CAPÍTULO XX

Dortmunder, Kelp y Murch habían sido los únicos miembros del grupo que habían participado efectivamente en el robo del banco. Kelp, previamente, había robado un tractor sin remolque cerca de los muelles del West Village, en Manhattan y lo había llevado a Queens Boulevard, en Long Island City donde lo estaban esperando poco después de medianoche, Dortmunder y Murch, al otro lado del puente de la calle 59. Luego Murch había cogido el volante, Kelp se había sentado en el medio y Dortmunder a la derecha, con el codo en la ventanilla. Bajo su codo se veía el nombre de una compañía, “Transportes Elmore”. El tractor llevaba matrícula de Dakota Norte. Delante, entre sus pies, había un rollo de ocho metros de manguera negra, varios metros de cadena maciza y un maletín con herramientas de carpintero.

Llegaron al banco a la una y cuarto y tuvieron que desplazar un coche aparcado allí. Lo empujaron hasta dejarlo delante de una boca de incendios, ocuparon su lugar y esperaron en silencio, con los faros apagados y el motor parado, a que pasara el coche patrulla, el coche nueve, a la una treinta. Entonces, muy suavemente, retrocedieron hasta la caravana, dejaron el motor al ralentí con los faros todavía apagados y engancharon el banco al tractor, reforzando el enganche con la cadena.

Luego metieron un extremo de la manguera en el tubo de escape del motor. Mientras Kelp aseguraba la junta con cinta aislante, Dortmunder, de pie detrás del tractor, metía el otro extremo de la manguera en un orificio de ventilación de la caravana. De este modo todos los gases de escape entraban en el banco. Dortmunder utilizó también cinta aislante para sujetar la manguera en el orificio y a lo largo de la caravana hasta el tubo de escape del tractor.

Todo ello les había llevado tres o cuatro minutos. Kelp cogió el maletín de herramientas y volvió a subir a la cabina con Murch. Dortmunder lo comprobó todo por última vez antes de subir también.

—Preparados —dijo.

—Cuidado —previno Murch—. Voy a tener que dar un acelerón para desprender el banco y luego tengo que salir a toda pastilla. Agarraos.

—Cuando quieras —respondió Kelp.

—¡Ahora! —dijo Murch.

Metió primera y pisó a fondo el acelerador con los dos pies. La cabina saltó como un perro que se hubiera sentado encima de una estufa encendida. Hubo un ruido, que ninguno de ellos oyó porque lo tapaba el ruido de su motor, y el banco soltó sus amarras que eran las tuberías del agua y los desagües. Mientras el agua manaba de la tubería rota como un geyser, el banco se deslizó hacia la izquierda por encima del cimiento de hormigón como una tarjeta que se mete por debajo de una puerta.

Murch, que no quería girar el volante hasta que las ruedas traseras del banco hubieran librado los bloques de hormigón, siguió de frente por la calle lateral y giró a la izquierda con el tiempo justo de no chocar contra el escaparate de la panadería de la esquina.

El banco siguió a la cabina dando botes y evitó el escaparate de la panadería por menos que la cabina, ya que era más ancho.

Una válvula de seguridad automática había cortado el agua que salía de la tubería rota y el geyser se apagó.

Murch había fijado el itinerario con el máximo cuidado. Sabía qué carreteras secundarias eran suficientemente anchas como para permitir el paso del banco y qué tramos de carreteras principales no tenían demasiado tráfico. Tomó curvas a derecha e izquierda usando lo menos posible el cambio de marchas y el freno. Detrás de él el banco se estremecía y, ocasionalmente, daba las curvas sobre dos ruedas. Pero no pasó nada; el mayor peso de aquel trasto era la caja fuerte, que estaba en la parte trasera. Por eso, cuanto más rápido iba Murch, más estabilidad tenía. Durante ese tiempo, Kelp, Dortmunder y el maletín de herramientas estaban los unos encima de los otros. Dortmunder consiguió por fin salir a la superficie para gritar:

—¿Nos sigue la bofia?

Murch echó una ojeada por el retrovisor exterior.

—No, no hay nadie —respondió antes de tomar una curva a la izquierda en ángulo recto.

—¡Entonces vete más despacio! —bramó Dortmunder.

—No te preocupes —respondió Murch. Los faros iluminaron un par de coches aparcados uno enfrente de otro que dejaban un espacio excesivamente estrecho.

—Todo está controlado —dijo Murch mientras pasaba entre los dos coches, llevándose el espejo retrovisor del coche de la derecha.

Dortmunder se inclinó por encima de Kelp para mirar a Murch y, al ver lo concentrado que iba, comprendió que no habría nada capaz de llamar su atención a no ser una barrera en la carretera. Y aún así.

—Confío en ti —dijo Dortmunder que no había podido elegir.

Se acurrucó en su rincón, se agarró fuertemente y miró la noche hostil a través del parabrisas.

Circularon durante veinte minutos, generalmente en dirección norte y un poco hacia el este. Habían salido de los límites del condado y estaban en un tramo de carretera de doble vía, desierta, llena de baches y badenes, limitada a la derecha por una hilera de árboles y a la izquierda por un campo.

—¡Ya estamos cerca —dijo Murch y empezó a pisar el freno —¡Maldita sea!

Dortmunder se irguió.

—¿Qué pasa? ¿No frena?

—Frena cojonudamente —respondió Murch entre dientes mientras seguía pisando el freno—. Es este jodido banco que quiere volcar.

Dortmunder y Kelp volvieron la cabeza para mirar el banco por la pequeña luneta posterior. Cada vez que Murch accionada el freno, la caravana se iba hacia la izquierda, como un coche que derrapa en hielo.

—Parece que quiere adelantarnos —dijo Kelp.

—En efecto —dijo Murch.

Muy gradualmente empezaron a aminorar la marcha. A treinta por hora, Murch pudo frenar más normalmente y pararse.

—Mierda —rezongó con las manos aún clavadas al volante y la cara bañada en sudor.

—¿Corrimos peligro verdaderamente, Stan? —preguntó Kelp.

—Escucha —respondió Murch respirando con lentitud pero ahogadamente—. No he dejado de rezar para que Cristóbal siguiera siendo santo.

—Vamos a ver lo que pasa —dijo Dortmunder.

Deseaba sobre todo caminar sobre tierra firme un rato. Los demás también. Bajaron los tres y pasaron unos segundos desentumeciéndose las piernas en la agrietada calzada. Luego Dortmunder sacó un revólver del bolsillo de la chaqueta.

—Veamos cómo funciona.

—Vale —respondió Kelp que, a su vez, se sacó del bolsillo un llavero con una docena de llaves.

Herman le había asegurado que una al menos abriría la puerta del banco. Incluso es posible que más de una. Pero Kelp había respondido que con una era suficiente.

A la quinta llave, mientras unos pasos más lejos Murch enfocaba con una linterna la cerradura, la puerta se abrió hacia afuera. Kelp se quedó detrás del batiente. Nadie estaba seguro de que el óxido de carbono hubiera dejado K.O. a los vigilantes. Habían calculado cuidadosamente cuántos metros cúbicos de gas habrían entrado en X minutos y en X+Y minutos y estaban seguros de que habían superado ampliamente los márgenes.

—Salgan con las manos en alto —ordenó Dortmunder.

—Los ladrones no dicen eso a los polis —señaló Kelp—. Son los polis los que se lo dicen a los ladrones.

Dortmunder no rectificó.

—Salgan —repitió—. No nos obliguen a disparar.

No hubo respuesta.

—Linterna —reclamó tranquilamente Dortmunder como un médico que pide un bisturí, y Murch se la pasó.

Dortmunder avanzó con prudencia, pegado a la pared de la caravana, y asomó lentamente la cabeza por una esquina de la puerta con los dos brazos extendidos, en una mano el revólver, en la otra la linterna apuntando al mismo lugar.

Nadie a la vista. Los muebles estaban esparcidos por todas partes y el suelo salpicado de solicitudes de tarjetas de crédito, cartas de la baraja y monedas. Dortmunder barrió el lugar con la luz de la linterna y siguió sin ver a nadie.

—Es curioso —dijo.

—¿Qué? —preguntó Kelp.

—No hay ni un alma.

—¿Quieres decir que hemos robado un banco vacío?

—Me interesa sobre todo saber si hemos robado una caja fuerte vacía.

—¡Ah! —dijo Kelp.

—No tenía que haberme fiado de lo que hubieras visto tú. O mejor dicho, de lo que hubiera visto tu sobrino.

—Entremos a echar un vistazo —dijo Kelp.

—Bueno, ayúdame.

Saltaron los tres al interior del banco y se pusieron a mirar por todas partes. Fue Murch quien descubrió a los vigilantes.

—Están ahí, detrás del mostrador.

Estaban allí, en efecto, los siete, amontonados en el suelo entre los archivadores y las mesas, profundamente dormidos.

—He oído a éste roncar, por eso supe dónde estaban —explicó Murch.

—¡Qué aspecto más apacible tienen! —dijo Kelp que los contemplaba por encima del mostrador—. Sólo de verlos me dan ganas de dormir.

Dortmunder también se sentía un poco embotado. Le había echado la culpa a la tranquilidad emocional después de un trabajo acabado, pero, bruscamente, se movió y gritó:

—¡Murch!

Murch estaba medio tumbado en el mostrador. Era difícil saber si miraba a los vigilantes o se estaba disponiendo a acompañarlos. Se irguió, sorprendido por el grito de Dortmunder.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿El motor sigue en marcha?

—¡Maldita sea, sí! —Murch titubeó yendo hacia la puerta—. Voy a apagarlo.

—No, no —respondió Dortmunder—. No tienes más que quitar esa jodida manguera del orificio de ventilación.

Con la linterna señalaba la parte delantera de la caravana por donde el tubo había expulsado el gas durante los últimos veinte minutos. El fuerte olor a garaje que reinaba en el banco no había bastado para que se dieran cuenta del peligro. Los ladrones habían estado a punto de caer en su propia trampa y de correr la misma suerte que sus víctimas.

Murch se tambaleó cuando estuvo al aire libre.

—Ven, vamos a sacar a estos pájaros de aquí —dijo Dortmunder a Kelp que bostezaba como una ostra.

—Síii. De acuerdooo.

Frotándose los ojos, Kelp siguió a Dortmunder detrás del mostrador. Pasaron los cinco minutos siguientes transportando vigilantes fuera y dejándolos en la hierba, al lado de la carretera. Cuando terminaron, cerraron la puerta, abrieron las ventanas de la caravana y volvieron a la cabina del tractor donde encontraron a Murch dormido.

—Tú, venga, despierta —dijo Dortmunder sacudiendo a Murch por los hombros y a punto de darle un golpe en la cabeza con la puerta.

—¡Ayy! —Murch miró alrededor pestañeando—. ¿Qué pasa ahora?

Trataba sinceramente de recordar dónde estaba.

—En marcha —dijo Kelp.

—Eso —dijo Dortmunder cerrando la puerta de un golpe.