I

EL PARTO

Corría por aquel entonces el mes de abril del memorable año de gracia de 1106, el más lluvioso de cuantos habían sufrido hasta entonces las vastas y estériles tierras londinenses.

Aquellos eran malos tiempos para Inglaterra. Si bien era cierto que hacía ya algunos años que las monedas escaseaban en la corona, ahora también comenzaban a disminuir todo tipo de víveres y suministros necesarios para sobrevivir a infames penurias.

Para tormento de todos, la población contaba ya con demasiadas bajas, tanto entre los guerreros de Lord De Sunx, encargados de la guardia y custodia de sus mayores bienes, como entre los campesinos que, dispersos, habitaban sus tierras.

Durante varios meses consecutivos, truenos ensordecedores habían ido acompañando persistentemente a los rayos que, de forma tétrica, se habían encargado de iluminar un cielo colmado de nubarrones negros. Este ingrato temporal había sembrado pavor y hecho nacer todo tipo de supersticiones entre los habitantes de la región. De hecho, los reverendos que peinaban el lugar, en busca de pecadores arrepentidos, solían decir que había sido una maldición.

La tempestad no tenía piedad con nadie, mucho menos con los campesinos más pobres cuyas cosechas, tierras, incluso familia habían perecido en el intento. Sin duda estaban siendo atormentados por un clima devastador y catastrófico.

La población, formada en su mayoría por mujeres, al haber seguido casi todos los hombres a su rey para la recuperación del ducado de Normandía, anhelaba el éxito de estos ya que ello ayudaría a poner fin a la falta de los recursos necesarios para la corona.

El pueblo, antes grande y fastuoso, ahora se encontraba casi en la penumbra. Las mujeres que vivían en él, lo hacían en cabañas de madera o en casas de piedra. Las demás pertenecían al séquito de su señora. Este último sector era notoriamente envidiado, no solo por vivir en el castillo y encontrarse bajo cierto amparo sino también por tener cerca a Lady Rona, a la que adoraban y veneraban. Aun así, todas ellas tenían algo en común, poco a poco habían aprendido a hacer todo lo necesario para subsistir.

Lord De Sunx, requerido por su rey para una nueva contienda, encontraba algo extraño en lo referente a la subida al trono de Enrique I de Inglaterra tras la muerte de su padre, Guillermo I “El Conquistador”.

Durante muchos años, basándose en sus grandes logros, había apoyado con convicción la futura sucesión del primogénito de este, Guillermo II “El Rojo”, pues como tantos otros, opinaba que sería un buen representante de la política llevada a cabo por su padre hasta el día mismo de su fallecimiento.

Sin embargo, seis años antes de la coronación del actual rey, la muerte del heredero, cuyas sospechas recaían sobre él, dejaban como sucesor al segundo en la línea, el príncipe Roberto.

Unos derechos que Enrique obvió, aprovechándose de su ausencia y convirtiéndose en el nuevo soberano de Inglaterra a mitad de ese mismo año. Eso sí, previa firma de un tratado mediante el cual respetaba los bienes de nobleza y clero.

Ni el retorno de las cruzadas de Roberto, un año más tarde, supuso una amenaza para su reinado. Este desistió de hacer prevalecer sus derechos ante la falta de apoyo de los nobles y tras enmascarar su voluntad bajo las condiciones del Tratado de Alton. Un tratado cuyo reconocimiento a su rey le reportaría una pensión de cinco mil marcos.

Así las cosas, a Lord De Sunx no le había quedado más remedio que jurar lealtad absoluta a su impuesto rey.

Justo en lo alto de la colina, se alzaba el castillo, ahora empobrecido y poco atractivo. El tiempo y la lluvia habían hecho estragos en él. Ya no era la fortaleza, testigo de grandes bodas, que había resistido a importantes ataques enemigos.

En su interior, en una espaciosa alcoba del segundo piso, decorada con tapices en tonos cálidos, una señora casi inconsciente yacía sobre una enorme cama, ocupada únicamente en el centro. No era una habitación excesivamente lujosa pero sí acogedora, gracias a la lumbre siempre encendida.

Alrededor de Lady Rona se hallaban tres de sus damas. Dos de ellas criadas y una tercera, la vieja comadrona. Se encontraba en la recta final de su embarazo y a Gea, la anciana partera, no le gustaban las dimensiones que su señora había adquirido durante el mismo. Además, aunque Lady Rona nunca antes había estado enferma, las gripes y fiebres, que la habían sometido en los últimos meses, la habían dejado excesivamente débil. Ello, ayudado por la falta de apetito, agudizaba el problema.

Gea era una comadrona experimentada, no en vano había traído al mundo a casi todos los niños del pueblo. Esa misma experiencia era de la que se servía para adivinar que el abultado vientre de su señora no solo portaba un hijo sino dos, lo cual dificultaba todavía más las posibilidades de salvarlos a todos.

La fiebre, que previamente la había hecho delirar, ahora la mantenía inconsciente. Era por ello que Violante, la doncella de origen español, no dejaba de darle palmadas intentando que volviera en sí y pudiera enfrentarse al parto mientras Patty, la más joven de todas, no dejaba de gimotear.

Gea pidió a esta última que subiera una jarra de agua y varios trapos para intentar bajarle la fiebre, a lo que ella no dudó un solo instante en obedecer. Cerró la puerta tras de sí y, tal cual se le había requerido, se dirigió inmediatamente a la cocina.

La vieja comadrona volvió a reconocer a Lady Rona y, tras murmurar para sí misma, decidió que el asunto no podía demorarse más, el momento del parto había llegado. Apartó a Violante dispuesta a despertarla ella misma, pidió perdón por lo que estaba a punto de hacer y golpeó enérgicamente el blanquecino rostro de la parturienta.

Súbitamente, la señora abrió los ojos sin fuerza alguna.

Gea no dejó que hablara, tendría mucho que explicarle cuando se encontrara fuera de peligro y con los hijos de Lord De Sunx en su regazo.

––Lady Rona, debéis hacer un esfuerzo ––la instó.

Ella asintió aún adormecida.

Gea se volvió para prepararlo todo y fue en ese preciso instante cuando tuvo la primera contracción estando consciente. La futura madre apretó los párpados y gritó con las pocas fuerzas que le asistían. Violante tomó su mano tan rápidamente como pudo y Patty, que ya estaba junto a ella, se dispuso a ayudar a la vieja comadrona. La había visto asistir en muchísimas ocasiones y algo había aprendido.

––¡Por Dios! Tranquilizaos, señora. Todo es normal ––dijo Gea al verla tan asustada.

––No os preocupéis, señora. Violante y yo estamos aquí para ayudaros. ––Patty sentía verdadera pena al ver el aspecto de su señora. La Rona que estaba ante ellas distaba mucho de la que estaban acostumbradas. Su bello rostro rosáceo, ahora se encontraba pálido y ojeroso; sus labios, rojos y carnosos, presentaban entonces un color blanquecino; su hermoso cabello negro, siempre peinado y cuidadosamente recogido, en ese momento no era más que una espesa maraña; y lo más importante, la vitalidad de la que constantemente había hecho gala… parecía haber desaparecido por completo, posiblemente para siempre.

Otro grito siguió a este, y luego otro, y otro. Había llegado el momento de recibir a aquellas indefensas criaturas.

––Señora, ya habéis dilatado lo suficiente, el bebé está a punto de llegar. ––Omitió deliberadamente su presentimiento para no asustarla––. Sé que estáis muy débil, pero ahora debéis empujar con todas vuestras fuerzas…

Rona, consumida como estaba, hizo todo cuanto pudo por ayudar.

––¡Vamos! ¡Un poco más! ¡Ya casi está! ––la animó––. ¡Empujad, señora! ¡Empujad! ––Gea se calmó ligeramente al ver que todo se desarrollaba como debía––. ¡Ya puedo verlo, señora! ¡Tengo su cabecita! ¡Empujad una última vez! ¡Muy bien! ¡Ya está, ya está!

––¡Es un niño, Lady Rona! ¡Un niño precioso! ––Sonrió Patty al ver al pequeño en las manos de la partera.

La nueva madre intentó sonreír también aunque solo fue capaz de dibujar una leve mueca.

––¡Ah! ––Volvió a gritar de repente––. ¿Qué sucede? Los dolores… ¡Ah! Los dolores no cesan.

––¡Dios del cielo, otro! ¡Viene otro! ––Violante confirmó la sospecha de Gea.

––Sí, me lo temía ––dijo esta, visiblemente preocupada al ver lo exhausta que se encontraba la parturienta.

––¡Oh, Dios! ––Patty se inquietó al percibir la gravedad en el rostro de Gea.

––Vamos, Lady Rona. Viene otro. Veréis que en esta ocasión va a ser mucho más rápido. ¡Confiad en mí! ––Quiso tranquilizarla una vez más.

––No puedo. No me quedan fuerzas ––dijo con voz tenue y pausada.

––¡Debéis hacerlo, señora! ¡Debéis hacerlo! ––Su súplica sonó enérgica.

Tras unos momentos de intenso dolor, otra cabeza comenzó a asomar. Con firmeza, Gea la tomó entre sus manos y sostuvo al bebé que salió con mayor facilidad que el anterior.

La comadrona, entonces, quedó estupefacta al ver lo que tenía ante ella.

––¡No puede ser! ¡Son tres! ––murmuró––. Señora, por el amor de Dios, debéis hacerlo una vez más.

––¡No puedo! ––Exhausta como estaba, no le parecía que le quedaran fuerzas para nada más.

––Milady. Vuestro hijo quiere nacer.

––Gea ––insistió Rona––. No puedo más. Esto es demasiado.

––No os dejéis vencer, señora ––la animó Violante, que desde hacía tiempo no era capaz de pronunciar una palabra.

––Lo siento… yo… ––dijo casi sin poder respirar.

––¡Calmaos, por favor! El tercer bebé ya viene, queráis o no. Así pues, por Dios bendito, empujad con fuerza.

––Gea... ¡ayúdame! ––suplicó.

––Sí, señora. No dudéis que lo haré ––dijo, introduciendo parte de su mano en el interior de la señora––. ¡Ya lo tengo, ya lo tengo! ––la tranquilizó, extrayéndolo ella misma––. ¡Es una niña preciosa!

––¡Ah! Lady Rona… ¡qué alegría! ––Patty mostró felicidad.

Gea limpió, desinfectó y suturó las heridas que la parturienta había sufrido y, seguidamente, reconoció a los niños uno por uno mientras las doncellas aseaban a su señora. La partera, además, habilitó con una pila de colchones una gran cuna en la estancia contigua. Por su parte estaba todo hecho, ya solo restaba encomendarse al altísimo y que se hiciera su santa voluntad.

––Ahora… descansad ––dijo Violante, pensando que lo peor ya había pasado.

La anciana, con una amarga sonrisa, asintió dando por buena la proposición de la muchacha.

––Gea, estoy muy débil ––murmuró Rona, prácticamente agonizando––. Yo lo sé… y tú también lo sabes.

––No… señora ––dijo Patty, reteniendo las lágrimas en sus ojos––. Os pondréis bien.

––Necesito que hagas algo por mí ––solicitó, sabiendo que se le acababa el tiempo de un momento a otro––. Debes decirle a mi esposo, cuando regrese del campo de batalla, que cuide de ellos como…

––Señora… ––La interrumpió mientras, en su arrugado rostro, quedaba patente la profunda pena que la invadía mientras contemplaba cómo se le escapaba la vida a aquella que un día vio nacer.

––No sigas Gea… no me hagas malgastar las pocas fuerzas que me quedan. ––Rona, ignorando los nuevos acontecimientos, pensó que de nuevo iba a intentar convencerla de lo bien que marchaba todo.

––Es Lord De Sunx. ––Movió lentamente la cabeza hacia uno y otro lado, entendiendo que si también ella iba a marcharse… tenía derecho a conocer la dura realidad. De este modo podría tomar decisiones acerca del futuro de sus hijos, dejando instrucciones respecto a su cuidado.

El instinto de Rona, sin embargo, no quiso entender aquello que la anciana intentaba decir sin articular palabra alguna. Por el contrario, permaneció inmóvil e impasible mientras estudiaba el avejentado rostro de la mujer, intentando hallar alguna otra posible explicación a tan triste mirada.

––Ha caído en el campo de batalla, mi señora ––sentenció finalmente––. Vuestro cuñado vino a comunicaros la triste noticia cuando estabais inconsciente.

Durante un instante, que pareció eterno, el silencio se hizo en la estancia. Rona, totalmente absorta, había bajado la mirada. El pesar y la incomprensión se convirtieron en el yugo de su sufrimiento, la tristeza y el dolor atenazaron con fuerza su corazón y la impotencia invadió su alma y su razón. ¿Podía ser tan caprichosa la naturaleza como para dar o quitar vida a su antojo?

Violante, consciente del sufrimiento al que se enfrentaba su señora, acarició su antebrazo en señal de apoyo. Ello hizo que esta, de alguna manera, regresara de su trance y en la medida de lo posible tomara las riendas de aquella triste y dramática situación.

––Quiero que cuidéis bien de ellos ––dijo, alzando la mirada hacia las tres mujeres––, que vosotras seáis lo que ni su padre ni yo podremos ser ya… que les deis todo el cariño y el amor que me hubiese gustado darles a mí… y que hagáis de ellos personas loables y bondadosas. ––Descansó lo justo para hinchar sus pulmones de aire y continuó––. Quiero que el cariño entre ellos sea el más importante de sus sentimientos… que nada ni nadie mancille la unión que un día se gestó en mi vientre… y que sus fraternales lazos hagan de la suya… una fuerte alianza que perdure en el tiempo… pese a todo y pese a todos.

––Lady Rona... ––suplicó Gea con los ojos bañados en lágrimas.

––Debes prometérmelo ––expresó casi sin aliento––. Mis padres murieron hace ya mucho tiempo, por lo tanto, el único pariente que les queda es el hermano de mi marido. Por desgracia… él no conoce el significado de la palabra amor, él tan solo se limitará a atenderlos económicamente… Os hago responsables del resto a vosotras.

––Vos misma podréis hacerlo, señora ––dijo Patty, queriendo convencerse a sí misma.

––Tranquila pequeña. ––Sonrió sin fuerzas––. No debes estar triste. Yo ya he aceptado mi destino… no hay más remedio. Lo único importante ahora es el bienestar de los bebés. Y ellos… ellos están sanos, ¿no es así, Gea?

––Señora, son los bebés más sanos que jamás han visto mis ojos ––mintió la anciana, pues temía que la vida de los pequeños acabase tan pronto como la de su madre. Lo sustancial en aquel momento, pensó, era tranquilizarla a ella.

––Ellos serán el orgullo de la casa De Sunx. ––De nuevo hizo una breve pausa y, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, continuó––. Hay algo que quiero mostraros, está en ese pequeño cofre. ––Alargó el dedo, indicando una vieja arquilla de madera de nogal, mientras clavaba sus ojos brillantes en el rostro de Gea.

––Inmediatamente. ––La mujer entendió el deseo de la señora y se levantó para dirigirse hacia la pequeña mesita que había en el extremo derecho de la cama. Cogió el cofre y, como si de un tesoro se tratase, lo condujo de nuevo hasta ella.

––Ábrelo por favor ––le indicó––. Violante… —se dirigió en este caso a la doncella––. Dentro de una pequeña bolsa de terciopelo, verás un medallón de oro con una inscripción. Léelo.

Violante era la única de sus damas que sabía leer y escribir con claridad. Sus padres le habían enseñado de pequeña cuando aún residían en España. Además, tenía una gran capacidad para las lenguas, lo había demostrado cuando su padre fue destinado a servir bajo las órdenes de Donnald De Sunx. Esta misma capacidad era de lo que se había servido para trabajar con Lady Rona.

––“La fuerza y el valor están en tu corazón” ––leyó con soltura––. ¿Qué significa, señora?

––Es el lema que ha guiado siempre a la familia de mi marido. Debe llevarlo el primogénito de la familia. Gea, por favor, tú sabes cuál de ellos ha nacido primero.

La comadrona se dirigió hacia los niños y le colocó el medallón a uno de ellos, tal como había requerido la madre.

––Cuando crezcan y sean mayores, explicadles su significado… Allá donde quiera que se encuentre este distintivo, hará saber a todo el mundo cuál es su linaje… Violante, quiero que seas tú quien se haga cargo de la educación de mis hijos… Eres la más cualificada para ello. Sé que su padre y yo estaremos orgullosos de tu trabajo… ¡Todavía no puedo creer que él ya no esté! ––se lamentó mientras intentaba en vano incorporarse––. Ahora… ahora me resta una sola cosa… conocer a mis hijos ––dijo con tristeza.

––Patty, trae a los niños ––ordenó la anciana, sin dejar de mirar a la mujer.

La doncella, sumisa y complaciente, transportó a los bebés, uno tras otro, hasta la enorme cama donde la orgullosa madre aguardaba impaciente.

––Aquí tenéis al primero, al segundo y, por último, a la niña.

Inmediatamente, el contacto con sus pequeños inundó el débil corazón de Rona con una oleada de ternura y amor que alborotó todas sus emociones. Estudió detenidamente los diminutos y hermosos rasgos de cada uno de sus hijos, comprendiendo cuán maravillosa podía ser la vida.

Los tres eran realmente pequeños, las venitas eran perfectamente visibles a través de su finísima piel y todos ellos mostraban un aspecto ligeramente amoratado.

––¡Dios mío! ––imploró una Rona conmocionada, al sentirse invadida por una ola de amor puro.

––Sí. Son ciertamente preciosos, señora. ––Sonrió Gea, entendiéndola.

––Siento no poder permanecer mucho más tiempo junto a vosotros, hijos míos… ––decía mientras rozaba sus diminutas manitas––, pero habéis de saber que allá donde vaya… os llevaré a cada uno de vosotros conmigo… Os amo pequeños míos. Os amo...

Lady Rona no fue capaz de concluir la frase. Con esas palabras, exhaló su último aliento.

––¡No! ––gritó Gea.

––¡Señora! ––El gesto de Patty mostraba cómo la invadía el más absoluto dolor––. Despertaos, despertaos… por favor.

––Es tarde. Lady Rona De Sunx ha muerto ––sentenció la comadrona con voz solemne.

Durante un breve pero desgarrador espacio de tiempo, las tres mujeres permanecieron en silencio en un intento por no desfallecer ante los duros acontecimientos.

Los tres niños, que parecían comprender lo que iba a suceder a partir de ese mismo instante, habían comenzado a llorar a pleno pulmón.

Gea inspiró hondo, hizo acopio de toda su fuerza y los depositó sobre la cuna, colocando a la niña entre los dos varones. Su deseo, a partir de ese momento, sería hacer prevalecer entre los niños la protección a su hermana frente a cualquier peligro. Exactamente, tal y como había deseado su madre.

––Informaré a Lord De Sunx.

Gea salió de la estancia para dirigirse a la alcoba de Alex De Sunx. Llamó despacio y este le dio paso. Ella entró, permaneció en pie ante él y esperó a que le permitiera hablar. Las relaciones entre ambos no eran especialmente buenas, por tanto Gea se mantuvo cauta.

––¿Sí? ¿Qué pasa? ¿Está todo bien? ––preguntó mientras, echado en su cama, depositaba sus ojos negros sobre ella.

––No. En absoluto, señor.

––¿Qué ocurre?

––Señor, Lady Rona… ––La voz se le quebró––. Acaba de fallecer.

El rostro del hombre se desfiguró por la sorpresa para dar paso, seguidamente, a una frágil sonrisa que Gea percibió con cierta facilidad. Divagó en silencio e intentó hallar el origen de aquella extraña respuesta. Como bien había expresado su señora, Alex De Sunx no era un dechado de alegría, cariño o amor, pero sonreír ante tal desconsuelo… eso era demasiado para ella.

Para Alex, sin embargo, no era sino la culminación a su gran falacia. Se había anticipado, lanzando el bulo de la muerte de su hermano con la esperanza de sembrar el caos antes de llevar a Rona y a su vástago a la muerte, después de tantos meses de envenenamiento por parte de su cómplice.

Entre ellos, el ambiente se tornó entonces cortante e insostenible, tanto fue así que Gea decidió marcharse sin aguardar respuesta alguna.

––Pero eso es una tragedia. ––Disimuló deliberadamente antes de permitirle abandonar la estancia.

––Sin duda, señor. ––Ella frenó en seco, alzó la mirada y respondió sin girarse si quiera––. Una gran tragedia.

––Haré llamar al sacerdote, de inmediato.

––Decidle pues… que traiga suficiente agua bendita. Nos va a hacer falta.

Avanzó un paso más hacia la puerta, aumentando de este modo la distancia entre ellos.

––No entiendo. ––Se levantó rápidamente, preocupado.

––Habrán de celebrarse dos sacramentos en el día de hoy, señor ––dijo girándose, ahora sí, para estudiar su reacción––. Además del funeral, también habremos de celebrar el sacramento bautismal.

––¿Acaso el bebé llegó a nacer? ––preguntó, temiendo que ello arruinara sus planes.

––Los bebés, milord. Ellos nacieron con dificultad pero ahora están estables.

––¿Los…? ––Incrédulo, no pudo terminar la pregunta.

––Son tres, señor. Lady Rona tuvo dos niños y una niña antes de morir.

Alex De Sunx quedó perplejo ante semejante noticia. Necesitó de algún tiempo para digerir aquello y ordenar sus ideas. Podría desprenderse fácilmente de uno acaso, pero de tres… ¿Cómo demonios se deshacía de tres niños sin levantar sospechas?

En un intento por salir del paso lo más airoso posible, vislumbró un atisbo de sosiego: lo dejaría en manos de otros. Mientras, él sencillamente se limitaría a representar su obra. Decidido a ello, salió por la puerta y se dirigió hacia la capilla.

El cura se sentó junto a Lady Rona y comenzó a orar una plegaria por su alma en la que todos participaron de forma voluntaria.

––Es una verdadera lástima que falleciese tan pronto. ––Una vez hubo acabado, Patty necesitó una explicación del párroco para tan difícil e injusta situación.

––Sí que lo es. Era muy joven y tenía toda la vida por delante ––representó Alex––, del mismo modo que también la tenía mi hermano. ––Su cinismo parecía no tener límites.

––¿Qué es lo que debería saber? ––Aquellas palabras no pasaron desapercibidas para el párroco que inmediatamente quiso conocer qué era aquello que todavía desconocía.

––Mi hermano ha caído en el campo de batalla. ––Alex no tuvo reparo alguno en dar la triste noticia a bocajarro.

––¡Dios santo! ––El cura no daba crédito.

––Sí, esto ha sido una gran desdicha ––enfatizó Alex.

––Supongo que ahora vos os haréis cargo de los niños.

Al escuchar esto, Gea estudió la respuesta en el rostro del tío de los niños, sin depositar mucha confianza en él.

––Sois su único pariente ––añadió el cura.

––Me temo que eso no va ser posible. Salgo hacia Escocia mañana mismo ––se excusó––, pero te tienen a ti, Gea. Tú mejor que nadie puedes cuidar de ellos ––dijo a la anciana.

––Sí, pero…

––Aquí en casa estarán mucho mejor. ––Quiso hacer ver que solo velaba por ellos.

––Creo que debo darle la razón, Gea ––expuso el párroco con convicción––. Por el momento estarán mejor aquí con nosotros. ¿No crees? ––A la mujer no le quedó más remedio que asentir, dadas las circunstancias.

Tanto ella como las doncellas habían dado su palabra de proteger y educar a los pequeños y por supuesto así lo harían pero, a efectos legales, necesitaban un tutor que velara por ellos y por su patrimonio. ¿Por qué entonces no podían viajar con él? ¿De tal manera iba a ignorar a sus tres sobrinos aquel ser desprovisto de sentimientos?

––Creo que lo más conveniente será que bauticemos a los bebés. Necesitan descansar ––zanjó Alex De Sunx.

––¿Qué nombres pensáis ponerles? ––preguntó el párroco apenado.

––Lo acertado sería llamar a la niña como su madre, Rona, a uno de los niños como su padre, Donnald, y al otro… ––dijo Gea pensando en el primogénito––. Al otro podríamos llamarlo como a su abuelo paterno, Guillermo.

––Estoy de acuerdo. ––Alex asintió con demasiada rapidez. Al fin y al cabo… ¿qué demonios importaba cómo se llamaran esos críos?

––Bien, que así sea. Recibid los nombres de Rona, Donnald, y Guillermo De Sunx en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Espero que vuestras vidas sean por siempre placenteras en compañía de los seres que os aman, que vuestros progenitores velen por vuestra alma y que vuestra educación se ampare bajo los dictados del Evangelio.

Acto seguido y bajo expresa petición de su cuñado, que parecía querer acabar con todo cuanto antes, engalanaron el inerte cuerpo de Lady Rona De Sunx y lo llevaron al cementerio para darle sagrada sepultura, en un momento en que la lluvia parecía haberles concedido una tregua en honor a la difunta.

Era noche cerrada. Desde el interior del castillo se podía escuchar perfectamente el sonido del silencio, ahogado por la incesante lluvia del exterior. Desgastadas antorchas iluminaban débilmente los pedregosos pasillos que unían unas alcobas con otras. Alcobas, todas, ocupadas por sus respectivos dueños salvo la de Violante que había quedado al cuidado de los pequeños.

Ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Gea se revolvía en su catre, presa de los quebraderos de cabeza. Había sido un día realmente duro. La noticia de la muerte del señor, el posterior fallecimiento de la señora, la incertidumbre del futuro de los pequeños, la ignorancia del último de los De Sunx respecto a todo y todos. El castillo iba a resultar un lugar inhóspito para unos niños sin padres y bajo la tutela de un tío al que no importaban nada en absoluto.

Con los ojos cerrados, intentó dejar la mente en blanco en una lucha a la desesperada por conseguir un descanso que verdaderamente necesitaba.

De repente creyó escuchar algo, agudizó el oído y adivinó unos pasos.

Una horrible corazonada la alertó, algo grave podría estar ocurriendo. Saltó del catre e, influenciada por sus sospechas, se dirigió hacia la alcoba de los niños.

Al ver a Violante inconsciente en el suelo y la cuna vacía, la tierra se abrió a sus pies. La mujer hubo de hacer acopio de toda su fortaleza para no desfallecer al instante. ¿Dónde estaban los hijos de Lady Rona? ¡Por Dios! ¿Dónde se los habían llevado? Y sobre todo… ¿qué pensaban hacer con ellos?

De repente, escuchó tras de sí una puerta cerrarse de golpe. Se giró y rápidamente se dirigió hacia el lugar de donde había venido aquel ruido. En el portalón de salida, consiguió ver unas sombras y corrió tras ellas. La avanzada edad de Gea no le impidió correr como alma en pena. Alcanzó a ver a un hombre, vestido de negro, que portaba una gran canasta. En ella sin duda estarían los bebés. Gea reconoció a aquel ser miserable.

––¡Detente! ––clamó––. No puedes… ––Una daga en su espalda impidió que dijera nada más.

––Pero… ¿pero por qué has hecho eso, Guiric? ––gritó realmente enfadado el hombre de negro––. Nadie debía morir, ese era el acuerdo.

––Te ha reconocido, cretino. Se te dijo que cogieras a los niños, te los llevaras y los mataras. ¡Hazlo pues, maldito estúpido! ––rugió.

Sin mediar palabra… el hombre salió, se dirigió hacia su caballo y, una vez hubo asegurado la cesta de los bebés a su corcel, lo montó y se marchó a galope tendido.

––¡Ayuda! ¡A mí, ayuda! ––gritó Guiric, representando su papel.

Sus gritos hicieron que todos, uno tras otro, salieran de sus aposentos.

––¡Oh, Dios! ––Patty corrió hacia la anciana, al verla tendida en el suelo.

––Pero… ¿qué ha ocurrido? ––Alex mostró su sorpresa.

––Alguien ha secuestrado a los niños ––respondió Guiric, dejando claro que era el primer sorprendido.

La doncella arrodillada junto a Gea cubrió su rostro, horrorizada.

––¿Quién ha sido? ¿Has podido verlo? ––preguntó el tío.

El guerrero negó con un parpadeo acompañado de un triste mohín.

––¿Pudiste ver por dónde huyó? ––insistió de manera enérgica.

De nuevo la respuesta fue negativa.

––¿Algún detalle que nos ayude, al menos?

La misma respuesta.

––¡Inepto! ––bramó ante su incompetencia mientras lo abofeteaba.

Una vez hubo representado su rol de tío afligido ante los sirvientes, decidió dar el tema por zanjado de una vez por todas. Había hecho uso aquel día de tanta hipocresía que estaba completamente saciado.

––Retira a la anciana de aquí. Ya no podemos hacer nada por ella. Los demás… ¡vamos! Cada uno a su alcoba, todo ha terminado ––ordenó con extrema dureza para que todos se dispersaran.

––¿Todavía pensáis marcharos mañana, señor? ––Quiso saber Patty, destrozada.

––Por supuesto. Es mi deber.

––¿Y qué pasa con los bebés?

––A estas alturas, probablemente ya estén muertos.

El horror y la indignación quedaron patentes en los ojos de la muchacha. ¿Cómo era posible que un guerrero como Alex De Sunx obviara un hecho como el secuestro de sus tres sobrinos?

––Pero…

––Hazte un favor a ti misma ––le espetó––. Deja de entrometerte en asuntos que no son de tu incumbencia ––zanjó de una vez por todas.

Al ver la reacción del hombre, la joven doncella obedeció, temiendo por su vida.

Alex, con cierta sensación de triunfo, regresó a sus aposentos. Todo había resultado mucho más fácil de lo que había pensado a priori. Se había deshecho de los tres pequeños que tanto se interponían en sus planes y de la suspicaz anciana, todo al mismo tiempo.

Llegados a ese punto, solo interfería su hermano entre su objetivo y él. Quizá Donnald sería el más difícil de eliminar si quería ser coherente. Aun así, no se amilanó en absoluto, aquello solo acababa de empezar. No tenía prisa, no necesariamente había de ser entonces. Tranquilamente podría elaborar un plan que acabase con él en alguna de sus muchas contiendas.

Dado que ya amanecía, lo dispuso todo para partir cuanto antes y atender la llamada de su rey. Ya llegaría el momento de volver a casa y reclamar todo aquello que por derecho le correspondía.

Las cosas así, no volvió la mirada atrás ni una sola vez. Aquel triste castillo, que acababa de abandonar, renacería bajo su mandato cuando regresara exitoso de su nueva contienda.