Dos

Siempre supe que mi madre era diferente de mi padre y de mí. «A ella le soplan vientos diferentes», solía decir él, pero eso hacía que ella pareciera endeble, y yo la conocía mejor. Explotaba como un petardo cuando estaba furiosa, y lloraba como el Danubio cuando era feliz, pero siempre hacía exactamente lo que quería. Era alta y orgullosa, y extranjera sin remedio alguno, con los labios como un manchón escarlata y el pelo como una bandada de cuervos.

Pienso en ella y todo lo que veo es rojo. Rojo por la pasión, pues, diga lo que diga de ella, no puedo dudar de su vehemencia. Rojo por su flor favorita, las amapolas, cuyo significado era el recuerdo, pero también el derramamiento de sangre. Cosía hileras de pequeñas amapolas en los ruedos de sus faldas y en los puños de sus blusas. Y rojo de «¡Cuidado!». A cualquiera que se hubiera acercado habría que haberle mostrado ese aviso.

Yo al principio pensaba que todo eso pasaba porque ella era de otro país y nosotros no. Después conocí a otros húngaros, y nunca hubo nadie que se pareciera ni remotamente a Marika. Lo que significaba que, desde el principio, mi padre y yo nos vimos emparejados. No fue una alianza deliberada, sino inducida por el hecho de que no éramos ella. «Tu padre y tú sois como dos gotas de agua, me solía decir, y parecía que lo decía como un insulto», por la manera en la que la última palabra se deslizaba de entre sus labios.

Una vez, cuando yo era muy pequeña, no tendría más de cinco años, recuerdo intentar quedarme dormida sobre ella, pero los latidos de su corazón bajo mis mejillas me descentraron, perdí mi propio ritmo y empecé a respirar entrecortadamente. Y algunas veces la pillaba mirándome como si yo fuera un acertijo que ella estaba tratando de resolver. Yo me arriesgaba a mirarla a la vez, para asegurarme de que sabía que ella también era indescifrable. Incluso más tarde, cuando crecí y me gustaban las mismas cosas que a ella, las libélulas en el jardín al atardecer y los bailes húngaros, los paisajes de Zoltán Károly y la sopa fría de cerezas, siempre había cierta distancia entre nosotras. Era como si no estuviéramos destinadas la una a la otra.

Así que tuvo un cierto sentido que las cosas terminaran como lo hicieron, pues al final nos dejamos ir. Supongo que el orden natural volvió a su cauce. Eso es lo que siempre me he dicho en las noches en las que me despertaba enredada entre las sábanas, con la frente húmeda. Cuando me encontraba a mí misma deseando escuchar el sonido de su voz, sus gritos de sorpresa o de ánimo, dirigidos de una habitación a otra sin tener en cuenta paredes ni puertas. O el tacto de su mano en la mía, y sus anillos, brillantes como caramelos, que dejaban su impresión en mi piel. Siempre he dicho que todo ocurre por una razón, y ese razonamiento vacío me ha consolado más de una vez. Pero ya no me funciona, ahora no. En cambio mi mente se confunde y revolotea, como mosquitos atrapados en una cortina. No he sabido de ella ni la he visto desde hace catorce años. La única certeza que tengo ahora mismo es que está muerta.

Se fue por primera vez cuando yo tenía nueve años, en nuestro único viaje a Hungría como familia. Eso fue hace veintiún años casi exactos. Fue una desaparición que no tuvo nada de mágica, y recuerdo que pensé que las cosas no podrían ser peores. Por supuesto, me equivocaba.

En 1990 yo me llamaba Erzsébet, que es la traducción húngara de Elizabeth. Er. Zse. Bet. Se pronunciaba como si fuera una corriente de aire, una onda en el agua y una burbuja que explota. El hilillo de la lluvia en una cristalera, una repentina carrera y una caída. Para acortarlo, solo se cogía la parte melancólica: Erzsi. Un diente que faltaba, y una suave brisa pasando a través del hueco que dejaba. Ahora me llaman Beth. Y he disfrutado pensando que la th dejaría perplejos a los húngaros. De alguna manera me enorgullece ser impronunciable.

En aquel entonces, todavía llamaba madre a mi madre. Todavía no había decidido que Marika era más apropiado. Eso pasaría un año más tarde, una rebelión que me apetecía mucho, y me sorprendió y me fastidió ligeramente que a ella no le importara.

Yo sabía lo que había pasado en su vida húngara. No recuerdo que me hicieran sentarme y me lo contaran en orden, no había páginas que pasar, como si fuera un álbum de fotos, pero de todas maneras yo conocía su historia. Nació en Hungría, maullando como un gatito y envuelta en una piel de cordero. Cuando tenía diez años, los tanques soviéticos entraron arrasando Budapest, así que sus padres se la llevaron rápidamente de allí. Dejó su país y a sus amigos atrás, siguiendo a su madre y a su padre hasta Inglaterra, con sus setos geométricos y su puré con grumos. Pasó su juventud en las oscuras habitaciones de las casas que pertenecían a otros húngaros nostálgicos. Se sentaba con sus largas piernas cruzadas y observaba, retorciendo con los dedos sus largas trenzas, mientras ancianos contaban cuentos antiguos de la vieja patria, con las palabras acribilladas de licor y bocanadas de humo. Llevaba un pequeño broche enganchado en la pechera con forma de corazón, y cintas rojas y verdes en el pelo.

Una vez me enseñó la fotografía de mis abuelos, muertos hace mucho, un pequeño recuadro en blanco y negro con dos figuras tiesas comprimidas en un marco. La mujer tenía una mata de pelo blanco, el hombre llevaba un sombrero calado de tal manera que ocultaba parte de su rostro, y ambos tenían carbones en vez de ojos. Guardaba la fotografía en el cajón de su ropa interior, y de ahí sacaba el aroma a algodón fresco, que enmascaraba el olor a viejo y a telarañas. Solo me dejó verla una vez o dos, y la guardó como un celoso secreto.

Inglaterra la acogió y la educó, le envió una llovizna y la ciudad de Oxford, con sus disciplinados patios interiores y sus altivos chapiteles. Trabajaba aquí y allá en bibliotecas, deambulando entre los estantes con la mirada perdida, estampando sellos en los libros con furia, llegando a casa con los pulgares manchados de tinta. Dijo que siempre había querido otra cosa, y ahora tiene cierto sentido. A lo mejor era más fácil perder todo lo que eras si ya desde el principio lo habías tenido muy claro.

Decidimos viajar a Hungría el año posterior a que derribaran el Muro de Berlín. Lo habíamos visto en la televisión: gente manteniendo el equilibrio sobre el Muro, como si se agolparan en las gradas más altas en un partido de fútbol, con los puños alzados hacia el cielo. La noche de Berlín parecía irreal; entretanto, las piquetas resonaban y las piedras se derrumbaban bajo las brillantes luces. Recuerdo la palabra «Libertad» pintada con un espray de color blanco, y los ojos de mi madre mientras sus labios repetían lo mismo en húngaro: Szabadság. Vio la valentía salvaje de la revolución, los actos desesperados y de corazón de la gente que creía en el cambio. Al lado de ella, en el sofá de nuestra casa de Devon, sentí la presión de su codo en mi costado, observé cómo sus pies se arqueaban en sus zapatillas rosa. Yo tenía un tazón de sopa de tomate y escondí la cara en él. Mi padre se levantó para hacer té.

La primavera siguiente llegó una carta. Venía en un sobre arrugado de color crema, y tenía una esquina llena de sellos extranjeros. Mi madre se abalanzó sobre ella y devoró su contenido con un ansia que había olvidado que tuviera. La llevaba a todas partes, doblada en el bolsillo de su delantal o marcando las páginas en un libro. El sobre tenía las manchas de sus dedos. Dijo que era de unos antiguos amigos de sus padres, invitándola a ella, y también a nosotros, a quedarnos con ellos en su casa del lago, que se llamaba Balatón.

—Debemos ir —dijo—. Nuestra historia es importante.

Historia, para mí, significaba las ilustraciones de hombres con coletas y flechas, grandes barcos alejándose gracias a sus cien remos, y un viaje para ver la famosa cabeza reducida en el museo de Exeter. Parecía un terrón de abono, o una raíz nudosa a la que habían dado una patada en el suelo de un bosque. Cosas remotas y lejanas, y para verlas pagabas una entrada y después te ibas, o cerrabas el libro. La historia no te seguía. No tenía derechos sobre ti.

Inmediatamente después fue como si hubiera otro ritmo en la casa. Un ritmo extranjero, desbaratando todas las cadencias normales, trayendo consigo bocanadas de agua cenagosa y molestas rapsodias de gozo y de pena. Mi madre se convirtió en una persona distante y desconcertada. La cena a menudo se servía tarde, y una noche echó a perder la sopa porque le echó tres puñados de guindillas picadas en vez de pimientos. Acabamos tirándola en el jardín, una picante sorpresa para los gusanos, y como recompensa nos dio bocadillos gigantes rellenos de pasta de pescado, con un puñado de patatas Hula Hoops como decoración. A mí no me importó, me gustaba la pasta de pescado, pero mi padre arqueó las cejas y le dio la vuelta al bocadillo, antes de comérselo a pequeños mordiscos. Más tarde le oí decir que la cabeza de mi madre solo tenía una cosa dentro en ese instante, y que no había espacio para nada más. Me quedé pensando en esa explicación, sin estar muy segura de si era lo que él pensaba de verdad, pues no parecía que se lo hubiera dicho a nadie en especial, a no ser que fuera a la manga de su camisa o a las páginas centrales del periódico.

Una vez que confirmamos el viaje para las vacaciones de verano, mi padre hizo a regañadientes lo que más le gustaba: planearlo meticulosamente. Deambulé hasta la sala de estar, donde él estaba sentado, estudiando detenidamente un mapa que parecía cubrir por completo la superficie de la mesa. Tenía una lupa de aumento, y estaba anotando cosas con letra pequeña y apretada en un cuaderno forrado de cuero. Me dejé caer en una silla y apoyé los codos en Polonia.

—El Telón de Acero —dije, para anunciar mi llegada—. No creo que sea un telón de verdad.

Alzó la vista.

—No nos lo podemos ni imaginar, Erzsi.

Pero yo sí podía. Vi lo que quedaba de la cortina de hierro como ondeantes jirones y fragmentos metálicos, ojales gigantescos que llegaban hasta el cielo y limaduras flotando en el aire, que dejaban mal sabor de boca. Decidí llevar caramelos de menta.

Es curioso cómo pasa el tiempo. Tres semanas más tarde, y estábamos inmersos en un paisaje que parecía encontrarse a muchos kilómetros de las ordenadas líneas del mapa de mi padre, y de las marcas que yo había trazado con la punta del dedo en la seguridad de nuestro salón. Se nos fue calando el coche por los pueblos franceses, y aceleramos en la autovía alemana, cruzamos ríos bravíos y atravesamos praderas de montaña, para acabar en la polvorienta frontera austriaca. Cuando llegamos a Hungría, con la ayuda de nuestras matrículas occidentales para pasar más allá de los guardias fronterizos con bigote y pistoleras torcidas, mi madre se dio la vuelta para mirarme. Su cuello estaba rojo por ambos lados, y eso significaba nervios o entusiasmo, o las dos cosas.

—Esto es Hungría, estamos en casa —dijo.

Le ofrecí una pequeña sonrisa, y miré con abatimiento por la ventanilla. «¿En casa?». No se parecía en nada. Estábamos en un país totalmente diferente. Un lugar en el que ponis con pesadas cabezas tiraban de tartanas, y pilas de objetos de cerámica pintados se amontonaban a los lados de la carretera como si los hubieran descargado allí. Vi una bandada de cigüeñas que volaban bajo, pájaros de aspecto extraño con las alas encorvadas, arrastrando sus largas patas tras de sí. Me encontré echando de menos el brillo pulido de los pueblos austriacos, con sus geranios domesticados y sus lujosas zapaterías. Y Francia, con sus hipermercados que olían a queso y a pollo asado en espetón, y sus cafeterías de gasolinera, donde te podías comer un plato de patatas fritas muy finas mientras mirabas el aparcamiento. Pero, más que nada, anhelaba Harkham. Pues casa era la puerta azul de nuestro hogar con el llamador con forma de cabeza de león, el crujido de la madera en el tercer escalón, la caja de galletas con rosas dibujadas en el estante más alto de la despensa. ¿Cómo podía mi madre renunciar a tales cosas básicas? Pensé en la ropa que no me había llevado, mis deportivas bajo la cama, el cazamariposas de color azul en la puerta trasera. Y mis padres, sentados juntos en el sofá, viendo cómo se caía un muro en la televisión.

Cuando llegamos al lago Balatón, recuerdo haber gritado. Había estado estirando el cuello desde mi asiento los últimos quince kilómetros, buscando un poco de azul, y de repente ya lo teníamos allí. La Hungría que nos había prometido mi madre, la Hungría de la que nos había hablado por las mañanas, haciendo que llegara tarde al colegio, y por las tardes, mientras las cenas se quemaban en el horno. Balatón. Ochenta kilómetros de largo y quince de ancho, era más un mar que un lago. Una tremenda extensión de agua brillante, más grande que en mis sueños. La orilla estaba llena de infinitas y originales viviendas, hoteles de una planta, torres de apartamentos construidas en la década de 1960 con cortinas amarillentas y toldos descoloridos, y casas particulares con letreros hechos a mano que decían: Zimmer frei, anunciando habitaciones libres en alemán. Había cafeterías con sombrillas en las que se podían ver los logos de exóticos refrescos, terrazas a la sombra con enredaderas de parras y vallas de mimbre, y pizzerías recién construidas con nombres que parecían occidentales. Los quioscos vendían periódicos con la letra pequeña, bolas de goma que botaban muy alto y helados de colores vivos, y los vendedores de sandías llevaban camiones descubiertos y apilaban las sandías en la parte de atrás, verdes y redondas.

Nos quedamos en un nyaraló, que es la palabra húngara para casa de vacaciones. Recuerdo haber enrollado la lengua al pronunciar por primera vez esta palabra. Mi boca se sentía floja al hacer rodar las consonantes. Un picor en la garganta significaba que lo estaba haciendo bien, y tosía. El nyaraló pertenecía a Zita y Tibor Szabó, los amigos que le habían escrito a mi madre.

Pensé en nuestra llegada. Mi padre espantando una mosca y enjugándose la frente, los pies de mi madre descalzos sobre la tierra, y ella respirando el aire perfumado. Había pasado los veranos de su infancia en el Balatón, y siempre hablaba de esa gran masa de agua, el mar húngaro. Me imaginé a una joven Marika corriendo con sus largas piernas hacia el lago, las sandalias que golpeteaban levantando el polvo.

La casa del lago quedaba apartada de la carretera, en una fila continua de residencias vacacionales y viviendas de fin de semana, en un lugar llamado Balatonfenyves. Era una casa puntiaguda, de las que un niño podría dibujar con un lápiz de colores en rápidos trazos. Escondida detrás de una hilera de esmirriados abetos, tenía un techo rojo y oxidado, con las tejas en un ángulo muy inclinado, con paredes de cemento encaladas. Había un balcón en el primer piso hecho con cristaleras de vidrio amarillo y perforado, donde colgábamos nuestros bañadores chorreantes y nuestras estridentes toallas al final de cada tórrido día. Frente a la fachada había un enlosado irregular, con las grietas llenas de hierbas y salpicadas de flores solitarias. En las largas horas de las tardes en las que el sol pegaba muy fuerte, jugaba a la rayuela sobre esas losas, el cemento de un blanco cegador, mi sombra brincando. El jardín, un terreno apartado en un lateral trasero, terminaba en una maraña de tallos de maíz maduro enredados en vides colgantes. Terminé apoderándome de esa parcela, explorándola a través de las hierbas altas. Escribí mi nombre con cenizas frías que esparcí.

Pasamos un poco menos de dos semanas en la casa del lago, y sin embargo ha permanecido conmigo, sin alterarse, a través de los años.

Me pregunté si la ballena inflable todavía estaría en la caseta del jardín, con un parche de los de reparar pinchazos. Una vez, al alba, trepé a su ancha y resbaladiza espalda para flotar en la superficie brillante del lago. Llamé a mi madre y a mi padre, que estaban en la orilla, hasta que me fui a la deriva y acabé detrás de unos cañaverales, y ya no les vi. Solo se oía el agua agitarse con los pedales de un bote que pasaba por allí, y solo se veía un disco volador lejano que habían lanzado de tal manera que parecía que cortaba el mismo sol.

Y su olor. Todavía perdura, en los pliegues de mi piel. A pimentón y carne friéndose, un detergente extraño en el cuarto de baño y el calor sofocante cuando las puertas acristaladas se cerraban a la hora de dormir.

Zita y Tibor Szabó conocían a mi madre desde que era pequeña y vivía en un bloque de apartamentos en Budapest, muy cerca de las aguas del Danubio. Marika dijo que recordaba que había tomado con ellos grandes tazones de sopa de pescado en la mesa de la cocina de sus padres. Zita traía porciones de su famoso pastel de miel enrolladas en su delantal, en cuyos pliegues escondían pegajosas migas. Tibor y su padre cascaban nueces juntos, sentados en el estrecho balcón. Tiraban los trozos de cáscara al patio, y de vez en cuando le daban una, que la pequeña Marika cogía como si fuera un beso; un sabor a madera con un regusto metálico. A mí me sonaban como los recuerdos más viejos: borrosos pero vigorosos.

Los Szabó casi parecían ancianos ingleses, pero no tanto. Como si en el último minuto alguien hubiera cogido un par de tijeras y les hubiera cortado el pelo de manera extraña, y hubiera llevado un camión lleno de retales para vestirlos. A Zita el pelo blanco le llegaba hasta los hombros, y vestía largas batas de algodón y unas chanclas que hacían mucho ruido. Tibor era tan alto como un gigante, y parecía preferir estar siempre con su bañador, brillante y negro, y la barriga asomándose redonda por encima de la cinturilla. Su cabeza estaba recubierta de pelusilla rubia y su barbilla era tan suave como la de un bebé. Fueron muy amables y cariñosos con nosotros, tarareando y cantando, y pellizcándonos las mejillas, con tal familiaridad que a mí me divertía y a mi padre le avergonzaba. Marika, por su parte, estaba encantada. Brillaba en su presencia, al mismo tiempo humilde y embelesada, como si ellos tuvieran un secreto que esperara descubrir algún día.

Para darnos la bienvenida a Hungría, los Szabó organizaron una pequeña fiesta. Invitaron a sus amigos, muchos de los cuales conocían a mi madre de cuando era pequeña, y recordaban a sus padres con sonrisas tristes y miradas ausentes. Zita y Tibor se enorgullecieron mucho de las nueve o diez personas que habían conseguido reunir, y mi madre se emocionó. Estrechó sus manos y les plantó besos en las mejillas, con mucha intensidad. Los ancianos zurearon como palomas regordetas.

La más fastidiosa de los invitados era una mujer llamada Marcie. Mi madre la había conocido de muy pequeña, y no parecía que Marcie hubiera madurado mucho desde aquel entonces. Vivía en el apartamento debajo del de mi madre, y habían jugado juntas en el patio del bloque, haciendo girar sus combas y agachándose para pasar por debajo de la ropa puesta a secar, con sus gritos rebotando en las cuatro paredes que las rodeaban. Marcie era bajita, una canija con una mata de pelo rubio y la boca rosa como una cereza. También era muy ruidosa, y se llevó a mi madre consigo como si fueran viejas cómplices. Insistía en brindar con los vasos cada vez que tenía ocasión, y cuando no se estaba pavoneando, se ponía a susurrar furtivamente, llevándose la mano a la boca como si imitara a los dibujos animados. Y nos ignoró a mi padre y a mí casi por completo.

No era cualquier tipo de fiesta, era una fiesta szalonna. Lo suyo era sentarse en círculo, y tostar pedazos de carne en forma de abanico sobre el crepitante fuego. Todos tenían su propio palo, y justo cuando la grasa estaba brillante y se empezaba a derretir, cogías un trozo de pan y lo depositabas encima, echándole pimentón, sal y pimienta; después te lo comías rápido y te quemaba la boca. Los adultos adormecían sus lenguas con licor, en botellas de un líquido transparente con etiquetas caseras, lo que hacía que rompieran a cantar canciones escandalosas y que las lágrimas saltaran de sus ojos.

Mi madre se sentó al otro lado de la hoguera, en medio de todos los húngaros y con Marcie a su lado, cruzando y golpeando sus palos sobre las llamas. Ella era la guapa, la elegante, cuya risa era limpia y clara, y se oía por encima de todas las demás. No pude evitar sentir que estaba rodeada de personas que creían que tenían algún derecho sobre ella. Y vi que mi madre, a cambio, reclamaba algún derecho sobre ellos. En su compañía, ella parecía representar algo más allá de la niña de diez años, la que se había ido de Hungría hacía mucho tiempo. Era ella quien había vuelto. Tenían un interés muy pasajero por su pequeña hija inglesa y por su discreto marido. Hablaron de amigos de hacía tiempo y volvieron a contar viejas bromas ya gastadas. Chillaron de alegría y se abrazaron entre todos, acogiendo a mi madre como si fuera uno de ellos. Les observé desde el otro lado de la fogata. Vi que a mi padre se le caía su trozo de szalonna, y cómo removía las cenizas con su palo para buscarlo, mientras con una mano espantaba los mosquitos. Rogué para que nadie más se hubiera percatado de su fallo. Me sentía con ganas de gritar muy fuerte, pero ¿qué habría podido gritar? ¿Que no se estaban siguiendo las normas convencionales? Que nadie debería ser feliz tan rápidamente, o estar tan ocupada con sus besos, sus brindis y sus suspiros, como si fuera un día de fiesta cuando no lo era en absoluto. Era un día como cualquier otro. ¿Qué estaría haciendo todo el mundo en Inglaterra?, me pregunté. Probablemente, cosas agradables, rutinarias. Visitar el estanque de los patos y renovar los libros de la biblioteca. Comerse piruletas de naranja, pero llevar todavía vaqueros porque el sol no calentaba tanto.

Siempre he creído que fue en la fiesta szalonna cuando mi madre decidió que quería quedarse en Hungría. Que su vida debería transcurrir allí, no en la casa de Harkham con nosotros. Porque, después, la vida en la casa del lago pareció desviarse de rumbo. Todavía quedaban las excursiones para ir a nadar, el holgazanear en las desvencijadas tumbonas bajo los pinos, los paseos a la tienda con el calor polvoriento para comprar sandías gigantes y cajas de helados de cereza. Pero había algo más en el aire. Zita y mi madre se enzarzaban en largas conversaciones susurradas en la cocina, al lado del calor del horno. Sus voces se alzaban, y se volvían a callar rápidamente cuando yo aparecía en el marco de la puerta, aunque yo no podía entender ni una sola palabra de lo que estaban hablando. Mi madre iba por ahí como si fuera una niña a la que hubieran castigado. Se mordisqueaba las puntas del pelo y se escabullía de las habitaciones.

Mi padre y yo nos mantuvimos al margen mientras todo eso pasaba. Íbamos a nadar al lago. Chapoteábamos y salpicábamos mientras nos abríamos paso por el agua tibia, con el barro gris rezumando entre los dedos de los pies, y decidí que era un buen momento para preguntarle algo que me había estado incordiando.

—¿Está triste mamá? —dije.

—¿Triste? No. ¿Por qué dices eso? No sé si triste es la palabra. Aunque supongo que es muy emotivo para ella, venir aquí de esta manera, después de todo este tiempo. Siempre se ha sentido muy ligada a Hungría, creo que ha deseado volver toda la vida. Esta fue su infancia, ya lo sabes, Erzsi. Nunca olvidas tu infancia.

Observé a mi padre. Siempre hablaba en voz baja y sin prisa, pero ahora más que nunca. Y parecía que se lo decía más a sí mismo que a mí, por la manera en la que movía la cabeza al hablar, la manera en la que gesticulaba con las manos para encontrar la palabra correcta.

—Necesitamos darle algo de espacio —dijo—. Creo que así es como se dice ahora.

Había algo en su tono a lo que me aferré.

—Parece diferente —dije.

—Siempre ha sido diferente. —Soltó una risa breve—. Vamos, pequeña Betty, enséñame cómo nadas a crol.

Empecé a nadar para él, pero mis brazadas eran más de perrito y mi mente no paraba de dar vueltas. Mi madre estaba diferente, y no eran imaginaciones mías. Su pelo parecía más oscuro y más libre, su mirada más profunda. Y su voz era irreconocible, pues subía, saltaba y embrollaba una sucesión de frases incomprensibles. A veces se olvidaba y se volvía hacia nosotros pronunciando las mismas palabras extrañas. Cualquiera hubiera podido ver que algo en ella había cambiado. Mi padre seguía siendo el mismo, por lo menos, pero fuera de su medio. Incluso parecía débil, con las piernas blancas metidas en bermudas que todavía llevaban los pliegues de lo recién comprado, el cuello y los antebrazos de un tosco rojo debido al sol que había atravesado el parabrisas mientras conducía el coche con precaución todo el camino hasta Hungría.

Un grito desde la orilla interrumpió mis pensamientos. Oí la voz, al principio sin reconocer mi nombre, Erzsébet, cada sílaba me parecía extraña, emitida por una lengua extranjera. Mis pies buscaron el suelo y lo encontraron. Zita y mi madre estaban en el embarcadero, saludándonos con la mano. Las imaginé liadas en una de sus discusiones, trayendo sus debates hasta el lago y buscándonos a nosotros dos para su entretenimiento. Y lo hicimos. Mi padre y yo las saludamos también, y después nos acercamos hasta la orilla, levantando con nuestros pasos el agua, que caía a nuestro alrededor como una lluvia plateada.

Los días que siguieron nos encontraron intercambiando miradas cómplices cada vez más frecuentemente, nuestro propio lazo se estrechaba mientras mi madre se perdía con los Szabó. Mi padre murmuraba: «Estos húngaros locos…» cuando nadie miraba, y yo tenía que mandarle callar, sacudiendo la cabeza hasta que el jardín daba vueltas. Vi que mi padre posaba suavemente la mano en el brazo de mi madre y le decía:

—No tenemos que quedarnos. Sé que son los amigos de tus padres, pero si es demasiado…

Como si estuviera intentando traerla otra vez a nuestro lado. Pero ella le miró como si hubiera dicho una tontería o sugerido algo de lo más ridículo.

—Pero ¿qué estás diciendo, David? ¿Estás bien? —preguntó, como si fuera él el que se estuviera volviendo loco.

Se decidió que pasaríamos unos cuantos días en Balatonfüred, un balneario al otro lado del lago. «Para romper la monotonía», dijo mi padre. No había ironía en su comentario, no por aquel entonces. Zita y Tibor nos despidieron desde la veranda, Zita llevándose un pañuelo a los ojos, Tibor dándose la vuelta para entrar en la casa. Su tristeza me pareció melodramática, pero me sorprendí a mí misma derramando lágrimas calientes en cuanto el motor arrancó. Condujimos por la carretera del lago y yo me quedé mirando fijamente por la ventanilla trasera. Nadie se dio cuenta de que estaba llorando.

¿Por qué nos tomamos la molestia de ir a Balatonfüred? ¿Creía mi madre que se sentiría de otra manera si estaba en un lugar diferente? Nunca se lo pregunté, ni siquiera cuando tuve la oportunidad. Quizás por aquel entonces ya no parecía importante. Echando la vista atrás, fue como si estuviera intentando cortar con nosotros, del modo más torpe posible. Y nosotros continuamos acompañándola, obstinadamente, tratando de disfrutar de nuestras vacaciones, pero fallando de manera estrepitosa. La felicidad que disfruté estuvo hecha de momentos robados, el tibio beso del agua del lago mientras me metía, el zumo dulzón cuando mordía un trozo de melón, el primer escalope vienés que me comí; dorado y grande, ocupaba todo el plato. El conjunto de todo no me hacía sentirme a gusto. No me fiaba, pero todavía no sabía por qué.

Balatonfüred era famoso por un festival de vinos que ocupaba el elegante malecón bordeado con árboles. Cuando llegamos, la orilla estaba abarrotada de gente, y el aire estaba lleno de música y de risas. A mí me dieron una mazorca clavada en un palo, con mantequilla y sal, y una ristra de salchichas con la mostaza ya echada. Paseamos entre la multitud, mi padre y yo cogidos de la mano, dándonos prisa para seguir el paso de mi madre. Hacía amigos con facilidad, deleitando a la gente con su húngaro fluido, aunque con acento inglés. Al final ya no se daba la vuelta para traducirnos las conversaciones a mi padre y a mí. Nos olvidó. Mi padre adivinó que me estaba impacientando, así que me preguntó si quería irme hacia el lago, y mirar las luces del otro lado. Le di a mi madre en el codo, y le pregunté si se quería venir con nosotros.

—No, id vosotros dos —dijo, apartándose el pelo de los ojos—. Yo me quedaré por aquí.

—Por favor, ven —le rogué.

Negó con la cabeza. Sonrió, y posó su fría mano en mi mejilla.

—Estás muy caliente, Erzsébet. Creo que te ha dado demasiado el sol.

—Me siento un poco rara —me quejé.

—Ve hacia el agua —dijo—, puede que haya más brisa allí.

Repentinamente me abrazó. Me dejé mimar y le dije a su cabello:

—¿Estarás aquí?

—Sí. Ten cuidado. Y quédate con tu padre.

Bajamos a la orilla, pero no me gustaba el lago de noche. Los mástiles de los barcos se entrechocaban, y del agua surgían extrañas sombras, y soplaba un viento agitado que no estaba allí durante el día. No nos quedamos mucho. Pero para cuando volvimos a la fiesta, mi madre no estaba en ninguna parte. Pensamos que se habría ido por ahí y se habría quedado con un grupo nuevo; esperábamos verla en brazos de otra cariñosa anciana húngara, o acariciando las barbillas de bebés regordetes, pero no estaba en ningún sitio. Recorrimos todo el paseo marítimo, arriba y abajo, pero al final lo único que pudimos hacer fue volver al hostal.

La lámpara de los escalones de la puerta principal estaba encendida, y un círculo de mosquitos y polillas volaban bajo ella. Mi padre buscó la llave en el bolsillo, mientras yo me daba la vuelta y miraba hacia un lado. No sé qué fue lo que me hizo fijarme, pues el jardín estaba a oscuras y la única luz provenía de las pequeñas bombillas que salpicaban los contornos del césped. Pero me di cuenta de algo. Una presencia, en la terraza. Miré fijamente, y después tiré de la manga de mi padre. Era el perfil inconfundible de mi madre. Estaba sentada dándonos la espalda, hacia las vistas, que de día estaban llenas de árboles, tejados de hoteles y una franja de lago al fondo. Por la noche no se veía nada, y parecía como si estuviera contemplando el mismísimo confín del mundo.

—Entra —me dijo mi padre con voz queda—. Yo te alcanzaré luego.

A la mañana siguiente los tres desayunamos juntos en la terraza. Me senté enfrente de mis padres, observándoles por encima de mi tostada con crema de chocolate. Les dediqué una sonrisa amarronada a los dos, pero no me estaban mirando. Mi madre parecía más sombría que de costumbre, tenía algo que ver con sus ojos, y el pelo le colgaba en rizos húmedos a causa de la ducha matutina. A su lado, mi padre era un fantasma blanquecino, con el cuello un poco enrojecido, como si se hubiera quemado, o con ira contenida.

Si hubiera sido mayor, o más valiente, creo que habría dicho: «Nos diste un buen susto ayer, mamá». Lo habría soltado de esa manera despreocupada que los adultos podían adoptar si querían. Pero no me atreví. Porque algo no iba bien esa mañana; la noche anterior no se había ido del todo. Era el modo en el que mi madre se echaba el azúcar en el café, con la cuchara haciendo ruido, cayéndosele un poco en el mantel. Y la forma en la que se sentó mientras se lo bebía, muy rígida, y sujetándose lentamente con los dedos un mechón de pelo suelto, metiéndoselo tras la oreja.

Fue mi padre quien habló al final:

—Mira qué plan, Erzsi. Tú y yo nos vamos a pasar un día en la playa. Marika tiene algunas cosas que hacer en el pueblo, así que solo seremos nosotros dos. ¿Qué te parece?

Marika. Jamás la llamaba así. Por lo menos, no hablando conmigo, no cuando lo que él quería decir era «tu madre».

—No te importa, ¿verdad, Erzsi? Que me vaya por mi cuenta —preguntó.

—¿No puedes venir con nosotros? —pregunté yo.

Mi madre negó con la cabeza.

—Lo siento —dijo mientras se frotaba las sienes con las manos.

Mi padre se puso de pie, arrastrando la silla por el enlosado. El sonido pareció asustarle, puesto que se sobresaltó y de repente pareció muy pálido.

Fuimos a la playa, y pagamos unos cuantos florines para pasar la verja de hierro y sentarnos en un césped bien cuidado, mientras un socorrista con pantalones cortos rojos y camiseta blanca patrullaba sin ganas. Visto desde la abarrotada playa, el lago parecía diferente, no como la franja de agua que se divisaba desde la casa Fenyves.

—No sé si quiero bañarme —dije, observando la orilla repleta de niños y adultos, salpicándose y dándose empujones—. Creo que casi preferiría quedarme aquí.

—Ay, vamos —replicó mi padre. Se quitó la camiseta y puso las manos en jarras—. Ya estoy preparado.

Pensé en lo blanco que estaba, su pecho del color del pollo crudo, cuando todo el mundo a nuestro alrededor estaba dorado y tostado. Al final le cogí de la mano y juntos caminamos hasta el agua. «Estamos dando la nota —pensé—, no pertenecemos a este lugar en absoluto».

Volvimos al hostal un poco después de las tres. Mi madre nos sorprendió a los dos, pues estaba en la recepción, sentada en una de las sillas de mimbre acolchado. Tenía una bolsa a los pies.

—Hola —dijo, levantándose mientras entrábamos.

—Hemos comido algodón de azúcar —me apresuré a contarle— y un helado. El mío sabía a melón, y tenía pasas.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿Y estaba bueno? ¿Te ha gustado?

—Me he puesto mala después —dije—. Pero a lo mejor ha sido el sol. ¿Qué es esa bolsa?

—Sí, ¿qué es esa bolsa, Marika? —inquirió mi padre.

Mi madre le echó un rápido vistazo a la recepcionista, que desapareció en la oficina de la parte trasera, mientras cruzaba los brazos sobre su torso.

—Yo… me voy a ir un tiempo. Es…, es como te dije la pasada noche, y esta mañana, no puedo… evitarlo.

—¡No has dicho nada esta mañana! —grité.

—David, es todo lo que dije. Tengo que hacer esto. Lo siento, lo siento mucho.

Parecía que fuera a llorar entonces. Se enderezó, así que su pecho y sus hombros estaban más altos de lo habitual, al igual que su cuello, como si se los hubieran estirado con cuerdas. Se pellizcó el puente de la nariz. No era como una madre tenía que ser.

—No pensaba que lo dijeras en serio —oí que le comentaba mi padre—. Lo has dicho antes, unas cien veces.

—Lo decía en serio.

—Pero ¡no dijiste nada! —volví a gritar, girando la cabeza para mirarlos a los dos, preguntándome por qué no me escuchaban.

Vi que mi padre se secaba las manos en los pantalones.

—No voy a hacer esto aquí —dijo, mientras el teléfono de la recepción empezaba a sonar.

—No hay nada más que hacer —le respondió mi madre—. Lo siento mucho.

Me di la vuelta y caminé unos cuantos pasos. Me quedé dentro, pero me puse a mirar por la puerta acristalada, y empujé con la nariz la verde mosquitera, que tenía los bordes sueltos. Contemplé el jardín, con su sendero curvado y los focos marcando sus contornos. Oí el teléfono que sonaba y el silencio de mis padres, y conté las losas del pavimento, blancas por el sol. Recordé el susurro furioso que me había despertado una noche en la casa del lago. Me había agitado y me había dado la vuelta, durmiendo mal. Había oído el murmullo que decía: «Nunca podrías ser feliz aquí. No creo que pudieras ser feliz en ninguna parte, y tú también lo sabes». Después la noche se me había vuelto a tragar. Por la mañana lo había olvidado del todo. Pero ahora lo recordaba, con una claridad asombrosa.

—Erzsi —me dijo mi madre en voz baja—. ¿Podrías salir conmigo, por favor, cariño?

Esperé un momento, antes de darme la vuelta, y cuando lo hice vi que las caras de mis padres estaban húmedas de lágrimas. Sus mejillas brillaban y sus bocas estaban ligeramente entreabiertas. Con una luz diferente hubieran parecido casi felices. Pero yo ya no estaba confusa. Sabía exactamente lo que estaba ocurriendo. Asentí y la seguí cuando salió. Poniendo mis pies justo donde habían pisado los suyos, como si hubiera dejado huellas.

Sencillamente, Hungría era su hogar y ella lo echaba de menos. Así fue como me lo explicó esa vez. Recuerdo que estábamos sentadas en un columpio en el jardín, mi madre balanceándolo suavemente para atrás y para delante mientras hablaba. Yo estaba acurrucada a su lado, como un bebé pequeñito, aferrándome a ella como para salvar mi vida, con las mejillas mojadas y un mohín en la boca. Pero, incluso entonces, yo sabía que no me estaba tratando como a un bebé, porque me honraba con algo parecido a la verdad. La reconocí, y me sentía solemne en su presencia. Me enmarcó la cara con sus manos frías y me dijo:

—Tienes nueve años, Erzsi. No te puedo mentir. Tienes que saber que te quiero mucho y que eso no va a cambiar nunca. Es solo que papá y yo no…, no encajamos. Pero aquí yo sí que encajo. Es un lugar que me encanta y necesito estar aquí. ¿Puedes entenderlo? Tu padre no puede, ¿sabes?

No podía ni negarlo ni asentir, pues mi cabeza estaba sujeta, suave pero firmemente, por las palmas de las manos de mi madre. En vez de eso, parpadeé, rápidamente, y las lágrimas se desbordaron por mi cara. Pero mi pecho se hinchó, pues estaba confiando en mí. Estaba contando con que yo la entendería, no como mi padre. Esto no había sucedido antes. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano.

Me dijo que se acordaba de cada pequeño detalle de su vida en Hungría, y que no podía vivir más con todos esos recuerdos luchando por salir de ella. Dijo que era como permanecer encerrada un bonito día de sol, con la cara pegada a la ventana. Al final tenías dos opciones: darte la vuelta y aguantarte con la tristeza o romper el cristal y escaparte. Las dos sabíamos que ella era sin lugar a dudas de las que rompían cristales.

Nos pusimos de acuerdo en que yo la visitaría mucho. Después, por la tarde, se lo dije a mi padre, mientras le contaba nuestra conversación, acurrucada bajo la sábana de la cama grande. Cuando nosotros estábamos todavía allí pero ella ya se había ido.

—No dijimos «adiós», ella no me dejó. Porque adiós significa el final, ¿sabes? Y ella dijo que no lo era, ella dijo que esto era solo el principio.

—Yo dije «adiós» —carraspeó con la voz rota.

—Nos dimos el szervusz. Ya sabes, significa hola y adiós en húngaro. Ambas cosas. Szervusz. Dijo que escribiría todo el tiempo y que seríamos amigas por correspondencia. Dijo…, dijo que seríamos las mejores amigas. Eso es lo que dijo mamá… —Mi voz se perdió entre las lágrimas.

Mi padre estaba de pie al lado de la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, el cuello doblado. Un hombre similar a un pájaro desaliñado. Yo quería que me cogiera entre sus alas, pero no se movía. Miraba más allá del cristal. Oí que decía: «¿Por qué se molestó en traernos aquí? No lo sé». El paisaje que tenía enfrente era el del lago, brillando como un espejo puesto al sol, con el agua centelleando como esquirlas de diamantes. Corrió las cortinas tapando su resplandor, y la habitación se sumió en la oscuridad. Yo cerré los ojos y me sumí en ella.

Parecía imposible que pudiéramos dejar a mi madre en Hungría, pero lo hicimos. Condujimos todo el camino a Inglaterra sin ella. Me senté en el asiento delantero, donde normalmente iba ella, con mis manos sobre el regazo. Atravesando Alemania, descubrí que podía contener la respiración hasta contar treinta elefantes, uno tras otro. Y que si bajaba la ventanilla del todo, el viento me enjugaría las lágrimas de las mejillas y me secaría los ojos. Pensé en mis padres en la casa de Harkham, y en todas las cosas que había notado, pero había pensado que eran así. Los portazos de mi madre, las huidas de mi padre a la caseta del jardín. Los golpes en la mesa, que siempre fallaban su objetivo, porque o no se daban cuenta o no les importaba. En algún lugar de Austria mi padre puso una cinta de Elvis Presley y cantamos a coro, llenos de alegría fingida. Recuperándose, mi padre tenía una voz sorprendentemente alta. Justo antes de embarcar en el ferry, vagamos por los pasillos de uno de los supermercados que a mí me gustaban, uno que tenía un elefante con colmillos como logo, y me compró un bolígrafo y una bolsa de golosinas masticables que me trabaron la mandíbula e hicieron que me picaran las encías. Él se bebió una botella de cerveza de pie en el aparcamiento, y no acertó con la papelera cuando la arrojó. Cubrió el suelo de destellos verdes, y cuando se agachó para recoger los trozos más grandes, no sé por qué, fingí que no me daba cuenta de que su dedo goteaba rojo sobre sus zapatos.

Las colinas blancas de Dover estaban manchadas de gris. Condujimos en fila india entre los otros coches que iban también en el barco, pasando bolardos de hormigón, siguiendo las flechas que apuntaban a este sitio y a este otro. Un póster gigante anunciando una chocolatina nos saludó con su lema: «Bienvenidos a casa». La parte de abajo faltaba, un fuerte viento marino golpeaba los bordes sueltos. La «a» de casa ondeaba despegada.

—Ahora que estamos de vuelta en Inglaterra, habrá preguntas, Erzsi —dijo mi padre.

Me acomodé en mi asiento y le miré.

—La gente es así —siguió—, no lo van a poder evitar. Pero no debes preocuparte, pequeña Betty. Debes dejarme contestar a mí.

Quitó una mano del volante y me apretó la rodilla. Yo esbocé una sonrisa.

—Muy bien —dije, y en un arranque de preocupación, de repente la escuela se cernía sobre mí.

Un jersey gris para el trimestre de otoño, y necesitaba una falda nueva. Mi estuche para los lápices tenía un agujero. Tendríamos que averiguar dónde comprar esas cosas. Me hice una cruz en una antigua cicatriz de picadura de mosquito, y me concentré en observarla mientras desaparecía. Me hice otra.

Condujimos por curiosas callejuelas de casas adosadas donde las bolsas de patatas fritas ondulaban por las aceras. Subimos una colina y la ciudad empezó a desaparecer. Las marcadas colinas, el mar agitado y gris, las abruptas gaviotas volando, todo se desvaneció.

—Preguntas, preguntas —dijo, tamborileando los dedos—, para ser una mente inquieta, me desagrada enormemente cierto tipo de preguntas.

Miré al frente, me escocía la mano en la que me había hecho la marca.

—También a mí me desagradan las preguntas —dije—; enormemente.

Recuerdo que la tarde en que volvimos los cielos de Devon se abrieron para dar paso a una tormenta de verano. La lluvia azotaba la ventana de la sala de estar, y mi padre y yo nos acurrucamos juntos en el sofá. Nos pusimos él el pijama y yo el camisón; nuestra ropa de verano descolorida por el sol estaba apilada en la cesta para lavarla. Nos comimos unos bollos tostados para cenar, y encendimos todas las lámparas para que fuera más acogedor. Más tarde, jugamos al dominó en la mesa de la cocina. Mi padre abrió la boca para hablar y yo me preparé para escucharle, con el corazón acelerado. Pero solo iba a soplar su té, el vaho se elevaba delante de sus gafas.

El día después de haber llegado a casa, el teléfono sonó. Estábamos sentados juntos en la mesa del salón, con las piezas de un gigantesco puzle ante nosotros. Era un paisaje de pueblo inglés, y una hilera de casas de piedra se iba formando, con un poco de cielo por detrás. Los dos nos sobresaltamos con el sonido. Mi padre colocó cuidadosamente una pieza de olla ennegrecida antes de levantarse a responder. Le observé pasar por encima de la alfombra sin que sus zapatillas hicieran ningún ruido, temiendo que, con cada paso lento, lento, el teléfono se cortaría. Que llegaría demasiado tarde. Dejé caer la pieza de cielo azul que estaba sujetando.

—¡Date prisa, papá! —exclamé.

Después de lo que me pareció una eternidad, mi padre abrió la puerta y me hizo una señal para que fuera. Dejó el auricular en mi mano, con precaución, como si se pudiera romper, y después se fue al comedor, cerrando la puerta con suavidad.

Me puse de puntillas, como una bailarina encorvada.

—¿Hola? —pregunté, como si me asomara a un hondo agujero.

Cerré los ojos, y la voz de mi madre sonaba al mismo tiempo muy cercana y terriblemente lejana. Pero sus palabras parecían envolverme, hacerse un ovillo bajo mis axilas y plegarse tras mis orejas, con una suave música. Era un tipo diferente de madre la que me hablaba. Una versión más dulce, que colocaba las palabras como guirnaldas. Me acurruqué en la silla del vestíbulo, y acerqué mucho los labios al auricular. Traté con esfuerzo de no llorar, por si acaso mis lágrimas caían en el teléfono y cortaban la conexión. Después de un rato, me dolían las mejillas de tanto sonreír.

Cuando volví a entrar, me esforcé por contenerme delante de mi padre. Quería relatarle las historias que me había contado, las cosas que mi madre había dicho. Quería gritarle: «¡Me quiere!, ¡me quiere!». Pero en vez de eso me volví a sentar a la mesa y me incliné sobre el puzle. Él se volvió hacia mí, pellizcándome los dedos lo más ligeramente posible. Cogí otra vez mi pieza de cielo y, con un victorioso «¡Mira!», la coloqué en su sitio.

Si tan solo hubiéramos dejado las cosas como estaban: mi madre en Hungría, mi padre y yo con nuestra nueva alianza… Si tan solo nos hubiéramos repuesto y encontrado una manera de seguir adelante sin ella… Entonces todos los años que siguieron no habrían pasado nunca. O, si lo hubieran hecho, habrían sido diferentes. A lo mejor no habrían sido tan importantes. Pero, tal como sucedió, su ausencia llenó nuestra casa. Ella estaba en todas partes. La llevaba conmigo, mi cabeza y mi corazón crujían bajo su peso. Y por las noches, también entraba sigilosamente y visitaba a mi padre. Provocativa y relajante, a partes iguales.

Puede que nos hubiera dejado, ya sabes, pero nunca se fue del todo.

Ya era por la mañana en Mile End, y en el exterior de mi ventana el sábado estaba por todas partes, sin disculparse por los tubos de escape que petardeaban, el zumbido pasajero de la música, gritos y exclamaciones. Parecía que el mundo no se paraba por nadie.

De repente mi piso empezó a infundirme claustrofobia, con las paredes acercándose lentamente, con el techo haciéndose cada vez más bajo. Necesitaba estar fuera; en algún sitio donde hubiera gente, pero donde pudiera estar alejada de ellos; estar rodeada de ruido, pero a solas con mis pensamientos. Cogí El libro de los veranos, y me lo llevé al pecho en un abrazo incómodo. Pegado a mí, se elevaba y bajaba cada vez que respiraba, como si fuera parte de mí, como si no pudiera librarme de él ni aunque lo intentara. Me levanté de la silla con esfuerzo y fui hacia la puerta. Cogí mi bolso del suelo, donde lo había dejado la noche anterior, y salí de la casa, todavía con el libro en brazos. Adentrándome en la luminosa mañana como si fuera un día de verano cualquiera, me dirigí al parque.

¿Sería así como la evocaría? Extendiendo una manta sobre la hierba todavía húmeda, debajo de un castaño combado en el parque municipal. Pasando las páginas de un libro que había hecho ella, y perdiéndome en cada verano que habíamos pasado juntas, uno tras otro, en la villa situada en las colinas. Después de tantos años echando el cerrojo cada vez que llamaba a la puerta, girando la cabeza ante las sombras que se movían en los márgenes de mi visión. Tratando tanto de olvidar, pensando que recordar era lo peor que podía hacer. ¿Sería así como pasaría mi luto? Ahora que realmente se había ido.

Recosté la cabeza sobre el tronco del árbol y abrí el libro.