4
El despertar
La nebulosa conciencia se convirtió en sueños tumultuosos que alteraban el líquido bienestar verde de su profundo sueño. Luego, los sueños dieron paso al enojo cuando irritantes y diminutas presencias, presencias situadas justo más allá de la conciencia, empezaron a dedicarse una y otra vez a dar empujones y a maltratar el verde entorno en el que dormía.
No deseaba despertar. Algo —una intuición justo más allá del dominio de los sueños— le decía que lamentaría despertar. No obstante, las presencias se encontraban allí, a su alrededor, y no dejaban de golpear, empujar y pinchar su reconfortante limbo. Parloteaban y daban tumbos, gritaban y empujaban, y todo aquello la impulsaba a dar una enfurecida respuesta. «Mátalas», pensó y volvió a sentir el terrible dolor disciplinario de unas enormes zarpas invisibles que le desgarraban el cerebro.
No, dijo algo oscuro. No los matarás. No les harás ningún daño. Estás impotente ante ellos. Es tu destino.
Procedente de algún lugar lejano, un lugar que no era de este mundo, percibió una risa burlona y cruel.
Se revolvió contra la perversa e irónica crueldad que se le infligía; se debatió contra el terrible sentimiento de encontrarse totalmente impotente; pero en la información que le facilitaba el sueño no existía la menor clemencia. Se había dictado sentencia, y no había apelación posible. En una ocasión, al parecer, se había dedicado a servir a un dios, y ahora ese dios la había repudiado y abandonado a un castigo eterno.
Les perteneces, decía la oscuridad. Despierta, ser dormido. Despierta y enfréntate al destino que te has ganado.
Las verdes comodidades empezaron a disminuir, y a crecer la conciencia del mundo exterior. Se trataba de un mundo en el que patéticos seres aguardaban para atormentarla, un mundo donde ella, para quien el poder lo era todo, carecería de la potestad para devolverles los golpes incluso a ellos.
Despierta, ordenó la voz de su sueño, y concedió finalidad a las convulsiones de su cuerpo. La criatura giró, se dio la vuelta, alargó las zarpas de puntas finas como agujas, y arañó el correoso cascarón situado más allá del líquido en el que crecía.
Sopapo y la docena aproximada de otros cazadores de ratas que lo acompañaban se sentían perplejos. Llevaban horas cazando en el laberinto de celdas que ocupaban una enorme zona situada más arriba del «gran túnel» que partía de Este Sitio, y no habían encontrado un solo roedor. Resultaba inaudito. Desde que cualquier enano gully podía recordar, en El Pozzo habían abundado los bichos. Siempre había estado lleno de ratas, que por lo general se encontraban por todas partes, y el laberinto de viejas celdas —cubículos interconectados que tal vez habían sido los dormitorios de los Altos o de las criaturas-reptil— era un magnífico territorio para la caza del roedor.
Sin embargo, ese día, no obstante lo mucho que buscaban, no se veía la menor señal de la carne que debía formar parte del estofado. Era como si todas las ratas del lugar se hubieran escondido.
—Todo este sitio vacío de ratas. —El rechoncho y barbudo Fardo meneó la cabeza indignado—. ¿Dónde ir todas?
—No saber por qué no ratas —refunfuñó Sopapo—. No haber nada. Dama Fisga nada contenta con nosotros si volver «sen» ratas.
—«Bundancia» de rastros —indicó el joven Destello, agachándose para estudiar el suelo—. Cacas rata por todas partes. También huellas.
—Pero no ratas. —Guisante miró a su alrededor—. Tal vez algo comer.
—¿Qué comer ratas? —se mofó Sopapo—. ¿Quién cazar ratas, «esepto» nosotros?
—Algo asustarlas, entonces. ¿Todas ir a esconder, quizá?
—¿Qué asusta ratas? —Sopapo volvió la mirada al escuchar una exclamación ahogada a sus espaldas.
Fardo tenía la vista fija en las tinieblas de un túnel situado unos doce metros más allá, con los ojos desorbitados por la sorpresa y la boca desencajada. La cerró con un chasquido y señaló:
—Eso —dijo con voz trémula, luego giró sobre los talones y echó a correr.
El resto atisbó al interior de las sombras, y se quedó boquiabierto cuando algo enorme apareció ante ellos. Habían visto salamandras gigantes con anterioridad, pero la que surgía entonces del corredor era monstruosa y parecía ocupar todo el hueco. Al mismo tiempo que ellos la vieron, la criatura detectó la presencia de los enanos y atacó.
—¡Correr como locos! —chilló Sopapo, y salió a la carrera detrás de Fardo, con los otros pisándole los talones.
Tras ellos, escucharon las chapoteantes pisadas de los pies palmeados, y el siseo del inmenso cuerpo reluciente que los perseguía.
No obstante carecer casi por completo de raciocinio y ser parcialmente ciega, la salamandra poseía un agudo sentido del olfato y resultaba sorprendentemente veloz. Los enanos gullys atravesaron como el rayo un portal tras otro, en su intento de dejarla atrás; pero, cada vez que volvían la cabeza, la criatura seguía detrás, ganándoles terreno. Cuando se acercaron al gran túnel que descendía hacia Este Sitio, el reptil se encontraba ya casi encima de ellos, con las amplias y chatas fauces abiertas como una caverna repleta de cortos dientes afilados.
—¡No conducir a casa! —jadeó Destello, al distinguir la familiar curva justo enfrente—. ¡Ir otro camino!
Pero ya era demasiado tarde. Aterrorizado, Fardo había doblado por allí, y el resto lo siguió como una exhalación.
Destello los habría seguido, sólo que la idea de girar a la izquierda se le había quedado metida en la cabeza y, para cuando consiguió cambiar de opinión, se dirigía ya hacia arriba, avanzando a solas por el pasillo principal. En cuanto la idea de cambiar el sentido de la marcha y doblar a la derecha se tradujo en movimiento, giró al instante y dio de bruces contra una pared de piedra. Retrocedió tambaleante y cayó al suelo, sin aliento.
—Ratas —farfulló mientras intentaba incorporarse.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba solo. La salamandra, gigantesca y veloz no obstante su gran tamaño, había marchado en la otra dirección, siguiendo a Sopapo y al resto. Desconcertado, Destello se sentó y meditó lo que debía hacer.
Seguir ascendiendo por el túnel no serviría de nada, pero descender siguiendo la ruta tomada por la bestia no lo atraía en absoluto. Si la criatura atrapaba a los otros antes de que llegaran a Este Sitio, se los comería. Y si él aparecía por detrás, también se lo comería. Por otra parte, si el grupo de cazadores conseguía mantenerse por delante del animal el tiempo suficiente, acabaría por conducirlo al interior de Este Sitio, y en ese caso Este Sitio no sería precisamente un buen sitio en el que estar.
Eso no le dejaba más que una opción. La dama Fisga los habían enviado a la caza de ratas para el estofado; tal vez, puesto que la enorme salamandra se había ido del lugar donde estaban las ratas, los roedores saldrían de sus escondites para que él pudiera cazarlos.
Sintiéndose muy a gusto con su aguda lógica, el aghar se encaminó de vuelta a las celdas donde se había iniciado la caza. En su opinión, lo único sensato que podía hacer en ese momento era cazar ratas.
Cuando el trono atacó al Gran Bulp, Lidda volvía a estar encaramada en la pared esculpida.
Desde el episodio de la gran lanza y el agujero asesino, la enana había eludido trepar por las esculturas, hasta que se le ocurrió la idea de que la placa de hierro que seguía colgando de las bisagras, allí donde ella la había dejado, podría resultar útil para algo si conseguía soltarla del gozne.
Eso, y el que la dama Fisga le hubiera prohibido volver a escalar jamás a la pared, eran motivos más que suficientes para subir. En ocasiones, Lidda sentía que la misma dama Fisga era todo el motivo que necesitaba. Tras localizar la ruta seguida antes, la enana empezó a ascender y no tardó en estar aferrada a las enredaderas esculpidas junto al oscuro agujero abierto del que había salido la mortífera lanza que ahora servía de «asta de bandera» del Gran Bulp.
Con suma cautela, atisbó en el interior de la abertura, y no vio otra cosa que oscuridad. Luego, cuando sus ojos se adaptaron a las tinieblas, consiguió distinguir detalles; el agujero era profundo, más hondo que la longitud del proyectil que había surgido de él, y en las profundidades descansaba una espiral de metal, el muelle que había propulsado la lanza. La espiral se encontraba demasiado atrás para que pudiera alcanzarla, y la abertura no era lo bastante ancha para permitirle arrastrarse cómodamente al interior, de modo que dirigió su atención al escudo de hierro invertido que colgaba del gozne situado en la parte inferior del agujero.
La bisagra era bastante sencilla: un pequeño conjunto de aros entrelazados con una clavija de metal que pasaba a través de ellos. La sujetó y empezó a accionarla a un lado y a otro, tirando al tiempo que la hacía girar; cedió un poco, luego un poco más, y ella siguió insistiendo. A regañadientes, el pasador se deslizó por entre los anillos, centímetro a centímetro.
—¿Lidda? ¿Qué hace tú? —preguntó una voz desde el suelo.
La enana miró al suelo, Gandy, el Gran Opinante se encontraba justo debajo, y tenía la cabeza alzada hacia ella.
—Estar aquí arriba —respondió ella—. Mejor apartar, antes que esto caer.
El Gran Opinante se alejó unos pasos, arrastrando los pies, y otra voz, aguda e irritada, se elevó desde el suelo.
—¿Esa Lidda otra vez ahí arriba? ¡Lidda! ¡Bajar ahora mismo!
—¡Ir a que alguien zurcir, dama Fisga! —sugirió ella, sin molestarse en mirar a la esposa del Jefe Atizador—. ¡Yo quedar aquí arriba si quiero!
La clavija cedió otro centímetro, luego uno más, y el pesado escudo de hierro se movió, arañando contra la roca que tenía debajo.
—¡Mejor quitar del camino! —chilló Lidda, y dio un fuerte tirón al pasador. El trozo de metal se desprendió en su mano, el gozne del escudo se rompió y quince kilos de hierro oxidado se precipitaron al suelo.
El estrépito provocado por el choque resultó ensordecedor, y fue seguido por el ruido producido por la dama Fisga al tropezar con el Gran Opinante; por un alarido proferido por el Gran Bulp al tiempo que se ponía en pie de golpe sobre su trono y caía hecho un ovillo sobre el suelo de piedra; y por el gateo de sobresaltados enanos gullys que corrían en busca de refugio.
Aturdida por tanto alboroto, Lidda giró para echar una ojeada a la enorme estancia que era Este Sitio.
—¿Qué suceder? —preguntó.
—Algo caer —respondieron varias voces.
—Gran Bulp caer, también —canturrearon otras alegremente, pero sus voces se vieron ahogadas por un rugido colérico de Fallo el Supremo, que se incorporaba en aquellos instantes.
—¡Algo apuñalar a mí! —chilló y, frotándose el trasero con expresión enfurecida, se puso de puntillas para intentar ver la parte alta de su trono.
Desde donde se encontraba, encaramada en la pared, Lidda lo veía todo con claridad. El trono del Gran Bulp ya no refulgía, sino que se contraía violentamente. Unos líquidos verdosos brotaban de largos desgarrones abiertos en su estructura, y se distinguían unas cosas parecidas a diligentes cuchillas que sobresalían de su parte superior.
La enana contempló, estupefacta, el sorprendente espectáculo y estuvo a punto de soltarse de la pared. Entonces, desde algún punto situado más allá de la cueva, surgieron otros sonidos: gritos, alaridos y el ruido de pies que corrían, saliendo por la boca del gran túnel que se abría al otro extremo de la enorme sala.
—¡Correr! —chilló una voz desde un lugar impreciso—. ¡Todos correr como locos! ¡Tenemos «salmandra»!
Nunca remisos cuando se trataba de echar a correr, los enanos gullys huyeron despavoridos en todas direcciones; algunos se dirigieron a refugios; otros corrieron en círculos; los más se dieron de bruces entre ellos. Del enorme túnel emergieron más aghars, conducidos por Fardo, que salió pitando justo a tiempo de chocar con otros varios congéneres que iban en sentido contrario.
Todos rodaron por el suelo, y los que seguían a Fardo se apelotonaron sobre ellos. Sopapo quedó en lo alto del montón, y empezaba a incorporarse y a reanudar la carrera, cuando se dio cuenta de que, en la confusión, había perdido el palo de cazar ratas. Olvidando el motivo por el que huía, se puso a trabajar de un modo metódico arrojando enanos gullys a un lado y a otro, en busca de su instrumento atizador.
De improviso, justo detrás de él, el gran túnel quedó taponado por una salamandra monstruosa. Por todo Este Sitio resonaron alaridos de pánico, y Lidda se encontró contemplando la escena desde el interior del agujero asesino de lo alto de la pared. Instintivamente, había retrocedido a su interior para ocultarse.
—¡Correr como locos! —rugió el Gran Bulp, huyendo hacia regiones desconocidas.
—¡Sopapo! —gritó la dama Fisga—. ¡Basta «tontunas»! ¡Atiza «salmandra»!
—¡Alguien hacer algo! —pidió Gandy con voz trémula.
Cuando llegó junto al montón de enanos caídos, Sopapo ya había recuperado el atizador y escuchado las órdenes de su esposa.
—Sí, querida —respondió, y se dio la vuelta, alzando el garrote de medio metro con ambas manos.
La salamandra abrió de par en par las fauces, y Lidda, encaramada en la pared opuesta, decidió que el Gran Opinante tenía razón. Alguien desde luego debía hacer algo. Todavía sujetaba la clavija del gozne; sin reflexionar, se inclinó fuera del agujero asesino y alargó los brazos todo lo que pudo, en dirección al escudo de cobre situado debajo, que era la siguiente placa del círculo. Apenas consiguió alcanzar la parte superior de ésta, pero logró colocar la clavija bajo el cierre y la retorció.
La pieza de metal se abrió con un fuerte golpe y algo largo, oscuro y letal salió disparado del agujero situado detrás, hendiendo el aire con un silbido.
En un instante, el proyectil cruzó la sala de Este Sitio, centelleó junto a Sopapo, casi rozándolo, y penetró en la boca abierta de la salamandra, desviándose hacia arriba desde la mandíbula inferior de la criatura, para aflorar por la parte superior de su repugnante y chata cabeza. El decidido golpe del atizador de Sopapo se perdió en el vacío cuando el reptil fue lanzado hacia atrás por el impacto, lejos del enano.
Un siseo enfurecido inundó la cueva mientras la salamandra se retorcía en un último estertor agónico hasta quedar totalmente inmóvil.
Pero el siseo prosiguió, y los ojos desorbitados y aterrados que contemplaban al monstruo muerto giraron despacio en busca del origen del sonido, y se abrieron aún más cuando lo descubrieron.
El trono del Gran Bulp ya no era un trono, sino un objeto abollado y desgarrado, desmoronado parcialmente en medio de charcos y riachuelos de líquido verde. Algo empezó a surgir de su interior, algo que siseaba con una cólera que pronto se convirtió en un agudo rugido.
Unos pocos de entre ellos habían visto antes a un dragón. Algunos recordaban al Dragón Verde que había transportado a Fallo el Supremo y conducido al resto de su tribu a Este Sitio. El dragón que acababa de salir del huevo no era desde luego tan grande como aquél, pero no había duda de que se trataba de un dragón. En cuestión de segundos, no quedó un solo enano gully a la vista en todo Este Sitio, a excepción del rechoncho Fardo, que había estado en el fondo del encontronazo múltiple de enanos, y empezaba justo a incorporarse, mientras miraba a su alrededor, boquiabierto y totalmente aturdido.
Se puso en pie, guiñó los ojos al ver a la salamandra muerta en el enorme túnel, se sacudió el polvo, giró… y se quedó helado. Inmediatamente encima de él, alzándose a una altura que era más del doble de su estatura, unos ojos inteligentes y crueles se abrieron en un rostro cubierto de escamas y coronado por una cresta, y lo contemplaron desde las alturas.
Una zarpa de afiladas garras fue hacia él, pero retrocedió bruscamente, como si la hubieran apartado de un manotazo. La coronada cabeza descendió hacia él, los goteantes colmillos relucientes, y se detuvo a pocos centímetros de su rostro. El siseo que brotó de la boca del dragón casi le provocó un infarto, y su aliento le agitó la barba; olió el cloro. La criatura lo miró fijamente, con odio; luego, se dio la vuelta.
Los sueños no habían mentido: se habían hecho realidad. Presa de cólera y frustración, Verden Brillo de Hoja se apartó de la patética criatura, incapaz de hacerle daño a pesar de que era eso lo que ansiaba hacer. Fue como si un muro se interpusiese entre ella y el diminuto ser, un muro que no podía atravesar, y que la castigaba cuando lo intentaba.
Lamiéndose y limpiándose, paseó la mirada despacio a su alrededor mientras la información de que había abandonado el cascarón iba tomando cuerpo en su mente. Sabía quién era. Sabía dónde estaba, y también la terrible realidad que acababa de acontecerle. No existía recurso posible ante la voluntad de un dios vengativo; le habían augurado su destino, y ahora éste se había materializado.
El aghar que tenía delante no se había movido, ni siquiera había parpadeado desde el primer instante en que la vio. Permanecía como paralizado, con la boca desencajada y los ojos desorbitados, sin siquiera dar la impresión de respirar. Y también había otros, atisbando por entre rendijas y agujeros. El miedo de aquellas criaturas era algo tangible en el aire inmóvil de la inmensa estancia. ¿Creían que no podía verlos? ¿Pensaban que no podía percibir con exactitud dónde se escondían? Había docenas de ellos en esa sala, y otras muchas docenas, a no demasiada distancia, corriendo y ocultándose.
Pero no había nada en absoluto que pudiera hacer, porque la Reina de la Oscuridad la había dejado impotente ante aquellos enanos. El penetrante rugido de su rabia y angustia resonó por las paredes del lugar, haciendo que los objetos tintinearan y se tambalearan, provocando pequeñas avalanchas de vetusto polvo desde las zonas superiores.
¡Impotente!
Pero sólo contra los enanos. Divisó la enorme salamandra muerta en la entrada del pasadizo, y su cola se agitó. Con un siseo rabioso se arrojó sobre el gigantesco cadáver y empezó a hacerlo pedazos.