Cinco

Estaba sentada en una manta sobre la hierba. Mis pies se habían anclado al suelo. Enfrente de mí había un claro en el parque, bordeado de árboles y sembrado de senderos. El cielo llegaba hasta las copas, y continuaba sin interrupción, algo raro en esa parte de la ciudad. Mi pequeño jardín trasero, a tan solo unos minutos, me ofrecía vistas de antenas parabólicas, chimeneas ennegrecidas de hollín y ampliaciones de áticos mal diseñadas, mientras que a poca distancia las torres de pisos trataban de pasar desapercibidas. Mi jardín estaba bien para tomarse un café por las mañanas, fumarse un cigarrillo furtivo en el escalón, o para una fiesta en la que sobrara gente, pero cuando realmente quería ver todo el espacio que había fuera, cuando quería que mis ojos continuaran siguiendo el horizonte y después pudieran ascender, iba al parque. Aquí, casi podía creer que la tierra se extendía hasta el infinito, sin parar nunca, solo interrumpida por los océanos al recorrer la curva del planeta. Hubo un tiempo en el que podía deslizarme con facilidad entre ambos mundos, donde no importaba lo que era o lo que veía, pues no me retenía nada, liviana y libre de deseos. Con cada paso que daba por las aceras de Devon, con las hojas crujiendo bajo mis pies y el rancio olor del perifollo silvestre en el aire, era transportada a los caminos polvorientos que surcaban las colinas alrededor de Villa Serena. Era capaz de ir hacia atrás y hacia delante, sin necesidad de cerrar los ojos para viajar. Ni siquiera suponía un esfuerzo recordar, pues vivía los días en una curiosa mezcla de pasado, presente y futuro. Como si de alguna manera se me hubieran inculcado todas las cosas que eran importantes, y las llevara siempre conmigo.

En años recientes, si alguna vez he recordado esta época, con tímidos vistazos o ansiosas miradas, todo lo que he contemplado ha sido a una niña pequeña y débil, esperando que sus vacaciones de verano la eleven y la depositen en su país de fantasía. Una vida perdida, viviendo un sueño que nunca fue real. Me he quedado absorta frente a las ventanillas llenas de vaho de los autobuses y me he demorado en las sinuosas colas del supermercado pensando en lo tonta e inocente que era.

Pero ¿ahora? Ahora, tímidamente, con precaución, quizás estaba empezando a creer otra vez. Un poco más, con cada página que pasaba. Me tumbé un poco más en la manta, y coloqué el álbum sobre la rodilla. Era media mañana ya, y el sol se estaba calentando, prometiendo un dulce día de verano. El camino paralelo al canal estaría lleno del sonido de los timbres, mientras las bicicletas pasaban traqueteando, las terrazas de los bares se llenaban, se preparaban precoces barbacoas, más mantas en el suelo para aprovechar la luz del sol. Yo observaba todo eso y veía cómo el parque se iba llenando cada vez más. Un hombre con elegantes gafas y vaqueros nuevos que se paseaba con calma que me echó una ojeada al pasar. Dos mujeres con vestidos de verano caminaban riéndose, chocando los codos. Probablemente a todo el mundo le parecía que yo era una chica estudiosa inmersa en un buen libro, una estudiante de arte perdida en mi ensoñación, alejada del creciente barullo de un sábado veraniego. Pero yo no era nada de eso. Estaba viajando, a lugares extraños y familiares.

En la foto es 1993 y tengo doce años. Estoy en el camino que subía hasta Villa Serena. Lo reconozco por el prado de hierbas altas que está detrás de mí y la fila de higueras haciendo guardia para marcar su contorno. Era el penúltimo recodo, el que tenías que rodear antes de ver el primer fragmento de techo. Era el recodo después del tramo que iba paralelo al arroyo, el recodo por el que había ido con la bicicleta de Zoltán, donde el agua se desbordaba sobre piedras lisas y redondas como peniques.

La imagen está llena de la luz del sol. Estamos descoloridos, el paisaje y yo. Permanezco de pie, al lado de un portón, con el campo detrás, y las hierbas son de un verde agua, amarillentas en las puntas. Estoy sobre rastrojos, y mis piernas son largas, como las de una potranca, con los pies descalzos, bronceados y manchados de tierra. Soy una extraña mezcla entre una chica moderna y una reina de las hadas, con coronas de margaritas en el pelo y guirnaldas rotas al cuello. Llevo mi bañador amarillo, aunque ya no me queda un poco holgado, y unos vaqueros cortos con los bordes deshilachados y desiguales que me llegan hasta las rodillas. Las dos manos están metidas en los bolsillos. Mi cara está de frente a la cámara y me estoy riendo. No es una risa simétrica, no está preparada, quienquiera que tomara la foto debió de contar algo divertido y me eché a reír mientras disparaba.

Era por las cosas sencillas por lo que estaba empezando a creer que recordaba todo eso. El hecho de que podía acordarme de haber hecho la desaliñada guirnalda de flores que me puse en la cabeza para la foto. Sé que se rompió tres veces, y que contuve el aliento mientras presionaba con el pulgar esos delicados tallos. Podía evocar cómo, cuando el sol hacía brillar el amarillo de mi bañador, parecía hecho de polvo dorado. Y recordaba perfectamente lo que hicimos después de tomar la fotografía. Marika y yo nos subimos hasta la verja más alta del portón, y allí nos mantuvimos en equilibrio. Estiramos los brazos y echamos la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Y debajo de nosotras el mundo giraba bella y peligrosamente.

Miro la fotografía otra vez y quiero conocer a esta chica, cubierta de flores silvestres, que se ríe a carcajadas.

Sería mejor conocerla y quererla que haber sido ella y haberse olvidado. Pero ella es solo una mota, desprendida de las páginas de un cuento de hadas polvoriento. De los antiguos, de los que llevan consigo un indicio de oscuridad, en los que nada es como parece.

Fue un verano que comenzó de maravilla. Después de darle mucho la lata, mi padre había dicho que podía alargar mi visita hasta dos semanas. Después de dos años de exitosas visitas de una semana, ya se podía sentir seguro de que volvería impoluta a casa, junto a él. Un poco más morena, un poco más llena de vida, a veces con inquietantes marcas de picaduras de mosquito, pero sin malos hábitos evidentes. Y parecía que le complacía lo fácilmente que me acostumbraba a volver a vivir en Harkham. Hacía la cama y remetía todas las esquinas, me interesaba por el progreso de las matas de habas, que me llegaban por la cadera, subrayaba con un círculo las series de detectives en la revista Radio Times, y todavía las veíamos juntos en las gélidas tardes de invierno. Cuando me fueron concedidas las dos semanas, subí corriendo y enterré la cara en la almohada, llorando en silencio, hasta que me dolieron las mejillas. Dos semanas, eran toda una vida, y maravillosa. Me estaba volviendo más húngara cada día que pasaba. Las lágrimas de alegría eran un síntoma definitivo, solo que me las tenía que guardar para mí misma.

Mi padre y yo nunca hablamos de verdad acerca de Villa Serena. Cuando volvía a casa de mis viajes, me daba un abrazo rápido, y preparaba una tetera, mientras me decía: «¿Quieres ver lo que ha crecido en el huerto? Los guisantes estarán listos en un día o dos». Yo, por mi parte, me callaba el tiempo pasado en la villa. Era mi vida secreta. Sin que me incitaran para describírselo a nadie, lo podía recordar exactamente como quería. Tenía un gran don para rebobinar, acunando un único y maravilloso momento todo el tiempo que quería. Engañaba al tiempo y al espacio viviendo las mismas experiencias una y otra vez; mi cabeza era un cofre del tesoro incluso en los días ingleses más oscuros.

De vez en cuando mi padre comentaba: «O sea que supongo que está bien», soltando palabras de mala gana, debido a la propia conciencia o a la cortesía, y yo asentía, y me aseguraba de entusiasmarme con la cuestión de si las mazorcas estaban lo suficientemente tiernas como para comer, o si creía que el cielo rosa era que iba a llover.

Cuando mi padre aparentaba indiferencia de esa manera, trataba con todas mis fuerzas de imaginarme una época en la que él y Marika se hubieran necesitado. Cuando ninguno de los dos estaba completo sin el otro. Habían parecido desprenderse tan fácilmente…, dos planetas que se desplazaban hacia sistemas solares diferentes con una soltura infinita. Pero yo sabía que no siempre había sido así, porque una vez encontré una carta. Estaba metida entre las páginas de un libro de poesía, en el estante de debajo de la librería del vestíbulo. Me lo encontré en uno de esos días en los que estaba explorando la casa, otra vez. Era un juego para los días de lluvia, cuando merodeaba investigando cada viga torcida y el espacio entre los rodapiés. Cuando abría libros que no había tocado hasta entonces y espiaba tras las cortinas. Nunca supe lo que estaba buscando, solo que lo reconocería cuando lo viera. Mis indagaciones revelaron algunas cosas interesantes. Por ejemplo, una pieza de vajilla rota, de porcelana china, con un puente azul y señoras con los vestidos agrietados, que estaba detrás del aparador del salón, bajo una capa de polvo. ¿Qué más? Un botón de madreperla, que brillaba como un tesoro cuando se giraba a la luz. Y la postal, la postal de amor. Estaba dirigida a mi padre y era de Marika. Era de 1983, o sea que yo todavía era una niña, con las rodillas regordetas y el pelo cortado a tazón. Pensé que era por San Valentín, pues era roja como un buzón y en la parte de delante había un pequeño corazón pintado de blanco. Dentro, con su recargada caligrafía, la tinta de su pluma corriéndose por las prisas para volcar su amor en papel. «Querido David —decía—, recuerda: “No aman los que no muestran su amor”». Las comillas parecían renacuajos retorcidos. Yo no sabía que era de Shakespeare, ni lo recité con sus pausas, ni reflexioné para intentar descifrarlo. En vez de eso, vi su encantadora y descuidada letra, no solo una, sino dos referencias al amor, y me imaginé fanfarrias y pétalos de rosa, y besos impregnando el aire como un perfume. Mis padres entrelazados en éxtasis romántico. Aunque sabía que habían dejado de quererse, enterarme de que en algún momento habían estado enamorados me resultaba reconfortante. Era una historia que me daba sentido. Lo único que me preocupaba era que el libro de poesía pertenecía a Marika. Se titulaba Ariel, un nombre precioso y etéreo, y ya la había visto leerlo, con la barbilla apoyada en las rodillas, como una colegiala. Mientras volvía a colocar la carta entre las páginas, me pregunté por qué estaba en uno de los libros de ella, y no de los de él. ¿Habría cambiado ella de opinión y no se la habría dado al final? ¿O acaso él no la había valorado en su justa medida, así que ella la recogió de donde él la habría dejado caer y se la guardó, como un tesoro recuperado?

Pienso en esa carta otra vez, con su corazón pintado a mano, sus pinceladas desiguales.

«No aman los que no muestran su amor».

Es una poesía que te persigue. Como si Marika todavía nos juzgara, y tuviera razón.

En mi tercera visita a Villa Serena me sentía una veterana al atravesar la vereda, con mi vieja maleta dando botes detrás de mí. Todo estaba igual, como si nunca me hubiera ido. Marika iba por delante, con su larga falda acariciando las corolas de las margaritas. Se había puesto un juego de pulseras que tintineaban en sus muñecas, así que todos sus movimientos iban acompañados de música. Su oscuro y largo pelo estaba trenzado, y le caía por la espalda como una soga oscilante. Me había besado en las dos mejillas cuando había llegado al aeropuerto, con un elegante y súbito ritual para saludarnos que no habíamos utilizado hasta entonces. Me había hecho sentirme europea y adulta, incluso aunque secretamente deseara un abrazo que me asfixiara, que levantara mis pies del suelo. A lo mejor estaba desconcertada por mi apariencia. Había vuelto a crecer, y bajo mi camiseta se alzaba tentativo un pequeño busto. Ya no me hacía trenzas, sino una cola de caballo, bien apretada para que rebotara. O me lo dejaba suelto para que me cayera hasta los hombros, una cascada brillante que olía a champú, y al brillo de coco que me echaba en las puntas, regalo de una amiga del colegio más glamurosa. Había empezado a escuchar música en casa, bailaba sobre la cama con las canciones de la radio y estampaba besos con los labios pintados en el papel higiénico, sintiéndome atrevida y mayor. Pero todavía trepaba a los árboles y hablaba conmigo misma, caminando por el bosquecillo de detrás de casa. Todavía golpeaba los setos con un palo y saltaba los charcos si llovía. Y siempre cogía flores y las dejaba en hueveras al lado de mi cama, y me iba a dormir para soñar con una casa con el tejado rojo y una arcada de madera. Y nadar otra vez con Tamás. Flotando a su lado.

—¡Erzsi! ¡Bienvenida!

Zoltán salió desde un lado de la casa, y apuñaló el aire con un par de pinzas de metal a modo de alocado saludo. Llevaba un delantal, a rayas azules y blancas, como un carnicero, y unos pantalones de franela arremangados hasta la rodilla. Con la brisa olí el aroma de la carne hecha a la barbacoa, mezclado con humo y ceniza. Mi estómago gruñó, no había comido desde el bocadillo de queso veteado que me había hecho mi padre, de camino al aeropuerto, y me estaba muriendo de hambre. Pero entonces se me revolvió el estómago, debido al recuerdo de otra barbacoa, con su calor y su humo, y un gran lago detrás. Me sentí enferma y agarré el asa de mi maleta. Era una tontería, porque Zoltán hacía barbacoas a menudo en Villa Serena. Nos sentábamos apiñados en la terraza, bastante felices, con los dedos grasientos y las bocas ardiendo. A lo mejor era por el viaje desde Budapest por lo que me estaba mareando. El calor del sol me había azotado durante todo el camino, haciéndome guiñar los ojos. O quizás había sido el despertarme tan temprano, mi padre me había avisado en voz baja a las cinco de la mañana, cuando la luz era escasa en mi cuarto y las sombras en la pared reflejaban las serradas ramas de los manzanos de nuestro jardín.

Forcé una sonrisa y decidí que me cambiaría mis ropas inglesas y me lavaría la cara en el pequeño lavabo de mi habitación. Después de beber abundante té helado en un gran vaso azul de cristal, al que todavía le quedaban restos arañados de flores en el borde, sabía que estaría preparada.

Intercambié besos con Zoltán, contenta por el rápido saludo, después me apresuré a pasar junto a Marika y dirigirme a la habitación que sabía mía, subiendo los escalones de dos en dos, con la maleta golpeteando tras de mí.

Me acababa de poner unos pantalones cortos y una camiseta cuando llamaron a la puerta.

—¿Erzsi? ¿Puedo entrar?

Marika abrió y se quedó de pie en el cuarto, cruzada de brazos y con los pies juntos. Con una mano se tironeaba de la trenza.

—¿Qué tal estamos? ¿Estamos bien?

Era un extraño uso del plural, y me pregunté si su dominio del inglés estaba desapareciendo después de todo este tiempo sumergida en Hungría. O a lo mejor intentaba involucrarse en mi estado, quizás entendía que ella, Hungría y yo formábamos un fardo lleno de nudos.

—Estoy bien —dije, llevándome un cepillo al pelo y pasándolo con fuerza—. Es solo que estoy cansada.

—Todavía no he hecho esto —contestó Marika, y se acercó con los brazos abiertos como alas y me envolvió en ellos. Mi cara presionada contra su cuello, y olía a canela, a manzanas tibias, a humo de leña, pero de una chimenea en invierno, no de una parrilla en verano. Cerré los ojos con fuerza y me apreté más contra ella.

—No puedo respirar —terminé diciendo, y nos separamos, muertas de risa.

—Erzsi, estás creciendo. —Retrocedió, sopesándome, con la cara llena de orgullo. Se puso las manos en las caderas y ladeó la cabeza—. Ya no eres una niña.

—Eso es porque no me has visto en todo un año. Estoy segura de que papá cree que todavía tengo ocho años.

—¿Y qué tal está tu padre, Erzsi?

Papá estaba despistado. Se echaba leche en el té hasta que se quedaba blanco y dejaba huellas llenas de barro en la alfombra antes de mascullar una maldición y arrodillarse para frotarlas. Se pasaba un día entero pronunciando escasas palabras, y solo algunas de ellas iban dirigidas a mí. Pensé que a lo mejor agradecía estar a su aire un tiempo. A lo mejor ese era mi problema. Pensaba demasiado en mi padre. Pues solo dos días antes le había encontrado en el despacho, con un fajo de fotografías. Las metió debajo de unos papeles cuando entré, pero vi un destello azul, de agua o de cielo abierto, en una de ellas. Inmediatamente pensé en Balatón. Su cara parecía culpable, y su mirada, gacha. Parecía tener cien años.

—¿Qué estás mirando? —pregunté, rápida como una centella.

—Nada —replicó, con una voz que se quebraba—. Nada que importe, en cualquier caso —añadió más amable.

Yo quería decir: «Todo importa, papá», pero no pude. Mi garganta parecía oxidada, como si las palabras se fueran a desportillar si finalmente llegaban a salir. Me fui de la habitación en silencio.

Y después ayer, mientras dejaba mi maleta en el vestíbulo, me había agarrado por los hombros, y yo podía sentir la presión de cada uno de sus dedos. «Te lo vas a pasar bien, ¿verdad?», me había dicho, como un loco, los pelos de punta. «Por supuesto —contesté—. Siempre lo hago». Y entonces vi su alivio. Me soltó y me dio una palmadita en la cabeza. «Buena niña», dijo. Actuaba como si pasárselo bien fuera un logro. «Está bien», contesté.

—Por favor, envíale mis saludos —dijo Marika, con solemnidad, escogiendo las palabras cuidadosamente, como si fuera un idioma extranjero—. Pienso en él, de verdad… —Entonces aplaudió, riéndose mientras corría a situarse en un territorio seguro—. Ay, Erzsi, escucha, ¡Zoltán ha tenido una idea maravillosa! Como vas a estar aquí más tiempo y estoy tan contenta por eso, estuvo bien por parte de tu padre dejarte venir, de verdad, pero como vas a estar aquí más tiempo, ¿qué te parece hacer algunos viajes?

—¿Viajes?

—Sí, excursiones de un día. O incluso un par de días, nos podríamos quedar por ahí. Es que todo lo que haces cuando estás aquí es rondar por la casa, y los prados, y el bosque, pero te queda toda Hungría por conocer. Sería una aventura, Erzsi. Casi no conoces Budapest. Por Dios, si a duras penas vamos a Esztergom cuando vienes. Quiero enseñarte más. ¿Sabes?, en el Danubio podemos coger un barco y navegar hasta llegar a un sitio maravilloso que se llama Szentendre. Es un pueblo de artistas, Zoltán vende alguna de sus pinturas en una galería que hay allí. ¿Qué me dices? ¿Te parece divertido?

Me senté en el borde de la cama y puse las manos sobre las rodillas. Me acordé del año anterior, cuando la había llamado Marika en voz alta, y de cuando ella había tartamudeado y había cometido el error de decir que esto era como Devon. Cómo, entonces, había ladeado la barbilla y ejercido algo de poder, una varita mágica sin usar que empuñaba temblorosa. Un poco antes, ese mismo año, me había enterado de lo que era «enfrentarles». Fue una chica de mi colegio, que se llamaba Ginny, la que me lo enseñó. Era pelirroja y tenía un hueco entre los dientes como un túnel horadado en una roca. Dijo que sus padres se habían separado, y que pasaba fines de semana alternos con cada uno. Sus verdes ojos estaban llenos de júbilo cuando me contó que había aprendido a asegurarse de que todas sus frases empezaran con «Mamá siempre me deja…» o «Papá dijo que podía…». Con esa táctica se ganaba el poder repetir helado, ir a la sesión nocturna del cine y que le compraran muchas cosas caras. Una vez abrió las puertas de su armario y me enseñó todos sus vestidos nuevos, que brillaban como un arcoíris de neón. No pude evitar quedarme boquiabierta.

—¡Guau, Ginny! —exclamé—. Pero ¿no lo cambiarías todo por tenerlos juntos otra vez?

—No, idiota —me cortó, y me puso la mano en la cara para callarme, con demasiada fuerza para mi gusto—. Les odio —dijo.

Me había ido a casa con un hormigueo en la nariz, y el propósito de ignorar a Ginny de entonces en adelante. Esa tarde me había sentado a la mesa para cenar, enfrente de mi padre, y habíamos tomado unos tazones de sopa turbia de rabo de buey con cucharas de plata.

—Creo que después de esto ya va siendo hora de dormir para ti, Erzsi. Tienes un examen mañana, ¿verdad?

Solo eran las ocho. Todavía había luz fuera, podía oír a los estorninos gorjear. Había pensado ir al bosquecillo tras la cena, y observar a los conejos. Esconderme tras mi arbusto de acebo favorito y esperarles. Además tenía una nueva carta de Marika que había estado guardando. Quería leerla fuera, bajo el mismo cielo, la misma pálida luna, baja y creciente. Pero soplé la sopa y asentí. No ganaba nada enfadándole, no se merecía eso. Pero ¿Marika? Marika era diferente.

—Bueno… —La miré y me retorcí las manos—. A mí me gusta mucho esto, de verdad. Y el tiempo siempre se me hace muy corto sin ir a ninguna parte.

—Pero, Erzsi, hay tanto de Hungría que todavía no has visto…

—He visto el Balatón —dije— y no me gustó mucho. A papá tampoco.

Agaché la cabeza, pero me obligué a alzarla. Me encontré con sus ojos y sostuve su mirada. Marika la desvió primero.

—El Balatón es muy bonito —empezó a decir Marika, sin poder evitarlo—. Creo que si lo vieras otra vez…

—Ni hablar —salté, poniéndome de pie—, ni hablar. Que tú digas eso… No volvería allí ni aunque me pagases. Es un vertedero, y lo odio.

Estaba gritando, y podía sentir las lágrimas abriéndose paso. No había gritado a Marika nunca antes, y fue como si algo se rompiera, algo que no pudiera ser reparado. Apreté los puños y pensé en Ginny y su egoísta determinación. Pero incluso Ginny se quebraba cuando la presionaban, y yo tenía como prueba la huella de su mano en mi cara. Por primera vez me pregunté si lo que había dicho era verdad. ¿Qué pasaría si estaba mintiendo, y en vez de reinar, triunfante, pasaba los días enroscada en sí misma, llorando? Con todos los regalos a su alrededor.

Me asusté. No sabía lo que se suponía que tenía que hacer después. Pero Marika no iba a esperar para verlo. Se dio la vuelta y cerró la puerta tras de sí, dejando el espacio que ocupaba, donde me había abrazado, repentinamente vacío, con el polvo bailando gracias a la luz del sol.

Me eché en la cama. Lo había hecho todo fatal. Ahora me volverían a mandar a Inglaterra, mis dos semanas se habían acabado antes de empezar. Rodé hasta ponerme boca abajo y lloré atropelladamente.

—Erzsi, Erzsi, para.

No la había oído volver. Me di la vuelta lentamente, enjugándome la cara con el brazo, y la vi de pie en el quicio de la puerta, sosteniendo algo entre las manos. Me enderecé y me aparté el pelo de los ojos. Sorbí haciendo ruido.

—¿Le echarías un vistazo a esto? Solo un momento. Me gustaría que lo vieras.

La voz de Marika era suave, pero tensa. La miré a la cara, ignorando lo que llevaba en brazos, y vi que tenía los ojos enrojecidos, y las mejillas escarlata, como si se las hubiera pellizcado. Fui hacia ella y la rodeé con mis brazos, dejando que mi cabeza descansara junto a la suya.

—Lo siento —susurré—. No quería decirlo.

—Mira, Erzsi. Mira lo que tengo.

Giró el voluminoso objeto que llevaba y vi que era un lienzo. Un cuadro. Y era azul casi por completo. Con todos los matices de azul que había visto, y muchos que no. El color de los acianos y el color del cielo nocturno. El color de las rayas del jersey que llevaba cuando vine por primera vez y el color de mi lengua después de comerme un helado de mora. Era el lago Balatón, un brochazo de cielo y un pedazo de orilla, hecho con las pinceladas de Zoltán. El agua tenía un azul donde daba el sol y otro azul donde tocaba la orilla, y azul otra vez donde fluía sin fin hacia otro horizonte. Todo azul, azul, azul. Miré la pintura y me devolvió la mirada. Había estado allí, había nadado en esas aguas. Y había sido bonito, durante un rato.

—¿Por qué me lo enseñas? —murmuré.

—Porque es hermoso. La vida es hermosa, Erzsi. Y es demasiado corta como para arrepentirse. Eres demasiado joven como para entenderlo ahora, pero ya lo harás algún día. Debemos aprender a quedarnos siempre con lo bueno de un lugar.

—¿Es lo que debería hacer? He venido, ¿no? He venido a Hungría.

—Sí. Y me alegra mucho.

—Y me encanta estar aquí. Me encantan la villa y las colinas. De verdad. Odio volver a casa, lo odio cada vez. Pero…

—¿Te gustaría quedarte con este cuadro en tu habitación, para poder mirarlo?

—No sé.

—Es que creo, no sé…, es tan bonito… Creo que es uno de los mejores de Zoltán. Le gustaría mucho colgarlo aquí, para cuando vengas.

Miré a Marika y ella me lo tendió, como si fuera un regalo. Lo cogí, y lo sostuve frente a mí, con los brazos estirados.

—Solo piénsatelo. Y ven para abajo cuando estés lista. Tenemos un banquete espléndido esperándote, Zoltán ha estado cocinando todo el día. Hay muchísimas salchichas, chuletas de cerdo, y yo he hecho ensalada de patata con esos pepinillos pequeños.

—Gracias —musité.

Cuando Marika se fue de la habitación, me quedé contemplando el cuadro, absorbiéndolo. El corazón me golpeaba en el pecho como si fuera otra persona la que estaba enfadada. Apoyé la pintura con cuidado contra la pared y bajé las escaleras.

Después de la discordia de mi llegada, disfrutamos de una pacífica tarde. Zoltán entró para echarse una siesta, yo encontré un pedazo de césped para tumbarme, y apoyé la barbilla en las manos, y Marika cogió un libro, un tomo gigante en cartoné con el lomo amarillento por el sol. Se echó en una tumbona, colocada justo a la sombra de la veranda. La observé mientras estiraba sus largas piernas y cruzaba los tobillos, y me di cuenta de que las pecas que tenía en el pecho y en las clavículas se habían oscurecido. Llevaba puesta una camisa de algodón blanco a medio abotonar, con flores bordadas en las mangas, como fragmentos de un pañuelo de los que llevaban las gitanas. Sus brazaletes de plata brillaban al sol. La trenza le caía por un hombro, y noté que, bajo la goma que sujetaba la trenza, había entrelazado una amapola roja con el centro negro, como un manchón de tinta.

—¿Qué es esa flor que llevas en el pelo? —pregunté.

—Oh, una amapola. Me la ha puesto Zoltán. Siempre me está decorando. Deberías tener cuidado, Erzsi. Te levantarás y te encontrarás envuelta en cadenetas hechas de margaritas.

—Pareces una gitana —comenté—. ¿De dónde has sacado esa blusa?

—La hice yo, cosí todas estas florecillas, solo que no las mires muy de cerca, porque las puntadas son terribles.

—Antes no cosías ropa —dije.

—Huy, sí. Solía hacerte vestidos, cuando eras muy pequeña. Y antes tejía bufandas. Pero siempre me las apañaba para encontrar lana que picara, así que no eran muy populares. ¿Quieres una camisa igual que esta, Erzsi?

Me lo pensé. Me gustaba el estilo exótico de Marika, encajaba allí, con sus negros cabellos en los que había un destello rojo, con sus blusas bordadas y sus faldas arrugadas. Parecía como si tuviera que estar sentada en los escalones de una caravana arrastrada por caballos, una que estuviera decorada con flores arremolinadas y que la llevara un poni de paso torpe, del mismo color que una urraca. Me imaginé sentada a su lado, vestida igual que ella. Después me visualicé a mí misma en Devon, esperando el autobús que llevaba a la ciudad, un sábado, con un impermeable de C&A y zapatos de goma negros.

—Quizás —contesté—. ¿Puedo ir al bosque?

Se había convertido en una tradición que el primer día explorara el terreno, asegurándome de que todo estaba tal como debía estar. El árbol en lo alto de la colina con las ramas como si fueran los brazos de un hombre que se rendía. El arroyo plateado, con los desgarbados zapateros de agua. Y mi lugar favorito, la pendiente en la que te deslizabas como un tobogán, de vuelta al césped desde el bosque, donde cada paso revelaba otra parte de la casa como si fuera un rompecabezas, primero el cañón de la chimenea, después un destello de tejas o Zoltán con su camisa de trabajo atravesando la terraza. Me sentía como un gigante que se cerniera sobre la casa al correr hacia Villa Serena, con los brazos abiertos de par en par.

—Por supuesto. Aunque ten cuidado, Erzsi, no te metas donde no tienes que estar. Los Horváth han estado disparando en el bosque.

—¿Disparando? ¿Qué Horváth? ¿Todos?

—Supongo que István. Y Bálint, sin duda. Es su terreno, naturalmente, pero los disparos resuenan bastante cerca de la casa a veces.

Pensé en István y en Ági, los padres de Tamás. Me los había cruzado en el sendero y siempre les saludaba con timidez, avergonzada por mi propia curiosidad. No podía dejar de mirar el corte de pelo a tazón de Ági, del color de una calabaza, y los gastados zuecos blancos que llevaba puestos. István, a su lado, era como un toro, con el cuello grueso y la piel envejecida por el sol. Iba arremangado siempre, sus brazos eran como jamones gigantes. Solía guiñarme un ojo al saludar, y Ági cabeceaba, torciendo las comisuras de los labios. Pero a los padres de Tamás les rodeaba un aura de sentido práctico, de no consentir tonterías. ¿Cazaban su propia cena? Me imaginé una esquelética paloma torcaz para el asado del domingo, Tamás con la servilleta remetida, lamiéndose los labios ante tal perspectiva. De algún modo, no me parecía muy probable.

—No me dispararán, ¿verdad? ¿Y por accidente? —pregunté.

—Por supuesto que no, solo ten cuidado. Ahora vete, que estoy en una parte muy interesante.

Me hizo señas con el libro para que me fuera y me levanté del césped en el que estaba. Me sequé las manos en los pantalones y atravesé la pradera.

No me gustaba la posibilidad de gente con armas, acechando por los bosques; sabía que iba a desconfiar de cada sombra, y a darme la vuelta cada vez que oyera romperse una ramita o crujiera una hierba. Para distraerme pensé en los cromos de fútbol que me había traído por segunda vez; había sido demasiado tímida como para dárselos el año anterior. Tenían las esquinas dobladas y probablemente los jugadores ya habían cambiado de equipo, pero quizás todavía fueran bienvenidos.

Anduve con cuidado por el bosque, intentando escuchar algo extraño. Había tanto ruido como siempre, las ramas que tenía por arriba rebosaban con el trino de los pájaros, los insectos zumbaban, un súbito restallar cuando un ciervo se abalanzaba a través del follaje para escapar. Si mi parte favorita del paseo por el bosque era deslizarme de vuelta a la villa, lo siguiente que más me gustaba eran las vistas. Las vistas eran un momento, pero también un lugar, eran esa parte del paseo en que llegaba al punto más alto del bosque y la densa arboleda dejaba paso a la pendiente de la colina, tanto como los ojos pudieran abarcar. Amarilleaba y se veían rastrojos de forraje y viejas aulagas, y un paisaje que se extendía muy lejos, hasta la fina línea del horizonte. Salía parpadeando de entre los árboles y contemplaba otra parte de Hungría, tierra desconocida. Esztergom estaba en alguna parte detrás de mí, se reconocía fácilmente por el quiebre plateado del río y la protuberante cúpula de la catedral, como me pasaba con la carretera que cogíamos desde el aeropuerto, una recta con el tejado plano de una fábrica de coches al lado, y filas y filas de relucientes vehículos, rojos, azules y plateados. Esos puntos de referencia no tenían lugar en las vistas. En vez de eso, tenía el suave desnivel de los cerros cercanos, salpicado de casas con los techos inclinados y terrenos con viñedos. Después, los prados infinitos, en los que se cruzaban los rastros pálidos del polvo y las piedras sueltas, brotes de flores de tallo largo, con las corolas amarillas y pesadas, y retoños de árboles puramente decorativos surgiendo entre los océanos de hayas y robles. El chicharreo del calor se quedaba flotando, empalideciendo el paisaje, rociando el horizonte de calima.

Quería entrar en el claro con un cierto respeto. Pero mientras apartaba los últimos hierbajos a un lado y agachaba la cabeza para pasar por debajo de una rama de avellano, vi un resplandor de color y me quedé paralizada. Alguien se encontraba en las vistas. Me quedé donde estaba, escondida entre el ramaje, y me puse de cuclillas para echar un vistazo. Eran un hombre y una mujer, o un chico y una chica, no podía adivinar su edad. El hombre era alto y anguloso. Solo llevaba puestos unos vaqueros, y su pecho y sus brazos eran delgados y morenos, los músculos sobresalían como si fueran huesos torcidos. La mujer era rubia y pálida, con un vestido de algodón suelto que se le había deslizado por los hombros, de modo que enseñaba la curva del pecho. Estaban entrelazados, y sus manos se deslizaban por todas partes al tiempo que se besaban. Me agaché tapándome la boca con una mano, mi cálido aliento en la palma. Estaba segura de que no me podían ver, y de que no prestaban atención a cuanto les rodeaba, perdidos el uno en el otro de una manera que yo solo había visto en la televisión, y por casualidad. Entonces las cosas volvieron a cambiar. Cayeron al suelo, en un extraño y fluido movimiento, como si el mismo terreno se hubiera levantado para recibirles. El hombre pareció tener de repente más manos, pues estaba agarrando puñados del pelo rubio de la chica, para que se derramara sobre sus dedos, y al mismo tiempo tironeaba de sus vaqueros. El vestido de la chica se había resbalado más, y él estaba haciendo que cayera del todo. Mientras se arrodillaba, una de sus manos pasó por detrás de la chica, y por un momento ella se quedó en vilo, sostenida por el arco de su brazo. Yo estaba lo suficientemente cerca como para ver cómo estallaba un botón, y cómo rodaba por la hierba. Estaba lo suficientemente cerca como para ver una mancha de piel oscurecida en la espalda del hombre, un antojo de nacimiento o una quemadura del sol. Estaba lo suficientemente cerca como para ver el interior de la boca de la chica cuando echaba la cabeza para atrás, un destello de dientes blancos y lengua rosada. Nunca había visto una cara así. Era casi como si quisiera llorar pero hubiera recordado algo que esperaba con anhelo en el último minuto, y se aferrara a ello. Profirió un sonido que se balanceó al borde del abismo y se extendió por los campos que descendían. Y entonces se pusieron a rodar, y esta vez era el hombre el que me daba la cara, que tenía levantada hacia el cielo. Después de todo, era más joven de lo que había supuesto, unos diecisiete o dieciocho, con el pelo lacio y la boca empapada. Y entonces me vio. Me miró directamente a los ojos, como si hubiera sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Su cara cambió, de lo abstracto a lo espantosamente real, y torció los labios en una sonrisa. Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, como si nos estuviéramos cruzando por una acera, como si no tuviera una chica semidesnuda debajo, que a esas alturas todavía no se había dado cuenta de que algo había cambiado. Cuando me llamó —como yo sabía que haría, pues lo vi en el centelleo travieso de sus ojos—, sus palabras salieron arrastradas, sin aliento, y al mismo tiempo muy altas, en el claro.

—¿Qué miras, pequeña?

Mi corazón golpeteaba tan fuerte en mi pecho que temí que fuera a salírseme. Ahogué un grito, e hice un esfuerzo por levantarme de donde estaba agachada. Mis piernas se habían dormido y yo estaba un poco torpe. Crujieron las hierbas que tenía alrededor. La chica trató de volver la cabeza. El hombre se echó a reír. Se soltó, y se puso en pie con un movimiento ágil. Empezó a acercárseme mientras se subía los vaqueros, con el cinturón desabrochado y el sol cegándome con su hebilla de metal.

Entonces me di la vuelta y corrí, sin importarme el ruido que pudiera hacer; mis pies se resbalaban en el accidentado suelo, las espinas me arañaban brazos y piernas. Corrí hasta estar segura de que nadie me seguía, y de que ya podía parar para recuperar el aliento. Pero mi corazón todavía repicaba. Porque él había tratado de perseguirme, con tres o cuatro zancadas claramente había ido a por mí. Y mientras tanto, todo ese tiempo, la chica había estado gritando algo, con una voz que se quebraba, como las hojas bajo mis pies al huir.

En cuanto recuperé el aliento seguí corriendo, precipitándome a través del bosque hacia Villa Serena. Aterricé en el césped con las mejillas encendidas y el pelo de la nuca húmedo. Marika todavía estaba leyendo en la tumbona. Hizo un gesto distraído con la mano al verme. Me apresuré a entrar y encerrarme en el baño, donde eché el cerrojo. Me lavé la cara y las manos, y me recogí el pelo en una coleta. Si Marika o Zoltán preguntaban, simplemente diría que había estado jugando en la linde del bosque, pero que no me había alejado mucho del jardín.

Mi cara en el espejo era una maravilla: el rojo convirtiéndose lentamente en rosa. El miedo había mandado la sangre acelerada a la superficie, como si explotar fuera la mejor defensa de todas. Me eché más agua fría en las mejillas. No podía quitarme la cara del hombre de la mente. Le había visto claramente mientras avanzaba hacia mí, con los ojos castaños, los pómulos prominentes y el pelo metido por detrás de las orejas. Entonces me di cuenta de a quién se parecía. Era a Tamás. Una versión más vieja, más desagradable, más fea de Tamás. Marika había mencionado alguna vez que tenía un hermano mayor, pero que no estaban hechos «de la misma pasta». Bálint. En aquel momento no había entendido lo que ella quería decir con esas palabras, pero ahora sí. Alguien «de una pasta diferente» podía hacer cosas en el bosque con una chica, cosas que tenían pinta de doler. Podía perseguir a alguien solo por estar en un lugar y a una hora equivocados. Y su hermano pequeño, que parecía tan agradable, podía crecer y ser como él, sin apenas darse cuenta. Entonces me di cuenta de algo más. Había hablado en inglés. No con la pronunciación correcta y esmerada de Tamás ni tampoco con el acento vigoroso de Zoltán, pero inglés al fin y al cabo. Lo que significaba que sabía quién era yo. Eso hacía que las cosas fueran mucho peores que cinco minutos antes, cuando ya eran lo suficientemente malas. Miré fijamente mi cara en el espejo y parpadeé con fuerza. Llorar no me iba a servir de nada, pues no había excusas que le pudiera presentar, de ninguna manera podía hacer que el escenario fuera menos comprometedor. ¿Y acaso no era yo igual de mala por haber estado allí, en primer lugar? ¿Acaso no era culpa mía casi tanto como suya?

Después de esto, realmente me quedé en las cercanías de la casa y el jardín los siguientes días. De alguna manera, los bosques habían cambiado. Me quedaba pensando en lo que había contemplado. El vistazo que había echado a un mundo diferente del mío, del que ni siquiera estaba segura de querer saber que existiera. Sacudí la cabeza, y traté de llenarla con otras cosas. Sé que me pegué un poco a las faldas de Marika porque me lo dijo entre risas, mientras me rodeaba para llegar hasta el horno. La ayudé a hacer una cazuela enorme de gulash que duró como para tres comidas. Mi trabajo venía al final, y consistía en cortar rápidamente trocitos de masa y echarlos al gulash hirviendo, para que se guisaran al mismo tiempo. Le pedí que me leyera fragmentos de su libro en voz alta, y lo hizo, al principio un poco reticente, pero después entusiasmada. Nos transportamos a la Francia del siglo XVIII, donde las mujeres se escondían tras los abanicos, y llevaban consigo perros diminutos con los morros arrugados. También iba detrás de Zoltán: me sentaba en el sofá del estudio, desplegaba los periódicos de Budapest sobre mis rodillas, como si los estuviera leyendo, y simulaba ser una erudita. Le observé retratar un cielo del color de las piedras del estanque, con un sol rojizo girando velozmente en medio. Seguí el progreso de una mosca gorda golpeando la cristalera, antes de que remontara el vuelo trastabillando. Hice cadenetas de margaritas, muy largas, y las utilicé como pulseras, collares y diademas. Y una vez, cuando no había nadie por ahí, me escabullí al piso de arriba y me quedé mirando el cuadro del Balatón, que ahora estaba en la blanca pared trasera de mi cuarto. Dejé que me tragara, hasta que noté la brisa susurrando en mi pelo, y el agua tibia en mis tobillos. Hasta que guiñé los ojos con ese sol, que reflejaba más brillos que nunca. Hasta que me sentí como si me hubiera caído dentro.

Después de tres días así, me eché a los pies de Marika y le hice una propuesta:

—¿Todavía nos podemos ir de excursión?

—¿De excursión?

—O incluso un par de días, como dijiste. Creo que tienes razón. No he visitado Hungría lo suficiente. Estoy un poco cansada de estos prados. Estoy aburrida.

Pero no estaba aburrida. Nunca había estado aburrida. Me podía sentar en un poco de hierba y encontrar algo que me entretuviera toda la tarde. Pero sabía que tocaba una fibra sensible. Marika siempre se había aburrido fácilmente.

—Ya notaba que estabas nerviosa. Pobrecita. Bueno, Erzsi, creo que es una idea maravillosa. Pero las cosas se van a poner al rojo vivo por aquí. Mañana es el cumpleaños de Tamás. He visto a su madre en el camino y te ha invitado a una fiesta con barbacoa.

—¿A todos?

—No, solo a ti. Es para los niños, no querréis a adultos por allí. Su hermano Bálint es quien hace la barbacoa, así que ni siquiera te encontrarás con los queridos padres Horváth. ¿Qué me contestas?

—¿Su hermano? Pensé que no te gustaba, dijiste que era malo.

—¿Sí? Ay, no sé, a lo mejor cuando era más joven era más problemático. Adolescentes, Erzsi, espera y verás. Además sé que todavía no has visto a Tamás este año, pero parece que os lleváis bien, y él siempre me pregunta por ti.

—¿De verdad?

—Claro que sí.

Quería más información, quería saber qué era exactamente lo que preguntaba, y si venía expresamente para hacerlo o si era por casualidad, en el sendero o en el mercado. ¿Esperaba nervioso en el camino, con los brazos cruzados y arrastrando los pies, o despreocupadamente, girándose un poco para escoger una sandía del puesto que había en la carretera? Pero, más que nada, quería saber si Bálint y Tamás eran del tipo de hermanos que se cuentan todo. Y si se reían juntos, con las miradas sucias. Rompí la cadeneta de margaritas que había estado haciendo, y cerré la mano sobre ella.

—No creo que quiera ir —dije—. Seré la única que habla inglés, y nadie me va a dar conversación.

—Ay, Erzsi, no seas tonta. Te han invitado expresamente. Sería de muy mala educación no ir.

—Pero si nos vamos a algún lado, entonces no importa. Podríamos decir que ya teníamos planes.

—¿Por qué te quieres ir tan de repente? ¿Erzsi?

Dejé caer la cabeza. Diferentes respuestas atravesaron rápidamente mi cerebro, como los peces escurridizos en los bajíos, pero no me atreví a pronunciar ninguna. Así que lo soslayé, contestando con una voz monótona…

—Porque sí. Algunas veces la gente quiere hacer cosas porque sí.

Marika asintió y supe que lo había conseguido.

La fecha escogida no resultó ser muy buena. El día empezó sombrío, lo que era raro, y sin que el sol atravesara las ventanas nos despertamos más tarde, debido a las nubes. Zoltán había decidido quedarse porque tenía trabajo que hacer, pero, de todas maneras, estaba decidido a despedirnos con un buen desayuno, así que frio huevos y panceta, al estilo inglés. Más que panceta, eran gruesas rodajas de jamón con una corteza ennegrecida, pero churruscadas estaban deliciosas. Mientras tanto, Marika perdió un pendiente que apreciaba mucho, y hubo una minuciosa búsqueda, que incluyó mirar debajo de los suelos y a lo largo de los polvorientos rodapiés. Finalmente, hubo una discusión acerca de qué ruta coger; Zoltán y Marika desplegaron un mapa en la mesa de la cocina y los dos insistieron en que su camino era el mejor, y lo señalaban con los dedos en el mapa hasta que temí que lo fueran a romper. Después se fueron a la terraza, y a través de las persianas vi que se estaban besando, porque no querían despedirse peleados.

Marika y yo finalmente nos fuimos al mediodía; descendimos lentamente por la carretera con las ventanas bajadas. Justo cuando subían los primeros invitados a la fiesta. Tamás estaba con ellos, más alto que el año anterior, e igual de moreno. Con bermudas rojas esta vez, y una camisa blanca que estaba arrugada por los hombros. Marika miró el reloj.

—Debe de haberse encontrado con sus amigos en el autobús —dijo—. Ay, y al final no les dije que no podías ir. Qué maleducada.

Me hundí en el asiento. El coche tenía que ir a paso de tortuga para adelantar a los niños sin aplastar pies ni golpear codos. Se quedaron con las espaldas contra los setos a ambos lados de la carretera, y nos miraron fijamente. Eran cinco y Tamás. Cuatro chicos y dos chicas, que se habían puesto vestidos cortos de algodón y pendientes dorados que atrapaban el sol. Me recordé a mí misma que yo era occidental y glamurosa, era Erzsi, Largo Viaje desde Inglaterra.

—¡Hola! —Tamás me saludó. Se asomó al coche—. Hola, Erzsi. ¡Bienvenida! ¿Vas a venir esta tarde?

Me quedé mirándole, y lo que trataba de decir se me enredó entre los dientes, como pegamento. Marika le habló en húngaro, y le puso la mano en el brazo al hacerlo. Parecía decepcionado, podía verlo, la cara es la misma en húngaro o en inglés. Se volvió a asomar al coche y, dado que la conversación transcurría en húngaro, me sentí lo suficientemente segura como para estudiarle. Estaba un poco cambiado, pero no se parecía al hombre del bosque. Excepto quizás en la forma de la nariz, y algo en el espesor de su pelo. Me sonrió.

—Espero que te mejores pronto, Erzsi.

Arqueé las cejas, miré hacia Marika.

—Gracias —dije—. Y, mmm, feliz cumpleaños.

Nos alejamos, y vi en el espejo retrovisor que nos seguían observando, los seis chavales en el sendero, de camino a una fiesta. Me entristeció de repente no formar parte, pese a todo; que mi estatus oficial de amiga de Tamás, exótica, Largo Viaje desde Inglaterra, no se hubiera consolidado. Me imaginé a todo el mundo agasajándole; engullendo perritos calientes con el kétchup escurriéndose y Coca-Cola en vasos de papel, y bailando en el patio con lo que sonara en el equipo de música. Pero estaba pensando en las fiestas inglesas. En la de Tamás, su hosco y peligroso hermano estaría sudando sobre la barbacoa. Si me veía, seguro que le decía a todo el mundo que me había pillado espiando. Me haría sentirme imbécil, o algo mucho peor. ¿Y qué pasaría si la chica de pelo rubio estaba allí, con el rubor todavía en la cara, con las ropas arrugadas o incluso rotas? No sería capaz ni de mirarla.

—¿Qué le has dicho? —pregunté de repente—. ¿Qué le has contado?

—Ay, Dios, no lo sé —contestó Marika—. Me entró el pánico, y me sentía fatal por él. Le he dicho que te tenía que llevar al médico porque no te encontrabas bien. Lo siento, Erzsi, pero no sabía qué contarle.

Estuvimos meditabundas más que despreocupadas mientras nos dirigíamos a Szentendre, la ciudad a orillas del Danubio que Marika había mencionado. Un sitio con las casas como pasteles glaseados con colores festivos en una amplia franja de río. Los cuadros de Zoltán estaban en una galería de allí, y me la había descrito, con su blanca arquería y su suelo de azulejos del color del océano; estaba en una calle en cuesta y empedrada. Íbamos a visitarles, para decirles nuestros nombres y disfrutar de cualquier cosa a la que nos quisieran invitar. Tenía mis esperanzas puestas en un vaso de limonada y en un patio con sombra, y Marika se unió al juego, y me dijo que ella quería un vino dulce en copa de cristal y anacardos salados en un cuenco pintado a mano. Nos quedaríamos de pie con las manos a la espalda, y nos acercaríamos para mirar los cuadros, con aire de entendidas. Pero el encuentro con Tamás me había dejado de mal humor, y cada kilómetro que recorríamos me alejaba de él y me acercaba a la posibilidad de que hubiera cometido un error. Evitamos las carreteras principales, y atravesamos bosques intrincados y pueblos formados solo por una calle, con casas a los laterales, jardines en la parte trasera y gansos con las patas de color naranja deambulando al otro lado de las verjas. Una vez nos detuvimos para dejar pasar a una piara, con los hocicos arrugados golpeando los neumáticos. Vimos a dos niños montando en robustos ponis a pelo, y con los puños se agarraban a las crines. Pensé otra vez en la chica del bosque y en la mano del hermano de Tamás asiendo su pelo. Empecé a sudar y miré a Marika. Quería que dijera algo, cualquier cosa. Se giró hacia mí.

—Erzsi, me siento fatal. He estado intentando hacerte ir a una fiesta de cumpleaños a la que no te apetece asistir, mientras que yo me he perdido tres de tus cumpleaños. ¿Es por eso por lo que no querías ir?

—No —contesté—, ni siquiera se me había ocurrido. De verdad. De todas maneras, no te los perdiste, me mandaste tarjetas de felicitación muy bonitas. Y esa bolsa de estrellas, y el libro con fotos de Hungría.

—Tarjetas de felicitación —repitió Marika—, sí, supongo que sí. Si tu cumpleaños coincidiera con las vacaciones, podrías haberlo pasado aquí.

Pero me gustaba que fuera en mayo. Mayo traía consigo tardes soleadas y los primeros brotes dulces. Los setos estaban salpicados de flores silvestres, y podía dormir con la ventana abierta, observando cómo las cortinas se levantaban con la brisa, e imaginarme que estaba en una cabaña construida en un árbol. Y los cumpleaños eran el día en que mi padre se animaba, sacudiéndose esa emperrada tranquilidad, como si fuera un gigante despertándose. Compraba una tarta en la pastelería del pueblo de al lado y la ponía en medio de la mesa. Hacía sándwiches, de queso y de pepino, de picadillo de carne y lechuga rizada, después los cortaba en triángulos y los colocaba en un plato, demasiados para nosotros dos solos. Y ponía un disco mientras nos tomábamos la merienda, nuestra vieja casa sacudiéndose al ritmo de California Girls y yo sorbiendo mi té y preguntándome cómo sería beberme a alguien, como Joni Mitchell parecía hacer en la canción. No se parecía en nada a las fiestas de mis amigos, donde se bailaba al compás, sobre una alfombra de la que habían retirado todos los muebles, con platos de papel con estampado de flores y zapatos rosas terminados en punta, pero a mí me encantaba.

—De todos modos —dijo Marika—, siempre hay névnaps. A lo mejor podríamos hacer algo.

Y entonces Marika me contó lo que significaba tener un «día del nombre», celebrar el santo en Hungría. Era extraño pensar en todas esas personas que hay en el país con tu mismo nombre, celebrándolo al mismo tiempo. Prefería el azar de los cumpleaños, ese pensamiento de las estrellas alineándose el día que nacías. Pero de igual manera, el concepto me intrigaba.

—¿Así que en Hungría los niños reciben regalos dos días? No es justo.

—Bueno, Erzsi, tienes que recordar que los niños de aquí no están tan mimados como los ingleses. A Tamás no le habrán hecho muchos regalos esta mañana. De hecho, los cumpleaños son menos importantes que los névnaps.

—¿Le habrán regalado pocas cosas?

—La gente es más pobre. No sabes lo que es eso. Estamos muy protegidos aquí, en el valle de Esztergom, pero si te vas a los pueblos, Erzsi, a las ciudades, la gente no vive tan bien. La vida no siempre es fácil aquí.

—¿Cuándo es mi santo?

Marika se limitó a rascarse la nariz.

—Pero mejor ser pobres y libres —siguió—, eso es lo que dice Zoltán. Y vivimos bien, a nuestra manera. Gana lo suficiente con sus cuadros, en realidad bastante. Vienen más turistas, Erzsi, ya lo vas a ver hoy en Szentendre, gente de Alemania y de Austria, y por un paisaje bonito pagan más de lo que nos hubiéramos podido imaginar.

—Pero ¿cuándo es mi santo? ¿En verano?

Marika apartó los ojos de la carretera para mirarme, tableteando con los dedos en el volante, y yo oía el clac, clac de sus anillos de plata.

—Creo que es en otoño, Erzsi. O en invierno. Lo miraremos cuando lleguemos a casa. Pero escucha, he tenido una idea, puedes adoptar un nombre, ¿no? Un nombre cuya santo sea en verano, y así tenemos algo que celebrar cuando estés aquí.

—No quiero ser otra persona —dije.

—Bueno, entonces —Marika dudó— tendremos que pensar en algo. No te preocupes, será algo maravilloso. Lo sé.

No creía que tuviera que pensar nada. Estaba bien como estaba, con un cumpleaños en mayo y unas vacaciones de verano en Hungría.

—¡Lo tengo! —Marika golpeó el claxon con la mano mientras proclamaba triunfalmente—: ¡Deseos! ¡Tres deseos, uno por cada cumpleaños que me he perdido! ¿Qué me dices?

—¿Como en Aladino?

—¡Exacto! Piensa en mí como en tu propio genio.

Su cara resplandeció de alegría, abrió la boca al reírse, y un poco de su lengua roja quedó a la vista. Parte de mí quería unirse a ella, a su emoción, decirle que tocara la bocina otra vez, y sacar la cabeza por la ventana y gritar: «¡Tres deseos!», a cualquiera que pasara. Mi madre, la que hacía magia, con la que cualquier cosa era posible. Ella, cuyo corazón retumbaba en el pecho, bajo una piel morena y caliente, y una blusa bordada con amapolas rojas. ¿Acaso su propio gran deseo no se había vuelto realidad? Vivir en Hungría otra vez, a pesar de la vida que la retenía, allá en casa. Ella lo había conseguido, y todavía me conservaba a su lado. A lo mejor era un genio, después de todo.

—De acuerdo, tres deseos —dije—, pero solo si me prometes que se van a hacer realidad.

—Lo prometo, lo prometo.

Formulé mis deseos en ese momento, sin escogerlos cuidadosamente, más bien lo que pasaba en ese momento por mi cabeza.

—Entonces, lo primero es que nunca me harás ir a casa de los Horváth si no me apetece.

—Ay, Erzsi.

—Quiero decir, me cae bien Tamás, pero no quiero ver a sus padres, ni a su hermano, ni sus cosas, no me gusta visitar a la gente y no entenderles cuando me hablan en húngaro.

Me sentí como una traidora. Una traidora con el arbusto parlante y el estanque del bosque. Una traidora, aprendiendo a bucear y flotando el uno al lado del otro. Una traidora a los cromos de fútbol y a practicar inglés. Pero la cara contraída y brillante de Bálint dominaba mi imaginación, y me hizo estremecerme.

—Nunca te obligaré a hacer nada que no quieras, Erzsi. Así que, de acuerdo, sin visitas a la casa de los Horváth. Aunque es una pena, tienen una especie de corral, y es encantador, con todo tipo de animales, y nunca has ido a verlos. ¿Recuerdas a Jimmy, la cabra, la primera vez que estuviste aquí?

—Mi segundo deseo —continué— es que solo tomemos helado para comer hoy. Una de esas copas de cristal, donde ponen uno sobre otro y le echan sirope por encima y, quizás, hasta una sombrilla. Y sin aperitivos antes, directamente el helado.

—Ay, Erzsi, te vas a poner enferma. Pero sí, claro, tu deseo está concedido. Helado para comer.

No tenía que pensar mucho en mi tercer y último deseo, pues esas palabras siempre estaban cerca del borde de mis labios, remetidas por detrás para que no se dijeran nunca. Pero no dejaba de sentir su sabor, a anticipación mezclada con el miedo de la decepción. Dulce, salado y sin gas.

—Y deseo, deseo poder venir aquí cada año, durante el resto de mi vida. Y quedarme más, si me apetece. Y que el sol brille siempre, y que siempre seamos felices cuando esté aquí, y que nada cambie nunca.

Marika frenó entonces, se salió de la carretera y chocó contra una valla; la hierba rozaba el chasis del coche. Ya había pasado lo mismo la primera vez que me recogió en el aeropuerto. Sabía lo que venía. Se acercó y me enganchó en un abrazo desmañado, del tipo que me dejaba sin aliento y terminaba con besos mojados. Olí a canela otra vez y una especie de colonia cítrica que se había echado especialmente para la visita a la ciudad. Supe entonces que mi tercer deseo había sido El Deseo. El que realmente quería, con todo mi corazón, y el que Marika podía hacer realidad. Y tenía una pizca de magia en él, como la tienen todos los deseos apropiados, Marika alcanzando las estrellas y trayéndolas consigo, de tal manera que significaba que nuestra felicidad ya había sido decidida.

Al final, el día fue perfecto. Comimos nuestro almuerzo compuesto de helado en una mesa de forja sobre adoquines, al lado de una fuente que rezumaba y gorgoteaba agua verdosa. Visitamos la galería, y vimos los cuadros de Zoltán, y nos paseamos ufanas, pues conocíamos y queríamos al artista. Nos dieron caramelos de menta para saborear, como piedrecillas frías, y me hipnotizó un lienzo con una niña pequeña, de pelo castaño, que se parecía a mí, tumbada boca abajo, observando los prados ante ella hacerse más pequeños en una trama infinita. Más tarde, nos sentamos en un banco al lado del Danubio, y comimos patatas fritas espolvoreadas con pimentón de una bolsa grande y roja, lamiéndonos la sal y las especias de los dedos. Y de camino a casa vimos un caballo y un carromato que llevaba una familia gitana. Seis figuras sombrías, que llevaban jerséis y ropa de manga larga con ese calor. Les observé con curiosidad desde mi ventanilla bajada, e intercambié miradas con una chica de mi edad o más joven, que estaba sentada a horcajadas en la parte trasera del carromato, con un palo en la mano. Tenía conchas adornándole el pelo, y los ojos le brillaban como caramelos de melaza. Sonreí y la saludé. Ella sonrió también, y vi dos hileras de dientes perfectos. Sacudió el palo en el aire a modo de saludo cuando pasamos, y me giré en mi sitio para mirar cómo se empequeñecía.

Metida en mi cama esa noche, debajo del cuadro del Balatón, reviví cada una de las cosas que habían compuesto ese día. Las grandes y las pequeñas. Pensé en la niña gitana y en su fácil sonrisa. El sabor salado de las patatas al pimentón en mis labios, y en las calles como de juguete de Szentendre. Y los deseos. Me demoré un poco más en el tercer deseo, el grande, el que había hecho que Marika detuviera el coche y me estrechara entre sus brazos.

Mientras cerraba los ojos y me abandonaba al sueño, sentí otra vez ese abrazo feroz. Marika me había estrujado como si fuera ella la que necesitara mantenerme cerca. Cuando, en realidad, cualquiera podía ver que era al revés.

Envalentonada, me levanté a la mañana siguiente con una idea. Una que Marika rechazó inmediatamente y, después, como si odiara ser la que decía que no, se le ocurrió otra idea a ella.

—Creo que deberíamos regalarle algo a Tamás —dije—, porque nos perdimos su fiesta.

—Eso está muy bien, Erzsi. ¿Qué quieres regalarle? Podemos ir al supermercado y comprar dulces. Puedes regalarle un tarro lleno.

—Estaba pensando en darle mi cuadro —contesté.

Estaba desayunando y, por tanto, tenía la boca medio llena de pan con mermelada. Marika fingió que no me había oído bien, pero yo sabía que sí, porque había visto su cara, cómo se le quedaba.

—Perdona, Erzsi, ¿has dicho tu cuadro? ¿A cuál te refieres? ¿Has vuelto a pintar con Zoltán?

—No uno que yo haya hecho, me refiero a la pintura del lago. La que está en mi cuarto. Mi cuadro.

—¡Ay, Erzsi! ¡Ay, Erzsi, no! Es una idea muy buena, de verdad que sí, pero no puedes hacer eso. Es demasiado para ser un regalo, es una de las mejores de Zoltán, de veras. Ya viste en Szentendre ayer por lo que se puede llegar a vender su trabajo. Y de verdad, y más importante, creo que se pondría terriblemente triste si pensara que quieres dárselo a otro. Él quería que fuera para ti.

—No había pensado en eso —musité. Tomé un sorbo de té negro, y dejé que el flequillo me cayera sobre los ojos.

—Pero creo que es magnífico que te apetezca compartirlo. ¿Por qué no invitamos a Tamás a tomar el té y se lo enseñas? Compraré traubisoda y uno de esos pasteles de cereza, y le puedes cantar el cumpleaños feliz, y enseñarle la villa. Nunca ha estado dentro, ¿sabes?

—De acuerdo —dije en voz baja—, pero solo a Tamás, no a los otros Horváth.

—Solo Tamás —dijo Marika, y juntó las palmas de las manos—. Por supuesto.

Vino a las tres ese mismo día, cruzando por la hierba con sus largos pasos. Le observé a través de la gasa verde de la mosquitera de mi ventana. Llevaba puesta una camisa de color amarillo pastel abotonada hasta el cuello. Y pantalones de fútbol. No parecía inglés para nada.

Marika nos sirvió vasos de burbujeante refresco de uva y cortó gruesas porciones de pastel. Ellos dos hablaron en húngaro y yo alineé los huesos de las cerezas en el borde de mi plato, preguntándome de qué me servía que viniera si después no hablábamos en inglés. Preguntándome también si Bálint le habría dicho que me había visto en los bosques. Entonces sentí su dedo en mi brazo y me sobresalté; las mejillas se me pusieron tan rojas como la cobertura del pastel de cereza.

—Me gustaría ver el cuadro de Zoltán-báci del Balatón, tu cuadro. ¿Vamos?

Asentí. Marika se había ido al fregadero, y estaba haciendo ruido con las tazas.

—Es en mi cuarto —dije—. No has estado arriba antes, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—No. No he estado antes en la habitación de ninguna chica. Ni húngara, ni inglesa, ni mitad y mitad.

Marika abrió el grifo, estrepitosamente. Me puse de pie, arrastrando la silla.

—Ah, ¿no? Pues no es para tanto.

Le hice una señal y empecé a salir del cuarto. Oyendo sus pies descalzos en las baldosas del suelo tras de mí, empecé a correr, y se me escapó la risa al escuchar cómo sus pasos se apresuraban. Llegamos al final de las escaleras jadeando ligeramente.

—¿Listo? —pregunté.

—Listo.

Para ser alguien que nunca había estado en el dormitorio de una chica antes, Tamás no pasó demasiado tiempo explorándolo. Caminó directamente hacia la pared donde estaba el cuadro, y se quedó mirándolo con las manos a la espalda, entrecruzadas ligeramente, los labios fruncidos, posando ante el mundo como si estuviera en una galería de Szentendre. Al saber que venía, había ordenado mi habitación esa mañana, había metido mi osito de peluche bajo las mantas —solo lo descubrías si ya sabías dónde estaba— y escondido el camisón bajo la almohada. No tenía libros, ni juguetes, ni recuerdos por todas las esquinas, como en mi casa de Devon. Los tesoros de mi habitación en Villa Serena no eran visibles.

—¿Te gusta? —preguntó, girándose hacia mí.

—Claro que sí. Zoltán lo pintó. Me encanta.

—Me refiero a que si te gusta el Balatón.

Pensé en la conversación de Marika y Tamás en húngaro cuando estábamos abajo. Y en la postura tan concienzuda de Tamás al mirar el cuadro, su repentina seriedad. De repente, sentí como si él supiera más de lo que yo deseaba. No de lo de Bálint, pues ya no tenía tanta importancia. Un milagro, que solo podría apreciar después. No, ahora pensaba en la verdadera razón de mi presencia en Hungría. Lo que me había traído hasta estas colinas, donde él vivía. Las cosas que, de alguna manera, hacían que yo fuera como era. Se había dado la vuelta hacia mí, y no tenía las manos metidas en los bolsillos ni debajo de las axilas. Caían a los lados, y su cara era curiosa y sincera. Pero no había un juicio, ni una broma preparada en su boca, ni incomodidad tiñendo de rojo sus mejillas. A lo mejor solo sabía lo justo. Sonrió, y se rascó el brazo.

—No es tan azul como Zoltán lo ha pintado —contesté—. Recuerdo que al principio pensé que era azul, pero después algunas veces parecía gris, o verde, o negro. Lo prefiero así —lo señalé con el brazo— a como es en la vida real, creo.

Tamás asintió.

—Me gustaría vivir en el mundo que pinta Zoltán —dijo.

Al principio pensé que se había liado con el inglés. Pero no. Tan claro como el agua.

—Pero ya lo haces —repliqué.

Los dos volvimos a mirar el cuadro, con las caras juntas, asomándonos al lienzo. Oí que Marika gritaba en las escaleras, algo de que nuestros refrescos estaban perdiendo las burbujas. Empecé a moverme, pero parecía que Tamás no la había oído. Le miré de reojo. Me di cuenta de que tenía un vello muy suave en la mejilla, como un animal pequeño. Y tenía un diminuto lunar en el lóbulo de la oreja. Justo en medio, como si se lo hubieran hecho a conciencia.

—¿Esa era Marika? —preguntó, dándose la vuelta. Por un momento mi cara estuvo más pegada a la de un chico de lo que jamás lo había estado.

—No creo —dije, con la voz apenas audible.

Pero entonces volvió a gritar y esta vez no cabía ninguna duda. Nos chocamos en la puerta, porque los dos nos dirigíamos hacia abajo al mismo tiempo.