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Frank Hudson se paró a la sombra de un árbol, en el camino de entrada al edificio del registro civil. Dentro, el aire acondicionado alcanzaba temperaturas siberianas, y salir a aquel ambiente tan caluroso y húmedo, más de lo normal para esas fechas, hizo que se sintiera como un cubito de hielo al que arrojan a una sopa caliente.
Dejó el maletín en el suelo. Después sacó un pañuelo del bolsillo delantero de su traje de raya diplomática y se lo pasó por la calva. «No hay nada como un buen invierno en Baton Rouge», se dijo, de mal humor. Después de guardarse el pañuelo en el bolsillo, dejando que asomara una punta con estilo, contrajo los párpados para que no le deslumbrase el sol mientras buscaba su Ford Falcon de época en el aparcamiento. Cerca había una mujer rechoncha, con un vestido de cuadros, que salía hecha un basilisco de un Nova destartalado. Vio que daba dos portazos seguidos, intentando que quedara cerrado.
—Cabrón —oyó que murmuraba a su coche, en la siguiente tentativa de cerrarlo—. Hijo de puta.
Hudson se secó otra vez la calva y se caló el sombrero. Sería mejor que descansara un rato más en la sombra antes de subir al coche. El encargo que le había hecho Pendergast había sido coser y cantar. June Brodie, treinta y cinco años, secretaria, casada y sin hijos. Una mujer de bandera. Estaba todo en el expediente. Marido enfermero. Ella también había estudiado enfermería, pero había acabado trabajando en Longitude. Un salto de catorce años en el tiempo. Quiebra Longitude, ella se queda sin trabajo, y al cabo de una semana se monta en su Tahoe, va a Archer Bridge y desaparece. La nota de suicidio escrita a mano que dejó en el coche decía:
YA NO PODÍA AGUANTARLO, TODO FUE CULPA MÍA. PERDÓN.
Durante una semana buscan en el río sin encontrar nada. Es un lugar donde salta mucha gente, la corriente es rápida, el río profundo, y hay muchos cadáveres que nunca aparecen. Punto final.
Hudson había tardado un par de horas en reunir la información y consultar el archivo. Temía no haber trabajado lo suficiente para justificar su sueldo de quinientos dólares al día. Quizá fuera mejor no comentar que solo había tardado dos horas.
Era un expediente muy completo; incluso había una fotocopia de la nota de suicidio. El agente del FBI quedaría satisfecho. En cuanto al salario, se adaptaría a lo que fuera. Era una relación demasiado lucrativa para regatear o intentar sacar unos centavos más.
Recogió el maletín y, saliendo de la sombra, fue hacia el aparcamiento.
Nancy Milligan soltó otra palabrota mientras empujaba la puerta, que esta vez se quedó cerrada. Estaba sudorosa, exasperada y furibunda: por aquel calor inusual, pero sobre todo con su marido. ¿Por qué le endosaba a ella sus encargos, el muy imbécil, en vez de mover su culo gordo y hacerlos él? A su edad, ¿para qué quería el ayuntamiento de Baton Rouge una copia certificada de su partida de nacimiento? No tenía sentido.
Al erguirse, descubrió cohibida que al otro lado del aparcamiento había un hombre con el sombrero hacia atrás, secándose la frente y mirando hacia ella.
Justo entonces, el sombrero salió volando y un lado de la cabeza del hombre se volvió borroso y se fundió en un chorro de líquido oscuro. Al mismo tiempo, un fuerte ¡pam! reverberó entre los grandes robles. El hombre cayó despacio al suelo, tieso como un árbol. Su cuerpo aterrizó con tanta pesadez, que rodó como un tronco antes de quedarse quieto, envuelto por sus brazos, en un estrambótico abrazo. El sombrero se posó al mismo tiempo en el suelo y, tras rodar unos metros, dio unos giros más y se quedó al revés.
Al principio la mujer no se movió del coche. No podía. Después sacó su móvil y marcó el 911, con los dedos casi paralizados.
—Acaban de dispararle a un hombre en el aparcamiento del registro civil —dijo, sorprendida por su propia calma—, en la calle Doce.
En respuesta a la pregunta que alguien le hizo, contestó:
—Sí, seguro que está muerto.