CAPÍTULO XXX
Kelp abrió la puerta y vio cómo desfilaban los campos.
—¡Ehhh! ¡Rodamos!
Detrás de él, Herman aulló:
—¡Saltemos! ¡Saltemos!
¿A qué velocidad irían? Probablemente a poco más de diez o quince por hora pero a los ojos de Kelp la carretera estaba completamente borrosa.
Tenían que saltar. Como no había ventanas en la parte delantera del banco, no podían saber hacia dónde iban. ¿Se estrellarían contra algo en el camino? No habían cogido todavía mucha velocidad porque la cuesta en aquel lugar era suave. Pero el banco torcía en dirección a la carretera y, poco más lejos, la colina descendía en pico. Entonces sería demasiado tarde para saltar. Ahora o nunca. Y Kelp era el que estaba más cerca de la puerta.
Saltó. Se dio cuenta de que Víctor, a su derecha, saltaba por la otra puerta. Kelp chocó contra el suelo, perdió pie, cayó y rodó dos veces sobre sí mismo. Cuando logró sentarse, vio un gran agujero nuevo en la rodilla derecha de su pantalón. El resto de la cuadrilla estaba dispersa un poco más abajo, todos sentados en el suelo, bajo la lluvia. Y el banco, ya en la carretera, se alejaba cada vez más rápidamente.
Kelp miró hacia el otro lado para ver cómo se las arreglaba Víctor. Pero Víctor ya se había levantado y caminaba cojeando hacia el emplazamiento del antiguo snack. Kelp estuvo unos segundos sin comprender, luego se dio cuenta de que Víctor iba a buscar el Packard. ¡Para perseguir el banco! ¡Para recuperarlo!
Kelp se levantó a su vez y se puso a seguir a Víctor. Todavía no había llegado al camino cuando el Packard llegó como una tromba y se paró a su altura con un chirrido de frenos. Subió y Víctor se puso de nuevo en camino. Iba a parar para recoger a Dortmunder que llevaba la bolsa de plástico llena de billetes en la mano, pero Dortmunder le hizo señal de que siguiera.
—No te pares, Víctor —dijo Kelp—. Nos alcanzarán con el furgón.
—De acuerdo —dijo Víctor, pisando a fondo el acelerador.
Vieron el banco, a lo lejos, en la pendiente. Cuando en Long Island llueve por la tarde las carreteras están desiertas. Afortunadamente para ellos, el banco, que iba por el medio de la carretera de dos direcciones, a caballo de la raya amarilla, no encontró ningún coche en su camino.
—Va a derrapar en la curva —dijo Kelp—, y va a chocar allí. A ver si tenemos tiempo de sacar el resto del dinero.
Pero el banco no derrapó. La curva era inclinada y bien peraltada y el banco la tomó sin problemas y desapareció.
—¡Hostia! —blasfemó Kelp—. Cógelo, Víctor.
—No te preocupes —Inclinado sobre el volante, miraba fijamente la carretera—. ¿Sabes lo que creo que ha pasado?
—El banco echó a andar.
—Por la explosión. Yo creo que ha sido eso. ¿Notaste cómo se bamboleaba? Eso debió de ser lo que lo puso en movimiento y como estábamos en la cima de una colina, cogió velocidad, así de sencillo.
—Seguramente —Kelp movió la cabeza—. Me imagino lo furioso que estará Dortmunder.
Víctor miró por el retrovisor.
—Todavía no los veo.
—Ya llegarán. Ocupémonos del banco.
Llegaron a la curva y vieron el banco, a una considerable distancia de ellos. Había un pueblo al pie de la colina. Un pueblecito de pescadores. Y el banco iba derecho allí.
Pero Víctor ganaba terreno.
—Se va a parar pronto —dijo Kelp con esperanza—. Está llegando a terreno llano.
—Sí, al mar —replicó Víctor moviendo la cabeza.
—¡No...!
La calle desembocaba en un espigón cuyo extremo estaba a unos diez metros del agua. Víctor alcanzó el banco justo antes de que éste entrara en el espigón. Un pescador con impermeable y sombrero de agua amarillos, sentado en una silla plegable, levantó la mirada, vio el banco dirigirse hacia él y saltó sin más al mar. El banco, al pasar, tiró la silla. Era el único ocupante del espigón que el banco tenía ahora para él solo.
—¡Páralo! —gritó Kelp mientras Víctor frenaba en seco a la entrada del espigón—. ¡Tenemos que pararlo!
—No hay manera —dijo Víctor—. No, no hay manera.
Sentados en el Packard vieron cómo el banco avanzaba inexorablemente por el espigón. Y luego, tranquilamente, sin aspavientos, saltó y cayó al agua como una piedra.
Kelp lanzó un gemido.
—De todas formas, era un bonito espectáculo —dijo Víctor.
—Hazme un favor, Víctor. No le digas eso a Dortmunder.
Víctor lo miró.
—¿Por qué?
—No lo entendería.
—¡Ahh! —Víctor miraba por el parabrisas—. ¿Cuánta profundidad habrá?
—¿Por qué?
—Bueno, a lo mejor podríamos intentar recuperar el resto del dinero.
Kelp le dirigió una sonrisa de satisfacción.
—Tienes razón. Y si no es hoy, puede ser un día que haga sol.
—Y que el agua esté más caliente.
—Eso.
—A menos que alguien lo vea y avise.
—Oye —dijo Kelp—. Había alguien en el espigón.
—¿Sí...?
—Un pescador con impermeable amarillo.
—No lo he visto.
—Deberíamos ir a ver.
Bajaron del coche y recorrieron el espigón bajo la lluvia. Kelp se inclinó por la barandilla y vio al hombre del impermeable amarillo que trataba de subir por una escalera de hierro.
—Déjeme echarle una mano —dijo arrodillándose.
El pescador lo miró con expresión de sorpresa.
—No va a creerme —dijo—. Ni yo mismo lo creo.
Kelp lo ayudó a subir al espigón.
—Una caravana embalada. La hemos visto pasar.
—Me empujó y me tiró al mar. He perdido la silla, la caña y casi me ahogo.
—No ha perdido el sombrero —dijo Víctor.
—Lo llevo atado a la barbilla. ¿Había gente dentro?
—No, nadie —dijo Kelp.
El pescador se miró.
—Mi mujer me había dicho que no hacía día para ir de pesca. Por una vez, he de reconocer que tenía razón.
—Mientras no se haya lastimado —dijo Kelp.
—¿Lastimado? —el pescador sonrió—. Escuche amigo. Una historia de pesca como ésta, nunca podrá mejorarla nadie. Me importaría un pito haberme roto una pierna.
—¿Se ha roto una pierna? —preguntó Víctor.
El pescador pisó el espigón con las botas. Flop, flop...
—¡Mierda! ¡No!. Fresco como una lechuga (estornudó). Eso sí, he debido pillar una neumonía.
—Debería ir a su casa y ponerse ropa seca —aconsejó Kelp.
—Bourbon es lo que necesito —el pescador miró hacia el extremo del espigón—. Nunca en mi vida había visto nada parecido.
Estornudó una vez más y se alejó sacudiendo la cabeza.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Kelp.
Víctor y él llegaron al extremo del espigón y miraron el agua salpicada por la lluvia.
—No veo nada —dijo Kelp.
—Ahí está, ¿no lo ves?
Kelp miró el lugar indicado por Víctor.
—Sí —dijo. Lo había entrevisto, como una ballena azul y blanca navegando entre dos aguas. Luego frunció el ceño, examinó el agua desde más cerca y gritó—: ¡Ehhh! ¡se mueve!
—¿Qué?
Miraron el agua en silencio durante unos diez segundos.
—Es verdad —dijo Víctor finalmente—. La corriente se lo lleva.
—Increíble.
Víctor volvió la cabeza hacia la carretera.
—Mira, ahí llegan los demás —anunció.
De mala gana, Kelp dio media vuelta y vio a los otros cinco bajar del furgón. Caminaron lentamente por el espigón. Kelp esbozó una pálida sonrisa y esperó.
Dortmunder llegó junto a ellos y miró al mar.
—Supongo que no estáis aquí para poneros morenos —dijo.
—No —respondió Kelp.
Dortmunder inclinó la cabeza hacia el agua.
—¿Se ha caído aquí?
—Eso es —dijo Kelp—. Se puede ver... —señaló con la mano, luego frunció el ceño—. No, ya no se ve.
—Avanza —dijo Víctor.
—Avanza —repitió Dortmunder.
—Cuando rodaba por la colina el viento cerró las puertas dijo Víctor—. Seguramente no es hermética del todo, pero debe haber dentro el aire suficiente para que no se hunda y encalle en la arena. Por eso se la lleva la corriente.
Los otros habían llegado.
—¿Quieres decir que se aleja? —preguntó May.
—Eso es —dijo Víctor.
Kelp sentía la mirada de Dortmunder fija en él pero hizo como que no se daba cuenta y siguió mirando el agua.
—¿A dónde va? —preguntó mamá Murch.
—A Francia —dijo Dortmunder.
—¿Entonces se acabó todo? —dijo Herman—. ¿Después de tanto trabajo?
—Bueno, por lo menos tenemos algo de dinero —señaló Kelp.
Los miró a todos con la pálida sonrisa en los labios. Pero Dortmunder ya se alejaba. Uno tras otro lo siguieron bajo la insistente lluvia.