CAPÍTULO XVI

Al subir la escalera del banco, Joe Mulligan tropezó y se volvió para fusilar con la mirada el último peldaño. Era el séptimo jueves seguido que le tocaba guardia. Ya debería de conocer la altura de los peldaños.

—¿Qué pasa, Joe?

Ése era Fento, el más viejo. Le gustaba que los chicos lo llamaran Jefe, pero ninguno lo hacía. Aunque no empezaban la guardia hasta las ocho quince, Fento siempre llegaba, como mucho, a las ocho para controlar si el resto de los muchachos legaban tarde. Pero no era un mal tipo; si en alguna ocasión alguien llegaba tarde, echaba una pequeña bronca, pero nunca pasaba el informe a la oficina.

Mulligan se estiró la chaqueta azul marino del uniforme, se ajustó el cinturón sobre la cadera derecha y movió la cabeza.

—Debo de estar haciéndome viejo. Se me traban las piernas —respondió.

—También me pasa a mí —dijo Fento sonriendo—, es como si tuviera muelles en las piernas—. Y durante unos segundos se balanceó sobre las puntas de los pies para mostrarle lo que quería decir.

—¡Qué suerte! —dijo Mulligan. Por su parte, lo único que quería, como todos los jueves por la noche, era que dieran las nueve y que el último empleado del banco se hubiera ido a su casa para poder sentarse y descansar. Se había pasado la vida de pie.

Había llegado a las ocho catorce minutos según el reloj colgado de la pared de detrás de las ventanillas. Los otros vigilantes ya estaban allí, a no ser Garfield que llegó un minuto después alisándose el bigote de sheriff, la mirada acechante, como si no hubiera todavía decidido si iba a vigilar el banco o a atracarlo.

Para entonces, Mulligan había sacado ya su periódico y estaba apoyado contra la pared, cerca de la chica que estaba en la mesa de fuera del mostrador. Siempre le habían gustado las chicas guapas. También le gustaba la silla de la chica, era la que usaba siempre.

El banco estaba todavía abierto y seguiría estándolo hasta las ocho y media. El último cuarto de hora estaría lleno de gente: la plantilla normal de empleados, el público y los siete vigilantes privados. Mulligan y los demás... Los siete llevaban el mismo uniforme semipolicial y, en el hombro izquierdo, el escudo triangular de la Agencia Continental de Vigilancia. Sus placas, con las iniciales ACV y su número de identidad grabados, se parecían también a las de la policía, lo mismo que los cinturones y las cartucheras que contenían pistolas Smith&Wesson calibre 38.

La mayoría de ellos, incluido Mulligan, habían sido policías y llevaban el uniforme con la soltura que da la costumbre. Mulligan había estado en la policía de Nueva York durante doce años, pero no le gustaba cómo se hacían allí las cosas y desde hacía nueve años y medio trabajaba en la A.C.V. Garfield había sido policía militar, y Fento, policía durante veinticinco años en alguna ciudad de Massachusetts, se había jubilado con media paga; actualmente trabajaba para la Continental tanto por mantenerse activo como por aumentar sus ingresos.

A las ocho y media el vigilante del banco, un tal Nieheimer, que no pertenecía a la ACV, cerró las puertas del banco y se puso en la puerta principal para dejar salir a los últimos clientes. Los empleados cerraron sus carpetas, guardaron el dinero en la caja fuerte, taparon las máquinas de escribir y las calculadoras y, a las nueve, el último de todos (siempre era Kingworthy, el director) se fue. El sistema de alarma sólo podía ser conectado o desconectado con una llave desde el exterior. Los vigilantes que se quedaban dentro, una vez que el director había salido, no podían abrir la puerta sin que sonase la alarma en comisaría. Por eso llevaban comida; también había un servicio en la caravana, en el extremo más alejado de la caja.

Fento se volvió y dijo lo mismo que decía todos los jueves.

—Ahora estamos de servicio.

—De acuerdo —dijo Mulligan, acercando su silla.

Entonces Block fue a buscar la mesa plegable que estaba cerca de la caja fuerte y los otros sus sillas favoritas. En un minuto pusieron la mesa en el rincón del banco reservado a los clientes y los siete vigilantes se sentaron alrededor en siete sillas. Morrison sacó dos barajas del bolsillo de su uniforme, una con la parte de atrás azul y la otra roja. Todos sacaron puñados de monedas de los bolsillos y los dejaron en la mesa.

Al cabo de un buen rato, Mulligan se dio cuenta de que tenía el triunfo y había ganado la partida.

—¡Por fin! —dijo levantando la mano por encima de la cabeza para tirar sus cartas sobre la mesa.

Pero cuando tenía el brazo en el aire, Mulligan fue bruscamente aspirado hacia atrás. Voló por encima de su silla y se golpeó contra el suelo que se había puesto a saltar. En la caída, sus piernas chocaron contra la mesa y la mandaron por los aires. Las monedas, las cartas y los vigilantes se esparcieron en todas direcciones. Un segundo más tarde se apagó la luz.