10
Zambia
Según el hombre de la pista de tierra donde habían aterrizado, un tipo con una sonrisa desdentada, aquel vehículo era un Land Rover; una descripción como mínimo benévola, pensó D'Agosta al sujetarse como si le fuera la vida en ello. Al margen de lo que hubiera sido en otros tiempos, a duras penas merecía el apelativo de coche. No tenía ni ventanillas, ni techo, ni radio ni cinturones de seguridad. El capó estaba fijado a la parrilla con un amasijo de alambre de embalar. El chasis estaba tan oxidado que a través de sus enormes agujeros se veía la tierra de la carretera.
Pendergast, que conducía vestido con una camisa de algodón, unos chinos y un sombrero Tilley de safari, esquivó un gigantesco socavón, aunque no pudo evitar pasar por encima de otro más pequeño. El impacto levantó a D'Agosta un buen palmo del asiento. Apretando los dientes, se agarró con más fuerza a la barra antivuelco. «Joder, esto no hay quien lo aguante», se dijo. Se moría de calor, y se le había metido polvo en las orejas, los ojos, la nariz, el pelo y en resquicios que ni siquiera sabía que tuviera. Se planteó pedirle a Pendergast que fuera más despacio, pero al final desistió. Cuanto más se acercaban al lugar donde había muerto Helen Pendergast, más serio estaba el agente.
Pendergast frenó lo justo al llegar a una aldea, la enésima y miserable agrupación de chozas hechas con palos y barro seco que se cocían al sol de mediodía. No tenían electricidad, y había un solo pozo para todos, en el único cruce. Por todas partes deambulaban cerdos, pollos y niños.
—Y yo que creía que el sur del Bronx era cutre… —dijo D'Agosta en voz baja, más para sí mismo que para Pendergast.
—El campamento Nsefu está a quince kilómetros —fue la respuesta del agente mientras pisaba el acelerador.
Pasaron por otro socavón, y D'Agosta volvió a salir despedido por los aires y a aterrizar sobre el coxis. Le dolían los dos brazos por las vacunas, y la cabeza por el sol y la vibración. Prácticamente lo único indoloro que había experimentado en las últimas treinta y seis horas había sido la llamada telefónica a su jefe, Glen Singleton. El capitán le había concedido el permiso sin apenas hacerle preguntas. Casi parecía aliviado de que se fuera.
En media hora llegaron al campamento Nsefu. Mientras Pendergast maniobraba para meterse en un aparcamiento improvisado, bajo un grupo de árboles de las salchichas, D'Agosta echó un vistazo a las pulcras líneas del campamento de safari fotográfico: las inmaculadas chozas de cañas y paja, las grandes estructuras de lona donde ponía «tienda comedor» y «bar», las pasarelas de madera que unían cada construcción a la contigua, y los pabellones de tela bajo los que dormitaban en cómodas tumbonas una docena de turistas gordos y felices, con las cámaras colgando del cuello. Entre los techos había unas cuerdas con lucecitas. Dentro de los arbustos zumbaba un generador. Todo era de colores vivos, casi chillones.
—Esto parece Disneylandia —dijo al salir del vehículo.
—Ha cambiado mucho en doce años —repuso Pendergast, inexpresivo.
Se quedaron un momento a la sombra de los árboles de las salchichas, sin moverse ni hablar. D'Agosta respiró el aroma a humo de leña, el olor punzante de la hierba aplastada y algo más leve que no supo identificar, un toque almizclado, terroso, animal. El sonido de gaita de los insectos se mezclaba con otros ruidos: el zumbido agudo de los generadores, el arrullo de las palomas y el murmullo incesante del río Luangwa, que pasaba cerca. Miró de reojo a Pendergast. El agente estaba encorvado, como si cargase con un insoportable peso. Sus ojos brillaban con un fuego obsesivo, y mientras lo contemplaba todo con lo que parecía una mezcla extraña de avidez y temor, le temblaba erráticamente un músculo en la mejilla. El agente del FBI debió de darse cuenta de que lo estaban escrutando, ya que recuperó la compostura, se irguió y se alisó el chaleco de safari. Sin embargo, sus ojos no perdieron su extraño fulgor.
—Sígame —dijo.
Se puso en cabeza y, dejando atrás los pabellones y la tienda comedor, fue hacia una construcción más pequeña, apartada del resto del campamento, en una arboleda próxima a la orilla del Luangwa. Había un solo elefante, con el barro hasta las rodillas. Justo cuando D'Agosta lo miraba, se llenó la trompa de agua y se la echó por la espalda. Después levantó su cabeza arrugada y emitió un estridente trompeteo, que por unos instantes silenció el zumbido de los insectos.
Era evidente que la construcción pequeña albergaba la administración del campamento. Consistía en un despacho exterior, donde en ese momento no había nadie, y otro interior, cuyo único ocupante escribía diligentemente en un cuaderno, al otro lado de una mesa. Era un hombre de unos cincuenta años, enjuto, con el pelo rubio descolorido por el sol y unos brazos muy morenos.
Levantó la cabeza al oír que se acercaban.
—Dígame. ¿Qué puedo…?
Se quedó sin voz al ver a Pendergast. Evidentemente, esperaba encontrarse con alguno de los huéspedes.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, levantándose.
—Me llamo Underhill —dijo Pendergast—, y este es mi amigo Vincent D'Agosta.
El hombre de la mesa les miró.
—¿Qué desean?
D'Agosta tuvo la impresión de que no solía recibir visitas inesperadas.
—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo Pendergast.
—Rathe.
—Mi amigo y yo estuvimos aquí de safari hace unos doce años, y como casualmente nos encontrábamos en Zambia, de camino al campamento de caza de Mgandi, se nos ha ocurrido pasar por este lugar.
Sonrió con frialdad. Rathe miró por la ventana, más o menos hacia el aparcamiento improvisado.
—¿Mgandi, dice?
Pendergast asintió con la cabeza.
Rathe gruñó y tendió la mano.
—Perdonen. Pero tal como están las cosas, entre las incursiones rebeldes y todo lo demás, te vuelves un poco asustadizo.
—Lo entiendo.
Señaló dos sillas de madera muy gastadas, delante de la mesa.
—Siéntense, por favor. ¿Les apetece tomar algo?
—A mí no me iría mal una cerveza —dijo inmediatamente D'Agosta.
—Faltaría más. Un momentito.
Rathe se fue, pero regresó enseguida con dos botellas de cerveza Mosi. D'Agosta cogió la suya con un murmullo de agradecimiento; el primer trago le supo a gloria.
—¿Es usted el director del campamento? —preguntó Pendergast, mientras Rathe se sentaba al otro lado de la mesa.
Rathe sacudió la cabeza.
—No, soy el administrador. Ustedes buscan a Fortnum. Todavía no ha vuelto con el grupo de la mañana.
—Fortnum. Aja. —Pendergast echó un vistazo por encima al despacho—. Supongo que desde la última vez habrá habido varios cambios de personal. Se ve todo bastante distinto.
Rathe sonrió forzadamente.
—Tenemos que seguir el ritmo de la competencia. Hoy en día, los clientes no se conforman con el paisaje. También exigen comodidad.
—Por supuesto. De todos modos es una lástima, ¿verdad, Vincent? Teníamos la esperanza de ver a algunos conocidos.
D'Agosta asintió. Le habían hecho falta cinco tragos para quitarse el polvo de la garganta.
Pendergast fingió pensar un momento.
—¿Y Alistair Woking? ¿Todavía es jefe de policía del distrito?
Rathe volvió a sacudir la cabeza.
—Murió hace bastante tiempo. Déjeme pensar… Hará casi diez años.
—¿Ah, sí? ¿Qué le pasó?
—Un accidente de caza —contestó el administrador—. Estaban realizando una caza selectiva de elefantes, y Woking fue a observar. Le dispararon en la espalda por error. Un maldito accidente.
—Qué desgracia —dijo Pendergast—. ¿Y dice que la concesión del campamento la tiene ahora un tal Fortnum? Cuando estuvimos aquí de safari, era Wisley, Gordon Wisley.
—Ese todavía anda por ahí —dijo Rathe—. Se jubiló hace dos años. Dicen que vive como un rey; por lo visto cobra de la concesión de caza que tiene cerca de las cataratas Victoria. Está todo el día rodeado de chicos.
Pendergast se volvió hacia D'Agosta.
—Vincent, ¿te acuerdas de cómo se llamaba el que nos llevaba las escopetas?
D'Agosta, sin faltar a la verdad, respondió que no.
—Espere, creo que ya me acuerdo. Wilson Nyala. ¿Hay alguna posibilidad de saludarle, señor Rathe?
—Wilson murió en primavera. De fiebre del dengue. —Rathe frunció el ceño—. Un momento. ¿Ha dicho que les llevaba las escopetas?
—Lástima. —Pendergast cambió de postura en la silla—. ¿Y nuestro rastreador? Jason Mfuni.
—No me suena. Claro que es gente que va y viene constantemente… Pero ¿ha dicho algo de llevar las escopetas? Aquí en Nsefu solo organizamos safaris fotográficos.
—Ya le digo que fue un safari memorable.
Al oír cómo Pendergast decía «memorable», D'Agosta no pudo evitar un escalofrío.
Rathe no contestó. Seguía ceñudo.
—Gracias por su hospitalidad. —Pendergast se levantó, al igual que D'Agosta—. ¿Dice que la concesión de Wisley está cerca de las cataratas Victoria? ¿Tiene algún nombre?
—Ulani Stream.
Rathe también se levantó. Parecía receloso, como al principio.
—¿Le importa que echemos un vistazo?
—Si lo desean —contestó—. Pero no molesten a los huéspedes.
Pendergast se paró a la entrada del pabellón administrativo para mirar hacia ambos lados, como si se orientase. Después, sin decir nada, se metió por un camino muy trillado que se alejaba del campamento. D'Agosta se apresuró a alcanzarle.
Caía un sol de justicia, y el zumbido de los insectos no dejaba de aumentar. A un lado del sendero había una tupida formación de arbustos y árboles; al otro estaba el río Luangwa. D'Agosta notó que la camisa de algodón se le pegaba a la espalda y a los hombros; no estaba acostumbrado.
—¿Adonde vamos? —preguntó, sin aliento.
—Por las hierbas altas. Donde…
Pendergast no terminó la frase.
D'Agosta tragó saliva.
—De acuerdo. Usted primero.
De pronto, Pendergast se paró y se volvió. En sus facciones había aparecido una expresión que D'Agosta no había visto nunca: una mirada de pesar, tristeza y un cansancio casi insondable. Carraspeó y dijo en voz baja:
—Lo siento mucho, Vincent, pero esto tengo que hacerlo solo.
D'Agosta respiró hondo, aliviado.
—Lo entiendo.
Pendergast dio media vuelta y fijó un momento en él sus ojos claros. Después se giró y se alejó con paso rígido y resuelto; se internó en la maleza y desapareció casi de inmediato en la trama de sombras bajo los árboles.