...si mañana hemos de morir
La carretera era apenas una cinta plateada bajo la luz de la luna, con la línea roja de control-guía automático brillando débilmente a la derecha como un hilo de sangre. El hilo se encrespaba y gemía en las curvas, como si de pronto adquiriese vida propia, para morir después en las rectas en un deslizamiento pasivo. La suspensión gemía débilmente, dando la sensación de que el coche flotaba entre las nubes. La aguja del velocímetro iba subiendo: ciento sesenta, ciento ochenta. La luna saltaba de cristal en cristal al compás de las curvas, ahora a la izquierda, ahora delante, ahora detrás, como si atisbara el ulterior del coche.
—Es cojonudo vivir —dijo Boni desde el asiento de atrás, y Rosa respondió con un gruñido placentero de asentimiento.
Pablo hundía lentamente el pie en el acelerador. Era un gesto inconsciente, aunque Alfonso, el de la Facultad, le hubiera encontrado inmediatamente implicaciones freudianas. Rió suavemente, sin saber por qué. Miró de reojo a Ana, que permanecía inmóvil en el asiento de al lado, un poco envarada, observando fijamente la carretera.
Al llegar a los doscientos la luz de aviso del control-piloto se encendió, indicando límite de velocidad.
—A la mierda, cerdo cobarde —dijo Pablo, y desconectó el automático.
Ana seguía mirando fijamente la carretera, como hipnotizada por la serpeante línea roja de la derecha. Es una estúpida, se dijo Pablo fríamente, haciéndose eco del consenso general. Pero pese a todo la has invitado a la sesión, capullo de mierda, se reprochó inmediatamente. Aún no sabía exactamente por qué lo había hecho. Claro que tampoco se había preocupado demasiado en averiguarlo. Ese tipo de razonamientos no solían ser muy frecuentes en él. Muchos compañeros le habían hablado despectivamente de ella: que si nunca había sido vista en una Sesión, que si apenas salía con gente, que si no quería ir con nadie a más de doscientos. La propia Rosa le había expresado el más lapidario juicio sobre ella: "Bah, déjala, es tan sólo una Siglo XX". Y, sin embargo, la había invitado a acompañarles. En parte por una apuesta entre amigos (¿A que no te atreves...?), en parte por una inconcreta curiosidad (Estoy seguro de que rehusará). Sin embargo, se había equivocado. Como se había vuelto a equivocar ahora, al desconectar el automático. No hizo ningún movimiento, no protestó. Siguió sentada allí, a su lado, envarada, ¿un poco fría?, mirando fijamente la perspectiva de la autopista a más de doscientos kilómetros por hora y en conducción manual.
Es la emoción de lo prohibido, se dijo a sí mismo, riéndose interiormente. Sujetó con fuerza las palancas de dirección. A partir de los doscientos se inicia el peligro, la aventura. El piloto-robot se inhibe, el coche está sujeto a tus manos, ahí reside la emoción.
Doscientos cuarenta. ¿Qué te parece, retrógrado estúpido, mamón de mierda? La carretera era tan solo un velo relampagueante fuera del coche, con apenas una nota de color a la derecha. En el asiento de atrás, Boni le estaba diciendo algo a Rosa en voz baja, mientras metía su mano por la cintura de su pantalón, y Rosa reía suavemente. Mirando por el retrovisor, Pablo preguntó:
—¿Qué, nos divertimos?
Boni contestó con un ruido obsceno. Rosa rió un poco más fuerte.
Pablo miró de reojo el digital de su muñeca.
—Quedamos a las veintitrés, ¿no?
—Sí —gruñó Boni—. Apresúrate, o no vamos a llegar.
—Pijomierda, faltan aún siete minutos. ¿Te crees que no soy capaz de recorrer cuarenta kilómetros en siete minutos?
Hundió aún más el pie en el acelerador. El velocímetro marcó doscientos setenta. Los transistores del piloto automático saltarían en pedazos si vieran aquello, pensó, y el pensamiento le hizo reír. Sintió una repentina confianza en sí mismo.
Ana seguía inmóvil a su lado, un poco envarada, mirando fascinada la ondulante cinta de plata, con el mar a su izquierda y la luna colgando sobre sus cabezas. Sin apartar las manos de las palancas, Pablo se inclinó hacia ella y la besó detrás de la oreja. Notó un ligero relajamiento. Volvió a besarla, más fuerte y prolongadamente.
El coche dio un par de bandazos antes de volver a recuperar la estabilidad.
Era un edificio de ladrillo rojo, muy cerca de la carretera. Hacía unos años hubiera sido calificado de 'Victoriano'; ahora tan solo era 'una ruina'. De todos modos, pertenecía a una época anterior a la industrialización masiva de la construcción, la era moderna de los paneles prefabricados y los ensamblajes a presión, por lo que era la clase de edificio preferido de la juventud. Las buenas viejas cosas, era el slogan. Oh, hundirnos en el pasado, sumergirnos y soñar.
Detuvo el coche junto a la entrada, pasando de los ciento ochenta a la inmovilidad absoluta en ocho segundos. Ana estaba pálida, pero no dijo nada. Aguantas, eh, putilla, pensó. Abrieron las portezuelas y bajaron.
Casi todos los fijos ya habían llegado: Nando, Vicky, Pedro, Juana, Tina, Luis... La chimenea estaba encendida, y la luz de los troncos ardiendo era lo único que iluminaba la vasta habitación empapelada al estilo rancio. Los antiguos cuadros y retratos habían sido retirados y sustituidos por grandes pósters de colores chillones que llenaban todo un paño de la pared. En algunos lugares se apreciaban aún, por los cambios de tonalidad del papel, los huecos de los cuadros retirados. Había sobre todo uno pequeño, aislado completamente de los demás, y cuyo óvalo de vivo color indicaba que el cuadro había permanecido muchos años colgado allí antes de ser retirado. El retrato del abuelito, había dicho un día Vicky riendo, la efigie del constructor y primer dueño de la casa; y Nando había corrido a buscar una barba postiza para hacer una parodia y no la había encontrado, y se había irritado y había roto media docena de botellas, y la Sesión terminó en una estupenda pelea generalizada.
Al otro lado de la habitación había un largo mostrador de caoba, imitando las barras de los antiguos bares del oeste de los Estados Unidos que aún salían en algunas películas de la televisión. Nando, el anfitrión, era un fanático del western. Porque la casa, por supuesto, no era un local público. Los locales públicos, decía Wooldrich, son la lacra de la sociedad, los pervertidores de la inocencia de la juventud. Wooldrich era el pensador de moda entre los jóvenes, el maestro de las nuevas generaciones de la entreguerra, algo semejante a lo que había sido Marcuse sesenta años antes, hasta que cayera en desuso y la gente empezara a considerarlo démodé, como les ocurría a todos los pensadores que intentaban reflejar las angustias de una época determinada. A muerte con los clubs, gritaba en las manifestaciones, en los parques públicos, en las asambleas de estudiantes; a muerte con las discotecas, a muerte con los lugares públicos donde la juventud debe someterse a normas estrictas, donde no puede hacer lo que desea, hablar de política, romper cosas, tomar drogas, hacer el amor en público. A muerte con las instituciones caducas.
Y se habían quemado algunos lugares públicos, y muchos otros habían tenido que ir cerrando por falta de clientes. Los Grupos de jóvenes habían conocido un auge extraordinario, y habían empezado a nacer las Sesiones. Cada Grupo tenía su Anfitrión, que era el Jefe, el que mandaba en todo, el que proponía y organizaba y desarrollaba las Sesiones. El Anfitrión tenía que ser el más valiente, el más osado, el más rebelde, el más inconformista; y tenía que poseer también una casa adecuada, una buena casa rancia donde pudieran reunirse todos, una auténtica 'ruina' bien decorada, bien habilitada para que el Grupo se sintiera a gusto en ella.
Y allí estaban todos. Diecisiete hoy, entre chicos y chicas. Aunque el número no importaba, como no importaba el que se acudiera solo o acompañado, el que uno fuera homosexual o heterosexual, el que perteneciera o no al Grupo. De hecho, no importaba nada: todas las Sesiones estaban abiertas a todo el mundo, y todos podían asistir con tal que abonaran su parte correspondiente de los gastos y se sometieran a las normas específicas dictadas por el Grupo y por la Sesión en particular. Todos podían o no participar en los juegos y diversiones de la colectividad, acudir e irse cuando quisieran, y era frecuente que una vez iniciada la Sesión se produjera un reajuste general de parejas o de grupos, según los gustos o el estado de ánimo del momento y de cada participante.
Y sin embargo, una Sesión era algo organizado. Esta era la tarea del Anfitrión, y de su mayor o menor acierto en desarrollarla dependía su éxito y el del Grupo creado a su alrededor, o su fracaso en caso de fallar, con la consiguiente disolución de sus componentes ante el desencanto de la frustrada búsqueda de unas nuevas emociones o la aparición de un nuevo Anfitrión con mayores méritos o promesas.
Nando se dirigió directamente hacia Pablo apenas lo vio entrar. En el fondo de la habitación, presidiéndolo todo, había un gran cartel. Unas letras negras sobre fondo rojo rezaban: ...si mañana hemos de morir, y tras ellas, enmarcada en el hongo gigantesco de una explosión atómica, una pareja haciendo el amor. Al avanzar hacia Pablo, el cartel quedó a espaldas de Nando, y el hongo atómico formó como una ridícula corona santurrona alrededor de su cabeza. Pablo se echó a reír.
—En forma —dijo Nando.
—En forma —dijo Pablo. Pero hoy no se sentía demasiado convencido de ello.
Boni y Rosa se habían ido directamente hacia un rincón, donde Rosa abrazó efusivamente a un muchachito enclenque, delgado y muy a la page, mientras Boni se ponía a charlar animadamente con una rubia desteñida de revueltas ropas. Nando vio a Ana y se echó a reír.
—¡Hey!, esa es nueva. ¿De dónde la has sacado?
Ana, desconcertada ante aquel ambiente que no conocía, miró a Pablo. Este la enlazó por la cintura y la atrajo hacia sí, como si quisiera infundirle algo de confianza al tiempo que indicaba posesión.
—Es mía —dijo, dándole a entender al otro que no se metiera con ella.
Nando examinó a Ana de arriba abajo como quien estudia una mercancía. —Bueno, bueno —dijo—. Así que es novata, ¿eh? —se echó a reír de nuevo—. Habrá que verla desnuda en una partouze —dijo. Dio media vuelta, y sin darle mayor importancia a la cosa se puso a charlar con otro grupo.
—No me gusta —dijo Ana impulsivamente.
—No le hagas caso —dijo Pablo—. Es un jodido cabrón, pero es la forma usual de tratar a los novatos. Todos hemos tenido que pasar por ello, y luego incluso resulta divertido. Cuando hayas venido a un par de Sesiones verás como ni te acuerdas.
Se dirigieron a la barra, y se sentaron en dos altos e incómodos taburetes. Pablo hizo un gesto al que en aquella Sesión actuaba de camarero.
—Dos Especiales —dijo—. Para entrar en calor.
El muchacho miró a Ana especulativamente.
—Novata, ¿eh? —dijo. Pablo asintió—. Entonces Dobles... Habrá de entrar en mucho calor.
A las veintitrés punto cuarenta y cinco ya habían llegado todos los miembros que habían prometido asistir. Como castigo, los tres últimos en llegar fueron manteados durante diez minutos consecutivos, y todos los asistentes se unieron a la ejecución del castigo. Todos reían a grandes carcajadas, y las más estruendosas correspondían a los propios castigados. Al girar por el aire, techo y paredes daban vueltas y vueltas, y los pósters se mezclaban inarmónicamente, con resultado y combinaciones sorprendentes: "Haz el... Morir... La guerr... Amor...dro..." Las risas sonaban extrañamente huecas en las destintadas paredes violetas, y el descolorido dibujo del papel giraba y giraba y giraba. Al terminar el castigo una de las chicas estaba muy mareada, y tuvo que irse al lavabo a vomitar. Cuando regresó se metió detrás de la barra, tomó una botella de ginebra, hizo saltar el tapón y bebió directamente un largo trago. Dejó la botella sobre el mostrador y resopló hondamente. Miró a su alrededor.
—Sois unos jodidos de mierda, pero me gusta —dijo. Y volvió a dar otro largo trago.
Empezaron con música. Todas las Sesiones empezaban con música. La música enerva, predispone, decía Wooldrich. Ana, después de sus primeros recelos, empezaba a sentirse un poco más a gusto. Veía una camaradería, un inconformismo, un pasar de todo a su alrededor, que le daba una nueva confianza en sí misma. Además, llevaba ya tres Especiales Dobles. Se estaba empezando a preguntar cómo había dejado pasar tanto tiempo sin haberse atrevido a asistir a ninguna Sesión. Se preguntaba qué habría hecho aquella noche de no haber aceptado la proposición de Pablo. Probablemente irse a casa, cenar con los viejos, escuchar su estúpida conversación, ver la pantalla de las tonterías, leer un poco, irse a dormir. Notaba que la cabeza le daba vueltas ligeramente, pero eso no tenía importancia. Pablo, un muchacho alto, robusto, no demasiado atractivo pero con un cierto magnetismo personal, la sujetaba delicadamente, con un abrazo que no era posesivo sino cálido, casi protector. Reclinó su cabeza en el hombro de él. Era un buen chico aquel Pablo, se dijo, aunque no lo conociera demasiado bien. Con sus ideas extrañas, su biblioteca con libros escritos en otros idiomas, su mirada siempre perdida más allá de las cosas inmediatas. No era como la mayoría, y por eso quizá se comprendían un poco mutuamente, ya que tampoco ella era como la mayoría.
Casi todos estaban bailando, muy juntos, apretándose, rozándose, excitándose, acariciándose. Al principio la música era lenta. La música lenta relaja, incita a las confidencias, prepara los acoplamientos, invita a los sucesivos estadios de la Sesión. Se habla de ideas, de deseos, de ilusiones, aunque ahora el licor los hubiera hecho algo confusos. Mantenía la cabeza apoyada contra el hombro de Pablo, y murmuraba cosas que ni ella misma sabía lo que significaban. Luego no se acordaría de nada de lo que habían dicho: no importaba. Lo importante ahora era hablar, descargar todo lo que había dentro. Aunque tal vez no estuviera diciendo nada. Pablo escuchaba...
Y de pronto la música cambió. Bruscamente. Sin transición. Era una de las muchas sorpresas que tenía Nando como Anfitrión, sus bruscos e inesperados cambios de ambiente. La lenta música que permitía las confidencias se ahogó en su propia lentitud, y fue sustituida en un segundo por un ritmo retumbante, sincopado y obsesivo, que hizo que los cuerpos se separaran, las manos se desunieran como en un sobresaltado despertar. Nando se había subido a la barra y estaba gritando muy fuerte:
—¡Vamos, vibrad, vibrad! ¡Hay que vibrar! ¡Enervaos! ¡Tenemos que sentir que estamos vivos! ¡Mierda, mirad a vuestro alrededor, miradme a mí! ¡El mundo no existe, solo existimos nosotros! ¡Vibrad!
Cayó de rodillas sobre el mostrador, los brazos en alto, agitando el torso al compás de la música. En un segundo de extraña lucidez, Pablo se preguntó si estaría realizando una comedia. Pero no, Nando era así. Por eso era un buen Anfitrión. Nunca se emparejaba con nadie, ni hombre ni mujer: siempre solo, arrastrando a los demás, como un director de orquesta, gozando en su soledad, viendo gozar a los demás. En cada Sesión alcanzaba su primer orgasmo así, subido a la barra, los brazos levantados, gritando y aullando y empujando a los otros, y llegaba el momento en el que se derrumbaba y pataleaba en el aire, y manchaba sus pantalones, y durante unos instantes permanecía tendido y relajado y con la mirada perdida, y luego se levantaba de nuevo y continuaba; y así dos, tres, cuatro veces en una noche. Ahora, el ritmo y las palabras de Nando los estaban arrastrando a todos, incluso al propio Nando, hacia un sincopado frenesí. Ana, ante él, tenía por primera vez los ojos brillantes.
—¡Vamos, vibrad, vibrad...! ¡Danzad con la danza del cosmos! ¡Mirad a vuestro alrededor! ¡Todos los colores están ahí, todos los colores del universo! ¡Amarillo, azul, negro, añil, rojo! ¡Sangre, sangre! ¡Enervaos, vibrad!
Era el frenesí del captar sensaciones, del no pensar. Pero Pablo no podía entrar en el juego. Sin saber por qué, aquella noche no. Había algo que lo retenía, un frío extraño, una sensación que le indicaba que algo no iba bien. Las llamas de la chimenea reproducían las sombras de sus lenguas rojas en todos los rostros; la mezcla del humo, sudor y perfumes creaba un clima de calor asfixiante. Y un olor... Olió. Incienso. Nando había quemado incienso en la chimenea. El muy cerdo. Era un buen Anfitrión, pero hacía trampas.
Ana danzaba ante él, casi mecánicamente, subyugada por el brusco cambio de la música, crispada, olvidada de todo lo que la rodeaba, inmersa en sí misma.
La sujetó bruscamente por un brazo y tiró de ella. Había algo raro allí. Nando nunca había empezado una Sesión así, tan bruscamente.
—Ven —dijo.
Ana pareció despertar de un sueño. No le siguió: fue arrastrada. Pablo atropello parejas, se abrió camino hasta la barra. Nando, con las manos queriendo arañar el techo, seguía gritándole su letanía a nadie.
—¡Nando! —gritó Pablo.
Lo agarró bruscamente por la pechera de la camisa.
—¡Nando! —Y luego más fuerte—: ¡Nando!
Nando bajó el tono de voz y la vista. Entonces, Pablo lo supo. La música seguía sonando, la gente se agitaba en el salón, individualidades sin mayor conexión entre sí que el aire que respiraban y la crispación que les invadía. El incienso llenaba las cabezas, las llenaba, las llenaba.
—Nando —dijo Pablo—. Cerdo. Te has drogado.
Los ojos de Nando eran vacuos. No había bajado los brazos. Su pantalón exhibía una gran mancha en la entrepierna. Sonreía con aire ausente.
—Sí —dijo—. Oh, sí. Es tan bonito drogarse.
—Tienes droga aquí.
—Sí.
—La has traído para la Sesión.
—Sí.
—Dame.
Nando miró por unos instantes a Pablo, sin comprender. Seguía sonriendo.
—¡Dame! —gritó Pablo.
—Oh, sí, claro. Tú también quieres. Sí. Es justo. Todo el mundo quiere. Es justo. Está bien, está bien. Encontrarás arriba, en las habitaciones. La he dejado en las mesitas. Para que cada cual tenga la suya. Eso es, para que cada cual tenga la suya.
Pablo soltó a Nando. Sujetó de nuevo a Ana por el brazo, tiró de ella, la arrastró tras de sí. Nando volvió a levantar su vista al techo y siguió con su letanía. La música era ahora una rítmica modulación obsesiva, a base de sintetizador, bajo y guitarra, siempre la misma, siempre la misma.
—¡Oh, Dios, escúchanos! —estaba diciendo Nando, mientras Pablo subía las escaleras, arrastrando a Ana tras de si'—. ¡Escúchanos a nosotros, tus esclavos que quieren olvidar! ¡Míranos! ¡Estamos hartos del mundo, estamos hartos de todo, estamos hartos de ti! ¡Míranos!
Era una habitación pequeña: cuatro paredes desnudas, una mesita baja, una estera. El papel de las paredes era muy parecido al del salón de abajo, quizá no tan descolorido. Cuando se cerraba la puerta, el cartel aparecía obsesivo tras ella, con su fondo rojo sangre, su gigantesco hongo y su frase: ...si mañana hemos de morir. Se había convertido en un emblema, el emblema que había lanzado Wooldrich a una desencantada juventud: "¿Qué importa lo que hagamos, si mañana hemos de morir?" Era casi como una bandera, el grito desgarrado de una triste, oscura y desesperada generación surgida de una guerra y abocada a otra, sin metas, sin objetivos, sin ningún aliciente para vivir.
Sobre la mesilla había una botella de algo, quizás agua, dos vasos, dos pequeñas cápsulas blancas. La estera era la medida justa para dos cuerpos.
Pablo tomó las dos cápsulas y le tendió una a Ana.
—¿Qué es? —preguntó Ana.
—Olvido —dijo Pablo. Llenó los dos vasos con el líquido de la botella—. Dentro hay un polvo blanco: tómatelo.
—¿Es droga? —preguntó.
—No —dijo Pablo—. Es olvido. Tú quisiste venir aquí, ¿no? Si quieres quedarte aquí conmigo, tómate esto y ven. Si no, vete. Vuelve abajo o lárgate a casa, pero vete de aquí.
Abrió la cápsula y vertió el contenido sobre su lengua. Luego bebió un sorbo de líquido, después otro sorbo más largo.
Se sentó en la estera.
—¿Quieres? —le dijo a Ana—. Ven. Aquí, frente a mí.
Ana vaciló otra vez. Luego abrió la cápsula y repitió los movimientos de Pablo. Bebió dos sorbos de agua, como él. Luego se sentó ante él en la estera, con las piernas cruzadas, mirándole fijamente. Parecía como si temblara.
Pablo alargó una mano y le acarició suavemente la mejilla. Ana sonrió con timidez, como con miedo. Pablo la atrajo hacia sí. Ella se recostó contra él, abandonándose, y Pablo besó suavemente sus labios. Estaban secos y temblorosos, pero cálidos. Sonrió, y la besó más fuertemente. Ella respondió a su beso. Empezó a desabrocharle los botones de su blusa.
Mientras la desnudaba, la habitación fue desapareciendo poco a poco a su alrededor.
Flotaban lentamente en el vacío, desnudos, muy apretados, sintiéndose un solo cuerpo en el infinito. Estaban haciendo el amor. Ella gemía muy débilmente, y él se esforzaba, y sentía dolor al mismo tiempo que placer. Había sangre, aunque no sabía de dónde ni por qué.
Flotaban, y no había más que colores a su alrededor. Una sinfonía maravillosa de colores, una borrachera de color. Ana ya no gemía, ahora le miraba y sonreía, y su sonrisa hacía vibrar todo su cuerpo. La atrajo hacia sí.
—Loca, ¿lo ves? Es lo mejor del mundo, es el paraíso, la felicidad. Mira, observa a tu alrededor. Contempla el verdadero universo, la comunión de todas las cosas. Mira y goza, aquí está resumida toda la dicha que jamás podremos alcanzar.
Su cabeza giraba, todo parecía un torbellino a su alrededor. Los planetas pasaban como exhalaciones, mundos desconocidos donde tal vez sufrieran humanidades de millones de individuos, aquí los judíos, allí los negros, más allá los amarillos; aquí los muertos, allá los muertos en vida. Sociedades que se descomponían, podridas en sus cimientos hechos de asqueroso papel moneda; las grandes empresas con sus negocios de millones, los que fabricaban armas, los que arrojaban bombas, los que comerciaban con el petróleo, los que dictaban tras sus brillantes mesas de caoba la muerte lenta de millones de individuos menos afortunados que ellos. Los que señalaban quiénes, dónde y cuándo tenían que morir. Pero todo pasaba muy por debajo y desaparecía en la distancia, se alejaba a grandes velocidades, y ellos quedaban solos consigo mismos, eternos en el infinito, inmutables. Todo se alejaba, lejos, muy lejos, cada vez más lejos.
—Ana, Ana, quiero olvidar. Y podía olvidar. Y olvidaba. Todo desaparecía, y solo quedaba el cálido cuerpo de Ana junto al suyo, todo sudor y perfume, y la sinfonía de colores a su alrededor, y su aliento que le transmitía un extraño bienestar. La abrazaba estrechamente, una y otra vez, y los dos cuerpos se fundían en uno solo, y el cuerpo de Ana era transparente, y los colores rezumaban por todos sus poros, y toda ella era un enorme caleidoscopio de color. No había ya mundos sino de nuevo colores, la humanidad había sido olvidada, el universo entero era de ellos, y la felicidad, una gran felicidad, y el bienestar de toda una eternidad.
Y así pasaron horas, días, meses, años, siglos quizás. Hasta que de pronto todo empezó a desvanecerse lentamente. Dejaron de flotar. Los mundos regresaron, y los colores empezaron a apagarse, como las luces de un teatro que los tramoyistas fueran desconectando una a una. Pablo gimió. No, no, no debía permitir que todo aquello se esfumara. No debía terminar. Allí estaba la felicidad, pero la felicidad se le escapaba de las manos como arena. No podrían seguir flotando, tendrían que despertar a la realidad, y la realidad es triste, fea, oscura. No quería regresar. Ana, Ana—Todo a su alrededor no era ya más que oscuridad.
Abrió los ojos.
Los colores de la pared eran sucios, la luz mortecina. El enorme ojo vacío del hongo atómico les miraba ferozmente: ...si mañana hemos de morir. Se sentía empapado en sudor. Miró hacia la mesilla. Dios, las cápsulas estaban vacías.
Ana estaba tendida en la estera a su lado, boca arriba, los ojos cerrados, el cuerpo sudoroso, el sexo manchado de rojo. Miró su reloj: habían pasado dos horas desde que subieran, pero para él habían sido apenas unos segundos. No era justo, se dijo. No era en absoluto justo. Debían empezar de nuevo, volver otra vez. No podían perder el paraíso.
Se levantó, procurando no tocar a Ana. Su propio sexo estaba también manchado de sangre. Era virgen, Dios. Se sentía terriblemente mal. Se dirigió con paso vacilante hacia la mesilla. Abrió un cajón. Había un libro, la Biblia. Algún chistoso, maldijo. La tiró a un lado. Abrió los restantes cajones. No había ninguna otra cápsula. Maldijo otra vez, ahora en voz alta.
Desnudo, salió de la habitación. El pasillo estaba también empapelado con el mismo oscuro y mortecino papel. Todas las puertas estaban cerradas. Abrió la primera. Había una pareja en la estera, él tendido boca arriba, ella cabalgando desenfrenadamente. Sobre la mesilla había dos cápsulas abiertas.
La tercera habitación estaba vacía. Cogió las dos cápsulas y regresó al pasillo.
Cuando entró de nuevo en la habitación, Ana estaba sentada en la estera. Tenía los ojos enrojecidos y algo hinchados, como si aún no se hubiera despertado por completo, y se contemplaba a sí misma con estupefacción. Su labio superior estaba aún perlado de pequeñas gotitas de sudor.
Al ver a Pablo se levantó con un agudo grito y se abrazó convulsivamente a él, apretándose con fuerza contra su cuerpo.
—Ha sido horrible, Pablo, horrible —murmuró—. He tenido mucho miedo.
Para ella había sido un mal viaje, pero Pablo no la escuchaba. Se separó un poco y la cogió por la mano.
—Ven —dijo—. Volvamos.
—No —musitó ella, resistiéndose al tirón—. No —su cuerpo se estremeció.
Pablo, a medio camino hacia la estera, se giró. Mostró las dos cápsulas en su mano.
—Mira, tengo más. Vamos a olvidar otra vez. Necesito olvidar otra vez.
—Yo no —dijo Ana. Había súplica en sus ojos, dolor en todo su rostro—. Por favor.
Pablo permaneció unos instantes inmóvil, contemplándola alternativamente a ella y a las cápsulas. Su mano temblaba ligeramente. Los ojos de él se posaron en los firmes pechos de ella, en su cintura, en su maculado sexo. Se estremeció. Dentro de poco voy a vomitar, pensó. Estrujó las cápsulas entre sus dedos, lentamente, sádicamente, hasta romperlas, y sintió como el polvo blanco se deslizaba entre sus dedos. Avanzó tambaleándose hacia la mesilla y llenó un vaso hasta el borde, bebiéndolo de un solo trago. Lo volvió a llenar y volvió a beber. Luego se giró. Ana permanecía en el mismo sitio de antes, mirándole fijamente. Sus facciones estaban crispadas en una indefinible sensación. Pablo avanzó hacia ella y abrió los brazos. Ella se refugió en su pecho, abrazándosele fuertemente. Tuvo la sensación de que sollozaba ligeramente.
—Idiota —murmuró, sin saber si se lo decía a ella o a sí mismo.
Permanecieron unos instantes así, inmóviles, abrazados, sintiendo mutuamente el desnudo calor de sus cuerpos, cada pliegue de su piel. Pablo sintió que iniciaba una nueva erección.
—Al final del pasillo hay un cuarto de baño —dijo—. Vamos a lavarnos y vestirnos, y luego volveremos abajo. ¿De acuerdo? —no había ningún reproche en su voz.
Tenía un vaso grande ante él. "Para olvidar", le había pedido al camarero. Pero el camarero estaba ya borracho. Cuando a uno del Grupo le toca ser camarero en una Sesión, suele estar ya borracho entre la primera y la segunda hora. Le sirvió una inidentificable estupidez. Pablo le arrojó el contenido del vaso al rostro, saltó la barra y se sirvió él mismo. Dos vasos grandes, llenos hasta el borde. Le tendió uno a Ana, sin soltar el otro de su mano.
—Hasta el fondo —le dijo.
Se lo bebió de un solo trago. Al ver que Ana no había tocado el suyo, refunfuñó algo en voz baja.
—Debes bebértelo —dijo—. Es lo único que hará que no vomites.
Ana tomó el vaso, pero no lo movió de encima del mostrador.
—Me siento mal —dijo. Su rostro estaba un poco desencajado.
—Es normal la primera vez —dijo Pablo. Empezaba a lamentar haberla traído. Era como una responsabilidad, y a él nunca le habían gustado las responsabilidades—. No te preocupes, dentro de un par de horas estarás como nueva. Anda, no jodas y bébetelo.
Ana hizo un esfuerzo y vació su vaso en tres largos tragos. Pablo hizo una seña al camarero.
—Trae más.
—No, gracias —dijo el camarero, con un vaso medio vacío en la mano—. Mi cara ya no admite más porquerías.
Maldiciendo en voz baja, Pablo saltó otra vez la barra. Cogió cuatro botellas aparentemente al azar, y las alineó ante los vasos. Regresó a su sitio.
—Tenemos todo esto por delante —dijo a Ana, señalando las botellas—. ¿Qué piensas hacer, quedarte aquí como una mema?
Ana le miró apenas unos instantes. Fijamente a los ojos.
—¿Por qué todo esto? —preguntó de pronto.
Pablo no reaccionó inmediatamente. Había cogido dos botellas y estaba mezclando su contenido en los vasos. No contestó.
—¿Por qué, Pablo? —repitió ella—. ¿Por qué?
Solo entonces captó Pablo el sentido de la pregunta. Tomó su vaso, y vio que su mano temblaba ligeramente al cogerlo. Lo volvió a dejar sobre la barra. Se apoyó de codos en el mostrador, balanceando ligeramente el cuerpo.
—¿Por qué? —repitió como un eco. Más que una pregunta era una afirmación—. ¿Preguntas por qué vengo aquí, y tomo drogas, y me emborracho, y me comporto como un imbécil?
Ana no respondió. Pablo se giró de espaldas al mostrador, acodándose en él, enfrentándose con todo el salón. El fuego de la chimenea, al fondo, se estaba apagando. Lo abarcó todo con un gesto amplio de la mano.
—Pregúntaselo mejor a todo ellos, ¿no?
Ya no había gente bailando. Sonaba una música suave, casi mística. Pablo creyó reconocerla: Bach, en un arreglo que había dejado incólumes buena parte de sus valores originales. ¿O tal vez música Zen? No importaba. El cochino de Nando sabía arreglar bien las cosas, pensó.
Muchos habían ido ya arriba. Parejas, grupos, gente solitaria. Era cuestión de gustos y de estados de ánimo. A veces deseabas compartir algo a solas con alguien, a veces necesitabas bullicio y multitud a tu alrededor, a veces te sentías egoísta y no te importaba absolutamente nadie del universo y deseabas estar solo con tu soledad. A veces...Había algunas parejas sentadas o tendidas en el suelo, en diversas actitudes. Había algunas botellas volcadas, formando charcos en el mosaico de anticuado dibujo. Las murientes llamas de la chimenea eran casi la única iluminación de la estancia. Nando yacía en medio mismo del salón, cara al techo, con las piernas y los brazos y los ojos abiertos. Estaba inconsciente. Alguien le había desabrochado los pantalones y abierto la bragueta, y su miembro colgaba flaccido a un lado. Junto a su mano había tres cápsulas vacías.
—No se lo pregunto a ellos —dijo Ana—. Te lo pregunto a ti.
—¿A mí? —Pablo rió sin alegría. Tomó una de las botellas y bebió directamente. Luego se la tendió a Ana. Ella la rechazó con un gesto de su cabeza—. ¿Para qué quieres saber lo que pienso yo de esto? Soy igual que todos los demás, ¿sabes? Como también lo eres tú. Si no, ¿por qué aceptaste venir? Sabías lo que es una Sesión, ¿no?
—Si acepté venir contigo —dijo Ana, y su voz sonaba un tanto dolida— fue porque no te veía como los demás. Todos se conforman con unas ciertas convenciones: un poco de música, un poco de sexo, un poco de droga. Menos algunos. Como ese Nando. Como tú. Y es porque algunos pensáis, ¿verdad?
Ahora Pablo no se rió. Estaba extremadamente serio. Agitó la cabeza, como queriendo despejar algo sus ideas.
—Sí —murmuró—. Es cierto. A veces, algunos de nosotros pensamos. Pero es precisamente por eso por lo que venimos a estos sitios y organizamos las Sesiones. ¿Ves todos estos carteles? Ellos nos hacen ver la realidad de lo que nos rodea, nos hacen pensar. Y luego bebemos, y nos drogamos, y nos acostamos con alguien o nos masturbamos, y durante un tiempo dejamos de pensar. ¿Sabes lo hermoso que es dejar de pensar, aunque tan solo sea por un instante? Uno se siente feliz, eternamente feliz. Aunque luego, cuando regreses, pienses que la felicidad ha durado demasiado poco. Pero cuando te vas de aquí lo haces dándole la espalda a los carteles, y parece que ya no importan tanto. Y esto te permite resistir un poco más.
—Yo no me he sentido feliz —dijo quedamente Ana.
—Has tenido un mal viaje. Estabas tensa, enervada. Lo siento, yo no sabía... —recordó la crispación de su rostro, su sexo ensangrentado. Se echó un poco hacia atrás, como si quisiera descansar un peso que llevaba sobre sus hombros—. Ya lo dice Wooldrich, somos la Generación Sin Objetivo. Nacimos con una guerra, vivimos con la amenaza de otra en cualquier momento. A lo largo de todas nuestras vidas no hemos visto más que guerras locales, amenazas latentes de lo que puede convertirse en veinticuatro horas en una conflagración mundial. Nadie nos asegura que mañana mismo algún loco o algún exaltado no pulse el botón que lo desencadenará todo, y veamos llover las bombas sobre nuestras cabezas, o nos den un fusil y nos envíen a alguna lodosa trinchera... Muchos dicen que todo esto no es más que mera literatura derrotista, que Wooldrich está loco, que deberíamos razonar acerca de nuestro futuro. Razonar —crispó los labios—. Somos una generación desarraigada, manejada por unos incompetentes a quienes solo les importan los cuatro años renovables de su mandato, movidos por intereses económicos que van más allá de su propio razonamiento. Nos han puesto en un callejón sin salida. Y pretenden que avancemos al ritmo que nos marcan ellos, hasta darnos de narices contra la pared del fondo.
Bebió otro largo sorbo, hasta que el contenido de la botella se agotó. La tiró al suelo.
—Sí, tienes razón, algunos de nosotros pensamos. Creo que todos pensamos en algún momento del día, cuando nos vemos desnudos ante nosotros mismos. Pero mierda, eso no nos sirve de nada. Hubo una ocasión en que la juventud pretendió rebelarse, seguir su propio camino, y quiso oponerse a los poderes establecidos. Creó un movimiento de protesta y lo lanzó a través de todo el mundo. Fue después de una desastrosa guerra en el sudeste asiático, Vietnam o Camboya o algún sitio parecido. Fue un loable intento, pero no sirvió de nada. Fue absorbido al poco tiempo, porque la sociedad es demasiado poderosa y su inercia lo arrastra todo, y los pocos que se aferraron desesperadamente a sus creencias y quisieron seguir hasta el final su propio camino se limitaron a languidecer en su soledad hasta morir. Por eso Wooldrich dice que no existe la posibilidad de una nueva explosión de la juventud. Y por eso lo acusan de derrotista, porque en el fondo es un realista y plantea la auténtica situación.
"No podemos hacer nada, Ana, excepto entregarnos a estos derivativos e intentar olvidar. Olvidar que estamos siendo constantemente dirigidos, zarandeados, manipulados, movidos por unas coordenadas contra las que no podemos luchar. Se nos dice que aún no es nuestro momento, que aún es pronto para nosotros, que debemos esperar, que el mundo todavía es de ellos. ¿Y qué hacen con este mundo? Dejar que se pudra, acelerar incluso su putrefacción. Y cuando llegue nuestro momento lo único que vamos a heredar será un legado de ruinas y descomposición. Y entonces será demasiado tarde para hacer algo, demasiado tarde para intentar seguir nuestro camino, si alguna vez hemos tenido alguno. Y habremos pasado tantos años asistiendo impasibles...
Se detuvo. Se pasó una mano por el rostro, con la sensación de pronto de que estaba diciendo incoherencias. Ana le miraba fijamente, sin hablar, sin parpadear, como si quisiera adivinar lo que había detrás de sus palabras: anhelos, frustraciones, una sensación de inutilidad. Intentó hilvanar sus pensamientos.
—Sí, Ana, muchas veces pienso, y en el fondo es lo peor que puedo hacer. Por eso, como tantos otros, como todos los que tenemos consciencia de lo que ocurre a nuestro alrededor, me evado y me refugio en esto, buscando en un mundo artificial la huida a mi angustia, porque no queda otro camino más que este o la muerte. Pero cuando todo termina y vuelvo a la realidad es peor. Entonces es cuando me doy cuenta claramente que estamos dando vueltas en un círculo vicioso, que son ellos quienes tienen la fuerza y nosotros únicamente la voluntad, y que aceptan nuestro comportamiento porque así no les hacemos ningún daño pero que pueden y están preparados para aplastarnos en el momento mismo en que se presente la ocasión; y es entonces cuando siento una desesperación inmensa, como ahora, y no existe anestesia en el mundo, por poderosa que sea, que me haga olvidar. Y quisiera estar muerto, muerto, ¿comprendes?, antes que seguir viviendo en este mundo que se desmorona, en una sociedad podrida en la que tan solo somos peones, carne de cañón apta para combatir en algún frente lejano si es necesario, matando por alguna causa que no compartimos a alguien a quien ni siquiera odiamos, o esperar mansamente y recoger las cenizas de lo que un día fue el mundo e intentar reconstruir algo que sabemos que ya no tiene salvación. ¿Ves todos estos carteles? Ellos representan nuestra angustia, son una justificación a nuestros actos, y por ello sé que en el fondo son mentira, porque no existe ninguna justificación racional a lo que hacemos, es solo nuestra angustia, y este "si mañana hemos de morir" no es más que una pantalla que refleja como un espejo nuestra impotencia, nuestra evasión, y en el fondo pienso que tal vez sea también una campaña promovida por el Sistema para mantenernos marginados y evitar que les demos problemas, unos problemas que ya no quieren resolver porque son demasiado viejos.
Volvió a guardar silencio. Se daba cuenta de que no era aquello exactamente lo que hubiera querido decir. No había hecho otra cosa que sacar al exterior su confusión, su anhelo de llegar a aprehender algo que sabía estaba demasiado lejos de su alcance. El propio Wooldrich lo había dicho en muchas ocasiones: era aquel mismo confusionismo de ideas el que había hecho abortar hacía muchos años el movimiento hippie. Sois viscerales, y en el mundo solo triunfa lo racional. Se domina con la cabeza, no con las entrañas. Y las entrañas eran lo que les dolía a ellos.
Miró a Ana. Parecía absorta, como si intentara extraer algo de luz de sus intrincadas palabras. Adelantó una mano y le acarició suavemente la mejilla. Ella inclinó su cabeza a un lado y sujetó su mano entre su mejilla y su cuello. Pablo adelantó la otra mano y la atrajo hacia sí.
—Quisiera poder explicártelo mejor, Ana —murmuró—, pero es algo que me duele demasiado dentro. Hay demasiado fuego en mi cabeza y demasiado hielo en mi corazón.
—Té comprendo —dijo Ana—. Pero creo que no es aquí donde podrás poner en orden tus ideas. Vámonos, por favor.
Pablo permaneció inmóvil unos instantes. De pronto se dio cuenta de que las palabras de la muchacha, lo ocurrido aquella noche, habían despertado algo en su interior, una súbita determinación, inconcreta, vaga, pero que se iba extendiendo lentamente por todo su cuerpo. Se levantó. Miró a su alrededor.
—¿Dónde están Boni y Rosa?
—Déjalos —dijo Ana—. Vámonos los dos, solos.
—No —dijo Pablo—. Les trajimos nosotros.
Ana se alzó de hombros. Pablo empezó a recorrer las estancias, buscándoles. Los encontró cerca de la chimenea. Estaban tendidos en el suelo, Boni medio encima de ella, con una mano crispada sobre uno de sus pechos, ambos con los ojos cerrados. Le dio a Boni una suave patada en las costillas y se acuclilló a su lado.
—Nosotros nos vamos —dijo—. ¿Y?
Boni abrió los ojos, parpadeó. Retiró su mano del pecho de Rosa. Ella, sin abrir los ojos, se la cogió y volvió a ponerla en su anterior emplazamiento.
—¿Ya? —dijo Boni, con voz medio estropajosa—. ¡Pero si lo mejor aún no ha empezado!
—Nosotros nos vamos —insistió Pablo—. Si queréis volver con nosotros, estaremos fuera.
Se irguió. Se dirigió hacia donde estaba Nando, brazos y piernas en cruz, y le metió en los bolsillos unos billetes, su aportación en los gastos. Nando gruñó algo acerca de joder no sequé.
Volvió junto a Ana y la enlazó por la cintura, y ella se apretó contra él. El aire fresco del exterior les despejó un poco. Le hizo sentir un poco más seguro de sí mismo.
—A la mierda el mundo —dijo, sin saber exactamente por qué lo decía.
Entraron en el coche. En aquel momento Boni salía de la casa arrastrando tras de sí a Rosa, que trastabillaba intentando ponerse bien los zapatos mientras reía fuertemente. Puso el contacto.
Esperó a que entraran. Luego arrancó de un modo brutal.
La carretera era apenas una cinta plateada bajo la luz de la luna, con la línea del control-guía automático brillando débilmente a la derecha como un hilillo de sangre. El hilo se encrespaba y gemía en las curvas, como si de pronto adquiriese vida propia, para morir después en las rectas en un deslizamiento pasivo. La suspensión gemía débilmente, dando la sensación de que el coche flotaba entre las nubes. La aguja del velocímetro iba subiendo: ciento sesenta, ciento ochenta. La luna saltaba de cristal en cristal al compás de las curvas, ahora a la izquierda, ahora detrás, como si atisbara el interior del coche.—No te entiendo —estaba diciendo Boni desde el asiento de atrás, mientras Rosa le desabrochaba la camisa e introducía su mano como una serpiente por entre el vello de su pecho—. ¿Qué es lo que conseguimos con esto? Perdernos lo mejor de la Sesión. Nando me dijo que había preparado una sorpresa bomba para la segunda parte, cuando todos estuviéramos completamente borrachos. Bueno, si es que vuelve de su viaje.
Pablo no respondió. De tanto en tanto miraba por el espejo retrovisor. Rosa se había inclinado sobre el regazo de Boni, y por los movimientos de su cabeza y la expresión del rostro de Boni era fácil adivinar lo que estaba haciendo. Pensó en ella: una chica normal, quizá un poco vulgar, pero activa en todos los sentidos, con la que había ido a muchas Sesiones, en pareja y en grupos. Víctor, el intelectual del Grupo, decía de ella que era pura dinamita, todo sensaciones, alguien con quien subir y bajar y volver a subir, el prototipo de la chica ideal para pasárselo bien, un fiel exponente de la juventud in de la época. Pero ahora, viéndola trabajar eficaz y dedicadamente sobre Boni, sintió una extraña aversión.
Ana no era así, pensó. La miró con el rabillo del ojo. Ya no iba envarada, ya no miraba la carretera. Le miraba a él, y había como una luz en su mirada. Pensó que también en Rosa había descubierto aquella misma luz en su mirada hacía tiempo, mucho tiempo atrás. ¿Quería decir esto que había un camino inevitable, que todos seguían la misma senda, pisando los unos las huellas de los otros? ¿El destino era el mismo para todo el mundo?
Debe ser la cápsula, pensó. O la bebida. O quizá ambas cosas a la vez. Empezaba a perder la noción de lo que le había estado diciendo a Ana, sólo quedaba una confusa mezcla de algunas ideas, la sensación de que había que hacer algo, era imperativo hacer algo para salvar al mundo.
Salvar al mundo, se rió. La antigua noción utópica de los soñadores y los fracasados. Como si el mundo tuviera salvación.
La luz del control-piloto se encendió, indicando el límite de la velocidad automática. Maldiciendo por lo bajo, Pablo desconectó el piloto y tomó los controles.
—¡A toda velocidad! —hipó Boni a sus espaldas, alcanzando en aquel momento el orgasmo—. ¡Yuppiiii! Rosa levantó la cabeza, se limpió los labios y se rió.
Había caído una tenue llovizna y un fino barrillo cubría la superficie de la calzada, pero esto ponía una mayor emoción a la aventura. No sabían exactamente hacia dónde iban, pero aquello era otro elemento más del juego. Correr sin destino es también otra forma de evadirse. Pablo hundió el píe en el acelerador. Doscientos treinta. Doscientos cincuenta. Doscientos sesenta.
—Pablo —dijo Ana.
—¿Qué?
—¿Crees que realmente puede uno evadirse de la realidad?
No contestó. Agarrotó las manos en las palancas de la dirección, intentando recordar todos los acontecimientos de la Sesión de aquella noche. Pero por más que se esforzaba, solamente dos detalles estaban fijos en su mente: Ana tendida a su lado sobre la esterilla, después de la sinfonía de colores, y Nando también tendido, en medio del gran salón, con las piernas y los brazos en cruz y los ojos muy abiertos, y las tres cápsulas vacías junto a su mano derecha.
Nando. También había pasado por un período de depresión como el suyo. Lo iba recordando muy claramente ahora, al compás de sus movimientos sobre las palancas para seguir las suaves curvas de la carretera. Se lo había contado en una ocasión, en una de las Sesiones en que él se había sentido muy solitario. "Todos pasamos por esto una y otra vez —le había dicho—. Lo importante es conseguir sobreponerse". El lo había conseguido. Pero, se dijo de pronto, ¿a qué precio?
Lentamente, las palabras de Nando en aquella otra larga velada se fueron formando en su mente. Y descubrió con sorpresa que eran exactamente las mismas incoherencias que él le había dicho a Ana allá dentro, aquella misma noche. De una forma lúcida, los conceptos fueron formándose en su mente, ordenándose, adquiriendo una implacable hilación. Y las antiguas palabras de Nando adquirieron ahora otro sentido. Un sentido claro y preciso que yacía agazapado en lo más profundo de sus corazones, arañando, arañando, arañando, pugnando por salir entre una maraña de deseos y frustraciones.
Eran una Generación Perdida, como había dicho muy bien Wooldrich. Pero no la única. Antes de ellos habían habido muchas otras, y después vendrían muchas más. Cada colapso mundial tenía las suyas. Parte de esta generación se adaptaba, parte se marginaba, parte era eliminada. Y el mundo seguía. Cada vez un poco más deteriorado, pero seguía.
Recordaba ahora claramente las palabras de Nando, sus ojos brillantes, sus manos crispadas:
—No sé cómo explicártelo, Pablo, pero hay que hacer algo. Hay que detenerles. Necesitamos a alguien que se coloque al frente de todos nosotros, que nos dé el impulso para hacer frente al poder establecido y derribarlo si es preciso. Si es necesario, seré yo...
Bellas utopías infantiles. Nando el cabecilla de la juventud, el líder que los conduciría a todos a la victoria. Nando, que yacía ahora tendido en medio del salón de su propia 'ruina', engullendo drogas sin cesar, intentando olvidar algo que sabía que nunca, nunca, podría olvidar, pues estaba aferrado con carne y uñas en lo más profundo de sus entrañas.
¿Creía él realmente en todo aquello? ¿Le quedaba aún la suficiente esperanza como para seguir creyendo, o sus pensamientos eran tan solo un reflejo espontáneo de los pensamientos infusos de toda una juventud desorientada? De repente se dio cuenta de que, dentro de él, tan solo había un profundo vacío. Era únicamente un amplio receptáculo donde se habían ido depositando las ideas de los demás, ideas contradictorias que se mezclaban y embarullaban, atacándose las unas a las otras, consumiéndose mutuamente. Como un odre sin fondo, como un barril de madera carcomida. Cerró los ojos. Dios, Dios.
—Pablo —dijo Ana, como si adivinara la tormenta en su interior.
—¿Solo doscientos ochenta? —gruñó Boni desde el asiento posterior. Rosa seguía tendida sobre sus rodillas, ahora boca arriba, y era Boni quien acariciaba su cuerpo, de una forma casi maquinal—. ¡Vamos, Pablo, demuéstranos de lo que eres capaz! ¡Así, a mano limpia!
—Siiií —chilló Rosa, guiando la mano de Boni a los puntos de su cuerpo que más la excitaban—. ¡A mano liiimpiaaaa!
Pablo sintió que algo estallaba en aquel momento en su interior. Sus manos eran como témpanos de hielo sobre las palancas de dirección. Tomaba las curvas a demasiada velocidad, haciendo gruñir y rugir y chirriar los mecanismos. Se iba vaciando, se daba cuenta de que se iba vaciando de todo lo que hasta entonces había habido dentro de él. Y en su lugar solo quedaban el frío y la oscuridad. Y eso, se dio cuenta, era la lucidez. Uno puede pensar racionalmente sólo cuando está completamente vacío.
—Lo siento, Ana —murmuró—. Lo siento.
—Pablo —dijo Ana.
La carretera había dejado de ser una cinta plateada, era tan solo un trazo móvil e impreciso con su sangrante hilo rojo a la derecha.
—Estamos equivocados —dijo Pablo—. Nos engañamos buscando justificaciones a nuestros actos, sin saber que no existe más justificación que nuestro propio miedo a enfrentarnos con la realidad. Estamos vacíos, Ana. Nos han vaciado completamente, la sociedad nos ha vaciado, y ya no queda absolutamente nada dentro de nosotros.
—Pablo —dijo Ana.
—Wooldrich tiene razón. Ese condenado cerdo judío ha tenido siempre razón, solo que nosotros hemos sabido interpretarlo únicamente a través de nuestro propio miedo. ¿Qué importa lo que hoy hagamos, si mañana hemos de morir? Esta es la única filosofía válida de nuestro tiempo. Tendríamos que habernos dado cuenta de ello antes.
—Pablo —dijo Ana.
—Escucha —dijo Pablo—. Es la filosofía definitiva. Más efectiva que el licor, más efectiva que las drogas, más efectiva que cualquier otro derivativo de los que nos hemos empeñado en buscar. Es el olvido definitivo, ¿comprendes, Ana? Somos impotentes, pero tenemos en nuestras manos el poder de acabar con todo. ¿No captas lo que nos quiere decir Wooldrich, no te das cuenta de lo que ninguno de nosotros sabemos entender? No importa lo que hagamos hoy, no importa absolutamente nada.
—Eso —dijo Rosa con voz estropajosa, guiando la mano de Boni dentro de su sexo—. No importa nada.
El velocímetro rozaba los trescientos, el límite absoluto de velocidad. Pablo clavaba el pie en el acelerador, en un acto reflejo de su propia tensión interior. La carretera apenas se veía.
—Mira, Ana —dijo Pablo de pronto—. ¿Ves la carretera? Está llena de curvas, como nuestras propias vidas. Pero las curvas son los obstáculos que nos impiden seguir nuestro camino. Es mucho mejor la línea recta. Siempre ha sido así, siempre lo será.
—Pablo, por favor.
Allá delante, la carretera giraba bruscamente hacia la izquierda.
—La línea recta —dijo Pablo. Por primera vez en su vida, se sentía poseído por una absoluta lucidez.
—¡Pablo! —gritó Ana.
Intentó hacerle mover las palancas de dirección, pero las manos de Pablo eran como de acero. En el asiento posterior, hundiendo su mano en el cuerpo de Rosa, Boni le aulló al viento:
—¡Siiiií! ¡En línea rectaaaaa! ...
La curva estaba sobre ellos. Ana gritó. Pablo tenía la vista clavada al frente. Por primera vez se sentía completamente consciente de que estaba haciendo algo. Una leve sonrisa flotó en sus labios.
Apenas se oyó un tenue chasquido cuando el coche arrancó la protección. Por unos instantes avanzó en el aire, en una graciosa pirueta. El mar, bajo ellos, rugía quedamente en los acantilados. El coche quedó suspendido por unos segundos en el vacío, como sostenido por unos hilos invisibles, antes de caer dando vueltas de campana.
En el asiento trasero Rosa estaba gritando, y su grito era un grito de placer. Había alcanzado el orgasmo.
El inspector subió penosamente el último tramo del terraplén. Sentía una sensación desagradable en la boca del estómago. Tal vez el hedor de los cuatro cuerpos horriblemente quemados dentro del vehículo. O quizá, pensó con la fría lógica del policía, el hecho de que apenas acababa de cenar cuando recibió el aviso.
—Al menos iban a trescientos —dijo el agente que estaba examinando la valla rota—. Y no hay ninguna huella en el suelo. No frenaron. Ni siquiera giraron la dirección, nada...
—Tal vez se les agarrotó —dijo otro agente.
—No —murmuró el inspector, casi para sí mismo—. No se les agarrotó. —La experiencia le permitía afirmarlo sin temor a equivocarse.
Recordaba aún la visión de los cuatro cadáveres, las dos parejas, estrechamente abrazadas, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo en el momento supremo de la muerte. Y hubiera jurado que ninguno de los cuatro jóvenes había sentido en el último momento el menor miedo a la muerte inminente, sino tan sólo una laxitud, como una complacencia... Excepto tal vez aquella muchacha que iba sentada al lado del conductor, aquella linda muchachita que quizá no tuviera más de dieciséis años.
Se sentó cansadamente en el coche. Se sentía agotado. Era el tercer accidente al que había tenido que acudir aquella noche, todos de parecidas características. Incluso dudaba en calificarlos de accidentes. Pero, oficialmente, ¿qué otro nombre podía dárseles? ¿Qué otro nombre se atrevería nadie a darles?
—Deberían prohibirse esas reuniones de gente joven —dijo el ayudante, entrando en el coche tras él—, esas...Sesiones. Beben, se drogan, y luego...
No respondió. Ciertamente, eso es lo que diría el informe forense: en los cuerpos se hallarían rastros de alcohol y droga, y era muy fácil imputar un accidente como aquel al alcohol y a la droga. Era una forma como otra cualquiera de quitarse problemas de encima. Sí, de acuerdo, la escalada de la mortalidad juvenil estaba adquiriendo cotas alarmantes, pero eso era porque la juventud de hoy en día bebía y se drogaba. Eso al menos es lo que decían todos. Se estaba hablando de prohibir ya de nuevo ambas cosas...
—En mis tiempos estas cosas no pasaban —dijo su ayudante, que estaba empezando a pensar ya en su jubilación.
No, admitió el inspector. No pasaban. Pero entonces al menos la juventud tenía aún una meta, por remota que fuera, un lugar donde ir. Aunque luego sus esperanzas se hundieran en la mediocridad, sus proyectos fracasaran, su vida se estancara en la inutilidad y el vacío. De pronto se sintió tremendamente viejo y cansado. Hizo una seña al chófer para que regresaran.
En el camino de vuelta pasaron ante una casa de ladrillo rojo situada junto a la carretera. Unos años antes hubiera sido calificada de 'victoriana'; ahora tan solo era "una ruina'. Había media docena de coches aparcados ante su entrada. Se veían luces en las ventanas de abajo y en algunas del primer piso, y se oía música y risas. Una figura se agitó tras una de las ventanas del piso alto, haciéndole burlas a la noche.
—Mírelos —dijo el ayudante—. Se lo están pasando en grande. Están todos locos.
—Me pregunto —dijo el inspector reflexivamente— dónde está realmente la locura.
—¿Cómo dice? —preguntó sorprendido su ayudante.
El inspector pareció despertar repentinamente de un mal sueño. No respondió enseguida. Miró fijamente a la carretera. De pronto se había sentido culpable, por algo que no sabía exactamente qué era. Pensó que tenía tres hijos, y que el mayor había llegado ya a la edad de asistir a Sesiones, de hecho ya lo estaba haciendo. Se estremeció.
—No, nada —murmuró—. Pensaba que hoy también vamos a volver tarde a casa.