. Tal vez Fernando no le había mentido sobre eso.
—Aunque ha sido arriesgado traerlo a casa —dijo, de hecho, Olga.
—Pero he preparado bien la trampa —se defendió el otro—. Y, además, no tenía elección: no me habría seguido si le hubiera propuesto que me acompañara a un sitio aislado.
—Te habrá hecho preguntas. ¿Qué le has dicho? —se informó la mujer.
—Sólo lo que ya sabía. Le he vuelto a decir lo mismo con otras palabras y se ha fiado, creo que lo que buscaba era más bien una confirmación. Es un tipo competente, ¿sabes?
—¿Entonces no sabe nada más?
—Me ha parecido que no.
—¿Lo has registrado bien? ¿Estás realmente seguro de que no lleva documentación?
—Seguro.
—¿Ni una tarjeta de visita, un tique de algún lugar en el que haya estado?
—Nada —le aseguró—. Aparte de la pequeña linterna, en el bolsillo sólo llevaba unos guantes de látex, un destornillador retráctil y algún dinero.
Lo único que ese bastardo le había dejado era la medallita con la imagen de San Miguel Arcángel que llevaba al cuello, pensó Marcus.
—Y, además, llevaba una foto que seguramente le ha dado la gobernanta de los Agapov en el asilo: es del padre junto a los dos mellizos.
—¿La has destruido?
—La he quemado.
Marcus ya no la necesitaba, la recordaba perfectamente.
—No llevaba armas —añadió Fernando para completar el resumen.
—Es extraño —afirmó la mujer—. No es policía, eso lo sabemos. Por las cosas que llevaba encima podría tratarse de un detective privado. Pero, entonces, ¿por cuenta de quién trabaja?
Marcus sabía que esos dos querían estar seguros de obtener una respuesta antes de matarlo. Eso le permitiría ganar tiempo. Pero el narcótico le impedía discurrir nada. Estaba convencido de que todo iba a terminar pronto para él.
* * *
Moro seguía a la ranchera a unos trescientos metros de distancia. Mientras todavía circulaban por la ciudad, había dejado que otros vehículos se interpusieran entre él y los otros, de manera que no pudieran distinguirlo por el retrovisor. Pero ahora se habían metido en el gran cinturón de varios carriles que rodeaba Roma, debía ser prudente. A pesar de que el riesgo de perderlos era elevado.
En otras circunstancias, ya habría pedido ayuda a los suyos a través de la radio que tenía instalada en su coche particular. Pero no había evidencia de delito, ni le parecía que el seguimiento conllevara ningún peligro. La verdad, sin embargo, era que, después de que lo hubieran apartado de la investigación sobre el monstruo, tenía prisa por demostrar su valía. Especialmente a sí mismo.
«Veamos si realmente has perdido facultades, viejo amigo».
Sabía olfatear un crimen en cuanto se presentaba la ocasión. Era bueno en eso. Y, sin explicarse el porqué, estaba convencido de que esos dos de ahí delante tenían algo en mente.
Algo ilícito.
Vio que reducían la velocidad considerablemente. Qué extraño, no había ninguna salida indicada en esa parte del cinturón. Tal vez se habían dado cuenta de que los seguían. Desaceleró y se dejó adelantar por un tráiler, escondiéndose enseguida detrás. Espero algunos segundos y luego hizo unas maniobras para asomarse a controlar lo que ocurría delante del vehículo articulado.
Ya no conseguía encontrar la ranchera.
Repitió el movimiento otras dos veces. Nada. ¿Dónde diablos se habían metido? Pero mientras formulaba la pregunta en su cabeza, el coche que estaba siguiendo apareció por la ventanilla de la derecha. Estaba parado en el arcén de la carretera y él acababa de adelantarlo.
* * *
—¿Quieres parar, joder?
Fernando gritaba, pero Marcus seguía dando patadas con los pies juntos contra la carrocería.
—Ya he frenado el coche, gilipollas. ¿Es que quieres que venga detrás? No sé si te conviene.
Olga tenía un estuche negro de piel en el regazo.
—Quizá deberíamos darle una segunda dosis enseguida —propuso.
—Antes tendrá que contestar a nuestras preguntas: debemos descubrir lo que sabe. Después le daremos la dosis adecuada.
«La dosis adecuada», se repitió Marcus. La que pondría fin a todo.
—Si no paras ahora mismo, te rompo las dos piernas con el gato.
La amenaza surtió el efecto esperado y, después de otro par de golpes, Marcus se detuvo.
—Bien —dijo Fernando—. Veo que empiezas a entender cómo están las cosas. También será mejor para ti si nos damos prisa, créeme.
Y tomó de nuevo la carretera principal.
Moro había aflojado aún más, parándose en el carril de emergencia. Tenía los ojos clavados en el espejo retrovisor.
«Venga, adelante, dejaos ver. Joder, volved al carril».
A lo lejos, vio aparecer una par de faros y rezó para que se tratara de la ranchera. De hecho, así era. Exultante, se dispuso a dejarse rebasar y a ponerse de nuevo en marcha. Pero, mientras esperaba a que pasaran, otro tráiler enorme que iba por el carril de emergencia accionó una enorme cantidad de faros y el claxon de dos tonos y lo obligó a moverse antes de tiempo. Moro tuvo que apartarse para evitar el impacto.
El resultado fue que volvía a tener la ranchera a la espalda, maldita sea.
Iba a arriesgarse y se dejaría adelantar por ellos, no tenía alternativa. Rogó que mientras tanto no se metieran en ninguna salida. Pero sus súplicas no fueron atendidas, porque el coche de detrás de él se desvió hacia la Salaria, desapareciendo definitivamente de su vista.
—¡No, joder, no!
Apretó el acelerador poniendo el coche al máximo, en busca de una salida para cambiar de dirección.
Incluso desde una posición tan incómoda, Marcus advirtió que la carretera había cambiado. No sólo se lo sugería la velocidad reducida, sino también el hecho de que el asfalto ahora parecía menos liso. Nuevas sacudidas y baches lo arrojaron contra las pareces del maletero.
Luego advirtió el ruido inconfundible de una pista de tierra. Las piedrecitas rebotaban en los bajos del coche, como el crepitar de las palomitas.
Los dos de delante habían dejado de hablar, privándolo de una valiosa orientación psicológica. ¿Qué intenciones tenían una vez que hubieran llegado? Habría preferido saberlo antes, en vez de verse obligado a imaginarlo.
El automóvil cogió una curva cerrada y se detuvo.
Marcus oyó a los exenfermeros del Hamelín bajar y cerrar las portezuelas a sus espaldas. Del exterior, ahora sus voces le llegaban amortiguadas.
—Ayúdame a abrir, así lo llevaremos dentro.
—¿No podrías usar también el otro brazo, por una vez?
—Disciplina, Olga, disciplina —repitió, pedante, Fernando.
Marcus oyó un sonido de movimiento de cadenas, seguidamente el hombre volvió a subir al coche y lo puso en marcha.
Consiguió cambiar de sentido tres kilómetros más tarde y ahora recorría el carril opuesto, moviendo la mirada entre el parabrisas y su izquierda, en busca de una pista de la ranchera.
Al llegar más o menos a la altura de la salida en que los había perdido, gracias a la luna llena vislumbró las luces de posición de la parte posterior del vehículo. Estaban en la cima de una colina flanqueada por una especie de sendero.
Desde aquella distancia no podía decir si se trataba exactamente de la ranchera. Pero vio que el coche entraba en un cobertizo de chapa.
Moro aceleró en busca de una salida para llegar hasta él.
Alguien abrió completamente el portón del portaequipajes de la ranchera, a continuación le apuntó a la cara con la luz de una linterna. Marcus, instintivamente, entornó los ojos y se apartó.
—Bienvenido —dijo Fernando—. Ahora charlaremos un ratito y por fin nos dirás quién eres.
Lo cogió por la cuerda que le rodeaba la cintura y se disponía a arrastrarlo fuera de ese cuchitril cuando Olga lo detuvo.
—No hace falta —dijo.
Fernando se volvió a mirarla, sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Estamos casi al final, el profesor ha dicho que lo matemos y ya está.
En el rostro del falso manco apareció una expresión de decepción. «¿Al final de qué?», se preguntó el penitenciario.
—También tendremos que arreglar el asunto de la mujer policía —dijo Fernando.
¿Qué mujer policía? Marcus sintió un escalofrío.
—Esa después —dijo Olga—. Todavía no sabemos si es un problema.
—Tú también la viste en televisión, mientras se santiguaba. ¿Cómo podía saberlo?
¿De qué estaban hablando? ¿Era posible que fuera Sandra?
—Me he informado, se trata de una fotógrafa forense. No tiene funciones de investigación. Pero, ante la duda, ya sé cómo enderezarla.
Ahora el penitenciario tenía la certeza de que se trataba de ella. Y él no podía hacer nada por ayudarla.
La mujer pelirroja abrió el estuche que llevaba consigo y sacó una pequeña pistola automática.
—Tu viaje también termina aquí, Fernando —dijo, y le tendió el arma.
Otra decepción.
—¿No teníamos que hacerlo todos juntos?
Olga sacudió la cabeza.
—El profesor lo ha decidido así.
Fernando cogió la pistola y empezó a observarla, meciéndola con ambas manos. La idea del suicidio llevaba arraigada en él desde hacía mucho tiempo. La tenía presente, la había aceptado. También eso era disciplina. Y, en el fondo, a él le iría mejor que a Giovanni o a Astolfi. Quemarse vivo o lanzarse al vacío por una ventana eran un pésimo modo de morir.
—¿Le dirás al profesor que me he portado bien, verdad?
—Se lo diré —prometió la mujer.
—¿Aunque te pida que lo hagas tú por mí?
Olga se acercó y cogió la pistola.
—Le diré a Kropp que has sido muy valiente.
Fernando sonrió, parecía satisfecho. Luego ambos se hicieron la señal de la cruz al revés y Olga se alejó unos pasos.
Moro había dejado su coche a un centenar de metros y estaba subiendo por la colina. Casi había llegado a la cima, delante de esa especie de almacén abandonado, cuando vio una luz que se filtraba por una ventana rota. Se acercó sacando su pistola.
El interior del cobertizo estaba iluminado por los faros de la ranchera y por el haz de una linterna. Contó tres personas. Una de ellas estaba atada y amordazada en el maletero.
«Joder», exclamó en su interior. Había acertado: esos dos —el manco y la mujer pelirroja— se llevaban algo entre manos. Mientras intentaba captar lo que decían, sin conseguirlo, vio que ella tenía una pistola en la mano y, después de retroceder un poco, la apuntaba contra el hombre sin brazo. No podía esperar. Rompió la ventana con el codo y rápidamente apuntó su arma contra ella.
—¡Quieta!
Las tres personas del almacén volvieron la mirada en su dirección al mismo tiempo.
—¡Tira la pistola! —la conminó el vicequestore.
La mujer titubeó.
—¡Tírala, he dicho!
En ese punto, obedeció. Luego levantó las manos y Fernando la imitó con su único brazo.
—Soy policía. ¿Qué está pasando aquí?
—Gracias a Dios —exclamó el exenfermero—. Esta cabrona me ha obligado a atar a mi amigo —afirmó señalando a Marcus—. Después me ha dicho que condujera hasta aquí. Quería matarnos a ambos.
El penitenciario miró al hombre de la pistola. Era el vicequestore Moro, lo había reconocido. Pero no le gustó la expresión dudosa que vio aparecer en su rostro después de haber escuchado la mentira de Fernando. ¿No tendría intención de creerle, no?
—Me tomas por gilipollas —afirmó el vicequestore.
El falso manco se dio cuenta de que su historia no prosperaba. Tenía que inventarse algo.
—Hay otro cómplice por aquí cerca. Podría volver de un momento a otro.
Marcus comprendió su juego: Fernando quería que Moro le dijera que cogiera la pistola de Olga para vigilarla mientras él iba en busca del cómplice. Pero, por suerte, el policía no era tan ingenuo.
—No te dejaré empuñar esta arma —dijo—. Y no hay ningún cómplice: os he visto llegar y, aparte del que está en el maletero, ibais sólo vosotros dos.
Fernando, sin embargo, no se daba por vencido.
—Has dicho que eres policía, entonces llevarás unas esposas contigo. Yo llevo otro par en el bolsillo de atrás del pantalón: la mujer podría esposarme al coche y yo podría hacer lo mismo con ella.
Marcus, por culpa del narcótico, no podía imaginar qué tenía en mente. Pero de todos modos empezó a patalear en el interior del maletero.
—¿Qué le pasa a tu amigo? —preguntó Moro.
—Nada, la cabrona le ha suministrado droga. —Indicó el estuche negro de piel que había acabado en el suelo cuando Olga levantó las manos, y del que sobresalía una jeringuilla—. Antes también ha tenido la misma reacción, hasta nos ha hecho parar a un lado de la carretera. Creo que son convulsiones, necesita un médico.
Marcus esperaba que Moro no se dejara engañar y continuó impertérrito revolviéndose y pataleando con todas sus fuerzas.
—Muy bien: veamos tus esposas —dijo el vicequestore.
Fernando se volvió, despacio. Y al igual de despacio se levantó la chaqueta para mostrar el contenido del bolsillo posterior del pantalón.
—De acuerdo, ahora cógelas. Pero tendrás que esposarte tú mismo, no quiero que ella se acerque a ti.
El manco las cogió y a continuación se agachó junto al parachoques de la ranchera. Aseguró una de las anillas al enganche del remolque. Luego, con un poco de esfuerzo, ayudándose de las rodillas, se esposó la muñeca derecha.
«No», decía Marcus en su cabeza. «¡No lo hagas!».
Mientras tanto, Moro, desde la ventana, lanzó su par de esposas hacia la mujer pelirroja.
—Ahora te toca a ti.
Ella las recogió y se acercó a una de las portezuelas para esposarse a la manija. Mientras el vicequestore controlaba que llevara a término la operación como le había sido ordenado, Marcus vio el brazo izquierdo de Fernando salir de la manga y coger la pistola que estaba en el suelo.
Fue un instante. El vicequestore se percató del movimiento apenas a tiempo y disparó, alcanzando al exenfermero en el cuello. Pero no lo mató, porque Fernando, mientras caía hacia atrás, tuvo la rapidez de disparar dos veces. Uno de los proyectiles alcanzó a Moro en un costado, haciéndolo girar.
La mujer pelirroja todavía estaba libre y dio la vuelta al coche, agachándose junto a la carrocería. Consiguió subir por el lado del conductor y puso el vehículo en marcha. A pesar de la herida, Moro le disparó, pero sin conseguir detenerla.
El automóvil echó el portón de plancha abajo arrojando a Marcus fuera del portaequipajes abierto. El impacto con el suelo le produjo un dolor lacerante que le hizo perder momentáneamente el sentido. Cuando se recuperó un poco, entrevió a Fernando, tendido en el suelo en un charco de sangre oscura, muerto. Moro, en cambio, todavía seguía con vida, estaba sentado y con una mano aferraba su arma, mientras que con la otra sujetaba un móvil. Estaba marcando un número. Pero tenía el brazo con la pistola pegada al busto y el penitenciario vio que sangraba copiosamente por el costado.
«El proyectil ha alcanzado la arteria subclavia», se dijo. «Dentro de poco morirá».
Moro consiguió marcar el número de emergencias y se llevó el móvil a la oreja.
—Código 2724 —dijo—. Vicequestore Moro. Ha habido un tiroteo, hay heridos. Localicen la llamada… —No le dio tiempo a terminar la frase cuando se desplomó, dejando caer el teléfono.
El penitenciario y el policía estaban tendidos los dos sobre un costado, a pocos metros el uno del otro. Y se miraban. Aunque no hubiera estado atado, Marcus no habría podido hacer nada por él.
Así que se quedaron mirando durante mucho tiempo, mientras el silencio del campo volvía a imponerse y la luna hacía de muda espectadora. Moro se apagaba y el penitenciario intentó infundirle coraje con los ojos. No se conocían, nunca habían hablado, pero eran dos seres humanos, y eso bastaba.
Marcus percibió el instante en que la luz de la vida abandonaba aquella mirada. Quince minutos después, el sonido de las sirenas llegó por encima de las colinas.
La mujer pelirroja había conseguido huir. Y el pensamiento del penitenciario corrió hasta Sandra y al hecho de que tal vez estuviera en peligro.