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El televisor del bar de comidas estaba sintonizado en un canal de noticias 24 horas y ya era la tercera vez que veía el mismo boletín.
Hubiera renunciado encantado a esa compañía mientras comía, pero no podía hacer nada por evitarlo: aunque intentara mirar hacia otra parte, en cuanto se distraía, sus ojos volvían a dirigirse automáticamente a la pantalla, por más que el audio no estuviera puesto.
Leopoldo Strini llegó a la conclusión de que era dependencia a la tecnología. Las personas ya no sabían estar a solas consigo mismas. Y ese fue el pensamiento más profundo de su jornada.
Los demás clientes del local también estaban pegados a la pantalla —familias con niños y empleados que anticipaban la pausa del almuerzo. El asunto del monstruo había catalizado la atención de todos en la ciudad. Y los medios de comunicación se regodeaban. Ahora, por ejemplo, seguían pasando las imágenes del hallazgo de los dos esqueletos en el bosque. Las noticias eran escasas, pero los telediarios las repetían obsesivamente. Y la gente no se cansaba de mirarlo. Aunque alguien hubiera cambiado de canal, la programación no habría sido distinta. Se vivía una psicosis colectiva.
Era como mirar un acuario. Sí, un acuario de los horrores.
Leopoldo Strini estaba sentado en su mesa de costumbre, al fondo de la sala. El técnico del LAT había trabajado toda la noche en las nuevas pruebas, pero todavía no podía ofrecer ningún resultado útil. Estaba muerto de cansancio y, a media mañana, se había concedido esa pausa para tomar un rápido bocado antes de volver a ponerse a trabajar.
Un bocadillo de escalopa y verduras, una ración de patatas fritas y una Sprite. Iba a darle uno de los últimos bocados a su panecillo cuando un hombre se sentó a su mesa, justo frente a él, tapándole la vista del televisor.
—¡Hola! —dijo el tipo, sonriendo amistosamente.
Strini se quedó un instante perplejo: nunca había visto a ese hombre, y tampoco es que tuviera ningún amigo asiático.
—¿Puedo molestarte un minuto?
—No quiero comprar nada —dijo Strini, con cierta aspereza.
—Oh, no, no estoy aquí para venderte nada —lo tranquilizó Battista Erriaga—. Quiero hacerte un regalo.
—Mira, no me interesa. Sólo quiero terminar de comer.
Erriaga se quitó la gorra y le pasó una mano por encima, como para quitar algo de polvo invisible. Le hubiera gustado decirle a ese estúpido que odiaba estar allí, porque odiaba los bares en los que se servía comida grasienta que perjudicaba su presión alta y su colesterol. Y detestaba a los niños y a las familias que normalmente frecuentaban esos sitios; no toleraba el alboroto, las manos pringosas y la ridícula felicidad de quienes tenían hijos. Pero después de lo sucedido la noche anterior, después del hallazgo de los restos de los dos chicos autoestopistas alemanes, había tenido que tomar algunas decisiones drásticas porque sus planes empezaban a correr el riesgo de fracasar. Le hubiera gustado contarle todo eso al imbécil que tenía delante, pero en vez de eso sólo dijo:
—Leopoldo, escúchame…
Al oír que lo llamaba por su nombre, Strini se quedó paralizado con el bocadillo a mitad de camino.
—¿Nos conocemos?
—Yo te conozco a ti.
Strini tuvo un presentimiento: no le gustaba esa situación.
—¿Qué cojones quieres de mí?
Erriaga dejó la gorra sobre la mesa y cruzó los brazos.
—Eres el responsable del LAT, el Laboratorio de Análisis Tecnológico de la jefatura de Policía.
—Mira, si eres periodista, no te esfuerces: no puedo filtrar ninguna información.
—Obviamente —dijo enseguida el otro, fingiendo comprender su intransigencia—. Sé que tenéis reglas muy rígidas respecto a eso, y también sé que nunca las infringirías. De todos modos, yo no soy periodista y me dirás todo lo que sabes únicamente porque vas a querer hacerlo.
Strini escrutó de través al desconocido que tenía delante. ¿Era gilipollas o qué?
—Ni siquiera sé quién eres, ¿por qué iba a tener ganas de compartir contigo información reservada?
—Porque desde este momento tú y yo somos amigos. —Erriaga terminó la frase con la más gentil de sus crueles sonrisas.
El técnico dejó escapar una carcajada.
—Pues mira, ahora vas a irte a tomar por el culo, ¿está claro?
Erriaga simuló una expresión ofendida.
—Tú todavía no lo sabes, pero ser amigo mío conlleva ventajas.
—No quiero dinero.
—No estoy hablando de dinero. ¿Tú crees en el paraíso, Leopoldo?
Strini ya tenía suficiente. Dejó el resto del bocadillo en el plato y se dispuso a marcharse del local.
—Sigo siendo policía, idiota. Podría hacer que te arrestaran.
—¿Tu querías a tu abuela Eleonora?
Strini se quedó paralizado.
—¿Y qué tiene que ver eso ahora?
Erriaga notó enseguida que, en cuanto la había nombrado, el técnico del LAT había ralentizado sus gestos. Señal de que una parte de Strini quería saber más.
—Noventa y cuatro años… Tuvo una vida larga, ¿verdad?
—Sí, así es.
Su tono ya había cambiado, parecía dócil y confuso. Erriaga afiló las uñas.
—Si no me equivoco, tú eras su único nieto, y ella te quería mucho. Leopoldo también era el nombre de su marido, tu abuelo.
—Sí.
—Te prometió que un día heredarías la casita de Centocelle en la que vivía. Tres habitaciones y un baño. Y, además, había ahorrado algún dinero. Treinta mil euros, ¿o me equivoco?
Strini tenía los ojos como platos, estaba pálido y no conseguía articular palabra.
—Sí… No, es decir… No lo recuerdo…
—¿Cómo no vas a acordarte? —dijo Erriaga, fingiendo estar indignado—. Gracias a ese dinero pudiste casarte con la chica que amabas, y luego os fuisteis a vivir a la casa de la abuela. Lástima que para lograr todo eso te vieras obligado a quitarle la vida a la viejecita.
—¿Qué cojones estás diciendo? —reaccionó Strini con rabia, le cogió el brazo y se lo apretó con fuerza—. Mi abuela murió de cáncer.
—Lo sé —dijo Erriaga, sin apartar la mirada de sus ojos furiosos—. El dimetilmercurio es una sustancia interesante: bastan unas pocas gotas sobre la piel para que penetre enseguida en la membrana de las células, provocando un proceso cancerígeno irreversible. Claro, hay que ser paciente durante unos meses, pero el resultado está asegurado. Aunque, bien mirado, la paciencia no es tu fuerte, visto que quisiste adelantarte al buen Dios.
—Tú cómo puedes…
Erriaga cogió la mano que le apretaba el brazo y se la quitó de encima.
—Estoy seguro de que una parte de ti está convencida de que noventa y cuatro años son una duración adecuada para una vida. En el fondo, la querida Eleonora ya no era autosuficiente y, en cuanto heredero designado, te tocaba a ti ocuparte de ella, con el derroche de energías y dinero que conllevaba.
Strini ahora estaba vencido por el terror.
—Dada la edad de la difunta, los médicos no profundizaron demasiado en las causas de su cáncer. Nadie sospechó nada. Por eso, sé lo que te está pasando por la cabeza: estás pensando que nadie conoce esta historia, ni siquiera tu mujer. Pero yo de ti no me entretendría demasiado en averiguar cómo lo he sabido. Y como no sabes si tú también llegarás a los noventa y cuatro, te aconsejo que empieces a aprovechar el tiempo.
—¿Me estás haciendo chantaje?
Erriaga pensó que Strini no debía de ser tan inteligente, en vista de que necesitaba remarcar lo obvio.
—Como te he dicho al principio, estoy aquí para hacerte un regalo. —Hizo una pausa—. El regalo es mi silencio.
Strini empezó a ser práctico.
—¿Qué quieres?
Battista rebuscó en el bolsillo y cogió un papel y un bolígrafo con el que escribió un número de teléfono.
—Puedes llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Quiero conocer en primicia todos los resultados de los análisis del LAT de las pruebas del caso del monstruo de Roma.
—¿En primicia?
—Exacto —ratificó, levantando la mirada de la hoja.
—¿Por qué en primicia?
Ahora venía la parte más difícil.
—Porque podría pedirte que destruyeras pruebas.
El técnico se dejó caer en el respaldo de la silla, levantando los ojos al techo.
—Joder, no puedes pretender que haga algo así.
Erriaga no se inmutó.
—Después de su muerte te hubiera gustado que la incineraran, ¿verdad? Pero Eleonora era tan religiosa que había comprado un nicho en el cementerio del Verano. Sería una verdadera lástima que alguien exhumase el cuerpo y se pusiera a buscar restos de un veneno inusual como el dimetilmercurio. Es más, estoy seguro de que pedirían tu consejo, teniendo en cuenta que en el laboratorio del LAT no es difícil tropezarse con esas sustancias.
—En primicia —convino Strini.
Erriaga le obsequió con otra de sus famosas sonrisas de hiena.
—Me alegro de que nos hayamos puesto de acuerdo tan deprisa. —Después miró el reloj—. Me parece que deberías irte, tienes trabajo por terminar.
Leopoldo Strini titubeó un momento. A continuación se levantó, dirigiéndose a la caja para pagar la cuenta. Erriaga estaba tan satisfecho que se levantó de su sitio para ir a sentarse en el que había dejado libre el técnico. Cogió el bocadillo de escalopa que le había sobrado y estaba a punto de hincarle el diente, sin importarte el colesterol y la presión alta, cuando el televisor encendido sin sonido atrajo su atención.
En ese momento estaban pasando las imágenes del vicequestore Moro haciendo declaraciones a una nube de periodistas, a dos pasos de donde se habían hallado los dos esqueletos en el bosque. Erriaga había visto la escena al menos una docena de veces desde la noche anterior, ya que las televisiones seguían transmitiéndola. Pero hasta ese momento no se había fijado en lo que ocurría a la espalda del vicequestore.
Al fondo, una joven policía se había hecho la señal de la cruz al revés, «de derecha a izquierda, de abajo a arriba».
Sabía quién era esa mujer. Tres años atrás fue la protagonista de una importante investigación.
¿Qué diantre estaba haciendo? ¿A qué venía ese gesto?
O era muy lista o muy estúpida, pensó Battista Erriaga. En ambos casos, seguramente no sabía que se había puesto en un grave peligro.