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EL sargento Dmitri Guderian enterró los restos del asado sin dejar huellas. Podía encarar la situación con optimismo. Un conejo había caído en una de las trampas, y las herramientas de pedernal demostraron su validez para desollarlo. Más difícil resultó encender fuego, pero en lo alto de unos peñascos pudo encontrar musgo y helechos secos, a los que redujo a un polvo tan inflamable como la yesca. Con dos palos, una cuerda, un improvisado arco hecho con una varita de sauce y una buena dosis de sudor logró encender una hoguera que apenas humeaba. El banquete con el que se regaló fue delicioso. De todos modos, su paladar no era muy exigente.

Acto seguido, lavó y preparó mínimamente la piel del conejo; no era cosa de despilfarrar sus magros recursos. También creyó conveniente practicar con la honda, así que se proveyó de cantos rodados en la orilla del riachuelo, eligió el tocón de un chopo como blanco y, tras un comienzo incierto, logró alcanzar una efectividad del ciento por ciento. Quedó gratamente sorprendido por la potencia que podía desarrollar un arma tan tosca.

Por fin se decidió a reanudar su viaje. Cualquier observador se habría sorprendido por el silencio de su marcha, así como por su habilidad para pasar desapercibido. Sin embargo, avanzaba a buen paso. Le habían entrenado para hacer más de sesenta kilómetros al día cargado de equipo, y ahora iba prácticamente con lo puesto.

Al cabo de varias horas de monótona marcha, llegó a un angosto paso donde el riachuelo quedaba encajado entre unas paredes dolomíticas. Pensó en meterse en el agua, pero como tenía tiempo de sobra, y no detectaba la presencia de posibles enemigos, decidió rodear el obstáculo. Justo entonces, un sexto sentido le hizo mirar a su mano derecha, que estaba apoyada en la pared. En ella había un punto rojo, diminuto pero nítido. Lo reconoció de inmediato como el telémetro láser de un arma. Se arrojó al suelo al mismo tiempo que oía un leve zumbido, y algo muy rápido y pequeño hacía saltar esquirlas en la roca.