VI
De nuevo los pasillos, los interminables corredores que no llevaban a ninguna parte, todos ellos brillantemente iluminados; el abrir y cerrar de puertas de grandes salas, y cientos de hombres y mujeres trabajando en ellas, todos iguales, todos moviéndose a un mismo compás.
De nuevo la desorientación y el caos, el interminable periplo por el inmenso laberinto que es la Gran Ciudad, el gran maremágnum de su central nerviosa. De nuevo imaginar que aquel era el enorme monstruo inhumano que pretendía tragárselo, el gran remolino que lo atraía irremisiblemente hacia lo más profundo de su vórtice.
De nuevo una puerta cerrada. De nuevo transponer un umbral. Y de nuevo también, detenerse ante un hombre sentado junto a la opresión de una gigantesca pantalla cuadriculada.
Todo se repetía, sólo que un peldaño más arriba.
El Ordenador General de la Ciudad le vio entrar sin levantarse de su asiento. Sentado ante su gran pantalla, aguardaba. Le indicó una silla frente a él.
—Así pues, es usted el último 'ser libre' que queda en la Tierra. El último vagabundo. Es una gran experiencia conocerle, sí. Una emocionante experiencia.
Juan se sentó, pensando que para aquel hombre quizá no fuera más que un poco de distracción en la monotonía de una vida tan cuadriculada como aquella gran pantalla que lo impresionaba con su desconocido significado. Había miles de minúsculos microcosmos tras aquel deslustrado cristal subdividido en cientos de células. Preguntó: — ¿Qué es lo que controla usted?
El Ordenador Central se echó a reír.
—Siente curiosidad, ¿eh?
—Sí.
—Le advierto que una de las bases de la Nueva Organización es el hecho que nadie conoce nada más allá de su trabajo específico. Para mí, esto es solo una pantalla que de tanto en tanto me remite algún problema para resolver. Lo que haya más allá de ella no me importa.
—Entiendo —dijo Juan.
El Ordenador General seguía riendo.
—La Nueva Organización es algo maravilloso —dijo—. Es muy difícil crear una organización social tan perfecta y ajustada como la nuestra..., y lo hemos conseguido. ¿No cree que merezca un elogio?
—¿Quiénes son nosotros? —preguntó Juan—. ¿Quién hay detrás de la Nueva Organización? ¿Quién la ha creado?
El Ordenador General se alzó de hombros.
—No lo sé ni me importa —dijo—. Para mí, todos la hemos creado, pues todos formamos parte de ella.
Juan no respondió. No lo sé ni me importa. Nadie sabía nada, y a nadie le importaba no saberlo. Aquella era la suprema fuerza de la Nueva Organización: la ignorancia. Nadie sabía lo que había más allá de su propia máquina, y era feliz ignorándolo. ¿Alguien, alguna vez, había dicho que el pensar traía la infelicidad? Un hombre no puede desear algo que no conoce, no puede envidiar el puesto de alguien que no sabe lo que hace. Si se le asegura una subsistencia y un mínimo de comodidad, y sabe que nadie recibirá más de lo que recibe él por estar un peldaño más arriba, ¿para qué preocuparse?
Sí, era un magnífico sistema. El arte de no saber es a veces más difícil que el arte de saber. Pero, si se consigue mantenerlo, es también mucho más satisfactorio.
—Quiero hablar con alguien que pueda responderme —dijo Juan—. Necesito hablar con alguien que pueda dar una contestación concreta a mis preguntas.
—¿Con quién?
—No lo sé. Pero preciso conocer más sobre este mundo en el que se me quiere integrar. El Ordenador General movió dubitativamente su cabeza.
—Saber es algo que va en contra de los principios de la Nueva Organización. El saber trae consigo preocupaciones, y las preocupaciones impiden al hombre ser feliz.
—Quizás en el fondo el hombre no desee ser feliz. Quiero saber.
—Yo no puedo proporcionarle nada de lo que me pide. Y dudo que nadie pueda hacerlo. Lo único que está a mi alcance es integrarle en nuestro mundo perfecto. Tenemos un sitio para usted. Siempre hay un sitio para alguien más.
—Me niego a aceptar ese sitio.
El Ordenador General se sorprendió.
—¡No puede usted negarse!
—Sí puedo. Soy libre. Ustedes proclaman que en la Nueva Organización todos somos Ubres. Muy bien: amparándome en esa libertad, exijo el derecho de saber.
El Ordenador General dudó un largo rato.
—Está bien —dijo—. Lo intentaré.
Juan, acompañado de dos hombres, salió del gran edificio del Control Central de la Ciudad.
Las pistas peatonales estaban llenas de gente: gente que paseaba, gente que hablaba, gente que reía. Todos parecían iguales: todos iban vestidos con el mismo tipo de ropas, todos exhibían los mismos rostros inexpresivos, las mismas sonrisas estereotipadas. Juan deseó detener a alguno de ellos y preguntarle: ¿Es usted realmente feliz? Pero no se atrevió.
Subieron, él y los dos hombres, en un plateado disco de transporte rápido. El aparato se elevó hacia una de las bandas aéreas de circulación y partió.
Juan no sabía hacia dónde iban ahora. Salieron de la Gran Ciudad. Desde el aire, la Ciudad se veía como realmente era: un informe conglomerado de grandes edificios sin personalidad. A un lado, cerca del mar, podía verse aún un hueco inexplicable: el esbelto edificio de torres circulares que en otros tiempos, cuando aún existían las religiones, había sido un templo. Pero sus días estaban contados.
El disco de transporte avanzaba a gran velocidad. No importaba hacia dónde: sencillamente avanzaba. A los lados, a todo su alrededor, el paisaje era uniforme, una repetición de sí mismo: inmensos campos, grandes factorías. En algunos campos, enormes máquinas estaban empezando a recoger las cosechas. Sobre las máquinas, sentados en diversos lugares, muchas veces realizando una labor perfectamente inútil, varios hombres. Luego, en las factorías, los productos serían procesados, envasados, etiquetados, por eficientes máquinas a las que otros hombres prestarían su inútil colaboración, en un trabajo fraccionado del que lo desconocerían todo salvo su propia fracción.
Y así una y otra vez, en todas partes. A la derecha, a la izquierda, al frente, detrás. Inmensos cuadrados verdes cubriendo apretadamente la tierra, en un intento de cultivar cada vez más para abastecer a la población. Ganado hacinado en enormes barracones, engordando a toda velocidad para dejar paso a otros ejemplares. Y todo ello de horizonte a horizonte..., hasta el infinito.
Y el disco seguía avanzando hacia un desconocido lugar.
El hombre lo estudió con atenta mirada.
—Así que usted es Juan —dijo—. HZ.27364.V. Hace tiempo que lo esperaba.
Se hallaban en el interior de un gigantesco edificio cúbico, situado en medio de agrestes montañas, en uno de los pocos lugares donde lo accidentado del terreno había hecho que las máquinas terraplenadoras aún no hubieran llegado hasta allí. Las pistas rodantes convergían sobre él desde todos lados, bifurcándose múltiples veces, como una gran tela de araña que tuviera allí su centro geométrico. Aquel era el Eje Neurálgico del Gran Cambio, el Máximo Ordenador de la Nueva Organización. Allí debía residir la gran inteligencia que regía a todo el mundo y su nueva estructura, el gobernador general que controlaba toda la Tierra. El punto final de su larga búsqueda.
—Usted es el último vagabundo que queda aún sobre el planeta —dijo el hombre—: el último ser en este mundo que aún no había sido integrado en nuestra Nueva Organización. Es curioso verle finalmente aquí, frente a mí. Y satisfactorio. Juan notó con una extraña sensación que hablaba en pasado, como si diera ya por hecha su integración. Lo examinó. Era un hombre tan viejo como él mismo, y quizá más. Pequeño, delgado, de cabello completamente blanco, nariz aguileña y gruesos lentes, tras los cuales se movían nerviosamente unos pequeños ojillos. Sus manos eran finas, blancas y huesudas, manos acostumbradas a realizar trabajos delicados.
—Es curioso verle aquí por lo que representa —siguió el hombre—. Hace ya muchos años que había olvidado la palabra: vagabundo. Ahora deja algo así como un extraño sabor de boca el pronunciarla.
Juan se sentía impresionado por todo aquello que le rodeaba. El edificio era una enorme fortaleza. En el mundo actual, donde los ejércitos habían sido abolidos y las armas totalmente destruidas, existía aún una fortaleza albergando algo. Porque allí residía el amo del mundo, el ser que dominaba a todo el planeta.
El viejo de gruesos lentes e inquietas manos le miraba con curiosidad. Juan4e sentía traspasado por aquella mirada escrutadora, que no olvidaba nada en su examen, que nada perdonaba.
—El Ordenador General de la Ciudad me ha comunicado que usted sigue sin estar conforme, pese a todo, con nuestra Nueva Organización ni con nuestra forma de vida. ¿Puedo saber por qué?
Juan miraba a su alrededor. Estaban en una pequeña habitación, alta como un claustro, forrada interiormente con una tela de color oscuro que le daba un cierto aire de recogimiento. Allí el silencio era absoluto. El único mobiliario era una gran mesa redonda y quince sillas alrededor de ella. Sólo estaban ellos dos.
—No, tiene usted razón —dijo Juan—. No estoy de acuerdo en absoluto con su forma de vida. No, hasta saber sus razones.
—En la Ciudad conoció algunas.
—No. Me mostraron algunos detalles, pero no me dijeron el auténtico porqué de todo ello.
—El porqué. Esa palabra ya no se utiliza. Nadie pregunta el porqué de las cosas.
—Yo sí. El viejo sonrió.
—¿Seguro?
—Sí.
—Entonces, ¿quiere saberlo todo?
—Sí. Todo.
—Está bien: se lo contaré.