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LA azafata echó un rápido vistazo al pasaje sin dejar de sonreír, a pesar de que su estado de ánimo no era demasiado festivo.

«Dos tercios de las plazas, desocupadas. Como esto siga así, cualquier día la compañía hará un reajuste de plantilla, y nos pondrá de patitas en la calle. ¿Por qué no le hice caso a mi madre? Prepárate las oposiciones para funcionaria del Estado, me decía. Pero qué va; la niña quería conocer parajes exóticos, ver mundo, tratar a gente de todos los confines del Ekumen. Con lo tranquila que se está en una oficina… Catorce pagas, y viajar sólo por placer; qué envidia. Además, mis compañeros serían unos ordenadores bien educados, y no tendría que soportar a todo este ganado».

Trató de ocultar su desaliento. Los clientes de Orionair debían quedar satisfechos del viaje, por si acaso se daba la remota posibilidad de que quisieran repetir. Desgraciadamente, los transportes agrav estaban de moda, y los viejos reactores como el que ahora tripulaba no tardarían demasiado en jubilarse, a pesar del bajo precio de los billetes.

«Sic transit gloria mundi», se dijo, y se preparó para una nueva ronda, a ver si alguno de los pasajeros necesitaba algo. Pasó junto a media docena de sacerdotes de la Serena Sabiduría, en teoría ascetas, pero que la desnudaban con la mirada cada vez que se acercaba a ellos. El más viejo, sentado junto al pasillo, rezaba en tal postura que siempre dejaba el codo sobresaliendo del apoyabrazos, para ver si lograba rozarle un muslo o, con un poco de suerte, incluso el culo. En esta ocasión, la azafata lo sorteó mediante un ágil quiebro, siempre sonriente, y dejó frustrado al religioso. Eran muchos años de oficio, y se conocía todos los trucos. Sin embargo, todavía le molestaba aquella actitud, especialmente en los que presumían de virtuosos.

Hacia la mitad del fuselaje, junto a las alas, una familia normalita, de clase media, planeaba sus vacaciones. Los padres mostraban a sus hijos unos folletos de un parque de atracciones de Tropicalia y, claro está, no paraban de responder las preguntas de los pequeños (especialmente sobre el zoológico y el pasaje del terror). Mientras, hacían cálculos mentales; habían ahorrado durante varios años para dar ese gusto a los críos, pero no podían pasarse. La azafata experimentó una punzada de ternura; por enésima vez, pensó en sentar la cabeza y tener niños, pero encontrar otro trabajo más tranquilo no resultaba fácil. «Qué razón tenías, mamá; los auxiliares administrativos no saben lo afortunados que son».

Unas filas más atrás había una pareja de ejecutivos. Iban vestidos de manera informal, pero se notaba a la legua que eran ricos: ropa cara, envejecida por algún selecto diseñador de moda; movimientos seguros, rápidos; piel bronceada; aspecto saludable y, sobre todo, belleza, tanta como se podía comprar con dinero. Se preguntó por qué habrían escogido una compañía de segunda, como la Orionair. Puro y simple esnobismo, sin duda; de vez en cuando, los de su clase condescendían a honrar al común de los mortales con su presencia.

«Apuesto a que irán a la Zona de Simulación, a recibir una cura contra el estrés. Ojalá les pegaran un tiro de verdad».

La azafata les preguntó si deseaban algo, pero ni siquiera se percataron de su presencia, y siguieron discutiendo sobre algo incomprensible, pero que parecía muy importante. «Tanto ellos como yo sabemos que les importo un pimiento, pero al menos podrían molestarse en disimularlo». Disgustada, aunque sin dejar de sonreír, acabó su ronda y abandonó la cabina. De repente, se le ocurrió una idea malévola, pero muy divertida. Como iba distraída, en esta ocasión el sacerdote logró rozarle la nalga derecha, con lo que quedó satisfecho y dando gracias a Dios.