Siete

Había empezado un partido de fútbol en el parque, por lo que podía ver. Se estaba levantando una suave brisa, que se llevaba con ella los gritos de los que estaban jugando. Hombres y chicos que se habían quitado las camisetas corrían en oleadas, la pelota rebotaba y sobrevolaba con maestría, como si estuviera unida a una cuerda. Les observé distraída, siguiendo el partido con los ojos. Pude entreoír motes y reprimendas, aplausos y gritos de ánimo. Me sorprendió lo vivos que estaban todos, corriendo, persiguiendo la pelota o a algún otro. Quizá les podía pesar el cuerpo y escocer los ojos, pero, en el microcosmos del juego, tenían todas esas sensaciones y esa determinación. Me imaginaba que estaba bien, ser un futbolista en el parque. Pensé en Tamás, en cómo podría ser ahora. No podía evitarlo, no cuando me topaba con el fútbol. De largas y fuertes piernas, con una mata de pelo de color pajizo. ¿Sabía él lo de Marika? Dondequiera que estuviese, haciendo lo que estuviera haciendo, ¿se había puesto un traje negro como el carbón y se había quedado en la fila mientras pasaba el ataúd? A lo mejor había posado una mano amable en el hombro de Zoltán, mientras que a su lado los pasos del anciano vacilaban.

El estómago se me revolvió. La carta de Zoltán estaba doblada y metida entre las primeras páginas del libro. La cogí en las manos y la volví a leer. Me lo imaginé escribiéndola. Inclinado en la mesa de la terraza, con una camisa vaquera arrugada que llevaría arremangada. La densa melena gris cayéndole en la cara, las gafas de montura metálica deslizándose por su nariz. El viejo Zoltán. Ahora tendría unos setenta, la cara morena y con arrugas, con los pulgares llenos de pintura. Poniendo sus discos de jazz francés, repasando las fundas con el ceño fruncido. Mordisqueando puros al atardecer, observando la oscuridad llegar hasta donde empezaba el bosque.

Debería haberme olvidado hace mucho, todos ellos deberían haberlo hecho. Me debió de escribir porque se sentía obligado a ello, si no, ¿por qué lo iba a hacer? Nunca antes lo había hecho. ¿Le había susurrado Marika que lo hiciera, cuando yacía moribunda? Al instante me reprendí por esa presunción, como si creyera que ella pensaba alguna vez en mí. Enfrente de mí vi las cenizas levantarse y crear otra forma, como el vapor que exhala una lámpara con un genio dentro. Una pequeña nubecilla tapó el sol por un momento, y la claridad del parque se atenuó un poco; después se movió y la luz volvió a brillar tan intensa como antes. Me senté en la sombra, olvidando el partido.

Volví la hoja.

En la fotografía es 1995 y tengo catorce años. Estoy sentada en el borde de la veranda con las rodillas dobladas. Hay un cierto cuidado en mi pose, una quietud que va más allá de la imagen congelada. La gata blanquinegra, la misma que estoy acunando en la primera fotografía del álbum, está acurrucada a mi lado. Tiene las patas juntas y la cola agachada. Somos amigas recientes, todavía nos estamos haciendo la una a la otra. Mi cara está llena de asombro mientras la observo. El sol brilla a mis pies. La pierna de una mujer también entra en el cuadro, larga, delgada y morena como una castaña, con la esquirla de cuero rojo de una sandalia en el pie. El resto de ella está cortado, una pérdida de concentración del hombre de detrás de la cámara, pero sin duda alguna es Marika. Estamos sentadas aparte y la gata está entre las dos. La destinataria de nuestras caricias y susurros. Ninguna de nosotras quiere hacer un movimiento demasiado brusco. Pues no queremos arruinar nada.

Nunca fuimos muy buenos preguntando cosas, en nuestra familia. Puedo verlo ahora. Incluso con la tía Jessica rondándonos. Chasqueaba la lengua como si estuviera tocando las maracas, pero nunca ayudaba entrometiéndose. Y mi padre parecía tan dispuesto a descartar su opinión que aprendí a no rebajarme a su nivel. Aunque las cosas también podrían haber sido muy diferentes. Si nos hubiéramos hecho amigas, mi tía y yo, compartiendo los caramelos de menta que sacaba de su bolso o caminando a su lado en las fiestas parroquiales, podría haber aprendido mucho. Pero siempre me puse del lado de mi padre, y la veía como una vieja un poco tonta, que cloqueaba como un pollo y picoteaba donde no era bien recibida.

Tenía catorce años cuando me enteré, gracias a ella, de que mis padres jamás se habían casado.

«Mucha gente se divorcia», había dicho, y eso fue lo que lo desencadenó.

Era un sábado por la mañana y mi padre se había llevado el coche al taller. La tía Jessica iba a venir de visita esa tarde, pero llegó pronto. Me senté con ella en el salón, e intenté pensar en cosas que decir. Mientras tanto, ella me hablaba.

—Una amiga mía lo está pasando fatal —dijo—, se está divorciando a los setenta. ¡Imagínate! Un horror en cualquier momento, pero tan tarde, bueno, no veo el porqué.

—Mucha gente se divorcia —contesté—. Aunque seas viejo, todavía te mereces ser feliz.

—¿Y tú crees que el divorcio hace feliz a la gente, Elizabeth?

Me pregunté por qué cada vez que mi tía estaba cerca terminábamos hablando sobre la felicidad. Como si hubiera reglas sobre esta, y fueras feliz o no lo fueras, sin matices, y ella como gran experta en la materia.

—Bueno, cuando pienso en papá y en Marika…

Se recostó en el sofá y se recolocó las perlas. Tenía grandes pechos, y siempre los embutía bajo jerséis de cuello alto. Las perlas se movieron, mientras su torso de color salmón subía y bajaba.

—Pero, Elizabeth, no están divorciados.

—¿Qué?

Tenía un vaso de Coca-Cola y saltó de mi mano, como si alguien me hubiera empujado por detrás. Se volcó y burbujeó en la alfombra.

—Vas a necesitar un trapo para eso —apuntó, señalándolo.

Lo froté con la suela del zapato y la miré a los ojos, desafiante.

—Por supuesto que sí —repliqué—. Llevan cinco años divorciados.

—Llevan cinco años separados.

—Es lo mismo. —Me encogí de hombros.

Estaba haciendo lo que hacía siempre, hablando de manera altanera y petulante, como si supiera más de nosotros que nosotros mismos.

—Tienes que estar casado para divorciarte. Elizabeth, Marika y tu padre jamás se casaron. No sé cómo lo ignoras.

Masculló esto último hacia su busto.

Nunca había visto una fotografía de la boda. No había una imagen apoyada en el piano, con Marika rodeada de un halo blanco y mi padre repeinado. Las manos de Marika estaban llenas de anillos, todos los dedos centelleaban, pero ninguno en especial, y los huesudos nudillos de mi padre no llevaban nada. Nunca les había oído recordarlo en voz alta, una luna de miel en Escocia azotados por el viento o un crucero por el Mediterráneo lleno de sol. No había vajilla de porcelana con la que tuviéramos que tener especial cuidado. No había cubertería guardada en vitrinas de cristal, envuelta en terciopelo. ¿Sería cierto lo de que no se habían casado? Yo había supuesto que sí.

—Lo siento —se disculpó—, de verdad. No era mi intención confundirte.

—Está bien —me apresuré a decir.

Las dos escuchamos el sonido de los neumáticos en la gravilla. Mi padre volvía.

—No he venido a causar problemas —comentó, acomodándose.

—Y no lo has hecho —contesté—. ¿Qué importa ahora, de todas maneras?

Me pasé el resto de su visita haciendo los deberes en mi habitación. A la hora del té, llamaron a mi puerta. Lo había estado esperando, había escuchado el sonido de la puerta principal al cerrarse, el crujido en la escalera seguido del suelo del rellano, la pausa antes de llamar, y cómo cogía aire en silencio.

—Pasa —dije.

Se sentó en el borde de la cama y colocó los puños en las rodillas.

—Supongo que nos olvidamos de que no lo estábamos, y nunca fue algo que fuera necesario decirte —empezó.

Mi mesa estaba en la esquina de la habitación, y yo estaba de espaldas a mi padre. Miré a la pared que tenía enfrente, al mapa de Europa que había pegado allí. Había una chincheta roja con forma de corazón, pinchada a las afueras de Budapest.

—Nunca supuso una diferencia en cómo nos sentíamos el uno respecto del otro, o respecto a ti. Solo… escogimos no hacerlo.

—No es que me importe —contesté. Me di la vuelta en la silla, abrazando el respaldo, agarrándome a la madera—. Es curioso, porque siempre he asumido que era así, pero, al mismo tiempo, no puedo recordar haberlo pensado nunca.

—Hay muchas cosas así —dijo.

—¿De verdad? —pregunté, de repente.

—No, quiero decir que es así como funciona la mente humana. Tenemos que asumir algunas cosas. Si no fuera así, pondríamos en duda todo y todo el rato, y nadie puede vivir de esa forma.

Asentí. Entonces pensé que había transcurrido mucho tiempo desde que mi padre había decidido quedarse más de un momento en mi habitación. Y todavía más tiempo desde que se sentara en mi cama. De repente me di cuenta de todas las cosas húngaras que tenía por ahí. Postales que Marika me había enviado, un dibujo que había hecho Zoltán de lo que se divisaba desde Villa Serena, un lazo rojo, verde y blanco con el que Marika había rodeado mi último regalo de cumpleaños, que ahora estaba atado alrededor de la lamparita junto a la cama, haciendo un moño. Me preocupaba que pensara que había dado con un altar. No quería que se sintiera menos por eso, así que me levanté y le palmeé el brazo.

—¿Vamos a tomar un té, ahora que se ha ido? —pregunté.

Y eso fue todo. Sabía que no hablaríamos de eso otra vez, no entonces. Me colocó una mano en el hombro mientras me seguía al salir. Era un contacto tan ligero que parecía el de un fantasma.

Echando la vista atrás, pienso que este fue el momento en el que podríamos haber hablado de verdad. Pero en vez de que hubiera más confianza entre nosotros, los dos nos escondimos tras las pantallas de la rutina. Una tetera y galletas en un plato, encender la televisión y coger un libro de crucigramas. Las verdades clamorosas eran silenciadas rápidamente en nuestra casa. Estábamos demasiado satisfechos hundiéndonos en los cojines del sofá, pasando el rato, entre trivialidades y placeres minúsculos. La seguridad que daba hacer las cosas como se habían hecho siempre.

Me pregunto ahora si esto hace que también fuera culpa mía, tanto como suya. Decido que no. Porque solo tenía catorce años, ¿y qué se supone que sabía?

Fue un verano compuesto por toda la gente equivocada. Bálint y Angelika, pero no Tamás. La gente equivocada, desde el principio. Incluyéndome a mí, o eso creo. Estaba sumergida en mareas cambiantes, irritable y dispuesta a saltar a la más mínima provocación. En la casa de Devon me exasperaban cosas sin importancia. El sonido de los dientes de mi padre al entrechocar, mientras masticaba su tostada. El hecho de que la cisterna del baño de abajo nunca funcionara a la primera. Que algunas veces, cuando llegaban las cartas de Marika, mi nombre escrito en el sobre estuviera emborronado por la lluvia y por los dedos de algún cartero. Descubrir que mis padres no estaban casados me importaba mucho menos de lo que en un principio pensé que lo haría. Creía a mi padre cuando me decía que no había supuesto ninguna diferencia, porque, francamente, ¿qué diferencia podía haber supuesto? Marika no era de las que se quedaban solo porque lo dijera un pedazo de papel. Ya había decidido que no se lo iba a mencionar nunca.

Pero Villa Serena tampoco resultó ser el mundo perfecto que esperaba, no ese año. Empezó Marika. Derramó sus palabras sin cuidado, como si echara grano a unas gallinas bulliciosas.

—Creo que te vas a divertir mucho más este año, Erzsi. Angelika, una amiga de Tamás, ha empezado a venir para dar lecciones de inglés, y seguro que os lleváis muy bien.

—¿Angelika? —Era difícil hacer que un nombre tan bonito sonara feo, pero de algún modo lo conseguí—. ¿Y quién es?

Marika me miró, alzando la ceja de esa manera suya, y las comisuras de los labios la siguieron.

—Va al colegio con Tamás, y está desesperada por mejorar su inglés. Así que le sugirió que viniera aquí y tomara lecciones conmigo. ¿Qué te parece?

Bajé la cabeza y mastiqué con furia. Mi boca estaba llena con los dulces que había comprado en el aeropuerto. Caramelos coloridos que me impedían mover las mandíbulas, como atadas con una goma.

—Me parece que debe de ser un poco tonta si no es capaz de aprender inglés solo con el colegio. Tamás lo habla muy bien —declaré posesiva.

—Así es. Y sé lo mucho que le gustaría tener la oportunidad de hablar contigo cuando estés aquí, para practicar. Estaría bien si pudieras incluir a Angelika, de verdad que es muy amable.

Fue entonces cuando me di cuenta de que ya había oído el nombre de Angelika. Había estado en la infame lista de besos de Tamás. Después de Dora y antes de Stefanie. Sentí la aplastante realidad de no estar allí todo el año. Marika, Angelika y Tamás, todos pasándoselo genial sin mí. No supe qué decir, así que tragué haciendo ruido.

Marika vino y se sentó a mi lado, empujándome, como un amigo que te hinca el codo en un banco de la escuela. No podía adivinar si sabía en lo que estaba pensando o no. Al principio me resistí, después le ofrecí la bolsa de caramelos y ella cogió uno rosa y brillante. Nos sentamos la una al lado de la otra, con las mandíbulas trabajando, hasta que nuestras lenguas se secaron y las encías nos dolieron.

Antes de irme a dormir esa noche, la garganta me empezó a doler de repente. Cuando tragaba, eran esquirlas de cristal. Me quedé en la cama, llevándome las manos al cuello, con las mantas subidas hasta las axilas. Marika me apartó con una caricia el pelo de la frente y dijo que probablemente había pillado algo en el avión. Recordé que alguien había estornudado con el estruendo de un tren de mercancías, no solo una sino innumerables veces. Me había reído, mientras todos a mi alrededor se recuperaban del susto, una vez y otra, alisándose las faldas con las manos y frotando las manchas de café derramado. Pero ahora no parecía tan gracioso. Marika se besó el dedo y lo presionó contra mis labios.

—Descansa, cariño —dijo—. Déjame que vaya a buscar a Zoltán. Es la persona que hay que tener a tu lado cuando tienes un resfriado. No ha estado enfermo en todo el tiempo que le conozco. Ni una vez. Te dará algo que te hará sentirte mejor.

—¿Zoltán? —grazné, pero ya se había ido.

En casa, cuando iba a caer con un catarro, mi padre me traía tazas de infusiones con sirope. El dulce vaho hacía que la nariz me empezara a gotear, pero siempre me sacaba una pegajosa sonrisa de grosella. Me di cuenta de que en Villa Serena los gustos eran un poco más contundentes cuando Zoltán llamó a mi puerta y entró, trayendo «medicina». Llevaba una botella en una bandeja, era negra como el carbón y tan redonda como una bola de navidad. Abrí los ojos como platos y tragué, con un gesto de dolor al hacerlo.

—¿Estás lista para algo de magia, Erzsi? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—¡Magia húngara y especial!

Volví a negar, y me metí un poco más bajo las mantas.

—No debemos contárselo a Marika —dijo—. Cree que te estoy trayendo una infusión de limón con miel.

—¿Y no es eso? —susurré, procurando no mirar la botella que había llevado. Parecía algo que podrías ver en un museo, en una vitrina de cristal, un remedio victoriano para una dolencia vil. A la luz pude ver que la botella en sí era verde, pero cuando Zoltán la levantó, observé lo que parecía tinta removerse por dentro—. ¿No tienes algo de sirope de grosella? —intenté—. Mi padre siempre lo hace, con agua caliente y…

—Una para ti y otra para mí —dijo Zoltán, vertiendo el líquido en dos vasos pequeños. Pude ver entonces que no era negro, su color estaba entre el óxido y el caramelo tostado—. Te aviso, Erzsi, no creo que te vaya a gustar el sabor. Llevo bebiendo esto cincuenta años, por placer, y ni siquiera estoy seguro de que me guste. Pero te prometo que se encargará de tu dolor de garganta.

Me pasó el vaso y lo cogí. Lo olisqueé. Mi nariz cosquilleó. Olía como a una mezcla de cosas que ni por lo más remoto me apetecería beber. Los bosques de Harkham en un día húmedo, cuando todo lo que componía la naturaleza —desde la corteza suelta hasta las hojas caídas en proceso de putrefacción, incluyendo las heces de ciervo— parecía hincharse con la lluvia. También a la parte de atrás de nuestro cobertizo, donde las bolsas de abono para las macetas se amontonaban al lado de tiestos rotos y las telarañas colgaban como si fueran visillos. Y a una pasta de dientes de «fórmula especial» que mi padre compró una vez por error, en vez de nuestra marca habitual. Era todas y ninguna de esas cosas. Zoltán alzó su vaso y me guiñó un ojo.

—Erzsi, cariño. Por tu buena salud. Egészségedre!

Se lo bebió de un trago, y se relamió haciendo ruido después. Cerré los ojos y le imité. Me ardió la garganta, me picaron los ojos, me goteó la nariz. A lo largo de mis catorce años nunca, jamás, había probado algo tan asqueroso.

—Buena chica, Erzsi, buena chica húngara.

Por un momento, deseé vomitar.

—Te prometo que te sentirás mejor cuando te levantes.

Saqué la lengua y resollé.

—Buenas noches, Erzsi. Que duermas bien. Y por la mañana… —Cerró el puño y sonrió, y con ese gesto daba a entender tanto la fuerza como el bienestar—. Szuper!

—Vale —gimoteé—. Buenas noches.

Pensé que el sabor en la garganta me mantendría despierta, pero pronto me deslicé a un sueño profundo y tranquilo.

Por la mañana me desperté con la luz del sol atravesando la ventana, con lo que el blanco de las paredes relucía. Parpadeé ante el fulgor, y al no poder quedarme amodorrada ni un minuto más, salté de la cama y fui hacia el piso de abajo. Me moría de hambre, y me pregunté si Marika habría comprado un poco de ese queso con agujeros que tanto me gustaba, y ese salchichón salado que dejaba charcos de grasa en el plato pero que sabía mucho mejor que el aburrido jamón de siempre. Iba por la mitad de las escaleras cuando me di cuenta de que mi dolor de garganta había desaparecido por completo. Y también el horroroso sabor en la boca. Gracias a la bebida mágica de Zoltán, estaba en perfecto estado. «Estos húngaros…», me dije a mí misma.

—¡Erzsi!

Zoltán estaba en la cocina, cortando rebanadas de salchichón con una navaja. Me pasó una rodaja pinchada, y la cogí de la hoja para metérmela en la boca.

—¿No vas a preguntarme si estoy mejor? —le interrogué.

—Por supuesto que estás mejor.

Asentí.

—Como si fuera mágico. ¿Tenía mucho alcohol? —consulté.

—Lo suficiente —contestó.

La tetera empezó a silbar en el fuego de la cocina. Zoltán la cogió y vertió el agua en dos tazas metálicas. Las removió tres veces cada una, golpeó la cuchara en el canto y me acercó una, con la añadida floritura de una pequeña reverencia.

—¿Qué es? —pregunté.

Pero el olor me resultó conocido inmediatamente. Infusión de grosella. Vi la botella de sirope en la encimera, y la bolsa de la compra doblada al lado. Así que me había oído, después de todo. O a lo mejor se lo había encargado Marika, enviándole con un giro de muñeca y una regañina por haberme dado un licor. Pero, de algún modo, eso parecía menos probable. Pues cualquiera que fuera la bebida que me había dado Zoltán, era totalmente húngara, y eso siempre merecía la aprobación de Marika, sin importar lo que fuera. Y a diferencia de mi padre y de mí, ella nunca había creído en los poderes curativos de la infusión de grosella.

Zoltán alzó su copa y asintió.

—Felicidades, Erzsi. Egészségedre!

Egés-zés-dré! —brindé como respuesta, y bebimos.

Vi cómo torcía la boca ante el sabor dulzón. Me relamí y le sonreí. Al otro lado de la ventana vi a Marika, en el extremo más alejado del jardín. Estaba cogiendo flores, agachándose con su larga falda y brotes amarillos alrededor de sus pies. Me la imaginé tarareando, perdida en su propio mundo.

—¿Desayuno? —preguntó Zoltán.

Bebí otro sorbo y asentí, sentándome en mi sitio de la mesa. Zoltán se sentó a mi lado y los dos juntos nos preparamos unos bocadillos con pan grisáceo, queso con agujeros y salchichón grasiento. La infusión de grosella se entibió rápidamente, pero nos la bebimos igual. Zoltán señaló que mi lengua se había vuelto púrpura, y le confirmé con alegría que a la suya le había pasado exactamente lo mismo.

Aunque mi buen humor no iba a durar mucho ese día. Y todo por Angelika. Averigüé más cosas de ella gracias a Marika, preguntándoselo como de pasada, como si no me importaran las respuestas que me daba. Al parecer, tenía trece años y vivía a las afueras de Esztergom, en un bloque de pisos bajos. Era «guapísima», según dijo Marika, con «una cara muy húngara». Yo no tenía ni idea de lo que significaba eso, pero no importaba. El problema era su existencia. Y esto fue lo que pasó con Angelika: tres veces por semana cogía su bicicleta azul y subía por nuestro sendero, con las manos agarradas al manillar con decisión y su mochila llena de libros. Y nos teníamos que quedar con ella hasta que decidía irse a casa otra vez. Observaba su llegada desde mi tumbona, con la cara metida en un libro. Dejaba tirada su bicicleta en el césped, con una rueda todavía girando, e iniciaba un trotecillo hasta la puerta. Tiraba de la cuerda de la campana para avisar de que había llegado, y llamaba en voz alta, con una voz que era al mismo tiempo aguda y gutural: Szervusz, Marika néni. Me ignoraba siempre, aparentando la más completa indiferencia hacia Erzsi, Largo Viaje desde Inglaterra. Estaba allí para ver a Marika, y se sentaban juntas en la mesa del comedor, y hablaban en una especie de inglés cantarín que no parecía pegarle a ninguna de las dos. Yo me acercaba con sigilo y algunas veces las contemplaba desde el marco de la puerta, o me sentaba en las escaleras con la barbilla apoyada en las rodillas, oyendo: «Me gustaría comprar pan». «¿Cuánto pan?». «Una barra, por favor». Pagaba las lecciones de inglés con una botella grande de vino y un compacto bizcocho de miel, con tarros de mermelada de ciruela casera o con zumo de manzana, que traía en recipientes que normalmente se utilizaban para llevar gasolina. Angelika dejaba sus ofrendas en la mesa, hacía una pequeña reverencia y, en la hora siguiente, se dedicaba a sus libros con entusiasmo inquebrantable. Se me hacía interminable, y me sentía perdida la hora de antes y la de después. Al final, que Angelika apareciera significaba que me arruinaba toda la mañana.

Tampoco me gustaba que adulara a Marika, mientras ladeaba la cabeza y se echaba las trenzas sobre el hombro. No me gustaba que se agarrara a una de las mangas de Marika cuando hablaba, y se reía de una forma quejosa y vacilante a la mínima oportunidad. Y no me gustaba que Marika le prestase toda su atención, que sonriera y juntara las manos como para aplaudir cuando pronunciaba una frase bien, y que a veces gritara «¡Bravo!» cuando Angelika dominaba la g de «gracias». Era mucho más frecuente que dijera «racias», y me alegraba sobremanera que una palabra tan sencilla se le escapara. Me paseaba por la casa y por el jardín, comprobando mi reloj antes de que llegara, y después me enfurruñaba, y simulaba estar dormida en la tumbona cuando Marika venía a buscarme. Algunas veces se les pasaba la hora, y entonces las dos paseaban juntas por el jardín, Marika señalando flores y regalándole sus nombres en inglés mientras Angelika le sonreía. Una vez se pararon donde las hajnalkas, mis flores favoritas de Villa Serena, y Marika cogió un brote y se lo tendió. «Campanillas», dijo. Angelika se las colocó en la trenza y cogió a Marika de la mano. Me mordí el labio y las ignoré. Lo que fue fácil, pues no estaban mirando en mi dirección.

Una vez vino a casa con Tamás. Fue la primera vez que le veía ese año, la primera vez de verdad desde el beso, y hubo algo extraño en nuestro saludo. Otra vez sentí el dolor de un año de ausencia. El lamentable hecho de que nuestras vidas discurrían por separado, solo chocándose en escasos entreactos.

Tamás y Angelika subieron juntos por el sendero, riéndose muy alto. Vi que Tamás le tiraba de la trenza y ella le golpeaba en broma para que lo dejara, pero incluso desde la lejanía podía adivinar que no le importaba nada que le tirara de la trenza. De hecho, seguro que se las peinaba así a propósito, ridículamente largas, para incitarle a que le retorciera una. Vi que Tamás me miraba, y aunque estaban un poco lejos esperé a que me saludara y gritara mi nombre, pero no lo hizo. Me afligí al ver que mi propia mano se había alzado en un saludo. La bajé rápidamente. Tamás y Angelika se rieron un poco más, y fingieron no verme hasta que estuvieron en el jardín, y no pudieron evitarlo.

—¡Erzsi! —exclamó finalmente.

Estaba en la tumbona, y mis manos agarraban con fuerza el libro que estaba leyendo. Simulé que terminaba el párrafo en el que estaba mientras se acercaban. Cuando sus sombras me cubrieron, monté una escena dejando el libro a un lado con exagerada lentitud.

—Lo siento, no os había visto. Hola.

—He estado con mis abuelos otra vez —dijo—. He vuelto hoy. Pensaba que Angelika y tú ya seríais amigas, pero me ha dicho que todavía no habíais hablado.

La miré. Tenía un flequillo espeso y rubio y una nariz respingona. Sus ojos eran del color de los acianos.

—Sí, bueno. He estado ocupada. Y recuerda que no hablo húngaro.

—Pero Angelika habla un inglés estupendo ahora, gracias a Marika. ¡Di algo, Angie!

Se volvió hacia ella y la cogió del brazo. Y pude suponer, por la manera en la que la tocaba, que no era gran cosa, y que la había tocado muchas veces antes. Angelika sonrió, y enseñó sus dientes como perlas. Dijo algo muy rápido en húngaro, con una vocecilla de pájaro que me pareció ridícula y estúpida, pero que a Tamás pareció encantarle. Se rio y la empujó.

—Es tímida. La has vuelto tímida, Erzsi.

Oí los pasos de Marika en la veranda, y nos llamó con un inglés cuidadosamente pronunciado.

—¡Mi mejor alumna está aquí! Angelika, cariño, quédate y charla con Erzsi si quieres. Te dejaré que llegues tarde hoy. Está bien.

—Ay, no —dijo con voz cantarina Angelika—, ya voy. Gracias.

Y me sonrió, de un modo que a cualquiera le resultaría dulce y amistoso, pero que a mí me parecía que acarreaba algo más.

—Adiós, Erzsi —dijo. Y lo sentí como un rechazo. Como si me estuviera pidiendo que me fuera. Que recogiera mi libro, recogiera mis cosas y me fuera otra vez en el avión a Inglaterra. Adiós, Erzsi.

Contemplé cómo trotaba por el césped, hacia Marika. Observé cómo Marika le pasaba el brazo por los hombros y entraba con ella, rozándose con las cuentas de la cortina, juntas.

Sentí un peso nuevo en la tumbona, y me di cuenta de que Tamás se había sentado en un extremo.

—Cuidado, que la vuelcas —dije. Pero sonó como si estuviera de mal humor, y él arrugó la nariz. Se volvió a poner de pie—. No quería decir que no te pudieras sentar —apunté, acompañándole en el disgusto.

No me podía creer que esta fuera la primera vez que nos veíamos juntos y a solas desde el beso del año anterior, y que los dos estuviéramos con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, Erzsi?

—¿Qué quieres decir? No pasa nada. Todo va bien.

—No, quiero decir hola. ¿No es lo que se dice cuando quieres saludar a alguien?: «Hola, ¿qué pasa?».

—A lo mejor en América. —Me encogí de hombros—. No en Inglaterra.

—Bueno, eso era lo que quería decir, de todos modos. Hola. Hola, Erzsébet. Hola, Erzsébet Lowe.

—Vale, hola.

—Me parece que no te alegras de verme este año —dijo.

—Por supuesto que sí —contesté.

—Me parece que no te alegras de conocer a Angelika.

—¿Y qué?

—Es una chica simpática, Erzsi.

—Ah, ¿sí?

—Sí, es muy simpática.

—Bien, ¿y por qué no te casas con ella, si tanto la quieres?

Esperaba que Tamás se riera; después de todo, lo que quería era hacer una gracia. Pero no tuvo ese efecto. Sacudió la cabeza y volvió a fruncir el ceño. Parecía mucho mayor ese año, pensé, mayor y más serio.

—Tengo deberes que hacer —dijo—. Debería irme. ¿Por qué no te juntas con ellas en la lección?

—Ya sé hablar inglés, gracias —contesté.

—Sí —replicó Tamás—, pero no siempre con amabilidad.

Ya se estaba yendo, y me arrojó esas palabras por encima del hombro, sin esperar a oír mi respuesta. No me podía creer que se fuera a casa, como si no le importara que yo estuviera allí. Me había juzgado duramente, pero sentí un pinchazo de vergüenza al considerar que probablemente tenía razón.

—¡Aunque todavía puedo ser amable al besar! —exclamé tras él.

Pero o no lo oyó o no quiso oírlo, porque ya había recorrido la mitad de la pradera.

—¡Tamás! —grité.

Se dio la vuelta.

—¿Qué?

Nos miramos. Tragué saliva.

—Nada.

Esa misma tarde, después de que Angelika se fuera, Marika vino a verme, cuando todavía estaba tirada en la tumbona.

—No sé por qué no eres más amable con Angelika —comentó.

—No creo que pague lo suficiente por las lecciones —repliqué, pensando en la dulce y espesa miel que me lamía de los dedos y el delicioso zumo de manzana del que me atiborraba, con la boca pegada a la botella como una ventosa—. Creo que te ocupa demasiado tiempo, a cambio de unas cuantas cosas caseras.

Marika me miró y cruzó los brazos a la altura del pecho, y me fijé en su bonita blusa bordada. Siempre se ponía algo bonito cuando venía Angelika. La miré con ira.

—Bueno, es una pena —dijo—, porque iba a invitarla a que se quedara a comer la próxima vez, para que pudierais hablar. A lo mejor podría enseñarte algo de húngaro. Iba a invitar también a Tamás.

—Gracias, pero no —contesté.

—Está bien. Gracias, pero no. Bueno, entonces yo comeré con Angelika y Tamás el jueves y tú puedes acompañarnos, si te apetece.

Se dio la vuelta y cruzó la pradera; su falda rozaba las margaritas.

—Espera —llamé tras ella—. ¡Espera, por favor! Si eso es lo que quieres, lo haré.

—La cuestión no es lo que yo quiera.

—Pero no me importa hacerlo.

—Y la cuestión no es lo que tú quieras, Erzsi. A veces tenemos que hacer algunas cosas porque son lo correcto. Y pensaba que te esforzarías más con Angelika.

—Pero ¿por qué debería hacerlo? No, de verdad, ¿por qué? No es nada mío —dije, añadiendo en voz más baja, mientras golpeaba con el pie una pata de la tumbona—: Tampoco debería ser nada tuyo.

Entonces Marika se volvió dando zancadas. Se cernió sobre mí, y su figura tapó el sol como una torre oscura.

—Esperaba más de ti, Erzsi.

—Es solo porque es húngara —me apresuré a replicar—. En casa, jamás te importaron mis amigas.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es. Nunca montaste una escena para invitarlas a comer. No te paseabas por el jardín con ellas ni les dabas flores.

—Es diferente. Angelika viene aquí a verme.

—Viene a aprender inglés. Y eso lo puede hacer en la escuela.

—Es muy lista. Quiere ir a Inglaterra algún día.

—Bien por ella.

—Erzsi, estás siendo muy maleducada. No me gusta que me contestes así.

—A ti no te gusta nada.

—Bueno, ya está bien. Para dentro.

—¿Dentro?

—Puedes entrar y quedarte allí. No voy a tolerar que te comportes así.

Me puse de pie, y la miré a la cara. Crucé los brazos a la altura del pecho. Por un instante pensé que este sería el momento en el que diría todo lo que había estado pensando.

—Tengo catorce años. No puedes ordenarme que me vaya a la habitación.

—Mientras estés en mi casa puedo hacer lo que quiera.

—Pero no es tu casa, ¿cierto? Es la de Zoltán.

—Erzsi, te lo advierto…

—¿Me adviertes qué? No puedes hacer nada. No eres mi madre, ya no. No puedes vivir aquí y pensar que las cosas siguen igual. No puedes vivir en Hungría y esperar que sigamos como si todo fuera igual que antes.

Formó un puño con la mano y se la llevó a la boca. Cerró los ojos y vi que sus párpados estaban enrojecidos y sus mejillas estaban moteadas de escarlata. Me mordí el labio, y esperé la tormenta. Pero en vez de eso me asió con suavidad. Me puso las manos en los hombros, y acercó su cara a la mía.

—Esto no es por Angelika, ¿verdad? —dijo—. Ni siquiera es porque sea amiga de Tamás, y por eso te entren celos, ¿cierto?

No contesté. La vi aspirar aire, con la boca tensa.

—Erzsi…, escúchame, por favor. Sé que es duro para ti. Pero he hecho todo lo que he podido para ponértelo fácil, de verdad que sí. Te dije desde el principio que este era tu lugar, nuestro lugar. Un sitio donde estar juntas.

—Ya lo sé —asentí.

—Entonces ¿qué es? ¿Qué es lo que quieres? Sé que es difícil, te estás haciendo mayor, tu padre…

—No menciones a mi padre. No tiene nada que ver con él.

—Entonces ¿qué es, Erzsi?

—No quiero que venga Angelika.

—¿Es eso? ¿Eso es todo?

—Si yo no te puedo tener, entonces, ¿por qué ella sí puede?

Marika perdió en ese momento. Miró al suelo y me pregunté en qué estaría pensando. No dijo nada, y en el espacio que nos separaba mis palabras retumbaron haciendo eco. Respiré hondo, luchando contra el impulso de decir algo más, o de retractarme por completo.

—Es como me siento —dije después de un rato, en voz baja.

Marika asintió. Con un movimiento casi imperceptible.

—Mientras estés aquí, le pediré a Angelika que no venga.

Me sonrió, pero sus ojos se quedaron igual.

Como respuesta, me encogí de hombros, adoptando finalmente el gesto favorito de los húngaros, que podía significar cualquier cosa.

Se dio la vuelta y se alejó, lentamente, midiendo los pasos. Sus brazos pendían a los lados, y vi cómo flexionaba los dedos, igual que las flores abriéndose. El volumen del zumbido del jardín en verano se hizo más alto, y palmeé a una mosca que se había posado en mi brazo.

Después me quedé fuera, en el jardín, y Marika permaneció dentro de la casa. Me eché en la tumbona, pero me sentía cohibida y vulnerable. Zoltán salió de su estudio y levantó una mano para saludarme. Le respondí, pero me sonrojé por la sensación de culpa. La victoria sabía amarga. Marika era igual de madre para mí allí que en Inglaterra. No podía quitarle importancia, tal y como parecía haber hecho mi padre. Había algo contagioso en ella. Su toque era indeleble. Sus cartas, con sus renglones mal garabateados y sus desaliñados dibujos, cruzaban las fronteras para venir hasta mí, cada una más valiosa que la anterior. En casa las guardaba bajo la cama, en una caja especial, un maletín hecho de madera de nogal que había encontrado en un mercadillo del colegio. Me trataba como a una igual, y me sentía emocionada por sus confidencias. Pero todavía había tanto que no podía entender… Cosas que a lo mejor alguien como Angelika sí podía.

Pensé en el tiempo que había pasado husmeando por la sección de historia de la biblioteca de la escuela, buscando un libro que necesitaba para hacer unos deberes. En vez de eso, me había encontrado con un libro que trataba de la revolución húngara. Lo había abierto y allí, en la primera página, había un dibujo de un hombre con un arma. Su pelo brillaba como el betún y sus ojos eran negros como el carbón, ojos que decían «Venga», retando a la contienda. Era atractivo, de una manera que daba miedo, y sostenía un arma frente a su pecho. Tras él había un edificio semiderruido, con las habitaciones al descubierto, como una casa de muñecas rota. Volví la página y lo siguiente que vi fue la fotografía de un tanque. La gente estaba trepando por él, una mujer con las faldas arremangadas en pleno desenfreno y dos hombres jóvenes, poco más que muchachos, con las manos levantadas, los restos de una bandera rota ondeando. Y otra vez, al fondo, los mismos oscuros edificios que se cernían sobre ellos, y parecía que no los sostenía nada más que la metralla y moldes de papel roto. Pasé más páginas, vi más fotos, hasta que olvidé los deberes que tenía que hacer y me perdí en el helado y húmedo otoño de Budapest en 1956. La lluvia calaba cada fotografía, convirtiendo el pelo en oscuros tirabuzones, haciendo que las ropas se pegaran a angulosos brazos y piernas, y consiguiendo que las armas brillaran como la noche. Sonó el timbre de la escuela y cerré el libro rápidamente sofocando un grito. Durante todas las clases de esa tarde me estuve preguntando lo mismo: si esos eran los recuerdos de Marika, ¿cómo era posible que hubiera deseado volver? ¿Cuál era su impulso, cuando todo lo que prometía era el recuerdo de la oscuridad? A lo mejor era algo que solo un húngaro podía entender.

Me removí en la tumbona. Contemplé la casa y me devolvió la mirada, sin que parpadearan las persianas de madera rojiza. Su ausencia era de alguna manera peor que su furia. Me la volví a imaginar, con los ojos cerrados y el rubor ascendiendo. Deseé que me hubiera abofeteado, y haber sentido su dura mano contra mi cara. Me lo merecía. Entonces podíamos haber llorado las dos y nos habríamos sentido mejor.

La pelea con Marika había superado la discusión con Tamás. Para ser el primer encuentro de ese verano, no podía haber ido mucho peor. Pero no me podía quitar de la cabeza la sospecha de que parecía estar restregándome su amistad con Angelika. Haciéndome sentirme como una extraña, solo otro nombre en la lista de los besos. Pensé en todos los otros nombres que probablemente habrían sido añadidos desde el año anterior. ¿Qué pasaría si solamente había sido Angelika, Angelika, Angelika? Sería peor, definitivamente peor.

Abandoné la tumbona y me puse las chanclas. Crucé el jardín y salí por el portón. Marika me había prometido que Angelika no volvería mientras yo estuviera por allí, pero, por lo que yo sabía, se podía pasar el resto del año en Villa Serena. Subiendo con esfuerzo el sendero en medio de la nieve o pasando a través de las hojas caídas que alfombraban el bosque para beber sidra caliente sin alcohol, sentada en mi sitio en la mesa de la cocina. Y llamando siempre a Tamás, al pasar por delante de su casa. Pensaba que sabía todo lo que sucedía por allí. Los ritmos de la casa y de la gente: Zoltán con su espeso pelo gris y los antebrazos llenos de pintura, Marika despertando la casa al amanecer y saludando la llegada del día. La manera en la que las sombras atravesaban el césped mientras daban paso a la tarde, las luces de la terraza donde las polillas se enredaban en las telarañas y los mosquitos revoloteaban. Mi mundo giraba sobre el eje del tiempo que pasaba aquí, y embotellaba el aroma y me lo llevaba, y lo respiraba meses después. Olía a días perfectos en verano, pero cuando llegaban las nubes lo hacían sin avisar, y cargadas de truenos. Sentí que perdía el paso al escudriñar el cielo oscurecido.

Me paré después de bajar corriendo el sendero y merodeé cerca de la entrada de la casa de los Horváth. Dos pollos picoteaban cerca del portón, y me agaché para invitar a uno a que se acercara, frotando mi índice y mi pulgar. Dejó escapar un gorgoriteo de satisfacción, y cabeceó.

Szervusz —dijo una voz, y me sobresalté. Miré y vi al hermano de Tamás, Bálint. Por primera vez como era debido, desde esa vez en los bosques, de lo que parecía que había pasado mucho tiempo. Me enderecé con dificultad, y me limpié las manos llenas de polvo en los pantalones cortos.

Bálint Horváth tenía el pelo más oscuro que Tamás. Lo llevaba corto, con forma de pico en la frente. Tenía la cara morena debido a años de sol, y sus ojos azul oscuro brillaban. Sonrió y enseñó unos dientes perfectos, tanto los de arriba como los de abajo. Dudé antes de contestarle con otra sonrisa. Ahora que estaba enfrente de mí, no podía estar segura de si era la misma persona que había visto en el bosque hacía dos años. Me había parecido tan fácilmente reconocible en aquel momento…, pero ahora no lo sabía. Su pelo era diferente, y estaba sonriendo, y cuando habló su voz no era tan ronca como yo recordaba. En cierta manera, era melosa. No creía haber oído nunca una voz como esa.

—¿Erzsébet? —preguntó—. No nos habíamos visto todavía, ¿verdad?

Se suponía que conducía motos con desenfreno, con los faros iluminando la colina por las noches. No ayudaba a su padre, tenía fama de perezoso, y solo le interesaban las chicas. Esas eran las cosas que sabía sobre Bálint Horváth. Pero ¿también había agarrado entre sus dedos el pelo de aquella chica rubia y la había hecho caer al suelo? ¿Se había arrancado los pantalones y se había dirigido hacia los arbustos cuando me pilló mirando? Ahora que lo tenía cara a cara, sonriendo a la luz del sol, empecé a dudar si todo aquello era verdad.

—No, todavía no —enfaticé—. He oído hablar acerca de ti, pero nunca te había visto.

Camino despejado. Ya había olvidado el bosque.

—¿Buscas a Tamás? —preguntó—. Está con Angelika.

—No, no le estoy buscando —contesté.

—Se han ido al pueblo.

—Me parece bien —dije—. No le estoy buscando.

—No es su novia —comentó Bálint.

—No me importa si lo es.

Asintió; no sabía si la sonrisa que atravesó su cara era de aprobación o de burla. Me aparté el pelo de los ojos.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté.

—¿Yo? Diecinueve.

—¿Tienes una moto?

—¡Una Ducati! ¿Quieres verla?

Sentí un extraño abandono. Pensé en Marika y en que quería que se retorciera de preocupación cuando viera que la tumbona estaba vacía. Quería que me encontrara con Bálint Horváth, y que se diera cuenta de que ya no era la niña que ella creía. Y más que nada quería que Tamás volviera a casa y viera que me las apañaba bastante bien sin él. Que podía encontrar mi propia diversión. Y que tendría que tener cuidado de que no me divirtiera demasiado sin él. Así que sonreí y asentí, y Bálint me llevó al establo.

No pude ver la moto al principio, a mis ojos les costó un instante acostumbrarse a la escasa luz. Olía a vacas barrigonas y cabras desgalichadas, y por debajo, el seco aroma de la fría piedra. Pero entonces Bálint alzó un brazo con un gesto exagerado y allí, en toda su brillante y amarilla gloria, estaba la motocicleta. Le puso la mano encima y comenzó a acariciarla con devoción. Dijo algunas cosas en inglés que supongo que había aprendido de folletos, motor de caballos, par de arranque, palabras de las que no conocía el significado, pero asentí igualmente. Me imaginé a mí misma sentada sobre ella, rodeando con los brazos la cintura de Bálint mientras volábamos por el camino, salpicando gravilla, levantando polvo. Mi grito ahogando el rugido del motor. La boca de Marika formando una O mientras nos observaba desde el portón, con su falda ondeando con la brisa que levantábamos al pasar como un cohete. Un Tamás resentido un poco más abajo en el camino, empujando su bicicleta, su espalda contra los arbustos mientras le rebasábamos a toda velocidad, como si la carretera fuera nuestra. Me pregunté si Angelika se habría subido alguna vez a una motocicleta; estaba deseando apostar que no. Ese pensamiento me excitó y me dio miedo por igual. Me giré hacia Bálint, le volví a evaluar en esa media luz. Puse una mano en el asiento.

—¿Podemos dar una vuelta?

—¿Qué?

—¿Me llevarías? ¿Aunque solo fuera por el sendero?

Se rio, una risa burlona que me hizo cruzar los brazos a la altura del pecho.

—No. Ni hablar. No es para niños.

—¿Niños? Yo no soy una niña —repliqué—. ¿Por qué dices eso?

—Eres una cría, Erzsi.

Todavía se reía, y sus hombros bajaban y subían. La manera en la que lo dijo me hizo volver a acordarme del bosque. «¿Qué miras, pequeña?».

—Ay, deja de reírte, no es tan divertido —salté, con el corazón golpeteando en el pecho.

Me puso una mano en el brazo como para recuperar el equilibrio. Se golpeó con el puño en el estómago, controlando así sus carcajadas. Decidí que estaba loco o borracho. Aparté su mano.

—Si te pasa algo, Marika me mata —dijo, y se pasó la mano por la garganta con un movimiento rápido—. Muerto.

—Lo que tú digas —contesté.

—Muy riesgoso.

Muy arriesgado —le corregí.

—Es diferente con hombres —siguió—. Pero niñas pequeñas…, no.

—Deja de decir eso. Ya no soy una niña —le respondí—. Puedo hacer lo que quiera —ataqué, con repentina ferocidad.

Entonces me miró de un modo diferente, como si hubiera compartido un secreto con él. No estaba segura de que hubiera entendido del todo lo que había dicho, porque había hablado muy rápido y sin separar las palabras, pero sí que vio mi cara. Y algo me dio un vuelco por dentro, una luz se encendió en la boca de mi estómago.

—Puedo hacer todo —dije con voz temblorosa—, lo que quiera. Cuando estoy en Hungría, a nadie le importa.

Se acercó y aspiré su aroma, a piel tibia y superficialmente a nueces, del modo que mis propias manos olían algunas veces después de un paseo por los bosques. Un olor vivo y profundo. Era mucho más alto que yo, y cuando me puso un dedo en la barbilla y me la bajó con suavidad, mis ojos se quedaron al nivel de su torso moreno. Sonreí, sin que eso implicara que quisiera hacerlo. Se agachó, puso las manos en mis hombros y me besó. Solo una vez, en los labios. Se apartó un poco y le miré fijamente. No me podía mover. Así que me besó otra vez, más fuerte. Mi espalda chocó contra la piedra sin pulir de la pared del cobertizo. Con Tamás, debajo del sicomoro empapado, me había derretido con el toque más ligero, pero allí, con Bálint en el establo, me quedé congelada. Una imagen apareció en mi cabeza, la del botón rodando por el suelo tras ser arrancado del vestido de la chica, esa vez en el bosque. Me retorcí, aunque Bálint no me estaba reteniendo. No estoy segura de si fue porque sintió mi torpeza o que perdió interés, pero me dejó de besar y me volvió a evaluar a esa media luz. Sacudió la cabeza.

—Vale, olvídalo —dijo. Después se dio la vuelta y salió del establo.

Me llevé la mano a la boca y me froté los labios con furia, como si sus besos hubieran dejado marca. Me quedé allí, al lado de la motocicleta que era demasiado joven para montar y enfrente del claro que se había abierto en la paja del suelo cuando le dio un pisotón al irse. Pensé en huir, en cruzar el campo, asegurándome de que mis piernas no se enredaran, colocándome el pelo con una mano para que disimulara mis mejillas coloradas. Entonces una figura apareció en la puerta, y era Tamás. Sentí ascender las lágrimas hasta los ojos, mientras me daba cuenta de lo que había hecho.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

Su silueta estaba recortada, su perfil no dejaba entrever nada. Solo su voz le falló, quebrándose al elevarse con la pregunta.

—Nada —le respondí, por segunda vez ese día.

Después escapé. Por lo que parece, siempre lo hacía después de un beso. Me rocé con él en el marco de la puerta y por un momento sentí sus dedos en mi brazo. Pero me libré de ellos casi sin esfuerzo. A lo mejor ni siquiera había querido pararme.

Me senté en uno de los campos de los Horváth, en la porquería de un camino arado con el tractor. Supongo que esperaba que Tamás me encontrara allí, con las piernas estiradas sobre las espigas. Me imaginé contándole todo, una riada de disculpas y declaraciones. Pero no vino. Y a medida que pasaba el tiempo, me convencí a mí misma de que quizás no había visto nada. Podría haber pensado que solo estaba merodeando por allí, que a lo mejor le estaba buscando. Pero me sentía culpable igualmente, mis mejillas encendidas ante el recuerdo del beso rápido, avasallador, de Bálint. No tenía otro sitio al que ir que no fuera mi otra preocupación: Marika. Tiré de una flor que crecía en medio de la cebada. Una margarita gigantesca. Empecé a arrancar los pétalos. Él me quiere o no me quiere. Ella me quiere o no me quiere. Una vuelta y otra. La cabeza me daba vueltas, Marika inclinándose sobre los libros de texto al lado de una chica rubia, pasando sus dedos por las polvorientas palabras inglesas que, casi con toda probabilidad, había olvidado. Y mi padre en casa, agachándose para coger tierra con la pala, girándola, con la espalda agarrotada, apretando las mandíbulas. Y Tamás. Con su vida, durante todo el año transcurriendo felizmente, y ocasionales interrupciones veraniegas de una tonta chica inglesa que a lo mejor no era ni la mitad de simpática de lo que parecía ser.

¿Dónde quería estar, de verdad, cuando lo pensaba? ¿En casa, en Inglaterra, con la eterna promesa de Hungría? ¿O en Villa Serena, cada día acercándome a la hora en la que tendría que dejarla otra vez? El problema de un sueño es que el único momento en el que sabes que estás en uno es cuando te has despertado. Cuando ya todo ha acabado.

Emprendí mi camino de vuelta a la villa. A mitad del camino me di la vuelta al oír un maullido y vi una gatita blanquinegra. Tenía la cola torcida y cuatro patitas temblorosas que vacilaban al pisar el polvo. Podía distinguir sus costillas, el frágil perfil de sus huesos. Se acercó a mí como un fantasma moteado, y cuando maulló otra vez, pude ver el relámpago rosa brillante de su lengua, y sus ojos brillando como dos peniques azules. Me agaché y tendí la mano, y se tambaleó en mi dirección, alzando su cabeza para frotarse con ella; acabó enroscándose en mis piernas con más vigor del que me podría haber imaginado en esa cosa tan pequeña. Me arrodillé en el camino lleno de polvo y la acaricié, atusando sus orejas de fieltro y quitándole abrojos del pelo. Se emocionaba cada vez que la tocaba, con un profundo ronroneo que ocultaba su apariencia de bailarina medio muerta de hambre. Me siguió a casa.

Después, Marika subió el gato a su regazo y la llamamos Cica, que era «gatito» en húngaro. Le dimos trozos de jamón y un platillo de leche, y su pequeña lengua rosa volvió a aparecer mientras se bebía hasta la última gota. Me senté a observarla con la barbilla puesta en mis rodillas, y Marika dijo que había hecho lo correcto al traerla a casa. Nos sonreímos la una a la otra en silencio por encima de Cica. Quería que supiera que lo sentía, y sabía que ella se sentía igual. Pasamos el resto de la tarde sentadas al lado de Cica mientras comía y retozaba, y finalmente se durmió entre las dos, con su reciente barriga subiendo y bajando.

Mientras la luz cambiaba para dar paso a la tarde, una suave brisa rozó las campanillas haciendo que sus hojas susurraran. Marika pasó los dedos por la cola de Cica como si fueran un lazo.

—¿Te la puedes quedar? —pregunté.

—Si quiere —contestó Marika.

—Por supuesto que querrá —comenté—. Cualquiera se alegraría de estar aquí. —Saqué una mano y le acaricié los bigotes; contestó a mi caricia con un ronroneo—. Yo me quedaría si pudiera.

Marika se quedó callada.

—No quería decir lo de antes. Lo siento mucho.

Marika cogió a Cica en brazos. Metió la nariz entre los pliegues de su piel.

—A lo mejor tenías razón, Erzsi. En cierto modo, no puedo ser la misma persona para ti. Las cosas han cambiado.

—¡No, no es cierto! Me estaba comportando como una estúpida, no estaba pensando. Estaba celosa, eso es todo. De verdad.

Mi voz tembló. Cogí su mano y la agarré, apretando un poco sus dedos. Me negaba a dejarla ir, incluso cuando la sentí apartándose con suavidad.

—Las cosas son diferentes —seguí—, pero me gustan, me he acostumbrado. Me encanta estar aquí contigo. Si nos hubiéramos quedado todos en Devon y no hubieras sido feliz, entonces nos habríamos hecho daño los unos a los otros. Ahora estoy contenta cuando estamos juntas. Y papá se alegra por mí.

Era como si el hilo que una vez nos había unido a todos se hubiera soltado y estirado. Había cruzado un continente y se había enrollado alrededor de un dedo nuevo, pero todavía se mantenía tenso. Si yo sabía eso, seguro que Marika también.

Zoltán nos llamó en ese momento desde la cocina. Marika me pasó un brazo por la cintura y entramos. Cica nos siguió, deslizándose entre nuestros tobillos.

La cena fue sopa de pescado, roja por el pimentón y caliente por el fuego, y nos la comimos encorvados y con los labios fruncidos. Había un silencio en Marika que sugería que le había afectado más nuestra discusión que a mí. La observé por encima de mi cuchara. Era feliz, ¿verdad? Después de todo, tenía todo lo que quería. Es cierto que con ella a veces era una de cal y otra de arena, pero yo lo veía venir; en eso era más transparente que mi padre. Él no parecía ni más ni menos feliz ahora que cuando yo tenía ocho años. Él, en Harkham, ni una sola vez había llorado por la ausencia de Marika. Había estado furioso después de que se fuera, pues yo había visto sus dedos volverse blancos agarrando el borde de la mesa, enrojecerse las puntas de sus orejas; pero siempre parecía que lo hiciera por mí, no por él. Como si yo fuera la única que estaba viva, que importaba, como si él no existiera en absoluto. Había colocado mis dedos por encima de los suyos, le había abrazado para rodear su cabeza y cubrir sus orejas. «Está bien —le había dicho—, la veré pronto». Le sentí entonces, su esencia.

Cuando Zoltán se llevó nuestros platos y fue a buscar más vino, decidí que confiaría en ella. Otra forma de pedir perdón, una joya posada en su mano. Me incliné. Le conté que había sido realmente muy estúpida ese día. Le conté cómo había conocido a Bálint, el hermano de Tamás, y que había sido bastante amable conmigo, de ninguna manera como me lo había imaginado. Le conté cómo había tratado de besarme, pero muy probablemente solo porque había pensado que yo quería, y que pronto se dio cuenta de que no. Y que todo era porque Tamás estaba actuando de manera extraña con Angelika y yo estaba celosa, y ahora me sentía muy culpable y estúpida. Le conté que, más que nada, quería ser la novia de Tamás. Le conté que solo había habido ese beso, el año anterior, pero que recordaba cada detalle. Le conté que le echaba de menos, aunque sabía que lo que diría un adulto es que no le conocía tanto como para eso, pero que le echaba de menos igualmente. Era tan parte de Villa Serena como todo lo demás. Como Zoltán para ella. Y se tapó la boca cuando dije eso, no sé si estaba enfadada o sonriendo. Le pregunté qué debería hacer. Como madre, ¿cuál era su consejo? ¿Qué debería hacer?

Me miró y abrió la boca como para hablar, pero la volvió a cerrar. Se mordió el labio, y vi ascender el rubor a la superficie, rojo amapola.

—Lo mismo que le diría a cualquiera, Erzsi: sigue a tu corazón.

¿Eso era todo?

Había esperado que me reprendiera por permitirle a Bálint que me besara, o por lo menos que me dijera que era demasiado joven como para meterme en esa situación con alguien mucho mayor. Y con su reputación, el rebelde de las colinas de Villa Serena. O que me agarrara de la mano y me hablara de Tamás y del verdadero amor, y tejiera su propio cuento. Pero al parecer no estaba por ninguna de esas dos opciones. Todo lo que hizo fue girarse hacia Zoltán cuando apareció con una nueva botella de vino y darle un toque al borde de su vaso con una sonrisa, después estirarse para darle un beso. Él se dejó, con una mano apoyada en la mesa, los dedos estirados.

Me puse de pie de repente, la silla en equilibrio sobre las patas traseras.

—Creo que me voy a ir la cama —dije.

Se encontró conmigo en las escaleras. Me cogió de la mano, como yo había cogido la suya antes, y me hizo bajar dos escalones.

—Cuando digo que sigas a tu corazón, lo digo de verdad. Pero a veces me enredo con eso. Me olvido de que tengo una cabeza. Siempre lo he hecho, es uno de mis defectos. Pero tú no eres así, Erzsi, ¿no es cierto? En eso te pareces más a tu padre, lo piensas, lo planeas.

—Hoy no pensé con Bálint. Ni… con Angelika.

—No. No lo hiciste. Y por eso te sientes rara. Porque esa no eres tú. Soy yo. Tú confías en la gente y dices la verdad, y tienes buenas intenciones, y no te apresuras a hacer cosas estúpidas. Nunca deberías seguir mi ejemplo, Erzsi. No es muy bueno.

—¡Eso no es cierto!

Su rostro pareció tensarse, diferentes corrientes la forzaban. Siguió:

—Y tu padre, él… intenta hacer lo mejor, de verdad que sí. Pero creo que a veces se olvida de lo que pasa a su alrededor. Algunas veces, no está aquí, con nosotros. Contigo. Se queda ensimismado, ¿no es cierto?

—Todo el mundo lo hace —contesté—, no solo él.

—No. No, no solo él. Pero tienes que encontrar tu propio camino. Libre de cualquiera de nosotros. Tienes que seguir a tu corazón, y solo al tuyo.

—¿Crees que debería escribirle? —pregunté en voz baja.

—¿A Tamás?

Asentí. Estaba sentada en el escalón, y Marika estaba apoyada en la barandilla.

—Quiero contarle todo —dije.

—Se la entregaré de tu parte —asintió—. O, todavía mejor, mándala desde Inglaterra, con un sello extranjero. Te diré cosas en húngaro para que las escribas.

Szeretlek. «Te quiero».

—¡Sí! ¿Dónde has aprendido eso?

—Solía escuchar cómo lo decías.

—Ay, Erzsi. ¿Sabes cómo deletrearlo? Tienes que escribirlo correctamente.

—No, quiero decir, szeretlek. No a Tamás, a ti.

Y se puso a mi lado en la escalera, las dos sentadas. Posé mi cabeza en su hombro y cerré los ojos. Mi corazón latía en el pecho, bum bum, bum bum, y lo escuché, y prometí seguirlo. Como haría ella.