16

Colby Lane y Pierce Hutton consiguieron que el conserje del edificio en el que vivía Tate les abriera la puerta. Sabían que había vuelto de Tennessee y que había salvado a Cecily de Gabrini, pero nadie le había visto desde hacía casi una semana. Tenía el contestador permanentemente puesto y no abría la puerta. Era un comportamiento tan extraño que su compañero y su jefe estaba verdaderamente preocupados.

Pero aún lo estuvieron más al verlo dormido en el sofá en medio de una selva de latas de cerveza y cajas de pizza. Ni se había afeitado ni, al parecer, se había lavado desde que volvió.

—Dios mío —murmuró Pierce.

—Esta imagen me resulta familiar –murmuró Colby—. Se ha transformado en mí.

Pierce lo miró con el ceño fruncido.

—No digas tonterías —dijo, y se acercó al sofá para zarandear a Tate—. ¡Despierta!

Tate no abrió los ojos. Sólo gruñó entre dientes.

—No va a venir —murmuró—. No... no quiere saber nada de mí...

Y eso fue todo. Pierce y Colby intercambiaron una mirada, y sin decir palabra, se pusieron manos a la obra, primero con el apartamento y después con Tate.

A la mañana siguiente, Tate estaba tumbado en la cama en bata cuando oyó a lo lejos que la puerta de su casa se abría. A pesar del baño, de las varias tazas de café y un puñado de aspirinas que dos hombres a los que creía amigos le habían obligado a tomar, la cabeza le seguía dando unas palpitaciones horribles. No quería serenarse. Sólo quería olvidar que Cecily había dejado de quererlo.

Se obligó a levantarse de la cama y salió al salón, justo a tiempo de oír que la puerta volvía a cerrarse.

Cecily y su maleta estaban delante de ella. Llevaba abrigo, botas y gorro, tenía la cara enrojecida y murmuraba entre dientes unas palabras que Tate nunca le había oído emplear.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, frunciendo el ceño.

—¡Me ha obligado tu jefe! —rabió—. ¡Él, ese chaquetero de Colby Lane y dos guardaespaldas y, para más señas, una de ellas era la versión femenina de Iván el Terrible! Me obligaron a vestirme, me hicieron la maleta y me trajeron aquí en el avión de Hutton. ¡Y como me negué a salir del coche, el guardaespaldas ése me trajo a cuestas! ¡Tengo ganas de matar a alguien y me parece que voy a empezar contigo!

Tate se apoyó contra la pared. Aún no estaba completamente despejado. Cecily estaba preciosa, con su barriguita y los ojos echándole chispas desde detrás de las gafas.

—¿Se puede saber qué te pasa a ti? —preguntó, tras un momento.

Él no contestó. Sólo se llevó la mano a la frente.

—¡Estás borracho! —exclamó, atónita.

—Lo he estado —corrigió él—. Durante una semana, más o menos. Pierce y Colby convencieron al conserje de que les abriera la puerta —sonrió de medio lado—. Después de las palabras que tuvimos cuando dejó entrar a Audrey, no estaba dispuesto a volverle a abrir a nadie, pero no hay nada que intimide más a la gente que un carné de la CIA, aunque ya esté caducado.

—¿Y por qué te has emborrachado? Pero si tú no bebes —añadió.

—Ahora sí. Es que la madre de mi hijo no quiere casarse conmigo.

—Te dije que podrías ver al niño cuando quisieras.

La miró de arriba abajo como si la acariciase. La había echado tanto de menos... sólo verla era un bálsamo para él.

—Ya lo sé.

¿Por qué demonios se tenía que sentir ella culpable?

—¡Me han secuestrado! —se quejó, intentando recuperar su indignación.

—Eso parece, pero a mí no me mires. Hasta hoy, no he podido ni levantar la cabeza —miró a su alrededor—. Supongo que han debido hacer limpieza —murmuró—. Qué pena. Me parece que quedaba un trozo de pizza. Tengo hambre. Me parece que no he comido desde ayer.

—¿Desde ayer?

Después de todo lo que había pasado, su irritación desapareció de pronto. Se quitó el abrigo, el gorro, entró en la cocina y abrió el frigorífico.

—La leche está caducada desde hace tiempo —dijo, haciendo una mueca—, el pan está enmohecido y creo que vas a tener que llamar a los del servicio contra plagas para dejar esta nevera en condiciones.

—Pide una pizza —sugirió—. Hay un sitio aquí al lado que todavía me debe diez pizzas. Las pagué por adelantado.

—¡No se puede desayunar pizza!

—¿Por qué no? Llevo una semana desayunándola.

—¿Y por qué no te has preparado tú el desayuno?

—Porque no estaba lo bastante sobrio para hacerlo.

—Bueno —dijo, de nuevo con la cabeza dentro de la nevera—, los huevos todavía están comestibles y hay un paquete de bacon. Te prepararé una tortilla.

Tate se dejó caer, en lugar de sentarse, sobre la silla de la cocina mientras ella ponía la cafetera y empezaba con los huevos.

—Pareces una mujer de tu casa —comentó, sonriendo—. ¿Por qué no te vienes a la cama conmigo después del desayuno?

Ella lo miró sorprendida.

—Estoy embarazada —le recordó.

Él asintió sonriendo.

—Lo sé, y nunca has estado más sexy que ahora.

—¿Có... cómo? —preguntó, con la cuchara en el aire.

—Se te van a quemar los huevos —contestó él con suavidad.

Cecily los movió rápidamente y le dio la vuelta al bacon que se estaba friendo en la otra sartén.

¿Que su estado le parecía sexy? No podía estar hablando en serio.

Pero al parecer sí, porque la observó con tanta intensidad mientras desayunaba que no debió ni darse cuenta de lo que comía.

—El señor Hutton le dijo al director del museo de Tennessee que no iba a volver, y pagó el alquiler de la casa —dijo—. Ahora ni siquiera tengo donde vivir...

—Eso no es cierto —respondió él—. Yo soy tu hogar. Siempre lo he sido.

Cecily bajó la mirada. Era un asco que el embarazo la pusiera siempre al borde de las lágrimas.

—Ya estamos otra vez —murmuró.

—¿Qué?

—Pues que pretendes aceptarme bajo tu responsabilidad por puro sentido del deber.

Tate se recostó en su silla y la bata se entreabrió sobre su pecho.

—Esta vez no, Cecily —replicó, y había tanta ternura en su voz que ella sintió un escalofrío—. Esta vez es por amor.

No podía creer lo que estaba oyendo.

—Lo sé —dijo él muy serio—. No me crees, pero es la verdad —añadió, mirándola a los ojos—. Te he querido desde que tenías diecisiete años, pero no tenía nada que ofrecerte. Sólo una aventura —suspiró—. Las razones que te daba para no querer casarme no eran las más importantes. Lo que más pesaba en mi decisión era el matrimonio de mi madre. Era algo que me bloqueaba, y he necesitado pasar por todo este escándalo para darme cuenta de que un matrimonio de verdad no tiene nada que ver con lo que yo viví en mi infancia. He tenido que ver a Matt y a mi madre juntos para comprender lo que podía ser.

—Tu infancia fue mi dura, lo sé...

—La tuya también. Creo que no te he dicho nunca que hice pagar a tu padrastro por lo que te hizo, ¿no?

—No. La verdad es que no sé qué habría sido de mí de no haber estado tú. Mi vida era una pesadilla desde que murió mi madre.

La mirada de Tate estaba perdida en los recuerdos.

—Aquella noche, mientras dormías, te desabroché la chaqueta del pijama para ver lo que te había hecho, me monté en el coche y fui a su casa. Le habría matado si no hubiera empezado a llorar pidiéndome que le dejara —suspiró—, Fue entonces cuando me di cuenta de lo que sentía por ti.— añadió, mirándola a los ojos—. Todo empezó aquella noche.

—Aquella noche... ¿me miraste?

No podía creérselo.

Él asintió.

—Tenías unos pechos pequeños y preciosos, cubiertos de moretones. Hubiera querido llevarte a mi cama y tenerte abrazada junto a mí toda la noche para que te sintieras segura, pero por supuesto, no me atreví —añadió con una sonrisa—. Mi madre me hubiera hecho arrastrar por un caballo.

—Nunca me lo habría imaginado —contestó, sorprendida.

—Estar contigo era una verdadera tortura, y cuanto mayor te hacías, más difícil se me hacía. Era inevitable que un día me volviese loco y te hiciera el amor —suspiró—. Lo más difícil de todo era saber que lo único que tenía que hacer era tocarte para que tú me hubieses dejado hacer lo que quisiera.

Cecily trazó el borde de su taza.

—Yo te quería —dijo.

—Lo sé.

Había todo un mundo de dolor en aquellas palabras.

—Nunca me habías hablado de esto.

—No podía. Hasta hace muy poco, no estaba seguro de ser capaz de casarme con nadie. Y no era sólo por cuestión de sangre —puntualizó con una sonrisa burlona—. Leta no te lo había dicho porque yo le hice prometer que no lo haría, pero uno de mis bisabuelos lakota se casó con una mujer blanca y rubia a finales del siglo pasado. Perteneció al grupo de Bigfoot.

Cecily se quedó boquiabierta.

—¡El grupo que fue diezmado en 1890!

Él asintió.

—Después de aquello, se fueron a vivir a Chicago. Durante un tiempo, renegó de su cultura y trabajó como detective, pero más adelante recuperó su orgullo e hizo público su origen. Se casó con la hija del médico que le atendió después de la masacre y tuvieron un hijo y una hija. Ella hablaba lakota como una nativa y sabía montar y disparar como una verdadera guerrera. Por ella fue por quien le pusieron el nombre a mi madre. De modo que lo de la sangre era una excusa, como todas las otras. Me gustaba mi vida tal y como estaba y no quería tener lazos con nadie, mucho menos la clase de lazos que hubiera tenido contigo —la miró y sus ojos brillaron como estrellas —. Sabía que si alguna vez llegábamos a hacer el amor, no habría marcha atrás, y tenía razón. Como, respiro y duermo pensando en ti, sobre todo ahora, que llevas a mi hijo dentro de ti.

Cecily lo miró a los ojos, y era una mujer que acababa de salir de una pesadilla para entrar en un sueño.

Tate se levantó y se quitó la bata sin un ápice de pudor, y ella apenas se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que se encontró desnuda y en sus brazos. Tate la besó tiernamente en la tripa antes de llevarla a su habitación.

—Tendré cuidado —susurró al ver cierto temor en sus ojos—. No hay prisa. Tenemos el resto de nuestras vidas para amarnos.

Y eso fue: amor. Cada beso, cada caricia fue una declaración de lo que sentía por ella.

—Tate —gimió ella, al sentirle temblar por intentar controlarse.

—No —replicó él—. Quiero que sea así. Quiero que sea lento, dulce y más profundo que nunca, tan lleno de... ternura que llores cuando termine.

No estaba segura de poder sobrevivir. El placer llegó despacio, en intensos pálpitos poderosos como las olas al romper en la playa. Se aferró a él y tembló de pies a cabeza al sentirle alcanzar a él también el orgasmo.

—Siente, amor mío —gimió él—. Siente cómo te lleno... completamente... ¡Dios, Cecily, te quiero!

Cuando por fin la abandonó el último temblor que la había sacudido por completo, lloró, y él la abrazó acariciándole el pelo, consolándola con palabras y besos.

—Ha sido... increíble.

—Absolutamente —repitió con voz pensativa—. No le habremos hecho daño al niño, ¿verdad?

—No. Tiene ya casi cinco meses, y no ha sido violento, sino...

—Profundo —susurró.

—Eso es.

Pero dejándose llevar por un repentino ataque de miedo, la abrazó con fuerza. Ese había sido el verdadero motivo de no querer que se acercase a él: el miedo a sentirse así y perderla.

—Tate... —susurró—, estoy bien, de verdad.

Había estado muy cerca de perderla en Tennessee aquella noche, y no había nada en el mundo a lo que temiera excepto a perder a aquella mujer.

—No puedo perderte, Cecily —dijo con los ojos cerrados.

—¡Pero si no vas a perderme nunca! —contestó, sorprendida, y se separó de él para mirarlo a los ojos—. Te quiero más que a mi vida. Nunca podría dejarte.

—Ya lo has hecho una vez —contestó él.

—No creía que me quisieras, y sólo pretendía que fueses feliz. ¿Es que no lo comprendes?

—Pero no era eso lo que necesitaba para ser feliz. Mi vida estaba vacía porque parte de mí se había muerto con tu marcha. ¡Y luego, cuando supe que estabas embarazada y no podía encontrarte...! —ocultó la cara en su cuello—. Te quiero tanto, Cecily.

Y ella le sintió estremecerse.

—Y, sin embargo, viniste a buscarme, a salvarme —susurró—. Yo también te quiero. No he podido dejar de hacerlo no sé por qué.

—Estaré contigo cuando nazca el niño —dijo él tras un instante—. No te dejaré ni un segundo.

—Yo estoy bien, y el niño también. Si hubiese algún problema, te lo diría, y no los hay, excepto...

—¿Excepto qué?

—Pues que tengo mucho sueño —sonrió.

—Ah —contestó él. Eso no era un problema.

Tiró de la ropa de la cama y la besó en la frente-. ¿Algún pensamiento profundo?

—Sólo estaba pensando que me alegro de haberte esperado —dijo, besándole en el hombro que estaba utilizando de almohada.

—Yo también me alegro, pero si quieres volverlo a hacer, vas a tener que casarte conmigo —replicó, acariciando la pierna de Cecily con la suya.

Ella se incorporó inmediatamente para mirarlo a los ojos.

—¿Qué?

—Ya me has oído —contestó, y la luz pareció bailar en el fondo de sus ojos negros—. No pienso permitir que me seduzcas y me abandones después. Ya no sirvo para ninguna otra mujer. Has echado a perder mi reputación, así que ahora no te queda más remedio que casarte conmigo.

Cecily se echó a reír.

—Pues a mí no me parece que estés echado a perder —murmuró, mirándolo de arriba abajo.

—Hacerme la pelota no te va a servir para nada —le aseguró—. No te queda otra solución más que casarte conmigo.

—Quiero hacerlo, pero no estoy segura —contestó tras un instante.

—Lo sé. ¿Qué es lo que te hace dudar?

—Pues que eres un hombre solitario, y el niño y yo te impondremos limitaciones que no sé si tú vas a poder soportar.

Él se encogió de hombros.

—Nuestro hijo ya las ha impuesto —dijo, sonriendo—. Le he dicho a Pierce Hutton que tendrá que buscarse a otro hombre para las misiones peligrosas. Quiero seguir siendo el director de seguridad, pero para esas otras cosas he contratado a Colby —la expresión sorprendida de Cecily le hizo sonreír—. Es la clase de trabajo que le gusta, y correrá menos riesgos que con lo que hace ahora.

—Me gusta Colby.

—Y a mí también, ahora que ya sé que es sólo un amigo.

—¿ y cómo lo sabes? —preguntó con malicia.

Tate volvió a sonreír.

—Pues, entre otras razones, porque hace un momento estabas hambrienta.

—Tú también.

—Yo siempre tengo hambre de ti —se rió, estirándose con pereza—. Ya te deseaba cuando tenías diecisiete años —confesó, acariciando su pelo—, pero era responsable de ti, y no podía aprovecharme de lo que sentía por ti.

—¿Sabías lo que sentía yo? —quiso saber.

—Sí, y al principio lo ignoré. Pero el día que te llevé a Oklahoma... menos mal que estábamos en un sitio público, que si no...

—Qué pena.

—Nada de qué pena. Los dos necesitábamos tiempo para asimilar los cambios que iba a haber en nuestras vidas, Cecily. Todo lo que yo tenía era la ilusión de una herencia y un trabajo que cualquier día me podía haber costado la vida, y por otro lado sabía que si se muestran los sentimientos, alguien puede aprovecharse. Mi padre... mi padrastro —corrigió—, sabía que yo quería a mi madre, y me castigaba a mí maltratándola a ella, hasta que me hice lo bastante mayor para pararle los pies.

—Matt se siente muy mal por todo eso.

—Lo sé, pero él no sabía nada de nuestra relación. Mi madre nos hizo una injusticia a todos por protegernos de la verdad.

—Sólo estaba intentando ahorrarte sufrimiento.

—También lo sé, pero no se le hace ningún favor a una persona mintiéndole, sea cual sea la razón para hacerlo.

—¿Dónde vamos a vivir? —preguntó tras un instante.

Él se rió.

—Supongo que vamos a necesitar una casa, porque el niño tendrá que tener un jardín donde poner todos esos enormes y horribles juguetes de plástico.  Podríamos buscar algo en Maryland, cerca de Matt y mi madre —sugirió, enroscándose un mechón de pelo de Cecily en el dedo—. Ya han empezado a comprarle cosas a su primer nieto. Se van a volver locos de alegría al vemos juntos.

Ella cerró los ojos con una sonrisa soñadora.

—Todo lo que necesita nuestro hijo es a nosotros.

Tate le tiró un poco del pelo.

—¡Y tú no ibas a decírmelo!

—Habría terminado por hacerlo —suspiró, sonriendo—. Me gustaría que el niño tuviera tus ojos —dijo, dibujando sus cejas con los dedos—. Son tan bonitos.

—Va a tener una buena mezcla. Entre mis antepasados hay bereberes y nobleza francesa.

Había una nota de orgullo en su voz.

—¿ Te lo ha dicho Matt?

—Sí. Le encantará tener un nieto al que contarle todas esas historias.

—A Leta también —murmuró ella.

—Fui a verlos antes de ir a buscarte e hicimos las paces, lo que me recuerda —añadió, mirándola con severidad—, que no he oído la disculpa que me merezco por que me vaciases toda una sopera de crema de cangrejo en los pantalones ¡delante de una audiencia de no sé cuántos millones de personas! Ese no es modo de tratar a tu futuro marido.

—Tienes toda la razón —contestó, y con un solo dedo empezó a recorrer el camino de su pecho—. Tate, siento muchísimo lo de la crema de cangrejo.

El pulso se le aceleró antes incluso de que deslizase una pierna entre las suyas.

—¿Exactamente cuánto lo sientes? —preguntó.

Ella sonrió.

—Exactamente, esto... —susurró en su boca.